Una excursión al Mercado Central
Un sindicato organiza viajes para que sus afiliadas y familiares puedan defender su bolsillo ante la inflación. ANCCOM se subió al micro y te cuenta la travesía.
“No nos podemos retrasar un día como hoy”, se escucha. Es sábado al mediodía. Hace minutos el rocío se convirtió en llovizna, pero todavía no llega la tormenta. El micro escolar se acerca a la parada del 42, en la esquina del restaurante Bernal, en el barrio porteño de Saavedra. María se refugia bajo un balcón y luego es la primera en subir. Controla la hora en su celular cada dos minutos, revisa que no haya mensajes del conductor o de sus compañeros. Ella afirma que “comunalmente” se advertía la necesidad de ayudar al otro. Así, lograron que el Sindicato Único de Trabajadores de Edificios de Renta y Horizontal (SUTERH) gestione y subvencione estos viajes al Mercado Central.
Las nubes se ciernen sobre la zona, donde vive la mayoría de los 33 pasajeros que se embarcan una vez por mes hasta Autopista Ricchieri y Boulogne Sur Mer, en la localidad de Tapiales, partido de La Matanza, donde se ubica el inmenso Mercado Central de Buenos Aires. María tiene los nombres y apellidos de los viajeros en una lista que no abandona su mano o bolsillo. Son cinco paradas, todas sobre la Avenida Cabildo, en las que van subiendo los pasajeros, hasta la última, en la General Paz.
Isabel sube un poco antes, en Cabildo y Monroe. Deja su carrito azul encimado sobre los otros, elige el asiento que nadie se había animado a ocupar, el que enfrenta al resto, y desde allí los puede ver a todos. Sus movimientos son rítmicos y a la vez automáticos, en un parpadeo dispone de lo que necesita entre sus manos: termo, mate y yerba. “Mis mates tienen algo especial, son diferentes a los demás”, dice mientras ceba.
¿Cuál es el secreto? Su respuesta es una sonrisa llena de picardía, quizás no hay secreto, quizás no hay magia. Pero ante una acción siempre hay una reacción y algo sucede. Las pasajeras a su alrededor dejan de quejarse del frío, de la lluvia, del gobierno y de sus maridos, y empiezan a conversar. Ahí está la magia, el secreto, la receta. El micro ya no estará en silencio hasta el fin de la jornada.
“¿Quién quiere un mate?”. “¿Cómo están tus hijos?”. “¿Dónde está Molina, por qué no vino?”. “Mi hija está bien, estudiando, tiene miedo porque los profesores le dicen que la facultad puede cerrar”. “¿Quién va a comprar tutucas?”.
María permanece de pie. Solo se permite descansar cuando la última pasajera sube al micro. Muchos de los viajeros no se conocen entre sí, y ella, como el mate de Isabel, ocupa el rol de conectora. Dialoga con los solitarios que eligieron un asiento en el fondo, el club de materas que rodea las primera filas, las dos parejas que decidieron viajar con sus hijos, y con el conductor.
Maite (25) vive en Belgrano y estudia Administración en la Universidad de Buenos Aires. Este es su segundo viaje al Mercado Central, viene para acompañar a su mamá, Marta, que va por su cuarto viaje. “La diferencia de precios es tremenda, con 50 mil pesos compro el doble o el triple que en el supermercado cerca de mi casa”. Su hermana Clara también la acompaña. Ambas son encargadas de edificios, como el 90 por ciento del pasaje.
“Me enteré de estos viajes por mi hermana, que participa desde el año pasado. Yo vengo con mi marido, y este es nuestro segundo viaje, lo hacemos por los precios y la comodidad, está bien organizado, se hace súper ameno. Estoy este rato conversando con mi pareja, mi hermana y mis sobrinos, no somos la única familia que viene no sólo a comprar, sino a pasar el día. A mi hermana no la veía hace unas semanas, así que aprovechamos para pasar tiempo juntas”, cuenta Clara. Las mujeres Ávila han ocupado asientos en ambas filas. Sus risas musicalizan la excursión.
Sólo hay ocho hombres en el ómnibus, casi todos parejas de las mujeres más grandes, algunas jubiladas. Clara opina que es así porque dentro del rol de ama de casa, o de madre, o de esposa, la mujer es la responsable de las compras para el hogar. “Los hombres más que nada acompañan para cargar lo que nosotras compramos”, explica.
Los Barrientos eligen convertir la travesía en un plan familiar. Sus dos hijos probablemente corretearán entre los puestos de ropa y electrodomésticos, el pabellón de pequeños productores, quizás jueguen a las escondidas en la feria minorista, o a la mancha entre las naves 10 y 12. Posiblemente terminen su excursión con hamburguesas en el patio de comidas, frente a los puntos de flores y plantas, con un enorme paquete de tutucas de postre.
El Mercado Central es una telaraña, cada pasillo se entremezcla con otro pabellón lleno de recovecos. A través de sus naves se expanden los Nueve Mundos del Yggdrasil. Y por las rendijas, entre tablones, aparecen cada vez más personajes. Familias enteras despliegan una obra ruidosa y ardua. Isabel va al frente, dirige al grupo, ha venido incontables veces. Su fiel termo está guardado en su carrito, o tal vez lo dejó en el micro, para la vuelta.
Miguel trabaja en la carnicería La Celestina hace ocho años. Su chomba blanca y delantal rojo están impolutos. “En los últimos dos o tres meses las ventas han bajado un 40 por ciento, gracias a Dios tenemos una clientela fiel que nos sigue eligiendo por la calidad de la carne, pero la disminución es notoria y preocupante. Antes, la gente venía a comprar dos kilos de milanesas, ahora compra kilo y medio, un kilo, o incluso por unidades. Subimos los precios cada un par de meses, no queremos hacerlo, sabemos y entendemos que a la gente le cuesta, pero no nos queda otra”.
Marta (40) trabaja en el Mercado Central desde que tiene 10 años y es dueña de su propio puesto. Su sector es una explosión de colores, aromas y texturas, con sus frutos secos, aceites, harinas, legumbres, especias y condimentos. Sus productos llegan de toda la región, Paraguay, Perú, Brasil, Bolivia. En su caso, la clientela ha aumentado desde el cambio de gobierno, la gente busca otras formas de comprar. Los precios en su puesto aumentan cada 10 o 15 días. “Uno ya se acostumbra a la subida constante de precios, hay cosas baratas y caras, pero siempre conviene comprar acá. La gente compra por kilo o por cuarto, pero compra cada vez más, porque conviene. Solía racionar maní en bolsitas de medio kilo y por la demanda de la gente ahora vendo por kilo”. Sus productos estrella son las harinas y fécula, “para la chipá, que se consume mucho”, y la granola y avena instantánea, que son opciones sanas, “en un supermercado el kilo de granola cuesta 8 mil pesos, y acá 4 mil”, señala.
Si se presta atención, entre la marea de gente se distinguen figuras encapuchadas que caminan lento pero en un segundo se agachan y recolectan lo que va cayendo de los cajones, carritos y camiones. Uno de ellos esconde su rostro bajo una capucha gris, y en su bolsa improvisada, que pudo haber sido una red de limones, lleva papas, tomates y naranjas. Fuera del mercado, decenas de puestos siguen funcionando bajo toldos que amenazan con salir volando. Las compras, aún bajo la lluvia, no cesan.
A las 16, los viajeros de la Comuna 13 ya están terminando sus compras. En sus bolsas de tela se observan papas, uvas, limones, calabazas, cebollas y bananas. Pocos han optado por la carne, las plantas y los electrodomésticos. A las 16:30 todos están de regreso en el micro, pero la escena ha cambiado, los carritos apilados frente a las puertas ahora se encuentran por todos lados, repletos de bolsas. Isabel hace notar que recargó agua caliente y compró facturas. Saca el termo, el mate, y arranca la vuelta.