El golazo del Juje
La Escuela de Fútbol Base El Pueblito atrae a chicos del barrio de Pompeya como un imán. Su magnetismo no solo se debe a la enseñanza de buenas prácticas deportivas. También ocupa un lugar preferencial en evitar consumos problemáticos, embarazos no deseados entre adolescentes, y peleas callejeras.
Juan Manuel «el Juje» Porcel administra la Escuela de Fútbol Base El Pueblito, ubicada en la villa homónima, a orillas del Riachuelo. Este lugar, construido por él a pulmón junto a los profes Quique Hernandez y Anahí Puca, se construyó para llenar un vacío de contención que a muchos pibes del barrio no les llega de ninguna otra forma. Realizan un esfuerzo constante para que los chicos se sumen, o no lo abandonen, porque saben que en la medida que se alejan de El Pueblito se acercan a vidas más problemáticas. “Todos son de Pompeya” recalca orgulloso el Juje, señalando el espacio que ocupan un par de docenas de niños y niñas, de edades y alturas dispares, jugando al fútbol bajo el sol de una mañana impecable de septiembre. Los sábados a primera hora sin falta, salvo cuando la lluvia cae demasiado, la escuela de fútbol hace de imán para los pibes, pero el magnetismo de la academia no está únicamente en enseñar a jugar a la pelota.
La cancha se extiende en el medio de la plaza Obispo Enrique Angelelli, en la parte en donde el barrio de casas bajas se presenta en trío con el Riachuelo y unas soñolientas fábricas que vivieron días más prósperos. El lugar de entrenamiento original está en El Pueblito, una villa que ya cuenta varias décadas de existencia sobre el lado este del Puente Alsina. El Juje explica que a partir de la presencia de un grupo de personas que se juntaban a consumir drogas cerca del lugar, decidieron trasladar las prácticas a la plaza Angelelli, que está a unas cinco cuadras pasando la Avenida Sáenz. Además, por la falta de alguna malla o red de contención, con frecuencia las pelotas terminaban en el agua, y era peligroso para los chicos.
El devenido entrenador llegó a Buenos Aires hace unos treinta años sin saber “si la pelota era redonda o cuadrada”, pero entendiendo muy bien lo que significa el deporte para cualquier comunidad. “En esta zona, como en todos lados, tenemos problemas -señala-: el flagelo de la droga, embarazos prematuros, los celos entre parejitas…” Entonces, los profes -como les dicen- son para los chicos un oído infalible, también un consejo y una palmada en la espalda.
Lo que refiere al entrenamiento físico está a cargo de Quique Hernández, compañero de trabajo del Juje en una fábrica, y su compañero como entrenador en la escuela de fútbol. Hernández está orgulloso de haber jugado en la primera en Perú en sus tiempos mozos, y se percibe rápido que su preocupación es el esfuerzo desde lo técnico en los jóvenes futbolistas. El profe detecta, con solo ver un par de movimientos, quien “ya la está pisando”, o aquel que “brilla con luz propia”. Porque en El Pueblito, hay talento además de garra.
Thiago Aramayo arribó de Jujuy hace unos meses para probar suerte en Deportivo Riestra, un club de Primera División, en donde la competencia es mucho más exigente que en las liguillas de inferiores del Norte. Llegó a través del trabajo de scouting de un sistema de profes y preparadores, que recorre las provincias buscando talentos ocultos, complicados por la suerte de nacer lejos del centro del país. Thiago vive en la pensión de Riestra, pero quienes lo cuidan, acompañan y aconsejan son los técnicos de El Pueblito. Con el aval de sus padres, Juje y Quique hacen las veces de sus padrinos.
El esfuerzo de Juje, Quique y Anahí llegó hasta el punto de desarrollar una buena red de conexiones para darle posibilidades a los futbolistas. Santiago Flores, de 16 años, y sentido como propio en El Pueblito, fue a probarse al Inter de Porto Alegre, uno de los clubes más grandes de Brasil. Juje, explica, “tiene buen llegue” con la gente de la filial del club gaúcho en Buenos Aires, además de conocidos en otros clubes grandes porteños, que llegado el caso, pueden abrirle las puertas a pibes de la cantera pompeyana. “Después me invitaron a jugar en Atlanta, jugaba con la sub 20, yo con 15”, dice Santiago y agrega: “Ahora estuve con unos problemas en casa y paré de jugar, pero estoy con ganas de volver”.
Pero la parte excluyente para dar clases de fútbol en El Pueblito es estar en todo. Juje mismo reconoce que “hay que ser un poco mágico” para resolver situaciones u ocupar roles que, en ocasiones, nadie más lo hace.“Los momentos más difíciles para nosotros son el día del padre o de la madre. Algunos chiquitos acá no los tienen. Y las navidades son crueles, tema regalos, vemos que al vecino le regalaron una bicicleta nueva y otros padres ni siquiera se acuerdan”. Todas las fiestas, incluyendo cumpleaños, se festejan con regalos de por medio. El Juje conoce los nombres de sus chicos uno por uno, conoce a sus familias, está al tanto de sus historias y cada una de sus virtudes y defectos.
La nube de polvo, levantada por el correteo de los pies, hace un contraste mayor con su figura, que se adentra unos pasos en la cancha, y vuelve rápidamente para no interferir en el campo de juego. El perímetro no tiene líneas, pero él se encarga igual de poner los límites. “A nosotros no nos gusta que vengan pibes o pibas atrevidas, lo que hacemos entonces es puro físico, no jugar, y ahí los que quieren jugar en serio, sobre todo las chicas, se la bancan y se quedan”. Además, el Juje, cuando van a torneos o a visitar clubes grandes, actividad codiciada por sus futbolistas, requiere previa charla con los padres para asegurarse que no se estén llevando ninguna materia. En caso de que sí, no van.
Juje y Quique se acercan a la plaza Angelelli todas las mañanas de los sábados, aunque no hayan dormido la noche anterior. “Salimos a las 6 de la fábrica, y a las 8 ya estábamos acá”, resumen. La constancia de años, el llegar frenéticamente directo del laburo sin dormir, cantidades de tiempo, y también dinero, son inversiones cotidianas de los profes para mantener en funcionamiento la escuela. Más de una vez políticos y funcionarios “han venido a sacarse fotos con los chicos, a preguntarle qué talles usan, y así como aparecen se van y no vuelven más”. El trío de instructores realiza estas acciones desinteresadamente, sin pretender nada a cambio más que ver a los pibes crecer caminando derecho en un barrio de calles laberínticas, en el que un mal giro puede llevar por un camino de problemas.
“Mi mamá y mi abuelo son evangelistas, yo veía cómo trabajaban de manera solidaria en Jujuy”, recuerda -obviamente- el Juje. “Cuando era chico, íbamos a repartir algunas pequeñeces en comunidades indígenas, y era increíble cómo salían los chicos a recibirlas, cómo la respetaban”. Hoy, los chicos festejan cuando lo cruzan por Pompeya. “El otro día pasando por acá, viene y me abraza un grandote de barba, que lo miraba y no lo reconocía”, hasta que llegó fácil la imagen a su cabeza, cuando el chico, convertido en adulto, le explicó que se acordaba de él porque hace ya unos cuantos años, era el que en el barrio “regalaba los guardapolvos”.
De alguna manera, en el medio de la inestabilidad de la vida cotidiana, donde parece que todo cambia antes de poder aprehenderlo, el trabajo en El Pueblito se mantiene firme ante el tiempo, como una piedra que se resiste a ser erosionada por un río insistente y cruel. “Algunos chicos tienen un buen pasar, y otros por ahí la sufren” comenta el jujeño. Acaba de atajar una pelota que se iba a la calle, pateada con fuerza por alguno de sus pibes, y su respiración se entrecorta entre la conversación, los recuerdos y las reflexiones de años de trabajo que se amontonan para salir. Mientras da indicaciones asomándose a la cancha ante la multitud de pibes que corren atrás de la pelota, dice: “Yo también fui un chico que le faltaron cosas, poder estar para ellos es todo”.
Generalmente, al terminar el entrenamiento, la caminata de vuelta al barrio incluye la parada en una parrilla sobre la vereda para compartir unos choripanes, y la posterior compañía de los profes, asegurándose que chicos y chicas se acerquen a la zona de sus casas. En este mediodía fresco de septiembre sobre la Avenida Erezcano, algunos árboles alegran la calle con sus primeros brotes verdes después de un invierno helado, que igualmente, “no fue capaz de bajarnos un sábado”.