Y vueltas y vueltas bajo tierra
Todos los días, decenas de artistas muestran su arte en las líneas del subterráneo porteño. ¿Cómo se organizan? ¿Cuánto ganan? ¿Cuántas horas trabajan? ANCCOM los acompañó para conocer ese mundo.
Los medios de transporte se convierten a diario en un escenario donde los artistas callejeros, por necesidad o decisión, ofrecen sus creaciones para ganarse la vida. Jeremías Pérez, cantante y compositor de 22 años, es uno de ellos. Trabaja desde hace meses en la Línea H del subte, una de las que más artistas alberga. Cada vez que sube a un vagón con su guitarra al hombro se presenta como Jeremías Uriel y comienza a entonar diferentes canciones de rock nacional en formato acústico. Son apenas cinco minutos que los viajeros gozan de su música. Lo que no saben es que detrás de esos 5 minutos hay un enorme detrás de escena.
Oriundo de Villa de Mayo, barrio del partido de Malvinas Argentinas, Jeremías, encara una travesía de 36 kilómetros para llegar a su lugar de trabajo. Todo comienza con el colectivo 341, que lo lleva de su casa hasta la estación de Los Polvorines, donde se toma el tren hasta Retiro. En la terminal del ferrocarril Belgrano Norte lo esperaba ANCCOM para acompañarlo durante toda su jornada de trabajo.
Retiro apenas es una parada intermedia para llegar a su escenario rodante. “Ahora hay que tomarse la Línea E para hacer combinación con la H, en Jujuy”, indica Jeremías, y agrega: “Yo cuento las horas que trabajo desde que subo al subte y empiezo a cantar. Usualmente hago entre cuatro y seis horas. Tengo dos horas de viaje de ida y dos horas de vuelta”.
“Acá, en la Línea E, no canto porque es muy ruidosa, son coches más viejos, no se escucha la voz. Fijate que casi nunca se ve a nadie haciendo arte en este subte”. Jeremías aprovecha para desgranar su historia: “Empecé antes de la pandemia con una amigo por la zona de Boulogne, después trabajé de otras cosas pero decidí renunciar y empezar a estudiar Licenciatura en Música y trabajar con esto. Además tengo mi banda, Siluetas Del Pasado, donde canto y toco la guitarra. La experiencia del subte sirve para soltarse en el escenario, antes me costaba mucho. Todavía me falta desarrollar un poco más de carisma: vengo con el cassette puesto”. Entre charla y consultas, el subte llega a la línea H. Ahora queda llegar a Parque Patricios en donde comienza la función.
Un mundo con reglas propias
“La E y la B son muy ruidosas”, retoma. “La C tiene un recorrido muy corto y se llena mucho, eso es contraproducente. La A y la D son muy jodidas, hay mucha competencia; la H es la mejor, es la más tranquila y donde mejor se puede trabajar”, comenta Jeremías. Subir a cantar a un transporte no es tan fácil como parece.
“La primera vez que vine al subte a cantar lo hice con un amigo sin saber cómo funcionaba. Primero fuimos a la Línea A y nos estaba yendo muy bien, pero vino otro músico y nos amenazó, nos dijo que íbamos a tener problemas si seguíamos yendo. Ahí fue cuando decidimos probar en la H. Fue una lástima porque en la A se ganaba mejor. Quizás por eso tiene esa modalidad más dura”.
En los trenes tampoco tuvo suerte: “Me dijeron que si quería tocar tenía que pagarle tres mil pesos por semana a un vendedor que supuestamente coordina todo. No es mucho pero no pienso pagar para trabajar”. En los colectivos, dice, también es complicado: depende mucho del humor del conductor que decide si se puede subir a cantar o no. A pesar de esto Jeremías tuvo buenas experiencias: “Ahora estoy probando tocar en el colectivo de mi barrio y me va muy bien, es una zona humilde, no suele haber artistas callejeros, la idea también es traer un poco de cultura al barrio”.
Jeremías encontró en la Línea H cierta estabilidad que en parte está garantizada por la organización interna que tienen los artistas. El desfile de músicos está coordinado y reglamentado. Hay postulados que deben cumplirse a rajatabla para no romper con el buen clima entre colegas y existen delegados que se encargan de hablar con los vendedores para hacer que la relación sea lo más amigable posible. Tres puntos son innegociables: no puede haber dos artistas en la misma formación, los artistas nuevos no pueden ir antes de las 3 de la tarde y los recorridos empiezan y terminan siempre en Parque Patricios.
“El mismo día que nos echaron a mi amigo y a mí de la Línea A, probamos suerte en la H y no era horario permitido para los nuevos, nosotros no sabíamos y entonces nos explicaron cómo funcionaba todo, pero siempre lo hicieron con muy buena onda”, cuenta. “Tenemos grupo de WhatsApp, se suele hablar para informar cada uno en qué formación está”.
La comunicación entre ellos no se limita a cuestiones organizativas, también se extiende a los lazos sociales: “A la mañana nos saludamos, nos deseamos suerte. Hay muy buena onda, hablamos de todo, de la vida, situaciones personales, se forma un lazo entre nosotros”, destaca Jeremías. Por supuesto, a veces hay conflictos: “Hace poco a un chico lo expulsaron de la Línea, porque no cumplía ninguno de los acuerdos que tenemos, llegaba a cualquier horario y se subía en la estación que quería, cuando está estipulado que hay que subir en Parque Patricios, ahí recién arranca la vuelta. No te podes subir en otra estación. Se hizo una asamblea y se votó la moción de expulsarlo. Él estaba presente y dio sus explicaciones pero lo terminó aceptando. Había amenazado a un compañero por eso todos votaron para que se vaya”.
“Si yo estoy cantando en una formación y alguien se sube en cualquier lado me puede perjudicar –completa-. La idea es que haya un artista por cada formación así no competimos entre nosotros en un mismo coche”, esta alternancia entre artistas y vagones es fundamental en un tiempo donde los dos principales valores que puede capitalizar un artista callejero escasean. Uno es el dinero y el otro es la atención que puede habilitar una retribución. En tiempos de bolsillos flacos y de atención limitada por los celulares, auriculares y otras distracciones, la presencia de dos artistas en un mismo viaje para inviable.
¿Se puede vivir?
“La media que gano – revela- es de tres mil por hora, la vuelta es de 40 minutos en total, ahí se suele sacar alrededor de dos mil pesos, hay días muy malos también, es muy variable, lo máximo que llegue a sacar fueron 20 mil pesos, pero usualmente se saca alrededor de 15. Influye el momento que estamos pasando como país, también el momento del mes, tenés gente que deja 50 pesos y gente que te deja dos mil, pero la media es de 200 o 300 pesos”.
Jeremías divide su tiempo entre el subte y sus estudios, por lo tanto su ingreso es acorde al tiempo que le dedica, aunque reconoce que lo que puede obtener en un día es superior a lo que podría hacer en otros trabajos. “Cada vez que vine acá gane mejor de lo que me pagaban en otros lugares en los que estuve. Si lo llevás a nivel mensual es distinto, porque yo no vengo todos los días, pero lo que sacás por hora es mucho más que trabajando en gastronomía, por ejemplo”.
En el caso de Jeremías, el dinero que gana en el subte lo utiliza para solventar sus gastos personales, sin embargo, hay quienes pagan alquiler y hasta crían a sus hijos gracias a este trabajo. Tal es el caso de José Luis, alias “El niño”, cantante y actor peruano, que mantiene a su familia trabajando en el subte: “Hace 6 años que estoy acá. Yo crío a mi hijo y este es el único trabajo que me permite tener tiempo para estar con él. Con un trabajo formal no lo podría hacer. Con esto puedo vivir. Lo que te rinde el trabajo es relativo a lo que vos le dediques. Ahora estoy por mudarme, entonces le dedico más de lo que debería”.
Otro artista de “la H” es Daniel Olivera, folclorista mendocino que hace diez años vive de la música. “Estuve en Cosquín, grabé dos discos y de uno vendí más de diez mil copias, todo de boca en boca”, cuenta: “El año pasado vine porque me entregaron el premio Raíces por mis diez años de trayectoria, pero se me rompió el auto y no quedó otra opción que volver a cantar en el transporte. Buenos Aires tiene esa posibilidad”. Hace un año que está tocando en los subtes porteños: “Mi ingreso principal es el subte, se puede vivir bien con esto, yo hago seis horas de lunes a lunes, estoy todos los días”.
Zona de consultas
La estación de Parque Patricios no solo es un lugar de espera, sino también de interacción y consultas. Los plateados bancos se convierten en un diván donde los intercambios florecen naturalmente. “¿Vos dónde comés?” le pregunta Jeremías a José Luis. “Algunos van a la estación Caseros que arriba hay una sanguchería: es lo más barato, aunque yo voy a Plaza Miserere y compro comida peruana”, contesta.
Jeremías, por su parte, confiesa aguantarse el hambre para no tener que gastar parte de lo recaudado en el día: “Como cuando vuelvo a mi casa. Desayuno y vengo para acá”. Algo similar ocurre en relación a las necesidades fisiológicas debido a la escasez de baños: deben salir de las estaciones y volver a pagar el boleto. “Yo me aguanto hasta que salgo, no todas las estaciones tienen baños del lado de adentro y muchas veces están cerrados”, explica Jeremías.
“Esta línea es hermosa, hay mucha armonía. En el tren, por ejemplo, tenía que andar discutiendo con los vendedores. Acá no pasa eso”, comenta Olivera. “El Niño” también resalta las bondades de La H: “En varios lugares nos tratan mal. Yo además de cantar también actúo. Una vez haciendo de Don Quijote nos atacaron, nos dijeron que nos teníamos que ir a nuestro país, pero aca no es así, he hecho teatro, he improvisado, rapeado, traje títeres, hice de todo en el subte”.
Tarea difícil
En el subte, a diferencia del teatro, el cine u otros auditorios, el público no está allí para ver espectáculos artísticos. En ese contexto es difícil captar la atención y el interés de la audiencia.
Olivera explica: “Yo interpretó canciones mías, como si todo el mundo las supiera aunque no las conozcan. Cierro los ojos y empiezo a imaginar que estoy en un estadio frente a 40 mil personas”. Esa parece ser una de las claves para sobrellevar un trabajo en donde el rechazo y la indiferencia aparecen con frecuencia. Para Jeremías la preparación mental es fundamental: “Hay que tener una fortaleza importante, hay veces que haces toda una vuelta y no te dan ni mil pesos, pero hay que seguir adelante con buena onda porque eso influye un montón en la performance y la gente lo nota”.
Así como la indiferencia entristece, el buen recibimiento por parte de la audiencia genera sensaciones que trascienden lo económico. “Hay veces que tenés una ovación y después no te dan plata, pero al menos eso te llena. Por más que no me ayude a mi economía es algo que me hace bien espiritual y mentalmente. Hay gente que le gusta mucho lo que hacemos, esa es la idea nuestra también, darle un poco de cultura y arte para sacar esa monotonía y tedio del viaje”.
La receptividad y relación entre público y artista se consolida con el aporte de una colaboración, un dinero que sella la aprobación y el estímulo, dándole sentido a la travesía del músico.
Ante todo este escenario, la pregunta se vuelve inevitable:
-¿Estás nervioso antes de cantar?
-Hoy estoy un poco más nervioso porque están ustedes.
Pero los nervios quedan de lado cuando se ubica en el medio del vagón con su guitarra y llama la atención de los viajeros: “Para quienes aún no me conocen mi nombre es Jeremías Uriel, soy músico independiente y ahora vengo a compartir con ustedes un poco de lo que hago, un poquito de música. Ojala que les guste”, dice antes de entonar las primeras estrofas de “11 y 6” de Fito Páez. Su repertorio se basa en canciones clásicas del rock argentino, intercaladas con el primer tema de su autoría: “Fly Away”, compuesto en Inglés y promocionado en los vagones del subte: “Este fue mi primer tema propio, pueden encontrarlo en Spotify y Youtube”, dice el cantautor antes de pasar en búsqueda de las retribuciones voluntarias que los pasajeros decidan dejarle. Camina por todo el pasillo central del vagón como si fuera una pasarela, en la mano porta un gorro de lana de tonos violáceos el cual oficia como alcancía.
“Hubo mucho aplauso pero a nivel económico fue flojito. Igual esto es muy variable, hay que tener fortaleza mental”, dice Jeremías en relación a su primera vuelta. “El humor social está muy caldeado. Antes la gente tenía más onda que ahora. Yo creo que se debe a la crisis que estamos viviendo”. Sin embargo, su segunda vuelta mejora exponencialmente: “Esta vez superó las expectativas: casi cuatro mil pesos en 40 minutos, muy distinta a la primera, esto es así, una incertidumbre total”.
Su idea de hacer un total de seis vueltas se desvaneció a medida que su garganta le iba pasando factura. “Vengo de unos días complicados, bastante resfriado”, confiesa después de realizar cuatro viajes en otras tantas horas. Dentro del subte no se pueden ver los recorridos, en cuestión de minutos las distancias se ensanchan kilometricamente: se pierde el sentido del tiempo y el espacio. Una vorágine propia de una especie de túnel del tiempo donde solo la repetición de las canciones pueden dar una idea de cuantas vueltas se llevan andando. Lo que sí quedó claro es que la jornada dio sus frutos, la gorra de lana logró albergar unos 15 mil pesos, un número convincente para Jremías que da por terminado el día laboral.
Más que un trabajo
Ser artista callejero no solo es un medio de vida: ingresar en los túneles y dar vueltas por debajo de la ciudad no es para cualquiera. “Es un medio de subsistencia pero también es una forma de resistencia política: yo podría dejar de hacer esto y buscar trabajo en una oficina o un restaurante, pero a mí lo que me apasiona y me moviliza es el arte y creo que es una forma de transformar la realidad, ser músico subterráneo es una manera de resistencia”, resume Jeremías, quien explica: “Mis motivaciones son varias: la primera que te podría decir es la necesidad económica. Ahora, elijo este y no otro trabajo, por la satisfacción que me da venir a tocar y que la gente me escuche. La música me apasiona, es un medio de expresión que me hace bien, es combinar el trabajo con la música, algo que siempre quise”. Aunque de una forma alternativa, ser artista callejero es una aproximación al ideal de vivir de su vocación aunque no cualquiera se adapta al ritmo de la calle. Para quienes lo logran es un disfrute. “Me gusta la idea de hacer a la gente escucharme, que sepan que existo; es un manifiesto de la existencia artística”.
Los 36 kilómetros que Jeremías atraviesa cada vez que va a trabajar al subte son eclipsados por la satisfacción de hacer lo que ama. “No me arrepiento para nada de haber elegido esto, me siento orgulloso de lo que hago” dice, dejando en claro que la vocación compensa cualquier esfuerzo y acorta cualquier distancia.