Los que aguantan los trapos

Los que aguantan los trapos

Este 24 de marzo muchos miles de personas volvieron a marchar para exigir memoria, la verdad y la justicia. La bandera azul, con los rostros de los y las desaparecidas, cubrió otra vez la Avenida de Mayo. ¿Quiénes la portaban?

A 46 años del último golpe cívico militar, miles de personas se acercaron a Plaza de Mayo este 24 de marzo para exigir Memoria, Verdad y Justicia. Las calles se colmaron: hijos, nietos, bisnietos, madres, padres, hermanos y hermanas, abuelas, compañeros y compañeras reunidos. La alegría y la emoción podían sentirse en el aire nuevamente: bombos, platillos y cánticos se escuchaban a lo largo de Avenida de Mayo y las calles aledañas. Después de dos años de aislamiento, producto de la pandemia, este 24 de marzo se volvió a marchar y ni la lluvia ni el viento fueron impedimento para gritar “Nunca más”.

Como siempre, la bandera con los rostros de los miles de desaparecidos y desaparecidas por el terrorismo de Estado avanzó por Avenida de Mayo, custodiada por los estandartes de H.I.J.O.S.  y Abuelas de Plaza de Mayo que resaltaban entre la multitud. El extenso paño azul era sostenido por familiares y amigos. Entre ellos, Mónica Diaz y Mario Diaz, que marchaban orgullosos, junto a la imagen de su padre Eduardo Ríos, detenido desaparecido el 23 de abril de 1977: “Yo tenía siete años cuando me arrebataron a mi papá. Los recuerdos están patentes, entraron a casa y nos rompieron todo, nos apuntaron con armas y se lo llevaron”, contó. Después de dos años sin poder marchar, estar este 24 de marzo en las calles para Mónica significó mucho: “Esta es una lucha de hace años. Empezó mi mamá dando la vuelta la plaza y nosotros hoy seguimos acá, los hijos y los nietos buscando justicia”. Al lado de ella se encontraba también Mario, su hermano mayor, quien no quiso perder oportunidad para contar sus sensaciones del día que les cambió la vida para siempre. “Tenía 17 años y todavía pienso, por qué no nos llevaron a nosotros porque se llevaron a tantos. Es algo que no te podés olvidar nunca: estábamos con mis hermanos y mi mamá. Nos vendaron los ojos y nos hicieron tirar al piso”, contó. Hoy Mónica Diaz y sus hermanos siguen buscando respuestas ya que siguen sin noticias sobre el paradero de su padre: “Queremos saber dónde están, qué pasó”, expresó Mónica con gran pesar. 

No hubo distinción de edad, familias enteras dejaron verse y sus nuevas generaciones, como Tobías Ramírez, quien se encontraba en la plaza junto a sus padres para reivindicar a su abuelo y a su tía detenidos y desaparecidos: German Volsmelin y Sonia Volsmelin. Su tía Sonia militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios y su abuelo era militante de barrio. “Mis papás me enseñaron a seguir con la lucha y sé que tengo que seguir por ellos y por toda la familia. Hoy estamos acá marchando con mucha emoción contenida durante estos dos años”, expresó el joven. 

Tobias Ramirez y su familia.

Tobias Ramirez y su familia.

Entre la multitud se pudo ver también a otros dos jóvenes adolescentes que sostenían siluetas de cartón con cartas y fotos pegadas que decían: Ana María Bonatto y Eduardo Emilio Azurmendi. “Estar acá es recordarlos como todos los años, es luchar por la memoria y estar en el funeral que nunca tuvimos, pero con alegría, recordándolos a ellos y a los 30 mil desaparecidos”, expresó la nieta de Ana María y Eduardo, quien además contó que sus abuelos pasaron por los centros clandestinos de tortura del circuito Atlético-Banco-Olimpo (ABO). Ambos eran estudiantes de ingeniería de la Universidad de La Plata y militantes del partido comunista, marxista y leninista (PCML).

Entre los rostros más emocionados, también estaba el de María Eva Teverna, quien se encontraba acompañada de sus pequeños hijos Milton y Fidel. “Mi papá era militante de la juventud peronista y montonero, fue detenido en La Plata en 1976”. María Eva tenía siete años y su hermano cuatro meses cuando lo secuestraron. “Después de dos años, esto es un momento histórico y está bueno volver a ver tanta gente que tiene muchas ganas de volver a marchar por los 30 mil, porque es algo que nos pasó a todos. Los desaparecidos no nos pasaron solamente a nosotros, a quienes perdimos familiares, sino a toda la sociedad”, afirmó María Eva Taverna y continuó: “Para mí que mis hijos estén hoy es muy importante. Ellos saben quién fue su abuelo, desde chiquitos vienen a la marcha y saben lo que significa estar acá para que esto no vuelva a pasar nunca más”. 

Nietes de Ana Maria Bonatto y Eduardo Azurmendi, detenidos y desaparecidos en diciembre de 1977.

Muchas eran las fotografías y carteles de familiares que llevaban consigo a sus seres queridos, pero entre ellas se vio la foto de una bebé, Clara Anahí Teruggi, la hija de Diana Teruggi y Daniel Mariani, militantes de Montoneros. Clara Anahí fue secuestrada a los tres meses, el 24 de noviembre de 1976 en la casa donde vivía con sus padres y funcionaba la imprenta de la revista Evita Montonera. María Soledad Itariaguirre, tiene 46 años y milita con la fundación Clara Anahí, creada por Chicha Mariani, abuela de Clara y una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. Soledad marchó en memoria de Chicha y tantas abuelas que se fueron sin poder conocer a sus nietos. “Jamás vamos a abandonar la bandera de Memoria, Verdad y Justicia”, afirmó. María Soledad se encontraba con su hija y aseguró que es muy importante que se transmita los valores de lucha de generación en generación. “Chicha es una de las referentes máximas y vamos a buscar hasta los últimos días a su nieta Clara Anahí”, finalizó.

Otra de las historias que la plaza encontró fue la de Hugo Gushiken, hermano de Julio Eduardo Gushiken, uno de los 17 detenidos desaparecidos de la colectividad nikkei japonesa. “Eduardo estuvo en el centro clandestino de tortura y exterminio conocido como el Banco y gracias al equipo de argentino de Antropología forense pudimos identificar sus restos en 2015”, explicó Hugo a quien se lo vio rodeado de su familia y del grupo de familiares desaparecidos nikkei. Julio Eduardo Gushiken y su familia vivían en Florencio Varela, sitio donde una gran parte de la comunidad japonesa se instaló en luego de la Segunda Guerra Mundial. Julio Eduardo iba a la escuela Santa Lucía y desde allí empezó su compromiso político, militaba en el PCML y si bien no se sabe la fecha exacta de su desaparición, sí se sabe que el grupo fue muy perseguido por las fuerzas militares que tenían el único objetivo de eliminar a todos los miembros del partido.

“Esto fue un acto inexplicable, todo lo que ví, todo lo que miré espero que nunca más se repita. Yo vivía en Formosa, en un pueblo lejano y hasta ahí llegó la brutalidad”, dijo María Pérez Calero, quien era educadora social en los años de la dictadura en un pueblo fronterizo cerca del Río Pilcomayo. María Pérez contó que hoy vive en España. Con 85 años y mucha entereza no quiso perder la oportunidad de estar en la plaza reafirmando su compromiso con la historia de su país y los derechos humanos.

Volver a marchar es encontrarse y reencontrarse con estas y muchas historias más, también con aquellas que esperan ser contadas, que laten y se preguntan a viva voz, ¿Dónde están? Ayer una plaza colmada respondió: “30 mil compañeros detenidos y desaparecidos? ¡Presentes! ¡Ahora y Siempre!” 

Sí, este 24 de marzo las calles volvieron a gritar Nunca Más.

Hugo Gushniken y su familia.

Un lugar para llorar y llevar una flor

Un lugar para llorar y llevar una flor

Martín y Ana Julia, los hijos de los detenidos-desaparecidos Ana María Mobili y Roberto Bonetto, declararon junto a su tía Alejandra Mobili, en la audiencia 59 del juicio que investiga los crímenes de lesa humanidad en los pozos de Banfield y Quilmes y en la Brigada de Lanús.

Una nueva audiencia por los juicios de los Pozos de Banfield, Quilmes y Lanús se realizó este martes. Esta vez la Nº 59, de manera remota, en donde se conectaron para declarar Alejandra Mobili -hermana de Ana María Mobili, militante de Montoneros detenida desaparecida – y sus sobrinos, los hijos de Alejandra y Roberto Bonetto: Martín Bonetto y Ana Julia Bonetto.

Desde la Subsecretaría de Derechos Humanos, y con algunos problemas de conexión que luego fueron solucionados, Alejandra Mobili realizó su declaración. A partir de las preguntas del representante de la querella unificada de Justicia Ya, Nicolás Casara, Mobili comenzó su testimonio: “Mi hermana, Ana María Mobili y su marido Roberto Bonetto, mi cuñado, fueron víctimas de la última dictadura cívico-militar. El mismo día se lo llevaron a él, temprano, y luego volvieron para llevarse a mi hermana, dejando a un chiquito de un año y medio y una nena de 40 días”.  Los hijos de Ana María y Roberto habían quedado en la casa de unos vecinos custodiados por policías. “Cuando fui a buscarlos, me apuntaron con un arma y me llevaron a un lugar que no sabía cuál era. Me tuvieron atada y no me preguntaron nada hasta el otro día, ni siquiera mi nombre”. Mobili contó, además, que en aquel sitio- luego puedo saber- era la Brigada de Investigaciones de La Plata-, permaneció vendada y lo único que escuchaba era el llanto de chicas jóvenes pidiendo por sus madres que provenía de otras habitaciones.

Al otro día, la llamaron por su nombre y le preguntaron si era ella la de la credencial que la identificaba como trabajadora del Consejo Federal de Inversión. Mobil respondió que sí. “Nos subieron en auto a mí y a mi hermano, abriern la puerta y nos dijeron: tírense ahora”. Hoy piensa que esa credencial pudo haberle salvado la vida.

“Mañana es el cumpleaños de mamá Ana. No le puedo llevar una flor y no le puedo llevar un regalo”, le dijo su sobrino Martín. En ese momento, Alejandra entendió el horror por el que estaban pasando: nunca más Martin supo de su mamá ni tampoco de su papá, Roberto. Alejandra se hizo cargo de Martin y la hermana de su cuñado de Ana María, siempre pensando que algún momento, volverían.

“Me gustaría poder encontrar los restos de mi hermana, para que estos chicos -refiriéndose a sus sobrinos- puedan cerrar la historia de sus padres”, declaró Alejandra Mobili. Los restos de Roberto Bonetto fueron encontrados en 2010 en el cementerio de Avellaneda, Ana María hoy sigue desaparecida.

 ”El mundo se perdió esas personas”

«Lo único que me quedó de mi papá es este poncho”, expresó Martín, el hijo mayor de Ana María y Roberto Bonetto.

Martín tenía tan solo un año cuando secuestraron a sus padres y, si bien no puede contar cómo fue el secuestro, sí pudo relatar todo lo que lo afectó su desaparición a tan temprana edad: “Lo que les puedo decir es que por culpa de todo esto, mi vida fue otra vida, que no eran la que tenían pensada mis padres para mí, ni para mi hermana. Estuvo buenísima, está todo bien con la familia que tengo, pero no era así, el destino que querían ellos no era este y algunos se apropiaron de ese destino nuestro y terminamos acá donde estamos”, relató.

“Yo no crecí con mi papá y sin mi mamá, los perdí, no los conocí, no tuve la suerte de conocerlos, pero por lo que me contaron, me di cuenta de que me perdí de tener unos padres espectaculares y que el mundo también se perdió de esas personas, que son parte de esa generación”, expresó Martín Bonetto quien además contó que hoy se encuentra fortaleciendo el vínculo con Ana Julia, su hermana con quien no compartió la crianza.

“Tuvimos la suerte de que no nos llevaron a nosotros y porque crecí en una casa en la que me trataron como un hermano y un hijo, e hicieron todo lo posible para que yo esté bien”. Y continuó: “Quisieron borrar toda una generación, pero no lograron que creciéramos sin amor “. Lo único que me quedó de mi papá es este poncho”, expresó el hijo mayor de Ana María y Roberto Bonetto, señalando su “manto protector”, un sweater de color marrón claro que tenía puesto al momento del testimonio.

 Casa de muñecas

Cuarenta días habían pasado desde el nacimiento de Julia cuando secuestraron a sus padres, en 1977. Solo 40 días Ana María y José Bonetto pudieron disfrutar de su hija. “En este momento me encuentro temblando y mi corazón también”,  expresó Ana Julia, quien comenzó su testimonio recordando una carta que había leído en Olavarría en 2004, cuando se cumplieron 28 años del Golpe de Estado. “Cuando era muy chiquita, me acuerdo que mirando por la ventana de mi casa, me imaginaba cómo sería la casa que mi papá, arquitecto, haría cuando volviera. Me preocupaba mucho qué iba a hacer con mi tía y mi abuela, que eran con quienes me crié y cómo se irían a poner cuando las dejara por irme a vivir con mis padres y mi hermano Martín. Esa casa sería de madera y llena de muñecas”, contó Ana Julia en aquella carta llena de emoción en donde fue contando su historia como hija de desaparecidos, a medida que pasaba el tiempo.

Entre fotos y cuentos de su tía Quela, quien la crió y la abuela María, mamá de su papá, Ana Julia cuenta que toda su vida se conectó de una u otra forma con sus padres: “Coincidencias, o no, que se fueron dando toda la vida, siempre ellos se me manifiestan. Siempre hay amigos que me cuentan algo que no sabía”, expresó. Y agregó que también “es raro ser ahora más viejos que ellos”, porque su padre tenía 34 años cuando lo secuestraron y hoy Ana tiene 45.

En el año 2005, Ana Julia empezó a estudiar en Avellaneda y pasaba todos los días por el Cementerio de esa localidad, años más tarde se enteró que allí estaba su papá, por fin tenía un lugar donde llorar y llevar una flor.

Botas y canciones

Botas y canciones

El ensayista, periodista y músico Abel Gilbert propone una escucha concentrada de nuestro sangriento pasado reciente, al tiempo que abre un inexplorado abanico de las persistentes relaciones entre música, sonido, ruido y política. Así, Satisfaction en la ESMA (Gourmet Musical, 2021), libro que le llevó un lustro de realización, resulta un material de innegable valor. Esta apasionante investigación da cuenta de aspectos inasibles o fugitivos que circulaban en la sociedad y el poder en el periodo 1976–1983 en Argentina.

Y es que, mientras que Serú Girán daba su primer concierto en 1978 en el Estadio Obras, a pocas cuadras, en la Escuela de Mecánica de La Armada sonaban a todo volumen “Que va a ser de ti”, por Joan Manuel Serrat, “Gracias a la vida”, en la voz de Mercedes Sosa, o “(I Can´t Get no) Satisfaction”, el hit de los Rolling Stones para tapar los gritos de los torturados por los verdugos de la última dictadura. Y, en el Teatro Colón, las óperas Fidelio o Tosca ponían en escena representaciones de torturas cuando las reales no cesaban de tener lugar. Ese cruce de imágenes conforma el cuadro dominante del libro, su punto neurálgico como una estructura de cajas chinas que muestra hasta qué punto, en dicho periodo, nuestra historia estaba hundida en otras historias.

A lo largo de nueve capítulos o secciones, que van de la historia de las marchas militares (fanfarrias del advenimiento autoritario, como “Avenida de las Camelias”) al momento de transición entre dictadura y democracia, el libro transita una línea de tiempo sutilmente esbozada en la que se sitúan personajes y episodios de aquella cotidianeidad de supervivencia. La pétrea crueldad de Videla frente al drama de los desaparecidos. Una época en donde “cantar” no era solo una forma de arte sino el modo de nombrar la confesión de los secuestrados. Un libro en el que Gilbert conjuga su propia memoria auditiva, como melómano y estudiante de composición, con un despliegue exhaustivo de referencias variadas: artículos de revistas, crónicas de diarios, discos de rock progresivo (argentino e internacional), tango, música clásica, legajos con testimonios de víctimas de los campos clandestinos de detención, cuadros y novelas, discursos de militares y civiles, letras de canciones y fotogramas de películas, desde Palito Ortega a Stanley Kubrick.

En esta entrevista el autor habla de esta obra imperdible para entender esa escucha de un espacio histórico, político y socio-cultural que, a veces, pudo resultar insoportable.

«El terror generó una suerte de proceso de reorganización perceptual y configuró un modo de escucha que era muy propio del estado de excepción», dice Gilbert.

¿Cuál fue la génesis del libro?

Por un lado, es un tardío trabajo de tesis, con una matriz claramente ensayística, que buscó trazar un mapa de la experiencia de escucha de la Dictadura. Esto implica distintos niveles: cómo funciona el oído dentro y fuera del campo de concentración, cómo la escucha se configuró en función del terror pero a la vez cómo ese terror determinó la escucha en los objetos esencialmente musicales. Cuáles eran las posibilidades de escuchar, bajo un estado de terror, aquello que era evidente pero imposible de decodificar. A partir de eso tracé un mapa, elegí determinados objetos con los que trabajar que me permiten dar cuenta de aquello que postulo: que el terror generó una suerte de proceso de reorganización perceptual y configuró un modo de escucha que era muy propio del estado de excepción. También, dediqué un capítulo a aquello que llamo “las músicas afirmativas de la dictadura”, ya sea en el mundo clásico-académico como en el de la música popular. Todo esto atravesado por una experiencia biográfica, ya que en las vísperas del golpe era un adolescente que me iniciaba en el mundo de la música que me constituye. Entonces no puedo soslayar quién era y ni dejar de revisar que los modos de escucha que tengo ahora, pasados mis 50 años, no pueden ser los mismos que tenía cuando era adolescente. La motivación de haberlo escrito tiene que ver con que para quienes atravesamos la dictadura siendo adolescentes –en 1976 yo iba a cumplir 16 años- fue una experiencia de mierda.

¿Cómo apareció el título del libro?

El libro se iba a llamar Mató mil, pero mi amigo Martin Sivak me propuso que le pusiera Satisfaction en la ESMA, y me gustó porque me pareció mucho más potente.

¿Cómo fuiste desarrollando los diferentes eslabones de la investigación?

No trabajo con muchas canciones sino con aquellas que me permiten ejemplificar aquello que postulo. Si digo que el terror obnubilaba e inhibía la capacidad de reflexionar, busco algunas canciones, por ejemplo, “Águila de trueno” de Spinetta. Esta es una canción sobre un descuartizamiento, cantada por primera vez en 1977, en el momento en que la primera figura de la desaparición de personas tiene que ver con ese cuerpo, supuestamente caído “en combate”, que está desmembrado y no se puede reconocer. Recién había pasado lo de la masacre de Margarita Belén en la provincia de Chaco. La recepción de esa canción, sin embargo, no puede ser conectada con ese presente. Incluso, Spinetta aclaró, el día que la presentó, “esto no es ideología”. Entonces, a partir de esto problematizo esa situación tratando de entender lo que hoy puede resultar más evidente. Porque si hoy resulta evidente y antes no, es porque pasaba algo. Y eso que pasaba, de alguna manera, nos habla de una zona de la experiencia de la dictadura que no fue pensada. Hay muchas cosas que el libro aporta como para seguir pensando y no clausurar.

Por otro lado, está el papel de Serú Girán como banda paradigmática de esa época del rock argentino que sobrevoló su realidad sociopolítica, ¿no?

Sí, por ejemplo, “Alicia en el país” es una canción para pensar ampliamente. Me parece que es una canción importante pero muy incompleta, y esa incompletitud nos habla de un problema. Aparte, algunos fragmentos de la canción habían sido compuestos antes de la dictadura. En las canciones de aquella época se pueden encontrar frases, momentos de un verso pero no una canción entera de la que puedas decir “esta es la canción”. Insisto, creo que no hubo una resistencia cultural a la dictadura desde el movimiento juvenil sino una disidencia de baja intensidad. Pero no porque eran unos zánganos sino porque era el límite que imponía el terror. Pienso, Teatro Abierto empezó en el 82, la multipartidaria se formó en el 81, entonces por qué se le va a exigir al movimiento juvenil, cuya relación con la política era peculiar, que ejerciera una función esclarecedora de cara a la sociedad. Eso no quiere decir que no haya habido momentos muy interesantes pero me interesa más la experiencia de La Grasa de las Capitales, aquello que no se ve, y que tiene que ver con la portada del disco más que con las canciones.

«La música servía en los Centros Clandestinos para varias cosas: silenciar los gritos, doblegar subjetivamente al cautivo, usando su propia música, y como arma, como decibel, como intensidad» cuenta Gilberg.

Claro, esa tapa tenía cuatro personajes que identifican un poco la época del país. Por ejemplo, ese cuchillo de carnicero que tiene Oscar Moro parecido al cartel de las carnicerías Coto de ese entonces…

Claro. Pero el objeto, el cuerpo, las representaciones de la muerte del matarife en el cartel de Coto se exhibían mientras que en la foto del disco, no hay cuerpo. Si no hay cuerpo, ¿en dónde está? Es como decía Videla: “No se sabe”. Pero eso no fue pensado por los diagramadores que, en realidad, realizaron la foto como una parodia de la Revista Gente. Aunque a nivel siniestro no tenía que ver con eso. No es que a partir de este libro me considere una lumbrera sino que este es un trabajo para revisar desde el presente aquello que se da por sentado. Como explico en el prólogo, este es un camino para recorrer colectivamente. Ubicar las relaciones entre música, política y escucha y violencia en la historia argentina, y un solo libro no puede dar cuenta de todo.

¿Considerás que hubo una intención por crear una cultura musical oficial durante la época de la Dictadura?

Creo que hubo una insinuación de tener una cultura oficial, no solo musical pero no les dio el tiempo porque se les cayó todo. No te olvides que estos tipos se pensaban quedar mucho tiempo. En 1980, cuando Galtieri dice “las urnas están guardadas”, no se imaginaba que en poco más de dos años estaría entregando el poder con la lengua afuera. Primero se les cayó la economía y después se perdió una guerra. 

¿Por qué creés que se elegía ese tipo de música en los centros clandestinos de detención, lo que vos llamás “la playlist del torturador”?

Creo que es una conjunción de varias cuestiones. El azar y, también, había un método. La música servía para varias cosas: silenciar los gritos, doblegar subjetivamente al cautivo –usando su propia música-, y como arma, como decibel, como intensidad. Lo que marco es que la presencia metodológica de la música en la ficción de La Naranja Mecánica, y especialmente a partir de la versión fílmica de [Stanley] Kubrick que la escenifica, contaminó algo. No te puedo decir que el tipo que puso Beethoven en la Unidad Penal Número 9 de La Plata vio esa película, porque si no hubiera elegido La Novena, pero se pone en escena algo similar… y eso es lo fuerte. En verdad, esto viene del nazismo. Los manuales de contrainsurgencia de la CIA, evidentemente, toman la experiencia del lugar que tuvo la música en los campos de concentración alemanes, en Auschwitz, en Buchenwald… Es un elemento muy perturbador porque, supuestamente, uno la música no la quiere asociar con el terror, es como dice Alex [protagonista de La Naranja Mecánica]: “No, con esto no…”, como si ahí hubiera un límite. Pero en la tortura el límite se traspasa.

¿Qué períodos podés señalar sobre la circulación de sonidos en la Dictadura?

Son distintas etapas y no son comparables. El 76-77, como el momento de aquelarre mayor; en el 78 el Mundial; el ‘79 como punto de inflexión, la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; y a partir del ‘80-81, otra cosa. Por ejemplo, el valor que tuvo el tema “No te dejes desanimar” de La Máquina de Hacer Pájaros, de 1977, es incomparable porque se cantó en el peor momento posible. Para 1980 ya habían cambiado las condiciones de recepción en Argentina.

Si marcamos como un punto de partida musical, literal y simbólica de la Dictadura a la marcha “Avenida de las camelias”, ¿cuál sería en tu opinión la obra musical que lo clausuraría?

También, “Avenida de las camelias” pero como parodia. Como cuando Charly canta “No pasa nada, pasa una banda desafinando el tiempo y el compás” [se refiere al tema “Superhéroes”, del primer álbum solista de García de 1982]. Ojo, sería una clausura temporal de la periodización. El sedimento de la dictadura perdura… Esa es otra cuestión. Pero en términos temporales, la banda militar como afirmación “que desafina el tiempo y el compás”, te da una parábola histórica: 1976-1982.

¿Y cómo eras vos en esa época?

Era muy melómano en un entorno familiar comunista, con un padre peculiar con ciertos vicios autoritarios, como en la cultura de la época. La música es la que me permitió diferenciarme. La música es el modo en que construyo mi subjetividad. Igual, tuve padres generosos: me compraron mi primer piano, me compraban discos. No quiero decir que todo era un acto de confrontación pero la música era el modo de diferenciarme en una familia que tenía todo muy codificado. Y me ayudó mucho. En esa época, en una división de secundaria solo el 10% escuchaba rock. Y después tenías que hacer esa partición de quienes escuchaban un rock más elitista, como yo. Entonces, en un punto, era toda una experiencia muy nerd. Música de minoría de minorías.

¿Y qué era para vos el rock en esos años?

Un coeficiente importante de diferenciación con respecto a otro mundo sonoro. En mi caso, y en el de otros, era un mecanismo de construcción de identidad. Fue un periodo breve para mí, que duró tres o cuatro años, pero intenso. Te diría que me duró del ‘75 al ‘79. Cuando empecé a estudiar música formalmente, a la manera de Toy Story, guardé los “juguetitos” en la cajita. Cuando fui grande me volvieron a impactar pero en aquel momento, como todo pendejo soberbio, dije: “Esto ya pasó”. Y no había pasado un carajo.

«Buscar el mejor lugar y poner el cuerpo»

«Buscar el mejor lugar y poner el cuerpo»

Una muestra en Tecnópolis recorre 40 años de la carrera del fotoperiodista Eduardo Longoni y de la represión estatal en la Argentina.

La gente se acerca, niños y niñas miran los asientos y ven una postal sobre cada una de las sillas, toman un par y mientras se sientan las miran, las comparan, comentan entre ellos qué es lo que sucede en las imágenes. Cada vez más personas ocupan sus lugares y esperan para ver al fotógrafo Eduardo Longoni que junto a Cora Gamarnik, investigadora del fotoperiodismo, presentará la muestra “Una mirada honesta” que se puede ver hasta el 12 de diciembre y recorre más de cuarenta años de la carrera profesional de Longoni, a través de quince de sus obras más importantes.

Los protagonistas aparecen seguidos por una cámara que filma su recorrido por el espacio mientras hacen comentarios sobre las imágenes alrededor. Es que desde un principio la muestra surgió a partir de la realización de un documental bajo la dirección de Roberto Persano y Santiago Nacif. De repente, se detienen en el medio de la sala junto a la atracción principal, se trata de un Ford Falcon verde que Longoni compró por internet y luego recubrió casi en su totalidad con una de sus capturas más reconocidas. Para Gamarnik, se trata de una instalación que “tensiona los límites de la fotografía, dándole una profundidad que por su bidimensionalidad esta no puede alcanzar”. 

Los momentos

Todo se puede explicar a través de las fotografías. Cada una de las imágenes exhibidas son capturas de momentos de violencia en las que el Estado argentino fue la fuerza perpetrante. El período elegido se extiende desde 1981, cuando Longoni todavía no había cumplido 22 años y recién había dejado la Carrera de Historia para dedicarse de lleno a la fotografía, hasta el 2017, durante las manifestaciones en contra de la reforma jubilatoria propuestas por el gobierno de Mauricio Macri que terminaron en represión. Para él, estos períodos tienen puntos en común: “Recién volví a ver la agresión tan decidida hacia los fotógrafos del principio de los ochentas en el 2017”, dice.

El retrato de este tipo de violencia, sin embargo, no siempre tuvo las mismas formas. La primera imagen, en orden cronológico, es una de sus obras más reconocidas, y la que está ploteada en el Falcon: se trata de una captura que hizo en 1981 en un acto del Día del Ejército, en donde decenas de uniformados miran a cámara de costado. “Los primeros momentos de la dictadura eran años en los que en la calle pasaba poco a la vista, porque los militares tenían ese precepto de que si algo no se ve es porque no ocurrió”, comenta Longoni. Ese ocultamiento dictatorial se extendía hacia las redacciones de diarios y revistas de la época mediante actos de censura directa e indirecta: “Ahí aprendí a fotografiar como si tuviera una segunda cámara, algunas eran para los medios y otras las guardaba porque sabía que nunca iban a salir en la prensa”. Esta es la razón por la cual esta foto no fue presentada recién hasta 1983 y la razón por la cual la instalación cobra un sentido tan fuerte: “El Falcon es una manera de representar la idea del aparato represivo de la dictadura, de la máquina que hacía desaparecer a la gente”.

Con la llegada de la democracia llegaron los juicios hacia los represores, en los que Longoni pudo capturar el momento en el que los miembros de las juntas militares pasaban al banquillo de los acusados: “Había una puerta que se iba a abrir e iban a aparecer estos monstruos. En ese momento se me vinieron a la mente todas las personas que ya no estaban”. La noticia de que un país juzgara y condenara a sus dictadores por delitos de lesa humanidad recorrió el mundo por lo inédito del caso y su imagen recorrió el mundo: “Fue la única foto de mi carrera que hice llorando”.

Sin embargo, la violencia estatal no cesó y Longoni no dejó de documentarla, dentro de los momentos elegidos se puede ver la imagen de un policía disparando hacia un tumulto de gente en una marcha durante el gobierno de Raúl Alfonsín, el alzamiento carapintada, el copamiento de La Tablada, una movilización por el atentado a la AMIA, el pedido de justicia por José Luis Cabezas y los momentos de tensión en Plaza de Mayo en diciembre del 2001.

La fotografía de La Tablada fue un documento clave para la condena judicial del ex general Alfredo Arrillaga.

Su relación con la militancia fue un punto clave a lo largo de su carrera, tanto que para Santiago Nacif “lo fundamental de su obra es poner el cuerpo, estar ahí, intervenir desde una mirada que nosotros consideramos honesta. Saca sus fotos desde adentro y eso queda reflejado en toda la muestra”. Un claro ejemplo de esto es una de sus imágenes más importantes, que tomó durante el copamiento de La Tablada cuando José Díaz e Iván Ruiz, dos miembros del MTP, se rendían ante un militar que los apuntaba con un arma. Esta fue la última vez que se los vio con vida y hoy son parte de la lista de desaparecidos en democracia que cada vez crece más. La fotografía fue un documento clave para los juicios posteriores y en 2019 sirvió para la condena al ex general Alfredo Arrillaga.

Fue a raíz de estos juicios que Nacif y Persano conocieron a Longoni y se interesaron en su historia: “Sabíamos que era una persona muy importante para el fotoperiodismo argentino por su compromiso con todas las causas de militancia y derechos humanos. Por eso le propusimos la idea de hacer un documental sobre su vida y su carrera en un momento en el que, a partir del 2017, está alejándose de a poco del registro directo de las movilizaciones más tensas”. La película, que empezó el rodaje en el 2020 pero se vio interrumpida por la pandemia, continuará en filmación aproximadamente hasta mediados del 2022 y se espera que su estreno sea a fines de ese año.

“Llegué y me recibieron con una granada de gas lacrimógeno que por suerte pude patear”. Este es el primer recuerdo de Longoni sobre la represión que hubo en la marcha contra la reforma provisional del 2017. Este evento marcó un punto de quiebre en su carrera: “Cuando ya no podés salir corriendo de la policía es porque estás complicado”, comenta entre risas. Es que, para él, el compromiso con este trabajo tiene que ser total: “Uno no aparece como por arte de magia en donde pasa algo. Hay que estar en el lugar, buscar la mejor posición y hay que poner el cuerpo. Un fotógrafo documental se gasta más con los años, por eso ya no hay tantos de mi edad”.

Sin embargo, esto no significa que haya abandonado la fotografía por completo, ni que se quede quieto, actualmente se encuentra en el desarrollo de un nuevo proyecto: “Estoy en el medio de un ensayo sobre algo que podría llamarse la estética del peronismo. Salgo mucho a marchas de movimientos obreros y de sindicatos, pero es un trabajo largo así que me estoy tomando mi tiempo”. Es que a fin de cuentas, Longoni no olvida lo que pensó cuando abandonó la universidad para dedicarse por completo a la fotografía: “Pasé de estudiar la historia a documentarla”.

Un secuestro en pleno vuelo

Un secuestro en pleno vuelo

En una nueva audiencia del juicio que investiga los crímenes de lesa humanidad en el Pozo Banfield, el Pozo de Quilmes y la Brigada de Lanús, los hijos de Susana Sosa de Forti rememoraron el secuestro junto a su madre, el cautiverio y búsqueda infructuosa.

En una nueva jornada, esta vez la N° 51, que investiga los juicios cometidos en el Pozo de Quilmes, el Pozo de Banfield y la Brigada de Lanús declaró la familia Sosa-Forti: Alfredo, Guillermo y Renato, tres de los cinco hijos de Alfredo Forti y Nélida Susana Sosa, quienes fueron secuestrados en un vuelo de Aerolíneas Argentinas junto a su mamá, el 18 de febrero de 1977.

Con unas notas ayuda memoria que apuntalaban el paso de los años y el dolor de no olvidar ningún detalle de aquel trágico día -y a pesar de que la defensa del represor Samuel Eduardo De Lío, exjefe del Regimiento de Viejo Bueno, se opuso- Alfredo Forti comenzó su testimonio. “Mis padres eran parte de una generación de alta sensibilidad hacia el otro, que los llevó a tener una participación y una actitud militante y proactiva en favor de los sectores desposeídos de nuestra sociedad y en busca de resolver los problemas de inequidad e injusticia», explicó Alfredo, quien recordó que ambos crearon una escuela de técnicas de enfermería en un pequeño pueblo de Santiago del Estero y realizaban campañas de alfabetización.

Su padre, de quien lleva el nombre, era cirujano y lo habían contratado en Venezuela, por eso la familia se había trasladado a Buenos Aires para tramitar los pasaportes y viajar hacia su encuentro, pero no los dejaron. Ya embarcados y en pleno avión, les avisaron por alto parlante que solicitaban la presencia de su padre en la cabina y que debían bajar por aparentes problemas de documentación. Ante la negativa y reiterados pedidos de explicaciones de su madre, civiles armados actuaron por la fuerza. “Salimos del aeropuerto y nos subieron a un Peugeot y a un Falcon. Nos sacan de la zona hasta un camino de tierra secundario donde todos fuimos vendados y atados, incluidos mis hermanos pequeños”. Mario, de 13 años; Néstor de 10; Renato de 11 y Guillermo de 8. Alfredo era el mayor y por entonces tenía 16. Todos fueron trasladados a un garage de manera momentánea y luego los llevaron a un calabozo por seis días, lugar que años después pudo reconocer como el Pozo de Quilmes. “En ningún momento se nos informaron las razones por las cuales habíamos sido detenidos, ni tampoco pudimos comunicarnos con nuestros familiares, no se nos explicó nada sobre por qué estábamos ahí, en esas circunstancias”.

Los calabozos daban a un patio interno que se comunicaba con otras celdas en la parte superior, allí Alfredo y sus hermanos pudieron ver a estudiantes que dijeron que eran de La Plata: “Había una de ellas que estaba embarazada de seis meses. Los nombres que nos dieron, sobre todo a mis hermanos que, para tranquilizarlos, les cantaban canciones, eran Alicia y Violeta”, recordó.

“El coronel le informó a mi madre que estábamos detenidos y que teníamos que ser trasladados a Tucumán, el lugar donde estábamos viviendo, que no sabía la razón y que no se preocupara, que eran seis días nada más”. El sexto día de cautiverio, el 23 de febrero de 1977, les anunciaron que los trasladaban y los hicieron bajar. Los sentaron en la vereda y los taparon con una sábana. “Estamos llevando a tu madre a Tucumán, en seis días la tenés de vuelta”, le dijo el coronel a Alfredo, a quien, junto a sus hermanos, lo dejaron tirado, con muy poca ropa, casi nada de los que llevaban en su equipaje y sin la documentación completa.

Allí sólo se iniciaba el infierno para los Forti. Fue el comienzo de un arduo proceso de contacto con su padre y el intento de ubicar y recuperar a su madre, sin contar que ellos tenían planeado un viaje internacional y sin pasaportes no podían hacerlo, ya que en cautiverio les habían robado todo. “En ese momento recibimos negativas totales por parte de Aerolíneas Argentinas, presidida por el Brigadier San Juan. Se complicó todo”, recuerda.

“Nosotros solo podíamos viajar si acusábamos a mi madre de que nos había abandonado y si la culpábamos de que se había robado nuestros pasaportes.”

Si bien por un momento los menores quedaron a la suerte de la autorización de una jueza para poder viajar -ya que su padre se encontraba en Venezuela y su madre desaparecida– finalmente pudieron hacerlo, incluso a pesar de que la jueza los incitó a declarar en contra de Susana Sosa de Forti, su propia madre. “Nosotros solo podíamos viajar si acusábamos a mi madre de que nos había abandonado y si la culpábamos de que se había robado nuestros pasaportes”. Ante la indignación y el dolor de escuchar esas palabras, los niños se negaron. Gracias a las gestiones de su padre desde la distancia y la ayuda del religioso Alfonso Naldi que los contactó con la Policía Federal, lograron la devolución de sus pasajes y pasaportes.

“Hasta el último segundo de vida que tengan estos señores -dice Alfredo, refiriéndose a los genocidas- tienen momento de redimirse de alguna manera y eso es hablando y dando a conocer la información que tienen, las responsabilidades que existen y los destinos finales de nuestros seres queridos”, cerró Alfredo Forti.

Luego de un cuarto intermedio, prosiguió el testimonio de Renato Forti quien, ante las preguntas de la Fiscalía, comenzó su relato y afirmó lo dicho por su hermano mayor, Alfredo, sobre cómo sucedieron los hechos. A diferencia de Alfredo, Renato lució un acento venezolano, aquel que sus años de exilio le hicieron adoptar. Además de contar lo sucedido arriba del avión antes de despegar, también afirmó el proceso de búsqueda que llevaron a cabo Alfredo y su padre cuando finalmente pudieron concretar su viaje hacia Venezuela: “Inmediatamente se pusieron en contacto con organismos internacionales denunciando todos los hechos, mi padre y mi hermano mayor se dedicaron a la búsqueda de mi madre. Mi hermano mayor se entregó a la búsqueda de mi madre, pero nunca salió un resultado que dijera dónde estaba. No teníamos noticias de nada”, lamentó.

“Al principio fue muy fuerte separarse de mi madre, nos costaba aceptar lo que sucedió. Fue muy impactante. Llegué a sentirme aislado y retraído por todo ese trauma que pasamos. Quisiera que se haga justicia porque mi madre era extraordinaria, muy buena, ella no se merecía que pasara esto”, declaró Renato.

El tercer y último testimonio fue el de Guillermo Forti, el más pequeño de la familia al momento de la detención, quien expresó que cuando su madre le dijo que tenían que bajar se sorprendió mucho y se sintió asustado: “Recuerdo cuando sacaban nuestras valijas del avión y posteriormente nos llevaron y subieron a dos vehículos, un Peugeot y un Falcon. Mario, Renato, Néstor y yo en un vehículo y Alfredo y mi mamá en otro”, contó. Además, comentó que recuerda muy bien los modelos de los autos porque jugaban a un juego con sus hermanos y pudo reconocer bien que se trataba de un Peugeot 504 y un Ford Falcon. Guillermo expresó que entró en un estado de llanto y angustia porque él siempre estaba con su mamá, por eso también lo bajaron y lo pasaron al auto en el que iba su madre. 

Al final de su testimonio, Guillermo recordó su pesar sobre la pérdida: «Mi madre era una madre muy cariñosa, tierna, amiga. Durante mucho tiempo tenía la esperanza de verla llegar a en las fiestas. Yo he llegado a no asistir a esas fiestas típicas de las madres con sus hijos, por la ausencia de mi madre», expresó.