A veinte años de la Masacre de Quilmes

A veinte años de la Masacre de Quilmes

Hace dos décadas, cuatro adolescentes murieron tras un incendio en la Comisaría 1ª ante la mirada pasiva de los policías que los habían golpeado y torturado. Desde entonces, se prohibió el alojamiento de menores en esas dependencias bonaerenses.

El 20 de octubre de 2004 cuatro adolescentes perdieron la vida en un incendio en la Comisaría 1ª de Quilmes ante las miradas de los policías que los habían golpeado y torturado, y que de forma deliberada tardaron mucho tiempo en socorrerlos, los sacaron de sus celdas y los siguieron golpeando. Veinte años después, este caso se ha convertido en un hecho emblemático en la lucha contra la violencia institucional y los beneficios judiciales que siguen teniendo las fuerzas de seguridad que actúan de forma violenta.

Aquel día Diego Maldonado, de tan sólo 16 años, recibió la noticia de la muerte de su hermana menor mientras se encontraba privado de su libertad, por lo que solicitó poder asistir a su velatorio. Los policías le negaron esta petición y le cortaron la comunicación con su familia. Este hecho fue la gota que rebalsó el vaso para los 17 jóvenes, todos menores de 18 años, que se encontraban en el lugar de forma transitoria esperando sus traslados a algún centro de detención juvenil o a centros de rehabilitación por consumo problemático.

A modo de protesta y cansados de las vejaciones que sufrían por parte de los policías, incendiaron un colchón para que los dejasen salir, pero el fuego se salió de control y los agentes que se encontraban en el lugar tardaron demasiado en reaccionar. Cuatro chicos murieron a causa de este hecho.

Elías Giménez tenía 15 años y estaba allí porque la policía lo confundió con un homónimo que estaba prófugo, un hombre de 30 años, y lo detuvieron por averiguación de antecedentes.

Diego Maldonado, de 16 años, y Manuel Figueroa, de 17, tenían problemas con el consumo de drogas. Diego murió en un móvil policial, esposado a otro compañero, mientras eran trasladados al Hospital de Quilmes.

A Miguel Aranda lo golpearon antes y después del incendio, él estaba preso preventivamente desde hacía ocho meses. Estuvo en coma durante 17 días y falleció cuatro días después de despertar y pedirle a su madre que “no diga nada de la policía”, por miedo a las represalias.

Los adolescentes que estaban en aquella comisaría se encontraban repartidos en dos calabozos ciegos de tres por cuatro metros, y a diario eran sometidos a violentas requisas, siendo constantemente humillados por los policías que los hacían desnudarse frente a sus compañeros, los golpeaban e insultaban, no tenían tiempo de esparcimiento ni los dejaban salir al patio.

Elvia González, conocida por todos como Telvi, quien falleció en julio de este año, era la madre de Diego Maldonado. A ella fue a quien algunos sobrevivientes le contaron que los policías organizaban peleas entre los adolescentes, uno de ellos se le acercó luego de los hechos para pedirle disculpas porque lo habían obligado a luchar contra su hijo.

“Estamos hablando de una mecánica sostenida que pasaba dentro de la comisaría de violencia contra los pibes, de denigración y desnudos, les pateaban las pertenencias”, dijo a ANCCOM el exsacerdote Tobías Corró Molas. Todo esto, según sus palabras, se trataba de “quebrar psicológicamente al detenido y aniquilar cualquier tipo de resistencia”.

Tobías estuvo acompañando a las familias de las víctimas y a los sobrevivientes en todo el proceso posterior al hecho. “Mi rol lo fui aprendiendo, al principio fue acompañar y facilitar muchas audiencias para que las personas que los podían ayudar pudiesen conocer a las víctimas”, explicó. Luego de un largo proceso para lograr que la noticia trascendiera y llegase a personas clave, él se encargó de “ser parte de la causa y estar en contacto con los abogados”.

No más pibes en comisarías

Hoy Tobías trabaja en un Centro de Formación Profesional en Quilmes, junto a la parroquia y a un hogar de día. Ese fue siempre el lugar de reunión con las familias, en donde se fue comunicando los avances de la causa y deliberando los pasos a seguir. “Es un proceso que desde que lo empezamos lo empujamos para adelante, cuando mirás para atrás ves que pasaron 20 años, pero para nosotros siempre fue ver qué sigue, qué logramos y para dónde vamos”, agregó.

“Las familias siempre fueron protagonistas de sus propias causas, por eso no nos permitíamos hacer audiencias sin ellas”, comentaba Tobías. La ya mencionada Telvi, junto con Isabel Figueroa, madre de Manuel, que falleció en diciembre del año pasado, fueron las más activas luchadoras por la justicia de sus hijos.

Su estrategia fue siempre acompañar en otras causas para mostrar también la suya de esa forma. “La idea es trascender el propio reclamo y construir algo más transversal y colectivo”, comentó Tobías. Y agregó que “la realidad es que la lucha nunca termina porque siempre hay otras causas y otras vinculaciones, los que han sido víctimas de violencia institucional saben que la vida va a cambiar para siempre”.

En 2015, once años después de los hechos, se realizó el juicio. Allí fueron condenados diez policías por el Tribunal en lo Criminal N° 3 a condenas de entre 3 y 16 años, aunque la mayoría de ellos recibió penas leves o fueron beneficiados con libertad condicional. El entonces comisario Juan Pedro Soria recibió 10 años por los delitos de estrago culposo seguido de muerte y omisión de evitar torturas. “Él no pegó, pero lo que se le atribuye es que en su comisaría y con él presente hubo reiteradas torturas y no hizo nada para evitarlas”, comentó Tobías.

Entre los testimonios más importantes estuvieron los de los sobrevivientes, a quienes el tribunal les creyó porque se limitaron a señalar sólo lo que habían presenciado. Un oficial, el imaginario a cargo de la custodia de los chicos, declaró que fue el único que intentó hacer algo a tiempo pero no tenía las llaves de las celdas en su poder, y que para cuando liberaron a los adolescentes “llovieron algunos palos”, dando a entender que fueron golpeados aún después del incendio.

Hugo D´Elía fue condenado a diez años por apremios ilegales en concurso real con torturas, Juan Carlos Guzmán a nueve años por los mismos hechos, y hubo penas de entre tres y cuatro años para Basilio Vujovic, Elizabeth Grosso, Franco Góngora, Daniel Altamirano, Jorge Gómez y Gustavo Ávila.

El exoficial inspector Carlos Pedreira Catalonga fue quien recibió la pena más alta, de 16 años. En 2022 fue trasladado a la Unidad Penitenciaria N°9 de La Plata, y es el único ex agente que cumple su condena en cárcel común. En diciembre del mismo año también fue condenada a cuatro años de prisión y ocho de inhabilitación la exagente Elida Marina Guaquingchay Bogado, quien se constató que estuvo en el lugar de los hechos pero que, según ella, no participó porque se encontraba embarazada y con contracciones.

Pocos meses después de la masacre, el por entonces Ministro de Seguridad León Arslanian prohibió por resolución el alojamiento de menores de edad en dependencias policiales. En 2004, al momento de los hechos, había más de 300 chicos menores de edad detenidos en comisarías. En la actualidad, el cumplimiento de esta resolución sigue siendo un motivo de reclamo.

Creerle a los pobres

Según Tobías, los procesos judiciales en casos de violencia policial son siempre complejos y requieren de una labor más dedicada que lo normal: “Los pibes cuando son acusados ni se dan cuenta y tienen el juicio y la condena encima, cuando uno se mete con las fuerzas de seguridad se da cuenta que hay un verdadero trabajo dispuesto a sacar inocentes o minimizar las penas de los efectivos”. Además comentó que “el fiscal sabe que su primer aliado es la policía porque trabajan codo a codo en las detenciones y allanamientos, pero cuando un tribunal le cree a los pibes pobres, se muestra que no son impunes”.

Finalmente reflexionó sobre todos los años de lucha que siguieron a la masacre, y que a pesar de que se hizo justicia “no hay nada que pueda restituir la vida de los pibes, y las mamás sabían eso”, cuando ellas se enteraron de las condenas, “no hubo en sus rostros una sonrisa, sino una triste calma”.

Los sobrevivientes de la masacre hoy siguen intentando retomar sus vidas, sabiendo que hay un deber de verdad para con Diego, Elías, Manuel y Miguel, y que se animaron a declarar por ellos, para que pudiesen descansar en paz y con dignidad, que siempre fue lo único que sus familiares querían conseguir.

“A Yoni lo mató la policía”

“A Yoni lo mató la policía”

Yonathan Domínguez, de 35 años, murió mientras era detenido por federales cerca de la estación González Catán, mientras sufría un episodio de paranoia. La familia reclama que la causa sea investigada como “homicidio” y acusa a la Bonaerense de encubrimiento.

El viernes 5 de abril estuvo despejado, pero hacia la noche, todo se nubló para la familia de Yonathan Domínguez. “Hablamos por teléfono y me mandó esta foto una hora antes viajando en el tren”, cuenta Sandra, su mamá, mientras acerca el teléfono: un joven de 35 años sonríe con una remera del club Boca Juniors. Antes de bloquear el teléfono, acaricia con el pulgar la cara digitalizada.

Cerca de la plaza de González Catán, localidad de La Matanza, esa misma sonrisa recibe a las personas que pasan por la calle. En una casa con el escudo del club River Plate, un mural celeste atrapa la mirada: Yonathan con la remera de Argentina, inmortalizado en la felicidad del día que el país ganó la tercer copa mundial. “Guardamos como recuerdo tu sonrisa en la mente y tu amor en nuestras almas/ Yoni por siempre”, implora la pared. Adentro, la hermana mayor de Yonathan prepara el mate.

“Sabemos que los exámenes toxicológicos van a dar positivo, pero mi hermano no muere por una sobredosis”, sostiene la hermana mayor, Angela, con los ojos en llamas. Aquel viernes, Yonathan estaba volviendo del trabajo con su compañero Pablo después haber consumido un poco de cocaína. En el camino empezaron a compartir una lata de cerveza y se bajaron en Querandí, una de las estaciones del tren Belgrano Sur, para ir al baño. Mientras estaban esperando el próximo tren, Yonathan sufrió un episodio de paranoia.

– Toda la vida tuvimos miedo de esto. Una cosa era que le agarrara acá, que nosotras sabíamos que era manejable, y otra que le pasara esto afuera… Y le pasó. Por eso, no lo pudimos proteger – dice Sandra mirando el cuadro con una foto de su hijo.

– Mi hermano empezó a tener esas alucinaciones o esos ataques de pánico porque las drogas ya empiezan a afectar… Y cada vez son peores, encima. Sentíamos eso – Angela suspira y vuelve a tomar aire para poder seguir-, pero después todo el mundo puede dar testimonio de lo que era mi hermano. Tenemos un vecino que una de las últimas veces que mi hermano tuvo ese ataque, que fue en la calle y él lo vio y ustedes salieron – mirando a la mamá y a Aldana, la hermana menor- lo calmaron. Listo, entró a su casa y se quedó. Jamás él se metió con ningún vecino, simplemente corría y pensaba que lo iban a matar.

– Nosotras no creemos que haya estado agresivo en la estación porque era nuestro único varón de la casa -traga su amargura Aldana- y nosotras, siendo mujeres y con menos fuerza, siempre lo supimos manejar. Si él hubiera sido agresivo, alguna vez tendría que haber sido violento.

El tren se acercaba a la estación y Pablo llamó a Yonathan, que se apuró a cruzar las vías. Con otra persona que estaba en el andén intentaron subirlo, pero no podían. El tren se paró y salieron tres policías federales. Pablo pensó que los iban a ayudar.

Los federales lo levantaron, pero lo tiraron al piso, en seco. El delirio se vuelve premonitorio: “Me van a matar”, desgarraba Yonathan a los gritos. En sus ojos, desesperación. En los ojos de Pablo, terror. Afónico, también gritaba: “¡Eh! ¡No lo toquen! ¡Tiene un ataque de pánico! ¡No lo toquen!”. Los federales lo llevan forcejeando a la otra punta de la estación, imperturbables.

– Si colaborás, no te va a pasar nada – amenazó con tono grave uno de los oficiales.

Yonathan seguía gritando. Con cada vocal que exhalaba, imploraba. Uno de los federales le puso la rodilla en el cuello mientras otro le ataba las manos. Otra vez, una reducción violenta.

De repente, se hizo silencio. Los últimos segundos de vida de Yonathan quedan conservados en el fondo de un audio de Pablo. El compañero le estaba avisando a la pareja de Yonathan lo que estaba pasando. Ella con su beba de cuatro meses en brazos y su suegra se habían puesto en camino.

– Ahí, ahí está todo. Gracias, Dios – alcanzó a decir Yonathan.

Cuando Pablo volvió a mirar, se espantó. Los federales acababan de ponerle las esposas.

– ¡Eh! ¿Qué le pasa a mi amigo? Tiene espuma en la boca y los ojos abiertos.

Los policías se miraron. “Uh, cagamos”, espetó uno de ellos.

De un folio, Sandra saca el informe de la autopsia.  Subraya con una lapicera roja donde dice que hay hemorragias en la cabeza, el cuello y el tórax. “El mecanismo de producción de estas lesiones es compatible al golpe o choque con o contra elemento duro y contundente. La muerte de Yonathan Fabián Domínguez fue producida por mecanismo violento y a consecuencia final de un paro cardio-respiratorio traumático”, explica la pericia en mayúsculas, remarcando la brutalidad de su muerte. La causa está caratulada como “Averiguación de causales de muerte”, pero la familia reclama que se cambie a “Homicidio culposo, agravado por la función policial”.

– Es imposible que ellos no pudieran calmarlo o manejar esa situación porque nosotras lo hacíamos y somos mujeres. Es más, nunca tuvimos la necesidad de que estemos todas, Él se calmaba después de unos minutos, pedía que no lo toques. Sabemos claramente que él no era agresivo en esos estados. Se quiso zafar de las esposas, sí, porque él toda la vida trabajó, nunca quiso quedar preso- agrega Aldana, masticando bronca resignada.

– Mirá lo que es: toda la familia es policía, la hermana policía… Y él le tenía pavor a la policía. Porque él dice que a todos los pibes que veía con problemas de adicciones, la policía los maltrataba -a Sandra se le escapa un presente y con los ojos vidriosos pareciera ver a su hijo hablándole-. Y terminó muriendo en manos de la policía.

Angela, policía de la Bonaerense, a cada mate le echa una cucharadita de azúcar. En este momento, sobran amarguras.

– Como mi hermano quiso zafarse, le pusieron una traba y él cayó seco al piso. Supongo que esa hemorragia interna que tiene él acá es porque cae: no tenía mano para atajarse.  La técnica si querés reducir a alguien es siempre amortiguar el golpe.

La hermana policía busca en su teléfono las imágenes del velatorio. Desde que llegó a la escena del crimen, tuvo que anteponer su función a cualquier emoción. Se detiene en las fotos que hizo de las manos de su hermano.

– Mi hermano muere cuando lo están esposando. La derecha es la primera mano que esposan, acá está el moretón. Pero, en la izquierda -dice mientras desliza a la siguiente foto-, ya no hay nada. Los moretones se hacen cuando estás vivo.

En el lado derecho, la autopsia marca las hemorragias y es donde el video que hace Pablo muestra que los policías hicieron presión. Angela recuerda igual la reducción de George Floyd: con la rodilla en el cuello, la asfixia cierra el paso. Pero, sin ir más lejos, en agosto del año pasado, mataron de esta forma a Facundo Molares en el Obelisco.

– Quisieron tapar todo. No pensaron que iba a llegar una hermana policía y que no le iba a importar que dijeran ‘vos tenés que entender que estaban trabajando’. Trataron de encubrir. Pregunto quién está a cargo y le digo que quiero que se abra investigación.Ya estaban haciendo todo mal – subraya Angela con el abismo de estar dispuesta a dejar el último suspiro de aire en la mirada.

Cuando llegó al lugar, Sandra vio cómo le estaban haciendo RCP al cuerpo de su hijo, pero ya sabía que estaba muerto: “se notaba en la cara de horror. Tenía la boca abierta con espuma, los ojos abiertos, estaba golpeado… Yo pregunté ‘¿qué le pasó? Porque él me había mandado una foto y estaba bien’. No me contestaron -Sandra se ahoga en sollozos-. Me dijeron que estaba descompensado y después nos trataron como delincuentes porque se llenó de policía como si nosotros íbamos a romper la estación y nada que ver somos trabajadores, no estamos acostumbrados a hacer esas cosas”.

También vio que los policías de la Bonaerense y los de la Federal entraban y salían de la carpa donde habían puesto el cuerpo. Cuando entraron, las heridas de Yonathan estaban limpias: no había rastros de sangre, pero sí lastimaduras. Una vez que el médico decretó la muerte, dejaron que Sandra entre a despedirse y lo toque. Al recordarlo, el labio y las manos de la madre temblaban. A la Policía Científica le notificaron que “un pibe se murió de sobredosis”.

– Yo supongo que empezó la mentira desde que llamaron al 911 y después la tuvieron que seguir. Cuando termina de trabajar la Policía Científica, pido permiso para despedirme de mi hermano porque ya habían levantado todo lo que tenía como prueba- exclama sin poder contener las lágrimas Angela.

En enero, en otra localidad de La Matanza, la policía mataba a otro joven, Lucas Acosta, de 21 años. Angela recuerda enardecida haber charlado el caso con colegas y estudiantes. Cada día que pasa está más decepcionada con la institución. Antes del asesinato de su hermano, tenía esperanzas de formar con una perspectiva de derechos humanos a los nuevos policías. Según el conteo provisional de CORREPI, desde diciembre ya son 76 casos de asesinatos vinculados a la violencia represiva.

“Teníamos miles de proyectos, terminar la casa, criar a las nenas, ir de vacaciones, comprar un auto y que digan que se quiso suicidar es mentira. A mí me arruinaron la familia- solloza Micaela, la pareja de Yonathan desde hacía quince años, con la bebé en brazos-. Hacía tratamiento por las drogas, hacía terapia. Yo sé cómo era mi marido porque vivía conmigo. Era una persona muy trabajadora. Siempre luchó por estar bien”.

Tenían tres hijas juntos: una de diez, otra de ocho y la beba que ahora tiene seis meses. “Me encuentro sola con mis tres nenas y no sé qué hacer. Estoy a la deriva y digo ¿qué sigue ahora, qué sigue? ¿qué le voy a decir a mi hija que no conoció a su papá? – cuenta desesperada Micaela, haciendo pausas para respirar por su boca-. Me arruinaron la familia, con todo lo que nosotros luchábamos. A él lo mataron con todos los golpes que dice la autopsia porque a las 20 le mandó una foto a la madre y no tenía nada eso.”

Sandra se apresura y toma la palabra: “Aparte él siempre volvía. Cuando estaba en consumo no venía hasta que se le pasaba, pero llegaba. A él no lo dejaron volver”. Frunciendo la boca y con los ojos vidriosos, Micaela afirma: “Si yo no le mandaba ese mensaje a Pablo nosotros no íbamos a ver, nos íbamos a enterar cuando ellos quisieran”. Con la suegra, coinciden: “No íbamos a tener ninguna herramienta para la investigación. Ellos pensaron que era un adicto más que murió, que no tenía familia. Se manejaron mal de entrada. Tenga lo que tenga era una persona, era una persona querida”. Hasta abril, había una sola mujer en esa casa que había visto un cuerpo abierto por una investigación. Ahora, todas manejan la jerga de la criminalística y hacen rifas y empanadas para poder costear un abogado.

Uno de los responsables de la desaparición de Andrés Núñez vuelve a la cárcel

Uno de los responsables de la desaparición de Andrés Núñez vuelve a la cárcel

El expolicía Jorge Alfredo González volvió a ser detenido a 33 años del secuestro y posterior asesinato del futbolista platense, uno de los primeros casos en democracia.

A 33 años de la desaparición forzada del futbolista Andrés Núñez en La Plata, el expolicía Jorge Alfredo González, involucrado en su tortura, volvió a ser detenido luego de una libertad condicional que duró casi un año. ANCCOM conversó con el autor del libro sobre la historia de Núñez y respecto a las desapariciones en democracia.

En la noche del 27 de septiembre de 1990 se lo vio por última vez a Andrés Alberto Núñez, quien fue detenido ilegalmente por cuatro policías vestidos de civil con el pretexto de estar buscando al ladrón de una bicicleta. Jorge Alfredo González, Pablo Martín Gérez, José Daniel Ramos y Víctor Rubén Dos Santos, a bordo de un Fiat 147, buscaron a Andrés en su casa de Villa Elvira. Lo golpearon y lo metieron en el interior del auto para llevarlo, esposado, a la Brigada de Investigaciones de La Plata. Allí, ya en la madrugada del 28, lo torturaron hasta provocarle la muerte.

Posteriormente, los oficiales de la Policía Bonaerense incineraron su cadáver en una estancia ubicada en la localidad de General Belgrano. Fue recién en agosto de 1995 cuando, a partir de las declaraciones del policía José Daniel Ramos que revelaron información acerca de dónde estaba el cuerpo de Andrés -para beneficiarse en la causa judicial-, se encontraron los restos del desaparecido.

Pablo Morosi, periodista que escribió Un tal Núñez, el caso del primer desaparecido por la Bonaerense en la democracia recuperada, cuenta que “fue un caso que repercutió muy fuerte porque todos los ciudadanos estaban viendo una ventana que se volvía a abrir luego de la dictadura. Era encontrarse, ya en democracia, con las instituciones funcionando en el caso de una desaparición.” Indica, además, que “se dio un cambio cultural a partir de este tipo de casos de abuso y de brutalidad institucional”

En el año 2010 se probó que el sargento González, a instancias del subcomisario Ponce, le puso una bolsa de nylon en la cabeza a Núñez, aplicándole la tortura del “submarino seco”. Por lo tanto, en un juicio llevado a cabo en ese mismo año la justicia platense condenó a prisión perpetua a Jorge Alfredo González junto a Víctor Dos Santos, quien ya falleció. Dos años más tarde detuvieron y condenaron, también a perpetua, a Luis Raúl Ponce. Sin embargo, la condena impuesta al primero había sido anulada el 28 de noviembre de 2022.

El último viernes 8 de septiembre la jueza de ejecución penal de La Plata, Laura Lasaga, debió dar marcha atrás sobre sus pasos y revocar la libertad condicional que le había concedido al expolicía bonaerense, González. El sargento había sido detenido en 2010 por “privación ilegal de la libertad calificada” y “torturas seguidas de muerte” para luego ser liberado el año pasado por «buena conducta».

Se logra una instancia de justicia, pero no es completa. Hasta la fecha se han realizado muchos actos y marchas en búsqueda de la justicia por la desaparición de Núñez. Pasaron 33 años de aquella noche del 27 y la madrugada del 28 de septiembre y, más allá de la reciente detención del ex policía González, aún resta la sentencia para Pablo Martín Gérez, que sigue prófugo y no hay noticias sobre su posible paradero. “El Estado hace 33 años no lo puede ubicar, aun conociendo su nombre y donde viven sus familiares”, afirma Morosi.

La desaparición forzada de Andrés Núñez cuenta, además, con otros responsables acusados de encubrimiento: Ernesto Zabala, César Carrizo y Gustavo Veiga, de quienes se espera que se lleve a cabo un juicio oral, y los fallecidos Oscar Silva y Pedro Costilla. Al margen de lo que habría sido una posible sentencia quedaron Héctor Lazcano, Héctor Ferrero, Roberto Mártire, Alejandro Dezeo, Juan Kaldlugowsky y Eduardo Fraga. Varios de ellos quedaron libres de cargo a partir del accionar de los jueces de la Cámara de Apelaciones de La Plata, que decidieron desprocesarlos en 1997. “Se pudo señalar a un grupo, aunque todos sabemos que no es el conjunto completo. Las maniobras de encubrimiento funcionan así. En un principio se procesó a 180 miembros de la Brigada pero ese número fue reduciéndose”, señala Morosi.

La compañera de Andrés, Mirna Gómez, lucha desde el día del asesinato de su pareja contra la violencia institucional, denunciando la continuidad de las desapariciones en democracia y las encubiertas del Estado cuando un hecho de represión policial vuelve a tener lugar. Fue la misma Gómez quien, representada por el abogado Manuel Bouchoux, presionó a la jueza Lasaga a darle cese a la libertad condicional que González gozó del lunes 28 de noviembre de 2022 al último 8 de septiembre.

El tiempo y las prácticas clandestinas del Estado a través de su policía fueron dando cuenta de otros casos similares al de Andrés, ya sea previos o posteriores. A raíz de las investigaciones realizadas sobre otros acontecimientos de violencia institucional se pudo comprobar que hubo aún más asesinatos de esta índole. “Recién en el año 1992 aparece la CORREPI (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) para reunir a familiares y denunciar situaciones de gatillo fácil o desapariciones en las que la policía había participado. Ese registro lo empiezan a hacer estas organizaciones no gubernamentales. Hoy por hoy no tenemos uno oficial hecho por el Estado”, reclama Morosi. 

El caso de Núñez es el primero desde el retorno a la democracia del que haya constancia de una efectiva detención ilegal por parte de las fuerzas policiales de la provincia de Buenos Aires, pero no es el primero ocurrido desde 1983. El 24 de diciembre de ese año, el joven José Luis Franco fue visto cuando era detenido, en la ciudad de Rosario, por el comando radioeléctrico que lo trasladó a la comisaría 11ª. Un hábeas corpus que denunció su desaparición tuvo resultado negativo. Tiempo después, su cuerpo masacrado apareció en un descampado y la policía provincial comunicó que fue “muerto en un enfrentamiento”. Según publicó la periodista Adriana Meyer en su libro Desaparecer en democracia, cuatro décadas de desapariciones forzadas en Argentina, “apenas catorce días después de la asunción del presidente Alfonsín, se inauguraba así la lista de personas desaparecidas por las fuerzas de seguridad estatales en democracia, que suma más de 200 casos”.

Para Morosi, “en ningún momento el Estado asumió que tenía un problema. Decía que ‘eran casos aislados’. Con el paso del tiempo se demostró que lo tenía y lo tiene por no haberlo asumido en tiempo y forma y no haberlo revertido desde el punto de vista formativo”.

 

«En los pueblos, la policía sigue con prácticas de la dictadura»

«En los pueblos, la policía sigue con prácticas de la dictadura»

A tres años de la desaparición y muerte de Facundo Astudillo Castro en medio del ASPO, su mamá brindó una conferencia de prensa donde también denunció la inacción del Poder Judicial.

«La causa está llena de pruebas, los fiscales hace meses evalúan las indagatorias a los policías; al Estado no le pedimos nada, exigimos justicia para poder seguir con nuestras vidas y que mi hijo descanse en paz». Con estas palabras habló ayer Cristina Castro, madre de Facundo Astudillo Castro, a tres años de la aparición de su cuerpo sin vida en un cangrejal cercano a Bahía Blanca, tras haber sido detenido por agentes de la Policía Bonaerense y haber estado 107 días desaparecido. Fue durante un desayuno con la prensa organizado por Amnistía Internacional Argentina, del que participaron sus abogados, Leandro Aparicio y Luciano Peretto, y la querellante por la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), Margarita Jarque. Dieron a conocer la situación actual de la causa que, a pesar de contar con sobradas pruebas –como peritajes de teléfonos, ubicaciones de los patrulleros en GPS, numerosos testimonios, y peritajes sobre ropa y elementos de la víctima–, se encuentra virtualmente paralizada. Los querellantes aseguraron que piensan avanzar en las imputaciones si los fiscales no lo hacen, pero dejaron expuesta la necesidad de que el Estado avance al denunciar un “abandono persistente» de su parte.

El nombre de Facundo Castro fue noticia allá por el 2020 cuando, por la pandemia de Covid y por decisión del gobierno, el país se encontraba inmerso en una cuarentena estricta que limitaba la movilidad ―y la vida― de las personas. Su madre, Cristina Castro, daba a conocer la desaparición de “Kufa” de entonces 22 años y pedía ante periodistas su “aparición con vida ya”. El 30 de abril Facundo salió de su casa en Pedro de Luro y nunca regresó.

Era el momento del llamado ASPO (aislamiento social preventivo y obligatorio) donde los controles eran intensos para los ciudadanos (pero no tanto para ciertos sectores privilegiados). Facundo había decidió dirigirse a dedo a Bahía Blanca, a 125 kilómetros de su localidad, con la intención de encontrarse con su expareja. En la Ruta 3 fue detenido por la policía, a la altura de Mayor Buratovich, cuando le faltaban solo 30 kilómetros para su destino. Allí comenzó el calvario: una llamada le anunció a Cristina que se le había labrado un acta a su hijo. Más tarde una nueva llamada, esta vez de Facundo, quien le decía “no te das una idea de dónde estoy. No creo que me vuelvas a ver”. 

Tres años más tarde de estos sucesos, marcados por irregularidades en la investigación judicial, contradicciones en los relatos de los agentes y la falta de justicia para Facundo y su familia, la causa iniciada en 2020 sigue en pie pero sin procesados. En ese tiempo, la jueza María Gabriela Marrón fue apartada del expediente por la Cámara Federal de Casación Penal, acusada de favorecer a la Policía Bonaerense queriendo instalar la versión de que el joven se había ahogado.

La versión oficial, es decir la de los uniformados, era que el joven había continuado su camino. Ciento siete días más tarde el cuerpo de Facundo fue encontrado en un cangrejal en el Canal Cola de Ballena, en Villarino Viejo. No fue el Estado quien lo encontró sino un pescador de la zona que vio un cadáver semienterrado y dio aviso a la policía.  La descabellada hipótesis por parte de la anterior jueza de que el joven se había ahogado no tiene sustento dado que el nivel del agua nunca supera los pocos centímetros: “Tenés que avanzar 30 o 40 metros hacia adentro para empantanarse y, aún así, podés salir porque no te va a llegar más arriba de las rodillas. Es ilógico enterrarte y quedarte atrapado”, dijo ante los fiscales Iara Silvestre y Horacio Azzolín, uno de los pescadores que encontró el cuerpo y que conoce la zona desde hace treinta años. 

Cristina asegura que el juez Walter López Da Silva, encargado de reemplazar a Marrón, ha sido amable con ella y que le ha asegurado que está a su disposición. Mientras tanto el pedido de los abogados de la familia, Luciano Peretto y Leandro Aparicio, para realizar el entrecruzamiento del contenido de más de 60 teléfonos policiales (medida rechazada por Marrón por considerarla “invasiva de la intimidad de los policías”) fue ordenado pero aún no están los resultados, y esto invocan los fiscales antes de avanzar en imputaciones. Con la idea de que ya hay elementos suficientes, la querella de la Comisión Provincial de la Memoria con la abogada Jarque, señaló que su rol es el de “visibilizar, condenar y tratar de cambiar estas conductas de violencia institucional”.  

 

El peritaje está a cargo de la Dirección de Investigaciones y Apoyo Tecnológico a la Investigación Penal (DATIP), quienes ya han realizado el peritaje de los teléfonos de los policías bonaerenses Jana Curuhinca, Mario Sosa, Alberto González y Siomara Flores, y que arrojó evidencias para que, al menos, se encuentren detenidos. Sin embargo, como señaló Cristina, “continúan gozando de su sueldo y de su libertad”. 

Por su parte, tras denunciar «sucesivas maniobras mediáticas con el objetivo de encubrir la responsabilidad policial», el abogado Leandro Aparicio anticipó: “Ahora van a decir que los testigos clave se equivocaron de día, no es cierto, sus dichos coinciden con peritajes de la DATIP, hay pruebas en calidad y cantidad que demuestran que Facundo fue desaparecido por la Policía Bonaerense”. Y su socio, Peretto, aseguró que “la causa está paralizada, en pausa para desgastarnos. Facundo estuvo desaparecido 107 días y no sufrió un accidente, el análisis de su ropa que apareció en la mochila demostró que las roturas y quemaduras que había en las prendas fueron hechas cuando las tenía en su cuerpo, es decir que fue torturado».

El 23 de agosto Facundo hubiese cumplido 26 años. Cristina atravesó nuevamente esta fecha no sólo sintiendo la ausencia de su hijo, sino también con el dolor y la necesidad de justicia. Como si no fuera suficiente, la madre señala la falta de protección y lo insegura que se siente constantemente: “A nosotros no nos cuida nadie, nos cuidamos entre nosotros. Sé que estoy vigilada por la policía. Es terrible lo que se vive en los pueblos. Los policías están mal educados, mal preparados. Continúan con las prácticas de la dictadura”. El episodio más grave fue hace algunos meses, cuando en un baño de la estación de servicio donde ella trabaja, le dejaron un dedo, similar al que le faltaba al cuerpo de su hijo cuando fue encontrado sin vida.

Hacia el final del encuentro se sumó Alberto Santillán, padre de Darío Santillán, asesinado en la Masacre de Avellaneda en el 2002 también por la Policía Bonaerense. Luego de darle un abrazo a Cristina se sentó a su lado: “Nosotros que hemos perdido hijos, familiares, compañeros, siempre estamos delante de la ley. Pero cuándo los funcionarios responsables nunca lo estuvieron. Mi otro hijo se tuvo que ir del pueblo, todo lo que nos pasa se debe a la inacción de los fiscales”, sentenció Cristina. Al grito de “Facundo, presente. Darío, presente. Hoy y siempre”, terminó la reunión con periodistas de diferentes medios, con lágrimas en los ojos de una madre que continúa la lucha para que su hijo pueda descansar en paz. 

Escena armada

Escena armada

Este jueves se estrena “El largo viaje de Alejandro Bordón”, un docuficción argentino que cuenta el derrotero de un hombre acusado y preso por una causa armada entre la Policía Bonaerense y funcionarios judiciales.

En la madrugada del 5 de octubre de 2010, Alejandro Bordón, trabajador aeronáutico residente de Monte Chingolo, fue arrestado por el homicidio de Juan Alberto Núñez, chofer de colectivo de la línea 524. Ese día comenzó un calvario para Bordón y, a la par, su lucha por recuperar la libertad. El 4 de junio del 2012, un año y ocho meses más tarde, fue absuelto, tras comprobarse que se trató de una «causa armada» por policías y funcionarios judiciales bonaerenses, en la que incluso se alteraron pruebas y testimonios.

A través de entrevistas, material de archivo y actuaciones, El largo viaje de Alejandro Bordón cuenta la historia de un hombre que debe demostrar su inocencia por un crimen que no cometió. Las imágenes de La Divina Comedia entre el infierno y el purgatorio como hilo conductor, retratan y refuerzan la oscuridad de esos días de injusticia que debieron atravesar Bordón y su familia.

En diálogo con ANCCOM, el director del filme, Marcelo Goyeneche, también integrante del colectivo de Documentalistas de Argentina (DOCA), subraya el daño que puede ocasionar el mal uso del monopolio de la violencia por uno de los poderes del Estado –la Bonaerense– en el caso concreto de Bordón.

En un reportaje reciente afirmaste que todos los días hay causas armadas, ¿qué te llamó la atención de la historia de Alejandro Bordón?

Fue un hecho de solidaridad entre trabajadores. Conocí a Susana, su mujer, en un corte que hizo en el Aeroparque Jorge Newbery. Yo era delegado en Aerolíneas Argentinas y la CTA. El primer contacto con la historia fue al enterarme lo que le estaba pasando a un compañero. Él se desempeñaba en una empresa de catering para aviones y, a partir de ahí, empezó a surgir la idea de contar la historia que se termina de consolidar cuando Alejandro recupera su libertad y le propongo hacer la película. Mientras tanto, yo iba registrando algunas marchas, pero la génesis del proyecto fue una cuestión de solidaridad de clase.

En la película aparecen imágenes de La Divina Comedia, ¿de dónde surgió la idea?

Soy un fanático de La Divina Comedia, es uno de los libros fundamentales de la historia de la literatura, así que la idea de incluirla estuvo presente desde el comienzo del proyecto. Era también hacerle un homenaje, por eso es Virgilio quien acompaña a Alejandro Bordón por ese tránsito desde el infierno bonaerense hasta ese paraíso que es recuperar la libertad. Hacer una alegoría de La Divina Comedia venía bien porque el viaje que hace Alejandro es similar al que hace Dante desde el Infierno, pasando por el Purgatorio y hasta llegar al Paraíso. A su vez, tiene esto de la representación de la realidad que está presente todo el tiempo en la película. Decidimos hacer un documental que no fuera al lugar en el que sucedieron los hechos, sino representar ese lugar con esta simbología teniendo en cuenta que todo fue una puesta en escena. Sólo dos hechos fueron reales: que Juan Alberto Núñez fuera asesinado y que Alejandro Bordón estuviera preso. El resto, todo lo que pasa en esta historia, es una escena armada. Así que la idea de la representación está siempre dando vueltas y tiene conexión con la obra de Dante Alighieri.

El largo viaje de Alejandro Bordón se puede ver desde este jueves 21 de abril en el cine Gaumont.

Como documentalista y realizador, ¿qué opinás sobre la situación actual del INCAA?

Hace unos días estuvimos en las puertas del INCAA y fuimos brutalmente reprimidos por la Policía de la Ciudad. Pedíamos la renuncia de Luis Puenzo porque hace dos años que ocupaba el cargo de presidente del organismo y no tuvo diálogo con los sectores más independientes del cine, con las pequeñas y medianas productoras, con los que realizamos cine de autor, con los que hacemos la cultura de este país. Es una situación crítica también porque si el fondo de fomento se cae, la producción de cine, las bibliotecas populares, los medios de comunicación comunitarios quedarían sujetos a la predisposición que tenga el gobierno de turno a prestarle atención a la cultura. Por eso estamos en una situación de movilización constante. Es fundamental un proyecto nacional que contenga un proyecto cultural y diverso en el que nosotros mismos podamos contar nuestras propias historias, con nuestras formas y no con modelos estereotipados impuestos. Es una contrahegemonía que viene, a su vez, en sintonía con lo que hablábamos de la película.