Quieren podar El Ceibo

Quieren podar El Ceibo

La cooperativa porteña de recicladores urbanos corre riesgo de desalojo y no tiene una propuesta de reubicación. Trescientas familias pueden perder su trabajo. Cómo la apertura de importaciones perjudicó a los cartoneros.

Desde la llegada de Javier Milei al gobierno nacional y de Jorge Macri al frente del gobierno porteño, las cooperativas de reciclaje enfrentan un escenario de creciente incertidumbre. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires operan doce cooperativas que, desde 2002, integran el Servicio Público de Higiene Urbana. Estas organizaciones no solo cumplen un rol ambiental clave, sino que también sostienen el empleo de miles de personas provenientes de sectores históricamente excluidos. Hoy, su continuidad está en jaque.

Una de las cooperativas más afectadas es El Ceibo, fundada en 1989 por Cristina Lescano y un grupo de mujeres que, por necesidad, comenzaron a recuperar materiales reciclables junto con los curas de Palermo. Su lema, “recuperar para recuperarnos”, sintetiza una historia de trabajo y organización. Actualmente cuenta con más de 300 integrantes y enfrenta una amenaza de desalojo por parte del Gobierno porteño, sin una propuesta clara de reubicación.

El Ceibo fue una de las primeras cooperativas en ingresar al sistema de reciclado de la Ciudad de Buenos Aires. Su planta está ubicada en un predio en Palermo, el propietario es el Belgrano Cargas pero hace más de 20 años que tienen un acuerdo para hacer su trabajo allí. “Nosotros prestamos un servicio al Gobierno. Ellos no deciden por nosotros, tenemos una cogestión”, explicó Ana María Sánchez, trabajadora de El Ceibo.

En la planta se procesan actualmente unas 430 toneladas mensuales de material reciclable, provenientes de los vecinos y generadores con los que la cooperativa ha tejido vínculos a lo largo de más de tres décadas. “La noticia nos tomó por sorpresa. Nos informaron cuando la decisión ya estaba tomada: Belgrano Cargas reclamó el sector para entregarlo a manos privadas y el Gobierno no se opuso”, denunció Sánchez. Ante esta situación, la organización recurrió a las redes sociales para difundir su reclamo y movilizar a la sociedad. El plazo de desalojo vence el 30 de junio y, de concretarse, dejaría en la calle a más de 300 familias.

A pesar del contexto adverso, la labor no se detuvo. “Seguimos trabajando más que nunca. Si paramos, hay 300 personas en la calle. Ese es el espíritu: acá se cumple horario, se hacen todas las tareas, vamos a buscar los materiales a universidades, empresas. Nos ganamos nuestros derechos, pero también tenemos obligaciones”, afirmó Sánchez.

“Somos una cooperativa insignia y vienen por nosotros. Creemos que esto puede ser un efecto dominó”, advirtió la trabajadora de El Ceibo. “Estamos esperando que nos convoquen a una nueva reunión. Por las elecciones no tuvimos respuesta”, explicó Sánchez sobre el estado actual de las negociaciones. Mientras tanto, la cooperativa busca alternativas y apoyo para preservar sus puestos de trabajo, ya que hasta el momento no existe una propuesta de reubicación concreta.

Pero el conflicto no se limita al desalojo: El Ceibo libra también una lucha constante contra la importación de materiales reciclables desde el extranjero. “No sabemos de dónde vienen ni en qué condiciones. Hace dos años logramos frenar su ingreso, pero ahora llegan toneladas”, advirtió Sánchez. Esta competencia desleal afecta directamente la economía del sector: los precios caen a la mitad, el trabajo es el mismo, pero la paga no alcanza. “Siempre tenemos que ponerle un freno. Nosotros no le tenemos miedo al gobierno”, sentenció.

El funcionamiento de las cooperativas está regulado por un pliego de licitación que establece las condiciones bajo las cuales prestan su servicio de reciclado urbano. Este documento, que debería renovarse cada cuatro años, define la zona de trabajo asignada, las obligaciones de los recicladores urbanos, los recursos que debe proveer el Estado y el monto de la contraprestación económica. “Si no cambia el pliego, no podemos dar aumentos a nuestros trabajadores. Pero el año pasado, el gobierno lo cajoneó”, denunció Sánchez. “Lo único que nos queda es esperar la reunión y, si no, reclamar y pelear por nuestros trabajos”,concluyó. Así nacieron los hashtags #NoAlCierreDelCeibo #NoAlCierre #SiAlTrabajo #ElCeiboRSU. 

Malestar general

La situación de El Ceibo no es un caso aislado. El Centro Verde de Barracas, el más grande de CABA, sigue sin funcionar tras un incendio y ni siquiera hay licitación para su reconstrucción. ANCCOM también habló con integrantes de la Cooperativa Reciclando Trabajo y Dignidad, ubicada en Villa Soldati, dedicada all tratamiento sustentable de residuos secos y electrónicos (RAEE).

“Fundamentalmente, está especializada en el reciclado de residuos electrónicos y nuestra labor es promover la reutilización de los equipos. Le damos una segunda vida a todos los materiales que rescatamos en la separación de la planta”, comentó Roberto Felicetti, representante legal de la cooperativa, quien además lleva adelante las tareas de la presidencia. En su planta recuperan materiales valiosos como plástico, cobre, aluminio y componentes electrónicos reutilizables, impulsando un ciclo de producción más limpio y eficiente.

El rol de las cooperativas no es solamente contribuir al cuidado del medio ambiente, sino que su labor fundamental es la inclusión social, es un espacio para la generación de puestos de trabajo. A su vez, para los trabajadores las cooperativas tienen que ser pensadas con una mirada productiva. “El movimiento surge a partir de un desarrollo de cooperativas de cartoneros con los materiales secos, pero existía una necesidad que no se cubría, que era la de los residuos electrónicos. Comenzamos a partir de las máquinas de oficina y así generamos nuestro trabajo”, agregó Felicetti. 

Las cooperativas trabajan en conjunto, y si no existieran, estos residuos serían arrojados junto con el resto de la basura. En el caso de los electrónicos muchos terminan en basurales informales, liberando sustancias tóxicas como plomo y mercurio que contaminan el suelo, el agua y el aire.  

Intervención y ahogo

Al igual que comentaba Sánchez, Felicetti planteó que “el Estado debería pagar a las cooperativas por el servicio que le brindan y que haya una política pública que ayude a ese trabajo a desarrollarse”. Desde noviembre del año pasado, el Gobierno de la ciudad les quitó el manejo de su trabajo, no pueden tampoco manejar sus recursos y viven con un reloj biométrico para el presentismo. Florencia Canchi, secretaria de la cooperativa, agregó que “ahora el Gobierno de la Ciudad está a cargo y a veces no se entregan los sueldos, tampoco los incentivos en tiempo y forma. Nosotros quedamos en el medio, pero no es nuestra labor”. 

A diferencia de las otras cooperativas, gracias al reciclado de electrónicos Reciclando Trabajo y Dignidad puede seguir funcionando a pesar de los intentos del Estado por reducirlas. Una gran parte de su labor se destina a trabajar con empresas privadas como YPF y Santander. Felicetti observó que “hoy el Gobierno de la Ciudad desactiva todas las cooperativas, ya que el Gobierno nacional quiere dejar la vía libre a los negocios del gran empresariado. Nosotros podríamos cubrir muchas actividades si se tuviera una mirada productiva”. Esto se refleja en decisiones recientes como la liberalización de importaciones de materiales como el papel y el plástico, que afectaron directamente al sector.

Las consecuencias son directas para los trabajadores ya que los precios de estos materiales cayeron abruptamente. “El precio del cartón a principio del año pasado estaba 240 pesos ahora 60 pesos el kilo, cuánto tiene que hacer un cartonero para que el día le rinda. el film estaba 400 ahora está 200 o 150. Una política totalmente perjudicial”, dijo. Estas nuevas políticas no perjudican solamente a las cooperativas ya que Celulosa comunicó que no podrá pagar sus obligaciones con vencimiento en mayo. “Si Celulosa empieza a tener problemas ¿qué será de nosotros?” añadió Felicetti. 

Con respecto a la situación laboral, Ingrid Rodríguez, promotora ambiental de la cooperativa, remarcó la importancia del marco legal: “Hay dos leyes que nos avalan: la 992, que nos da el derecho de juntar los materiales de la calle, y la 1.854, que nos da el derecho a tener obra social y un trabajo en tiempo y forma. Pero no se cumplen”.

Rodríguez también señaló la reducción drástica de puntos verdes. “Había 42 puntos verdes, con Milei hay 21. Hay partes de CABA que entre una comuna y otra no hay. ¿Cómo va a reciclar la gente si no hay dónde dejar los residuos?”. La situación también se ve agravada con la nueva gestión en la Ciudad: “Con Jorge Macri es distinto que con Larreta. La bajada de línea es más fina. Hay recolectores en la calle que son cartoneros del sur, la Policía les está sacando los carritos”.

Las cooperativas son indispensables a la hora de pensar la limpieza y la organización de la ciudad. Pero su importancia no se limita al rol ambiental que cumplen, sino también al rol social que sus trabajadores y trabajadoras reivindican. Muchas de ellas atraviesan un momento delicado bajo la nueva gestión de Milei y Jorge Macri, en un contexto de recortes y cambios que las golpea de lleno. Mientras El Ceibo resiste a través de las redes y continúa con su labor diaria, otras cooperativas se organizan para evitar ser las próximas en caer bajo la motosierra. En un contexto de ajuste, lo que está en disputa no es solo un galpón si no el futuro de cientos de familias que se generaron un trabajo digno.

Un pulmón verde cartonero floreció en Caballito

Un pulmón verde cartonero floreció en Caballito

Una cooperativa de recicladores urbanos recuperó un expacio público que se convirtió en un ecoparque donde funciona un centro de actividades vecinales.

En Yerbal 1419 se encuentra ubicada una de las sedes de la Cooperativa Recuperadores Urbanos del Oeste (RUO). No solo es un lugar donde acuden más de 1.000 trabajadores que recolectan material reciclable en la calle, si no que, además, es un centro verde que llama al encuentro y a actividades vecinales en Caballito, ya que desde la pandemia se puso en construcción el Parque de los Recicladores. Cuenta con puntos de reciclaje, una laguna natural, distintos tipos de plantas nativas, talleres y charlas informativas. Es reconocido por la Legislatura porteña como refugio climático de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Mariyone es parte del programa de Promotoras Ambientales que impulsa la Cooperativa, comenzó a recolectar materiales reciclables junto con su mamá a los cinco años durante el 2001. “El tema del Ecoparque fue todo un desafío –cuenta-. Durante la pandemia este centro se había cerrado porque no éramos considerados un trabajo esencial, eso implicó que muchos compañeros no pudieran salir a ejercer la tarea diaria y necesitamos buscarle una vuelta para ver qué más podíamos hacer, qué otros puestos de trabajo podíamos generar y qué le podíamos acercar al vecino. Ahí fue que surgió la idea. Esto antes era todo un terreno baldío donde funcionaba un asentamiento hasta que la Cooperativa lo agarró y se empezaron a hacer los galpones, se usaba como un lugar de trabajo. El vecino igual, así y todo, tenía miedo de pasar por la vereda, de acercarse, no entendía cuál era el rol de la Cooperativa en el barrio ni qué era lo que hacíamos”.

Luisa Junco, compañera de Mariyone y recuperadora urbana desde la adolescencia, agregó: “La idea es que el vecino vea en primera persona lo que es el trabajo de las cooperativas, del recuperador y también matar el estigma de que no es bueno el trabajo de los cartoneros o que es un trabajo indigno. Más que nada por eso también la creación de este Ecoparque”. También repasó su historia: “Yo empecé primero acompañando a mi mamá en lo que era recolectar el material reciclable, terminando el sexto año de la secundaria.  Era ver a mi mamá hacer un trabajo que primero me daba como vergüenza, con todo el esfuerzo que hacía. Con el tiempo me fui dando cuenta de que no era lo que yo pensaba. Es algo que lo haces todos los días con mucho sacrificio, más allá de toda la crisis que pasó, este no es un trabajo para que alguien diga que es una vergüenza”.

El programa de Promotoras Ambientales en el que trabajan Mariyone y Luisa surgió en el 2014 por iniciativa de mujeres que dedicaron su vida a este oficio. Mariyone recordó que ellas “eran las que salieron primero sin tener un laburo ni nada, pero teniendo que llevar el plato de comida a su casa de todas maneras. Entonces la pregunta era: ¿Cómo hacemos para ayudar a esas mujeres que ya vienen de muchos años de trabajar tirando un carro con 200 o 300 kilos y que el cuerpo ya les empezó a pasar factura? ¿Qué es lo que podemos generar para que puedan dejar de tirar ese carro?”.

Las promotoras realizan capacitaciones y charlas informativas a vecinos a través de la experiencia que adquirieron trabajando con materiales reciclables durante tantos años. Buscan generar saberes nuevos incluyendo leyes y normativas vigentes. Afirman que es una manera de involucrarse con lo que hay detrás, de separar y recolectar materiales. Luisa señaló: “Lo que es involucrarse también en lo que nos avala, hacer de este un trabajo digno y no tener las problemáticas que se tenían antes de tener un cartonero revisando un contenedor y que te lleven detenido”.

El trabajo de los cartoneros comenzó a tener una mayor visibilización con la crisis social y económica del 2001. La misma provocó que miles de familias que se quedaron sin su fuente de ingreso tuvieran que salir a recolectar materiales, ropa y comida entre las cosas que otros tiraban a la basura. A través de luchas, manifestaciones y reclamos, las personas que ejercían esta labor comenzaron a organizarse en cooperativas, RUO fue una de las primeras en crearse. Sin embargo, aún en 2001 estaba prohibida la recolección de materiales reciclables, el ir a revisar una bolsa que alguien había sacado a la calle era un delito. “Teníamos compañeros, que por ahí pasaban toda la noche en una comisaría, que se les sacaba la mercadería, los carros y los camiones. Era todo muy problemático”, recordó Luisa.

En 2002 se sanciona la Ley 992 de la Ciudad que declara el trabajo de cartoneros como servicio público y de higiene urbana. Reconoce a los recuperadores de residuos reciclables en el sistema y crea un registro de cooperativas distribuyéndolas por zonas de trabajo. Da incentivos económicos, credenciales y un seguro contra accidentes. Mariyone comenta que esta Ley “nos da la tranquilidad de salir a trabajar a la calle sin que nadie te venga a plantear que está mal lo que estamos haciendo”.

Sin embargo, continúa: “Hoy, como está el país, cada vez hay más informales trabajando en la calle. Nosotros contamos con lo que es una lista de espera para personas que se quieren anotar y empezar a trabajar en la cooperativa. Lo que pasa es que es muy poca la gente que podemos hacer ingresar porque el Gobierno da un cierto cupo para las cooperativas, entonces se hace muy difícil con la demanda que hay ahora de recuperadores. También tenemos una lista enorme de gente que está todavía esperando para cobrar”. Sobre los trabajadores informales, para que no pierdan el material recolectado y el esfuerzo del trabajo al llevar todo, lo que hacen en RUO muchas veces es comprarles el material para que puedan llevar un sustento económico a sus familias, más allá de que estén en una lista de espera. La idea es que puedan ingresar al sistema y empezar a tener un ingreso fijo.

Hoy en RUO se trabaja todos los días realizando la recolección del material reciclable en la Ciudad de Buenos Aires en los barrios de Once, Almagro, Caballito, Flores, Floresta, Villa Luro, Chacarita y Palermo. En los galpones del Ecoparque funcionan una escuela primaria y secundaria, tienen talleres de electricidad, carpintería, serigrafía textil, eco-artes, autoabastecimiento, computación, fotografía y talleres de oficio, dándole la posibilidad a los recuperadores para que tengan un espacio también para desarrollarse en lo que les gusta. Muchos también están abiertos para todo el público. Al fondo del predio se encuentran montañas de compost que se generan con material orgánico que llevan los vecinos. También hay un invernadero donde se cultivan todas las plantas del Ecoparque y la huerta.

Mariyone concluyó: “Nos impulsa siempre el trabajo diario, el querer generar unos mejores puestos de trabajo para los compañeros, fomentar ese vínculo entre los recuperadores urbanos y los vecinos de la Ciudad, para que se pueda dar este espacio de trabajo más amigable y que comprendan que los recuperadores urbanos brindan un servicio público a la Ciudad y que no es que están haciendo nada malo”.

«Con los cartoneros y cartoneras adentro»

«Con los cartoneros y cartoneras adentro»

Tres mujeres referentes del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) de Berazategui cuentan cómo organizaron su cooperativa. El impacto de la crisis en su sector y los enfrentamientos con la policía y el municipio.

Como las agujas del reloj, el mate gira hacia la derecha. Laura, la que ceba, le echa azúcar sin mirar cada vez que vuelve a sus manos. Luego, con agua que de a poco va perdiendo su calor, lo devuelve a la ronda. “¿Cómo llegamos hasta acá?”, pregunta Liliana y responde sola, mirando a sus compañeras: “Peleando y molestando”.

Laura Soria y Liliana Silguero, cartoneras de Berazategui, partido del sur del conurbano bonaerense, y Analía Calderón, militante del MTE distrital, son referentes de la economía popular y trabajadoras del Eco Punto Belgrano. El galpón comenzó a funcionar en 2019, pero hacía rato que los cartoneros estaban peleando con el municipio por la prohibición de la tracción a sangre, ya que, para ellos, sus caballos eran “parte de la familia” y, sobre todo, “una herramienta de trabajo”, como señala Analía. “No había afinidad con el municipio hasta que decidimos tomar el galpón y construir esto”, apunta Laura.

Antes de conquistar este lugar de trabajo, la situación de los cartoneros del distrito era muy difícil. “Vos te subías a un carro, ibas a laburar y vivías al día. Ahora que tenemos el galpón podemos tener una vida más digna, los compañeros traen la mercadería acá. Antes juntabas y acumulabas todo dentro de la casa y ahí podías tener ratas y mugre”, cuenta Laura. Actualmente, se dividen las actividades entre cartoneros agrupados, que en la actualidad en Berazategui rondan los doscientos; y galponeros, que se ocupan de tareas administrativas y son los que seleccionan, procesan y separan el material que luego se vende a Smurfit Kappa, una compañía de papel y empaques sostenibles. “Es mejor trabajar en la calle que estar acá adentro. Afuera, en tres o cuatro viajes, hacés el doble o el triple de dinero que en el galpón. Pero hay veces que no te queda otra y también tenés que bancar la camiseta acá adentro, porque esto tiene que salir adelante; si no, los demás no cobran”, agrega, con énfasis militante.

“Hacíamos olla popular de lunes a viernes, pero después ya no se pudo más y empezamos a hacerla tres veces por semana, luego una vez, hasta que no se pudo sostener. El gobierno dejó de mandar alimentos. No está funcionando el comedor, ahora solo hacemos brigadas educativas los días martes», dice Laura.

El MTE es una organización que tiene vínculos con el Partido Patria Grande, pero es apartidaria y está constituida por diferentes ramas de la economía popular, como la cartonera, la de construcción y la sociocomunitaria. Esta última estaba a cargo de Laura, pero ahora casi no funciona. “Hacíamos olla popular de lunes a viernes, pero después ya no se pudo más y empezamos a hacerla tres veces por semana, luego una vez, hasta que no se pudo sostener. El gobierno dejó de mandar alimentos. No está funcionando el comedor, ahora solo hacemos brigadas educativas los días martes. Ahí se les hace la merienda a los chicos. Las brigadas se llenan y las maestras te dicen: ‘Qué raro que los chicos tengan ganas de venir a estudiar’. Lo que yo les digo es que los chicos no tienen ganas de venir a estudiar: tienen ganas de comer. Cuando empezamos, hace seis meses, eran siete chicos y ahora son cuarenta”, señala.

La conformación de la rama cartonera en el distrito berazateguense no fue nada fácil, y comenzó con asambleas de recuperadores urbanos que compartían los mismos problemas, pero que, hasta ese momento, no estaban agrupados. “Nosotros hacíamos reuniones en una plaza porque estábamos teniendo inconveniente con el tema de los caballos. Ese fue el principio de nosotros”, comenta Laura. En Berazategui, la práctica estaba prohibida desde marzo de 2019 y no les habían dado otra alternativa para realizar su trabajo.

Entre estas cuatro paredes se alzan pilas y pilas de bolsones repletos con lo que recuperan día a día de los barrios aledaños. Se erigen como columnas y separan el espacio en distintas “oficinas” de trabajo. La mayoría de los cartoneros están ahora mismo recorriendo las calles en busca de residuos, cartón, plástico, chatarra: todo ayuda para sumar unos pesos. Y aunque sólo un pequeño grupo está ahora en el galpón, el ruido de las máquinas que procesan el material le exige levantar la voz. Aquí, mientras el agua de la pava se enfría, Laura revela cosas que nunca habían salido a la luz. “Al Patria Grande lo conocí saliendo de la comisaría. Yo estaba en casa cocinando con mi bebé de tres meses. Mi marido, que había ido a trabajar, me llamó y me dijo que control urbano le había sacado la yegua. Fuimos los cartoneros para que no se la llevaran y terminamos todos presos”.

“Nos llevaron como si fuéramos las peores personas del mundo, comisaría por comisaría. Mi suegra (Liliana) movilizó a todo Berazategui para que nos soltaran. Una cosa es que te lleven presa. Otra muy diferente es que vengan con los palos y te rompan todo el cuerpo. Eso hizo la policía aquel 19 de septiembre (de 2019). Nos hicieron sentir como delincuentes y no, somos trabajadores”, continúa. “Como para olvidarte, ¿no?, el día que te cagaron a palos”, comenta Analía.

“Todavía me duelen los huesos de la paliza que me dieron”, dice Laura y ninguna se inmuta: la violencia es cotidiana, una parte más de la vida de una cartonera. “Aparecieron compañeros abogados del Patria Grande de todas las localidades del conurbano, llenaron la comisaría y pudimos salir. Fue algo feo que nos tocó vivir. Además, mi bebé tenía tres meses, la llevaron a la comisaría y no me dejaron darle la teta. Desde ese día, mi hija no tomó más la teta”. Esa violencia también deja marcas.

 “El año pasado, juntando 600 kilos de cartón al mes, llegabas a cubrir una canasta básica. Hoy, con la misma cantidad no llegás, son 200.000 pesos con suerte”, se lamenta Liliana.

“Después de eso, fue pelear con la municipalidad hasta que ellos accedieron a trabajar con nosotros. Gracias a eso, tenemos todo esto, pero fueron momentos feos para llegar a tener este galpón”, dice Liliana. Hace unas semanas, realizaron un convenio con el área de Obras Públicas, que los contrata para la limpieza de microbasurales en el partido. Antes, sólo les cubrían el gasoil del camión recolector, aunque fueran parte del circuito Bera Recicla. “Es una muy buena oportunidad para nosotros: nos permite tener un ingreso más”, explica sonriendo Analía. El cambio, según ellas, obedece a que se dieron cuenta de que el reciclado “es con los cartoneros y cartoneras adentro”. Ahora, aseguran, “si vamos a la municipalidad, nos abren la puerta y nos ofrecen café”.

Esa victoria logró levantar los ánimos de uno de los sectores más golpeados por las medidas económicas impulsadas por la gestión de Javier Milei, con Luis Caputo al frente del Ministerio de Economía. “Este gobierno nos fulminó a nosotros”, dice Liliana, la máxima referente cartonera de la localidad. Analía explica que la fuerte caída del consumo hizo que disminuyera también el volumen de los residuos; pero apunta a la vez que con la apertura de las importaciones la industria está comprando cartón en Brasil en dólares, aunque es más caro que en el país. “La industria no nos estaba recibiendo nada, se stockearon tanto de afuera que no querían comprarnos a nosotros. Hoy se puede ver que el galpón está explotado porque sigue pasando lo mismo”, agrega, mientras señala los grandes pilones de material que llegan hasta el techo. “El año pasado, juntando 600 kilos de cartón al mes, llegabas a cubrir una canasta básica. Hoy, con la misma cantidad no llegás, son 200.000 pesos con suerte”, se lamenta.

Los cartoneros y cartoneras nunca bajaron los brazos, y tampoco lo harán ahora. Por eso seguirán apostando a la organización popular. “Sabemos que no tenemos un lugar en la economía tradicional y capitalista que nos domina y no lo vamos a tener nunca”, afirma Analía, mientras Liliana sostiene: “La economía popular es de los compañeros que lucharon siempre, que salieron de abajo de la lluvia, del barro, que buscan sus verduras, sus carnes, su comida. Somos los que más nos rebuscamos la vida, no somos como los ricos. A veces estamos mejor, otras peor, pero nunca voy a bajar la cabeza por haber sido cartonera y por haber estado arriba de un carro”.

Personas desechadas como basura

Personas desechadas como basura

Un informe presentado en la Facultad de Ciencias Sociales registró más de 300 agresiones directas a personas sin techo por parte de policías o vecinos durante el último año. Historias de despojos a los que menos tienen.

El Registro Unificado de Violencias describe la violencia sistemática que reciben las personas en situación de calle.

“Ser pobre no es ser delincuente”, dice uno de los carteles que acompañan a una alguien que está recostada sobre un colchón dentro de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y que tiene puesto un sobretodo gris, un gorro y guantes de lana. A la persona en cuestión le faltan unas zapatillas y un montón de otros derechos. En verdad, no es alguien de carne y hueso, pero bien podría serlo. Se trata de un muñeco que representa a quienes no tienen una casa donde vivir. “Son personas, no basura a ser limpiada”, dice otro de los carteles que lo rodean. Lo han puesto en el hall de entrada de la las organizaciones sociales englobadas dentro de la Asamblea Popular por los Derechos de las Personas en Situación de Calle como parte de las acciones por el Día Latinoamericano de las Luchas de las Personas en Situación de Calle, que se conmemora cada 19 de agosto desde hace veinte años.

“Este informe habla del valor de la vida, de lo que no se puede mercantilizar. Tenemos más fuerza cuando estamos unides. Gracias por elegirnos”, dice Soraya Giraldez, la directora de la carrera de Trabajo Social, a las organizaciones sociales que han venido a contar los resultados del tercer informe del Registro Unificado de Violencias hacia Personas en Situación de Calle (RUV). Al lado de Giraldez está sentada Florencia Montes Páez, militante del colectivo “No tan distintes” y autora del libro Acompañar es político. Ensayo transfeminista sobre la situación de calle, que es quien ahora toma la palabra. “Es una violencia sistemática”, dice para referirse a las injusticias que constantemente atraviesan los sin techo por vivir en la intemperie y no tener ayuda estatal.

Dentro de un rato Jorgelina Di Iorio, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, que también está presente, contará que al tercer informe del RUV lo elaboraron las agrupaciones que forman parte de la Asamblea Popular junto con integrantes de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Dirá que el documento se hizo a partir de relatos contados por los sin techo entre el 16 de agosto de 2023 y el 15 de agosto de 2024, los cuales fueron escuchados por las organizaciones sociales, y también a partir de noticias referidas a la problemática que fueron publicadas en medios de comunicación nacionales dentro de ese lapso. 

El ambiente de la Facultad se volverá espeso cuando Di Iorio describa los tres tipos de violencia más comunes que suelen recaer sobre quienes viven en la calle. Dirá que el hostigamiento, robo, maltrato o desplazamiento forzado del espacio público que realizan las fuerzas de seguridad y otros funcionarios públicos constituyen la violencia institucional, que los ataques físicos perpetrados por ciudadanos de a pie, motivados por un simple rechazo a quienes viven en la calle, conforman la violencia social y que las lesiones físicas graves que se producen por vivir a la intemperie, como las enfermedades o la mismísima muerte, constituyen la violencia estructural. Pero más se tensará el aire invernal que circula por el hall de entrada de la facultad cuando Di Iorio diga, con ese tono de voz que tienen quienes ya llevan muchas calles recorridas, que del informe surgieron como resultados que entre agosto del año pasado y el de ahora hubo 121 situaciones de violencia estructural, 104 de violencia institucional y 95 de violencia social. Todo eso lo dirá con mucha contundencia dentro de un rato. 

«Ponen quince policías para un pobre loco que está arriba de un colchón y te cagan a palos si no se los querés dar, pero para los transas ponen dos policías no más», dice El Punky, que vive en la calle.

Por su parte, El Punky, que vive en la calle, le dirá a esta agencia que “visibilizar violencias está muy bueno, pero no alcanza”. Explicará que ser un cartonero no registrado en una organización como el Movimiento de Trabajadores Excluidos tiene consecuencias. Contará que el Gobierno de la Ciudad determinó que “a los cartoneros que no están en una cooperativa se les tienen que retirar los tachos, porque privatizaron la basura. Mandan milicos con seis meses de registro nacional a laburar, que no saben lo que significa una orden de cateo —dirá El Punky—. Mandan gente ignorante a tener un fierro, que te bardea y te tortura en la calle. Ponen quince policías para un pobre loco que está arriba de un colchón y te cagan a palos si no se los querés dar, pero para los transas ponen dos policías no más, porque los transas son los que pagan las campañas políticas de este país”. 

Ahora, mientras Montes Páez les recuerda a los presentes por qué se conmemora el Día Latinoamericano de las Luchas de las Personas en Situación de Calle, los integrantes de la agrupación Amigos en el Camino reparten alfajores y café a los sin techo que han venido a la facultad también a contar sus experiencias de primera mano. Mientras las personas llenan sus panzas con una merienda caliente repartida con cariño (¿quizá la única comida del día para muchas de ellas?), Montes Páez cuenta que el 19 de agosto de 2004 ocurrió en Brasil lo que se conoce como la “Masacre de Sé”. Ese día, a la noche, quince personas que dormían en la calle fueron atacadas por personal de seguridad hasta el punto de provocar la muerte de siete y ocasionar lesiones graves en las otras ocho. Ese momento quedó grabado para siempre en la memoria latinoamericana y se convirtió en un caso testigo de la violación a los derechos humanos de los sin techo. De ahí que todos los años se recuerda esa tragedia y muchas otras invisibilizadas a través de la efeméride. 

Pero no hace falta ir a Brasil ni viajar al 2004 para saber que situaciones así ocurren todo el tiempo y en todos lados. De hecho, a la presentación del tercer informe del RUV vino a hablar también la jueza Natalia Ohman, que cuenta que hace un mes anuló, por considerarlas arbitrarias y violatorias de la intimidad, 125 detenciones y requisas a personas en situación de calle hechas sin orden judicial en distintos barrios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Resulta que la policía local, para justificar su proceder, había argumentado que las personas portaban “armas no convencionales”, entre las que se encontraban un destornillador, una varilla, un cuchillo Tramontina, un cúter, una tijera y un gancho. Según las actas de contravención, los motivos de las detenciones y requisas habían sido “actitud sospechosa”, “merodeo” y “control poblacional”. Los detenidos habían sido intimados por la policía a despojarse de esos objetos o se les imputaría el delito de desobediencia, lo que también fue anulado después por Ohman. 

“Muchos de esos objetos son para cortar comida y cartón”, aclara Cintia Bernardo, que sabe del tema porque vive en la calle desde hace tres años. En una charla con ANCCOM, Bernardo cuenta que se dedica “al cartoneo y algunas changas” y que suele recurrir a la ayuda de organizaciones sociales como “No tan distintes” y “Abrigar derechos” para subsistir. Dice que el mayor hecho de violencia institucional que experimentó en la calle ocurrió hace un mes. “Me secuestraron el carro”, dice refiriéndose al carrito que usaba para juntar cartón y después venderlo. Cuenta que un día estaba descansando en la Plaza Garay porque la noche anterior se la había pasado juntando desechos. Aclara que en la zona hay mucha competencia con las cooperativas de recicladores urbanos, por lo que a veces necesita duplicar sus esfuerzos para poder quedarse con suficiente cartón como para vender más tarde. “Según los de Espacio Público e Higiene Urbana no podemos estar a las doce del mediodía descansando en una plaza. Yo quería pedirles que no me secuestraran el carro porque había dos policías que lo tenían. Les saqué las manos de la forma más pacífica que pude y terminé en el piso con esposas”, relata Bernardo. Cuenta que, al vivir en la calle, hace pis en un balde para no ensuciar el espacio público ni provocar las quejas de vecinos y que, como defensa, se los revoleó. “Un oficial me dijo ‘Mirá lo que me hiciste’, por dos gotitas de pis que tenía en el uniforme. Mi respuesta fue angustiante porque el carro es mi sustento diario —dice Bernardo, y en las cooperativas de recicladores no hay cupos. Me sacás mi herramienta de trabajo y no me das otra, me estás incitando a que yo tome otras medidas para mantenerme, como la prostitución, la venta de drogas o robos”. ¿Y hay manera de recuperar el carro? “Para que me lo devuelvan me piden que presente un ticket de compra, y eso no existe. Yo lo compré en una villa, a un pibe que no se quería dedicar más a cartonear. No tengo un ticket”, dice. Un rato antes, una mujer de entre el público había opinado sobre los despojos que se dan habitualmente en la calle. “En la Rosada hay un monstruo que defiende la propiedad privada, pero ¿por qué nadie respeta la propiedad privada de los sin techo?”, había preguntado al aire la señora, pero nadie supo qué decirle. 

Trabajadores  cartoneros

Trabajadores cartoneros

La Cooperativa Cartonera del Sur está conformada por 60 personas que iniciaron su labor de recolección de manera independiente y ahora la cogestionan con la Ciudad. Un modelo de reciclaje reconocido en el mundo pero que a ellos los invisibiliza y los malpaga.

Es el primer día más caluroso del año. En el punto verde de la Cooperativa Cartonera del Sur, en Constitución, los trabajadores y trabajadoras llegan desde Guernica, una localidad de la zona sur del Gran Buenos Aires, para cumplir con sus respectivas tareas. “Actualizo la cuenta del banco cada dos segundos para ver si me depositaron”, se queja entre risas uno de ellos. En ocasiones sucede que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (GCBA) tarda hasta cinco días en pagar sus sueldos.

Después de que se hayan terminado de preparar, alrededor de las 9:30, los recuperadores urbanos —comúnmente conocidos como “cartoneros”— suben al mismo micro que los trajo desde Guernica, con los bolsones que utilizan para recolectar residuos reciclables. Así, se dirigen hacia su lugar de trabajo: la calle. 

Bety termina su cigarrillo y se dirige al micro. Tiene 57 años y hace 15 es cartonera. Forma parte de Cartonera del Sur desde antes que se organizaran en una cooperativa. En el camino aprovecha para conversar con sus compañeros lo que no pudieron durante el viaje desde Guernica hasta al punto verde. Ante las quejas de algunos por las altas temperaturas, Bety responde que prefiere este clima antes que el frío, donde tiene que llenarse de ropa que le impide moverse como el oficio lo demanda.

Generalmente, el recorrido suele ser más largo y consiste de más paradas, pero, como afirmó Maximiliano Andreadis, trabajador directo del Gobierno de la Ciudad en la cooperativa y quien controla el presentismo, hay días en los que algunos no van a trabajar.

Cuando bajan todos en el único destino, Avenida San Juan y Defensa, en el barrio de San Telmo, arman una superficie con ruedas que los ayuda a trasladar sus bolsones durante su trabajo. Esa es la alternativa que encontraron desde que el Gobierno de la Ciudad prohibió los históricos carros. Se separan y cada uno se dirige a la zona que le corresponde para emprender sus cuatro horas de trabajo. Bety comienza su jornada laboral solitaria.

“A nosotros no nos ven”, reflexiona Lidia, a quien todos conocen como Bety. Pero ella se encargó de que, en su área designada, no pase desapercibida. Bety recorre una manzana perfecta: Avenida Garay, Bolívar, Avenida Brasil, y Defensa. Como una manera de marcar territorio y para poder juntar más de lo que su cuerpo puede llevar, ata uno de los bolsones al semáforo de la esquina de Defensa y Avenida Garay.

“Siempre hago el mismo recorrido desde hace ocho años, todos saben que estoy acá, todos saben que este bolsón es mío”. Cuenta que son muy pocas las veces que algún cartonero independiente sacó material de su bolsón. Se cruza con algunos de sus compañeros de la cooperativa con los que no deberían superponerse, pero elige no discutirles.

Andreadis explicaba que los recuperadores que tengan la suerte de que en su zona designada haya algún generador grande de residuos, como alguna cadena de supermercados, podían juntar mucho material sin la necesidad de recorrer demasiado. La primera parada de Bety es el Carrefour Express que debería llenarle más de un bolsón, pero sólo recolecta pocas cajas de cartón. Lo mismo sucede con el supermercado Día de la calle Bolívar, que, aunque a diferencia de otras veces, accede a darle material, es una cantidad no equivalente a lo que produce una empresa de ese porte y hasta se lo entregan sucio y mojado. Para ella, los grandes generadores son otros.

“Buen día, Bety, acá tenés”, la saluda un vecino encargado de un edificio mientras le da una bolsa grande de reciclables. “Él viene a traerme material todos los días, él sí que sabe reciclar”, Bety remarca el gran desconocimiento que tiene la gente sobre la manera de gestionar los residuos.

“Las viejitas”–como las llama ella– del edificio de enfrente del semáforo donde reposa su bolsón, a veces la saludan desde el balcón y otras bajan para alcanzarle las bolsas. El “Supermercado Chino” es otro de sus generadores más grandes y frecuentes, le llena un bolsón y medio cada día. Bety cuenta que costó mucho tiempo e insistencia para convencerlo de que separara los reciclables. Todos los mediodías pasa por la puerta del almacén y el hombre ya tiene preparado su material. Este tipo de arreglos de horarios –y hasta de días– se repite con otros: con un colegio, con una empresa de logística, con un bar y un centro cultural.

Las veredas angostas y el tránsito pesado que caracterizan al barrio de San Telmo, se vuelven un obstáculo para el paso de Bety con su bolsón, y hacen que a veces deba caminar por la calle. Un taxista, por ejemplo, le toca bocina a la par de un grito y una seña de indignación. Bety, sin enterarse de la situación, continúa el recorrido con normalidad.

Tiene nueve hijos y veinte nietos. Asegura que le encanta pasar el poco tiempo que le queda entre el trabajo y las tareas del hogar, con ellos. Llega a su casa muy cansada y sólo alcanza a bañarse y cocinar. Las caminatas con kilos de material encima dejan consecuencias en el cuerpo. Bety tiene problemas en las rodillas y en la cintura y eso le pesa a la hora de trabajar: “Todos los días tomo algún remedio que me calme los dolores porque llega la noche y no puedo ni moverme”.

 

El funcionamiento de la cooperativa

Las cooperativas de recicladores urbanos son asociaciones de cogestión entre sus trabajadores y trabajadoras organizados y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En cada barrio de la ciudad, opera una cooperativa distinta. Tanto Cartonera del Sur como otras cooperativas como El Álamo, están integradas al Servicio Público de Higiene Urbana de la CABA. Estas se encargan de recolectar –de forma exclusiva– los materiales reciclables secos como cartón, plástico y papel.

Los recuperadores urbanos están formalizados. Pagan un monotributo social que les permite acceder a una obra social y a realizar aportes jubilatorios. Pero Bety asegura que esa jubilación no le va a alcanzar cuando la necesite.

Los elementos necesarios para cumplir con su trabajo, como los uniformes, bolsones, camiones y colectivos, son garantizados por el Gobierno porteño. El hecho de formalizar a los recicladores urbanos estableció una nueva logística en el circuito de los residuos, donde se pasó de la separación de la basura en la vía pública a la clasificación en los centros verdes.

Tanto los materiales reciclables que se depositan en los contenedores verdes de la ciudad como los que son recolectados puerta por puerta por los recuperadores urbanos, son llevados a los centros verdes para su procesamiento. Hoy, existen ocho de estos centros gestionados por las cooperativas de cartoneros.

En el caso de Cartonera a del Sur, algunos trabajadores al finalizar su jornada se acercan hacia el lugar caminando con sus bolsones debido a que trabajan por esa zona. A otros que operan más lejos, los pasa a buscar el micro mientras que a sus bolsones un camión. Una vez que llegan al centro, ubicado en Solís al 1900, cada uno pesa sus bolsones: “Los lunes y viernes junto más de 150 kilos, por ejemplo, pero varía dependiendo el día”, relata Bety.

Además de su sueldo base de 90.000 pesos, los trabajadores tienen un incentivo de 40 pesos por kilogramo de material recolectado. Maximiliano Andreadis asegura que algunos de los recuperadores a veces llegan con mucho menos de lo que juntan porque una parte la venden por su cuenta “para ganar unos pesos de más”. Según Bety, el incentivo que le pagan es muy bajo con relación a lo que sale realmente vender cada material.

Al día siguiente, los operarios de planta –que trabajan ocho horas– se encargan de jerarquizar los materiales que acopiaron los “cartoneros” y clasificarlos según su tipo: plástico PET de color por un lado y transparente por otro; papel de diario; otros tipos de papelwa y cartones. A estos últimos se los enfarda en una pequeña máquina para que se compacte aún más su tamaño y se pueda comercializar a un mayor valor; porque el cartón, cuando se los interviene con esta técnica, se vende directamente a la papelera, sin intermediarios.

Julio Herrera, balancero de la Cooperativa. 

De la cooperativa también forman parte las promotoras ambientales, que pertenecen al Programa Promotoras Ambientales de la Ciudad. Son quienes se encargan de concientizar e informar sobre reciclaje a los vecinos y vecinas de los distintos barrios y también de capacitar sobre diferentes temas a los trabajadores de la cooperativa. Por ejemplo, se ocupan de explicarles a los encargados de los edificios cómo separar los residuos y cuáles son los que le deben dar a los recuperadores urbanos de su zona.

Los encargados cobran un bono por clasificación de residuos que puede llegar a tener un valor de 18.000 pesos. Para cobrarlo, deberían darle un remito al Gobierno que compruebe que le hayan entregado el material a los cartoneros y si no se lo presentan serán multados. Los recuperadores son los que hacen estos remitos para los encargados.

Cuenta Bety que una vez le vinieron a pedir constancia sin siquiera haberle entregado un cartón. “Hasta que no me des algo, no te voy a dar ningún papel”, le dijo Bety al encargado y lo recuerda con gracia. Si nadie los controla, los materiales reciclables que por ley deberían juntar todos los vecinos de un mismo edificio no terminan su cadena de reciclaje.

“Estoy segura de que algunos encargados me dan solamente la basura que hacen ellos y no la de todos los vecinos. Piensan que somos ignorantes o analfabetos porque trabajamos en la calle y que por eso no entendemos cómo funcionan las cosas”, señala.

 

Daniela Montenegro, secretaria de la Cooperativa. 

Historia larga

“Yo era costurera y mi pareja cartoneaba por Constitución, abajo del puente. Cuando me dejó de rendir ese oficio, él me convenció para que hiciera su mismo trabajo”, explica Bety sobre sus comienzos como recuperadora. Así conoció a Graciela, la que tiempo después fundó, junto a otras compañeras, la cooperativa. “Graciela siempre fue la jefa”, cuenta sobre la que hoy es la presidenta de Cartonera del Sur.

Graciela, Bety y otros cartoneros y cartoneras venían desde Guernica en el tren Roca. Todos juntos con sus carros ocupaban un vagón entero. En su ciudad, el trabajo, para ese entonces, escaseaba. Ser cartoneros fue la salida más redituable que encontraron. “Tiraban los carros” abajo del puente y volvían a sus casas. Al ser informales, no tenían un lugar donde dejarlos ni tampoco un recorrido asignado.

“Un día vi un cartel en un edificio del Gobierno que decía algo sobre una cooperativa, dejé mi carro afuera y entré a preguntar qué significaba, cuando me explicaron supe que quería armar una”, señala Graciela. Después de eso, reunió a muchas de sus compañeras –la mayoría, mujeres– y las convenció de buscar la forma para lograr ese objetivo.

Supieron que se tenían que presentar a un Concurso Público y para eso debieron escribir un proyecto. Con la ayuda de muchas personas ajenas al grupo de recuperadoras, escribieron 180 páginas y participaron. “Llegué con mis 180 hojas y veía a otras personas con cajas enormes llenas de documentos. Me dio vergüenza, quería volverme”, confiesa Graciela. Por eso, al momento de enterarse que ganaron, no lo podía creer.

La historia no finalizó ahí. Una vez que se constituyeron como cooperativa, en 2012, necesitaban un lugar propio donde funcionar como grupo de trabajadores. Así es que algunos meses después, emprendieron su búsqueda: consiguieron un edificio en la calle Solís al 1900, alguna vez utilizado por el GCBA como depósito de protocolo y ceremoniales. “Rompimos el candado, nos metimos y nos recibieron millones de pulgas”, destacó la presidenta de la cooperativa. Como el Gobierno no lo usaba, se los asignaron como espacio de trabajo y funcionamiento del centro verde.

Una de las promotoras ambientales denuncia que, aunque en la Ciudad de Buenos Aires los recuperadores urbanos estén formalizados e incorporados al sistema, hay una invisibilización constante de su existencia en las campañas oficiales del Gobierno. Mientras que el sistema de reciclaje de CABA es premiado y reconocido globalmente por su funcionamiento, los recuperadores urbanos, las personas fundamentales en este proceso, consideran que su trabajo necesita ser más reconocido públicamente. La lucha todavía no terminó.