Sin pan y sin bandejas

Sin pan y sin bandejas

Estos últimos meses fuimos testigos de la profundización de las problemáticas de los sectores más relegados y olvidados de la sociedad. Muchos de los conflictos laborales actuales no fueron creados por la pandemia ni la cuarentena, sino que el cese total de actividades los ha puesto en evidencia, y aunque llevan años afectando a muchos trabajadores, sistemáticamente son pasados por alto o silenciados.

El sector gastronómico es uno de los más golpeados por el aislamientos social, preventivo y obligatorio y aunque en la Ciudad de Buenos Aires ya se habilitó un protocolo por el cual  los locales pueden disponer las mesas en las veredas y en los patios para recibir clientes, esto aún no sucede en el casi todo el resto del AMBA.

La precarización laboral de los trabajadores es alarmante: empleados que no están registrados, por los que sus derechos laborales son constantemente vulnerados o inexistentes, sumado a las largas jornadas sin descanso o su contrapartida el recorte horario sin ningún tipo de diálogo o mediación.

Una de las problemáticas a las que se enfrentan los empleados de los locales de comida durante el aislamiento, ya sean restaurantes o bares, es que sus empleadores eligen no abrir sus puertas, por más que puedan trabajar con modalidad delivery, debido a que esto implicaría un mayor gasto.

Este es el caso de The Tower, un bar ubicado en la localidad de Castelar, que desde que se declaró la cuarentena se mantiene cerrado, lo que, claramente, afectó a quienes trabajaban allí. Noelia, una de las empleadas del lugar comenta con respecto al cierre: “Afectó desde el primer discurso (referido a los anuncios de cuarentena realizados por el presidente de la Nación) ya que decidieron no abrir más desde ese día dejándome a mí y mis compañeros sin ese ingreso económico”. Los dichos de Noelia evidencian una realidad que no sólo sucede en The Tower, sino también en muchos otros locales, empleados precarizados que ante el cierre del lugar dejan de percibir su sueldo por completo.

La precariedad y los recortes de sueldo no sólo afectan al sector informal, lo mismo sucedió en el restaurante en donde trabaja Gisela desde  hace más de 15 años, ubicado en Parque Leloir. Aunque ella trabaja de manera formal, su empleador, desde que comenzó la cuarentena, no ha realizado el pago alguno. Gisela comenta: “Mi sueldo se vio afectado porque mi jefe no efectuó ni pagos, ni aportes desde marzo del corriente año.” Además dice que el dueño del lugar decidió no abrir porque eso le implicaría más gastos que ganancias, y agrega: “No se sabe cuánto tiempo más el dueño va a tener esta postura,  en el caso que decida abrir con delivery,  ya nos informó  que no va a poder seguir pagando los sueldos que teníamos antes de este contexto.”

También esta situación ha afectado de diversas formas a los dueños de restaurantes y bares, mientras que, más allá de los casos de aquellos que eligieron no trabajar bajo la modalidad de delivery por una cuestión de gastos, en otros casos la entrega de pedidos implicaba  un peligro real para los empleados.

Esto fue lo que sucedió en el restaurante La Herradura que se encontraba en el country San Diego, ubicado en la localidad de Francisco Alvarez, Moreno. Agustín, empleado e hijo del dueño  del restaurante, comenta que debido a que gran parte de su clientela eran personas que podrían haber viajado al exterior, continuar trabajando implicaba riesgo de contagio de Covid-19. Además, explica que aunque su padre ha trabajado por más de una década para poder sostener su restaurante, el local no podrá volver a abrir sus puertas debido a que el country que les concesionaba el espacio, a la hora de renovar el contrato, modificó diversas cláusulas que perjudicaban e implicaba gastos que no podían solventar. Con el cierre del local, no sólo que su familia pierde esa fuente de trabajo, sino que también, otras siete personas se quedaron sin sus empleos.

A pesar de la situación de desventaja en la que se encuentran los trabajadores, durante este año han podido organizarse como un colectivo unificado para que sus reclamos sean escuchados. Las formas de protesta que encontraron fueron desde visibilizar, a través de las redes sociales, las condiciones laborales en las que se encontraban los trabajadores de comida rápida y de entregas a domicilio, que fueron completamente autogestionadas. O también las últimas medidas impulsadas por la Unión de Trabajadores Hoteleros de Turismo y Gastronómicos (UTHGRA), que llamó a sus afiliados a presentarse en sus puestos de trabajo, el pasado 15 de septiembre, a modo de protesta y pedido que se reactiven y retomen las actividades laborales.

El milagro para los músicos socialmente distanciados

El milagro para los músicos socialmente distanciados

Las plataformas de videoconferencia como Zoom, Jitsi o Skype son útiles para charlar, pero es imposible sincronizar con otra persona para hacer música. El principal problema es la latencia, el tiempo que va entre la salida del mensaje y su llegada.

“Lo malo es el exceso de latencia. Cuando hay más de medio segundo, ya se hace imposible tocar”, afirma Diego Romero Mascaró, investigador en Desarrollos Digitales Aplicados al Arte, y agrega: “Lo que logramos con Sagora es que esa información se traslade en menos de 30, 35 milisegundos, lo que nos posibilita tocar a tempo. Estarías sintiendo la misma latencia que existe en el mundo físico cuando uno toca con un músico que está a diez metros de distancia. Nos propusimos crear una solución práctica, rápida y sencilla para los estudiantes y el sector de la música, que allá en marzo ya se veía que iba a estar parado un buen rato”.

Romero Mascaró, uno de los líderes del proyecto Sagora, cuenta que ya existían algunos software similares, pero no lograban resolver la cuestión, eran pagos o complicados de usar. Además, ninguno permitía tener una sala de ensayo propia. Por otro lado, la mayoría de estos programas fueron construidos para una situación tecnológica distinta a la que existe en el hemisferio sur, donde hay poca capacidad de acceso a herramientas más avanzadas.

“Por ejemplo, utilizábamos un software que se llama JackTrip, que fue desarrollado en Standford, California. Pero usarlo acá resulta difícil, porque es muy dependiente del mundo Macintosh, de Apple. Para nosotros, esto no era una solución, porque el 80 por ciento de los argentinos que descargaron la aplicación utilizan Windows. No tiene nada que ver una realidad con la otra”, explica el desarrollador.

La experiencia del usuario también es una problemática común y eso fue algo a lo que el equipo prestó especial atención. La propuesta debía ser atractiva y sencilla: “Ahí es donde dimos en la tecla, porque los programas están para ser usados. Jamulus es gratuito, sin embargo, acá se descarga mucho más Sagora porque es más sencillo e intuitivo”, cuenta Romero Mascaró, quien además es docente y director de la Escuela Nacional de Artes de la UNQ. Sagora es un proyecto de software libre: toma aplicaciones ya desarrolladas y compartidas con la comunidad y las combina para nuevos objetivos.

Para usar Sagora no se necesitan placas de sonido ni micrófonos externos, aunque cuanto mejores sean los equipos, mejor será la calidad de sonido que podrá transmitir. Otro beneficio son sus bajos requerimientos para operar: apenas un gigabyte de memoria RAM, 70 megabytes de memoria en el disco rígido, sistema operativo desde Windows 7 en adelante, aunque también funciona con OS X 10.10 o superior, e incluso GNU-Linux.  El equipo probó, con éxito, el funcionamiento del programa con las netbooks de Conectar Igualdad, para asegurarse de que fuera un software realmente inclusivo.

“Nos propusimos que cada avance que se haga tenga en consideración involucrar más gente y no menos. Por eso también tenemos en cartera hacer Sagora para dispositivos móviles y como aplicación web, porque hay mucha gente que directamente no tiene computadora y quiere usar el programa”, comenta Romero Mascaró.

Sagora es un proyecto típico de la lógica del software libre: una comunidad encuentra una necesidad y toma software libre ya desarrollado para generar un nuevo producto. Todos colaboran y, si alguien quiere, puede también desarrollar su propia versión modificando el código. Si bien los tres miembros del equipo trabajan en la UNQ, desarrollaron esto en su tiempo libre, y lo abrieron a la comunidad para recibir comentarios y aportes.

“Es difícil conseguir el financiamiento ahora y, al mismo tiempo, es ahora el momento en el cual más lo necesitamos. Nuestros beta-testers son nuestros usuarios, por suerte tenemos una linda comunidad en las redes que no baja de las dos mil personas en cada una de las grandes plataformas. Es gente activa que todo el día postea cosas de Sagora y se ayuda entre sí; nos proponen ‘por ahí podrían hacer esto’, ‘o esto otro’, ‘acá estaría bueno tal cosa’. Y, de hecho, mucha gente se está acercando para sumar al proyecto de forma voluntaria”, subraya Romero Mascaró.

Otro problema que tuvieron que resolver a medida que las descargas fueron aumentando fue que cualquier persona que usara Sagora, “rebotaría” contra el servidor de la UNQ, esté donde esté. Por lo tanto, los usuarios de Israel, por ejemplo (donde ya cuentan con más de 300 descargas), tendrían una latencia innecesaria por el tiempo que lleve trasladar el sonido de allí a Quilmes y de vuelta a su lugar de origen. Con ayuda de las donaciones que ahora pueden recibir desde su sitio web, el 29 de agosto liberaron su última versión y lograron establecer servidores en distintos puntos del mundo, reduciendo este problema. También retocaron la interfaz para hacerla más interactiva y añadieron la capacidad de grabar los distintos canales de lo que suene en las sesiones, para tener la posibilidad de crear maquetas en base a lo que se ensaye o toque.

“Los músicos necesitamos ese contacto”

Agustina Tolosa, estudiante de la Escuela Universitaria de Artes de Quilmes y alumna de Romero Mascaró, cuenta que cuando se anotó en la materia Taller de Improvisación, tenía la esperanza de cursar una materia práctica, donde poder relajarse y tocar con sus compañeros. Sin embargo, con la pandemia los docentes tuvieron que improvisar para dar esa materia en modalidad online y fue ese uno de los detonantes para que Romero Mascaró y su equipo desarrollaran Sagora.

“Empezamos a hacer juntadas online, probando el software y terminó sirviendo muchísimo. No podría pedirle más al profesor. Prácticamente desarrolló un software para la materia. Para el músico eliminar la latencia siempre fue una lucha constante y así lo logramos. Ahora los pasillos de la universidad son los grupos de WhatsApp, pero los músicos necesitamos ese contacto. Ese intercambio para crecer es fundamental. Sagora vino a ser eso para nosotros”, remarca la estudiante.

Adolfo Álvarez Villeda, guitarrista y líder de la banda mexicana Awful Traffic, conoció el software a través de una amiga argentina. “Se me hizo increíble que el programa fuera tan fluido y sin lag. Sin duda, soluciona un gran problema en tiempos de pandemia. La instalación es fácil y funciona muy bien, aunque creo que la interfaz podría mejorar y ser más intuitiva; tal vez debería tener más tutoriales para aquellos que no saben usarlo bien”, opina.

A veces, la necesidad de crear un espacio común para continuar con los ensayos impacta contra las limitaciones particulares de cada región. El contrabajista y miembro del Gustavo Orihuela Quartet, Randolph Ríos, cuenta su experiencia desde Bolivia: “Hasta ahora no tenemos una buena señal de Internet, veloz y estable. Yo tengo 40 megas y es bastante alto comparado con los demás, el estándar es diez o quince. Por eso no tuve ningún problema. Pero me di cuenta que la latencia afecta un poco de acuerdo a las distancias. Cuando estás acá en La Paz es bastante estable, pero yendo más hacia Sucre había diferencia”.

Con los aeropuertos y rutas cerrados, el contacto a través de Sagora se volvió imprescindible: “Necesitábamos ensayar porque queríamos estar vigentes. Íbamos grabando videos pero queríamos hacer nuevas cosas y no estar tocando lo de siempre. Entonces estuve averiguando por las redes y encontré con Sagora”, cuenta.

Ríos es también integrante y director invitado de la Orquesta Sinfónica Nacional de Bolivia. Tras los primeros meses de aislamiento, señala, intentaron retomar los ensayos por plataformas de videoconferencia, aunque los resultados no fueron los esperados: “La forma de trabajo en Zoom es solamente visual, porque el audio es horrible. Como debe estar pensado para la voz humana, los timbres distintos a ésta se cortan. Y para mí ha sido un problema especialmente por ser contrabajista, porque los graves que capta un celular o una computadora son bloqueados por el algoritmo de Zoom y no se escuchaba nada. Todo eso ha sido resuelto con Sagora”.

Según Ríos, el programa aún tiene camino por recorrer antes de ser completamente útil a los requerimientos de una orquesta de esta magnitud: “Como era difícil hacer ensayos presenciales, se organizaron pequeños ensambles de cuerdas, vientos y demás. Cuando descubrí que Sagora funcionaba bien con mi cuarteto de jazz, propuse esta solución para la orquesta. Así, me ha parecido bastante estable con ensambles pequeños de entre dos y cuatro músicos. Cuantas más personas entran en la sala, mayor es la latencia. Volvimos a los ensayos, pero aún no podemos tocar todos a la vez, como se debería. Solamente por secciones, donde cada uno toca una parte”. Ríos adoptó esta forma de trabajo para los ensayos con el Coro Impera, que también dirige. Allí, a pesar de no poder trabajar con la totalidad de los coreutas, asegura que “Sagora ha sido muy beneficioso para conectarnos con los guías y trabajar cuestiones de afinación”.

Desde Río Tercero, la pianista Silvia Angles afirma que las nuevas funciones del programa mejoran considerablemente la experiencia del usuario: “Con un colega trompetista de Córdoba capital nos hemos grabado, y la calidad es excelente, te lo baja en distintas pistas, se puede editar, es fantástico”. Ella utiliza Sagora principalmente para realizar sesiones de improvisación libre.

La pianista, integrante de NoN Ensamble, de la Universidad Provincial de Córdoba (UPC), detalla cómo fue el camino previo a encontrarse con Sagora: “Estábamos todos desesperados. Hicimos el intento por Zoom… mirá qué ingenuos fuimos. Al principio estábamos chochos porque nos veíamos y luego caímos en la cuenta que cuando uno tocaba callaba al otro instrumento. Después me pasaron otro programa diseñado para ensayar, uno extranjero, que no funcionó. Luego, la persona que está a cargo del área de Música de la UPC hizo una conexión con la gente de Sagora, explicando cómo funcionaba la aplicación. Y desde ahí los sigo en redes y estoy atenta a cada cambio, cada progreso”. De esta forma, destaca la importancia del vínculo entre universidades, algo que también se expresa en la posibilidad a futuro de poner servidores en distintos lugares del país.

Asimismo, Angles señala las dificultades que aún se experimentan al aumentar la cantidad de usuarios: “Hemos intentado con el resto del grupo: somos siete en total. Ahí ya estuvo complicado. Cuatro nos habíamos enganchado en una sala, y hubo mucha interferencia, y algo de latencia”. Sin embargo, admite que pudo deberse a la gran cantidad de salas abiertas, y la conectividad de algunos miembros que viven en las sierras, donde la señal es más inestable.

Nadie sabe cómo será la nueva normalidad. Pero, aunque vuelvan a habilitarse los ensayos presenciales, para Silvia estos desarrollos han llegado para quedarse: “Lo que hizo esto fue acelerar procesos que ya venían, era algo inevitable. Nosotros vivimos en lugares distintos, y realmente juntarnos para ensayar era una logística enorme. Casi que nos juntábamos nada más para tocar en público. Y Sagora facilita mucho. Por supuesto que no reemplaza al ensayo presencial, pero ayuda”.

Romero Mascaró comenta que si bien fueron ambiciosos con las posibilidades y el impacto que podría llegar a generar el proyecto, jamás pensaron que las descargas podrían ser tantas y, sobre todo, de lugares tan diversos y lejanos alrededor del mundo. Sin embargo, considera que aún no han llegado a su techo de éxito, debido a que frecuentemente mucha gente le escribe diciendo que recién se entera de la existencia del software.

“Eso obviamente tiene que ver con que no hay dinero puesto en prensa ni marketing, es todo boca en boca. La única nota que salió fue de Página/12. Ese día solamente tuvimos 12.000 descargas, imaginate si hubiésemos tenido más visibilidad mediática. Por otro lado, jamás nos imaginamos que íbamos a tener descargas en Emiratos Árabes, en Yemen, China, Japón… No sé realmente cómo llegó Sagora ahí. Y sin embargo se lo sigue descargando; evidentemente es algo que se está necesitando y parece que no hay otra herramienta que lo haya solucionado antes. Por eso tenemos todavía la expectativa y las ganas de seguir trabajando, porque vemos que un producto de la universidad pública argentina puede realmente dar la vuelta al mundo, no solamente en cantidad de países, sino también en cantidad de descargas. Superar el millón de descargas es mi sueño ahora”, concluye, orgulloso, el creador.

El covid 19 profundiza la crisis de los centros culturales

El covid 19 profundiza la crisis de los centros culturales

Salón Pueyrredón.

La llegada del Covid-19 a Argentina,  casi como si fuera un tsunami, arrasa con todo. En el caso de los boliches y bares de AMBA, con el paso de los días la situación se agrava porque el hecho de no poder abrir sus puertas convierte a los locales nocturnos en un proyecto no sustentable. Una situación que golpea a todos por igual, desde pequeños centros culturales hasta bares rockeros tradicionales y muy reconocidos. Ante el futuro incierto de la pandemia, a todos los amenaza el cierre como la salida final ante la imposibilidad de solventar el pago de los gastos fijos por la falta de ingresos.

Tal es el caso del Salón Pueyrredón (situado en Santa Fe 4560). La mítica sala punk rock existe desde 1997, y ha atravesado varias crisis, tal como cuenta uno de sus dueños, Horacio Batra Luna: “Corralito, Cromañón, y la del último gobierno macrista. Antes de la pandemia, ya veníamos de un verano de mierda, luego de cuatro años en donde fue bajando el consumo un 50% anual, más una inflación desbordada, entonces se fue haciendo insostenible la situación”.

Y a todo lo malo que ya venía sucediendo ahora se le suma la dura realidad del párate de la cuarentena, en donde se acumulan las deudas (alquiler, servicio eléctrico, gas…): “Estamos a la espera del apoyo de la Secretaria de Cultura de la Ciudad con los subsidios que están aprobados para pagar lo que ya debo y si alcanza seguir pagando a futuro algo para ir viendo. Si no fuese así ya tendría que haber cerrado. Es una lógica, no podés estar seis meses sin trabajar endeudándote para un futuro incierto”, explica Batra y continúa: “Si vos me preguntás que voy a hacer a futuro, no tengo idea. Porque esta es una situación que se vive semana a semana. Nadie puede programar nada a futuro, nadie sabe que va a pasar, cómo va a reaccionar la gente después de la cuarentena. Si va a salir a la calle, si se van a juntar, si van a tener plata. Hay miles de factores, como siempre marcados por la economía del país, y en este caso también por las medidas sanitarias.”

Horacio Batra, dueño de Salón Pueyrredón.

El Bar Rodney en el barrio Chacarita tiene mucha historia. Con más de 41 años a cuestas se ha convertido en un referente de la bohemia y la escena rock porteña. Ha albergado a bandas de rock, jazz, tango y reggae, también, actividades literarias y exposiciones. Sin embargo, estos pergaminos no le permitieron esquivar la crisis actual por la pandemia. El músico y productor Harry Igualador es la palabra autorizada a la hora de hablar del momento actual del bar ya que es el que está al frente del emprendimiento desde 2006: “Estamos piloteando la situación como podemos. La luz y el gas no los pago hace tiempo. Lo que nos permite sobrevivir es que, afortunadamente, el gobierno no autoriza el corte del suministro del servicio. Debo unos meses de alquiler pero las dueñas del lugar, que tienen empatía conmigo, me permiten no pagarlos hasta que pueda hacerlo. Logramos protocolos para transmitir por streaming y estamos con unos proyectos de hacer un montón de movidas artísticas. La gente nos apoya comprando una entrada muy económica. El músico se lleva una moneda, el resto se reparte entre la productora y nosotros. Esto nos ayuda a atravesar este momento para seguir vivos.”  

El Rodney, incluso, se adhirió al take away: “Yo también reparto. En un radio de 4 kilómetros, les llevo el pedido a los clientes con mi propio auto. Sin embargo, no llegamos ni al 20% de la facturación real. Claramente, estamos lejísimos de lo que necesitamos facturar. Veremos ahora que sacamos unas mesitas a la vereda”, comenta Igualador.

Durante el gobierno macrista el productor había vendido su vehículo particular para afrontar pagos: “Los aumentos de los servicios habían sido de 1.000% y no podía subir un 1.000% la cerveza que vendo”, agrega Harry.

En Martínez, zona norte del Gran Buenos Aires, se ubica el City Bar que funciona desde hace 23 años ofreciendo shows en vivo. Allí llegaron a tocar más de 20 bandas por fin de semana. Su dueño, Alejandro Polako Salvatore, plantea su delicada situación: “Lo único que espero es que aparezca la vacuna cuanto antes. Cuando empezó la cuarentena, tenía una plata ahorrada hasta fin de mes que ya usamos. Cuando vi que esto no funcionaba, mi suegro nos empezó a prestar dinero de su jubilación porque tenemos dos nenes chicos. Mi mujer, que es psicóloga, empezó a trabajar online pero no alcanzaba así que, también, vendí la camioneta Suran que tenía. Con eso pude comer y cancelar el colegio de los chicos hasta fin de año. Di de baja la obra social. Contacté a un amigo y me puse a vender pantuflas de Disney, y con eso estamos comiendo. Por suerte nos alcanza para pagar el gas y la luz pero nada más. La única ventaja que tengo es que el local es propio”.

No todos cuentan con el alivio de ser propietarios de su local, como en el caso del Bar Serse de Ramos Mejía, que funcionaba desde hace cuatro años y cerró porque no pudo aguantar tantos meses cerrados. Como cuenta Maximiliano Eliseiri, dueño del lugar: “Éramos un bar cultural. Teníamos una grilla de entre tres a cuatro bandas por día de jueves a domingo. Los domingos metíamos festivales desde temprano. Antes de la pandemia, iba a renovar el contrato por tres años más. Pero esto se estiró y el dueño del local me exigió el pago de los alquileres. Había una posibilidad de refinanciar los meses atrasados pero el día que abriéramos lo haríamos con una deuda de más de 200 mil pesos que no sé si iba a poder levantar. Por eso quedamos en una rescisión de común acuerdo. Acá en la zona ya cerraron sus puertas alrededor de diez locales, algunos con mucha antigüedad”.

Los centros culturales tampoco saldrán ilesos de esta crisis. Silvina Marcelino, una de las referentes principales de Casa Elefante, espacio cultural que está enfrente de la estación de Burzaco desde hace 5 años, señala: “Casa Elefante es un multiespacio donde se hacen muchísimas actividades de carácter más social y otras de contenido cultural. Veníamos trabajando con bandas los sábados a la noche, barra de bebidas y comidas. Generalmente se cobraba un bono contribución o algunas bandas iban a la visera”.

En la actualidad, el Centro Cultural forma parte de la Asamblea de Trabajadores de la Cultura Conurbano Sur que engloba a gestores culturales, músicos, camareros, personal de limpieza y mantenimiento, operadores, sonidistas, teatreros, profes, etc. Un amplio espacio que reúne a la mayoría de los trabajadores de la cultura que trabajan, generalmente, en negro, y que, en este contexto, tienen que generar otras formas de ingresos. Por otra parte los espacios culturales también se configuraron como escenario de ollas populares y de una red de sostenimiento alimentario para la comunidad artística. Esto se genera sin apoyo estatal, de manera autogestiva con la colaboración de vecinos y amigos.

En este punto, Marcelino es contundente: “Ahora estamos sobreviviendo pero si seguimos acumulando deudas no hay centro que aguante. Es una lucha diaria y los meses van pasando. Nosotras tenemos un tope de deudas y si llegamos a pasarlo quizás tendremos que pensar en cerrar. Estamos gestionando todo para no hacerlo pero es una posibilidad. No estamos exentos de eso”.

La complejidad del presente no necesariamente sea más que sencilla que la del futuro. Los efectos del Covid-19 sobrepasan la crisis sanitaria y se trasladan al tejido sociocultural de nuestro país. Dentro de este panorama, la pandemia ha dejado un tendal de crisis y problemas irresolutos para los bares y boliches, ni hablar de los centros culturales. El futuro es incierto y quedará saber cómo se reconstruyen todos ellos.

Vida y milagro del IFE

Vida y milagro del IFE

 El arribo del Coronavirus a suelo argentino activó el sensor de distintas alarmas que preocupaban al Gobierno nacional y a los ciudadanos. El aislamiento, como única medida lógica y posible en el inminente contexto, llevó a los sujetos a resguardarse en sus hogares. Si bien, desde un principio, se estableció la división entre trabajadores esenciales y no esenciales, la dinámica de la economía diaria se frenó abruptamente para todos los escalones sociales. Entre distintas problemáticas que se profundizaron, y otras que se agudizaron, el Ingreso Familiar de Emergencia llegó con la idea de tapar algunos agujeros. Ante un entorno nuevo surgieron las inevitables preguntas: ¿Fue suficiente el monto del IFE? ¿Fue correcta la forma en que se decidió entregarlo? ¿Qué tan útil resultó ser? ¿Qué consecuencias económicas dejará la pandemia a nivel global y nacional?

 Juan Alberto Enrique, economista y columnista televisivo, analizó la medida: “Es inédito el esfuerzo. Son 90 mil millones de pesos. Es admirable, sobre todo los sectores más bajos. Está bueno que el derrame arranque de abajo para arriba. Eso hizo que la economía no se haya derrumbado aún más. Creo que debería seguir un poco más la ayuda para todo el país. Cuando no hay actividad económica se frena la velocidad del dinero, y la tenés que recomponer con emisión monetaria. Creo que el monto debería ir a $15.000 por lo menos”.

En este sentido, Hugo Bedecarras, docente de la carrera Trabajo Social en la Universidad Nacional de Moreno, opinó: El IFE era una decisión indispensable para sostener y garantizar las necesidades mínimas y básicas de alimentación. Luego de cuatro años de un modelo de Estado empresarial, donde generó condiciones de extrema pobreza, se instaló un aislamiento social obligatorio, donde vastos sectores de la población (muchos de ellos invisibilizados), estuvieron postergados y sin acceso a condiciones mínimas de subsistencia, fue condición indispensable generar recursos para que puedan acceder los alimentos necesarios para sobrevivir”.

El gobierno estimaba en tres millones de personas los beneficiarios del IFE. Finalmente fueron casi nueve millones.

  Ante la imposibilidad de poder ejercer la actividad laboral, o en el mejor de los casos cumplir con dicha obligación y no sufrir una quita considerable del salario, surgió una cuestión que giró más en torno del seno familiar que del núcleo político: ¿Hasta qué punto es suficiente un bono de 10.000 pesos para sostener los gastos de una familia? Juan Enrique consideró: No, no es suficiente. Pero bueno, algo es algo. Creo que el Estado puede hacer mucho más. Recién estaba cruzando mensajes con gente del Gobierno y les estoy diciendo que los bancos que tienen colocados 2.4 billones de pesos en el Banco Central con una tasa del 38%, podrían obligarlos a prestar a tasa 0% a la gente que no cierre los comercios. Para que por lo menos en dos meses tomen ese crédito  de 0% a pagar recién el año que viene y poder pagar alquileres, costos y así más o menos mantener la economía. Sería algo inédito para una situación inédita”.

El IFE se trató de una medida para ayudar o colaborar con una parte de los gastos familiares. Bedecarras, más empapado con los barrios carenciados del oeste del conurbano bonaerense, explicó: “Me parece muy escaso, es insuficiente ese importe, las familias tienen que complementarlo con la concurrencia a comedores barriales y comunitarios, con la entrega de mercadería a través de las escuelas, o violar la cuarentena para salir a conseguir un poco más de ingresos que permita una alimentación mínima y suficiente. Me parece un importe escaso. Pero absolutamente indispensable”. 

  Según un informe de la Organización Internacional del Trabajo en su sitio web, la crisis económica que se generó con la pandemia trajo consigo la incapacidad de generar sustento a casi 1.600 millones de trabajadores de la economía informal del mundo. En esta línea, la OIT y la Comisión Económica Para América Latina y Caribe (CEPAL) en relación a los niños, niñas y adolescentes (comprendidos dentro de los 5 y 17 años) analizó la concreta posibilidad del incremento del trabajo infantil. Éste podría aumentar entre 1 y 3 puntos porcentuales en la región, es decir, que entre 109.000 y 326.000 niños y niñas podrían entrar al mercado laboral infantil. Frente a esta dura realidad, el IFE recobra valor y es uno de los bastiones para dar pelea a la crisis económica en Argentina.

Pablo Tavilla, Director General del Departamento de Economía y Administración en la Universidad Nacional de Moreno y docente en la UBA se expresó en relación a lo que significa el IFE: “Estaría bueno que sea un monto mayor o se cobrara con mayor asiduidad. Porque ante un periodo de recisión y de insuficiencia de gasto yo lo hubiese pagado más veces. Esto responde a una idea de cómo veo yo las relaciones causales en la economía, de la importancia de la demanda para poner en marcha la rueda. Pero en general no tengo grandes críticas a la medida”.

El Estado lleva aportados 90.000 millones de pesos en el IFE.

  El bono de 10.000 pesos, como ya se dijo, resultó ser para las autoridades una herramienta útil para evitar que la crisis se profundizara aún más. Pero, ¿cómo lo han tomado las personas que cobraron esta ayuda? Gastón Amestoy, de 27 años,  quien vive en el Partido de Lezama, expresó: “La medida la tomé más que positiva. Somos muchísimos los que nos encontramos trabajando en la informalidad, con escasa cobertura médica y cobro de aguinaldos, por ejemplo. Entiendo que no es un plan social sino una ayuda por un tiempo determinado. Ojalá sirva para sentar bases de la realidad que vivimos los no reconocidos por el sistema”.

Rocío Parra, de 23 años, que vive a 216 km de distancia de Gastón, en General Rodríguez, consideró: “En un principio, cuando estábamos empezando la cuarentena, y se comenzó a hablar del IFE me pareció una idea genial. Incluso ahora, un poco más avanzada la cuarentena, es una ayuda muy importante la que estamos teniendo porque, por ejemplo, yo desde que empezó la cuarentena estoy desempleada, trabajo como fotógrafa y mi labor vinculada a lo social está 100 por ciento afectada y no tengo una fecha específica de retorno. Así que a mí, por lo menos, me sirvió muchísimo”. 

 Uno de los puntos que mayor repercusión y debate generó fue la disposición del cobro. Las casi nueve millones de personas que supieron cobrarlo, debieron cargar una cuenta de CBU (Clave Bancaria Uniforme) en la página de Anses para cruzar sus datos con los del organismo. Una vez realizado este paso, se les notificó mediante mensaje de texto el día del cobro para retirar en la sucursal bancaria más cercana a través de cajero automático. En este punto, Gonzalo Bouza, de 37 años,  de Merlo, respondió: “Está un poco mal organizada. Tendría que tener un poco más de orden en las filas de los bancos”. Por último, Gastón detalló: “Tuvo sus baches. Es entendible por la cantidad de gente que lo solicitó. Calcularon que era mucho menor el número de personas que se encontraban en una situación de vulnerabilidad laboral y pérdida de derechos. Las distintas formas de pago del primer IFE fueron buenas. La segunda es un poco más compleja. Por ejemplo, yo quedé sin posibilidad de hacer el cambio de domicilio del que figura en mi DNI, y para este nuevo pago presencial en banco estoy a 300 km (antiguamente residía en Ituzaingó). Tengo que ver cómo lo cobro. Aún no me han informado”.

La pandemia provocó la incapacidad de autosustentarse a 1.600 millones de trabajadores informales del mundo.

  Hasta el mes de julio, los beneficiados, cobraron dos bonos referentes a los meses de abril y mayo. El tercer IFE (correspondiente al mes de junio) se cobró entre fines de agosto y principios de septiembre. ¿Qué tan importante sería que la ayuda económica se siga manteniendo para las familias compuestas por trabajadores no esenciales, o que han quedado desempleados, una vez que finalice la cuarentena? Rocío Parra reconoció: Me parece importante que se siga sosteniendo de manera prolongada, ya que no es que se levanta la cuarentena y todos empezamos hacer vida normal. Hay trabajos que van a empezar después de otros y considero que hay mucha gente que perdió su trabajo lamentablemente por empresas que cerraron, otros que no pudieron sostener sus Pymes,  y va a ser difícil retomar la rueda de la economía. Mucha gente va a estar buscando trabajo y el IFE es una buena manera de ayudar a la gente. Es necesario, primero, para que se active la economía y, segundo, es un incentivo para empezar de nuevo desde abajo para retomar el país que una vez tuvimos”.

  Sin dudas, la problemática de reconstruir puestos laborales para tanta gente será de los desafíos más arduos para el Gobierno. Gastón, desde Lezama, respondió: “Sería bueno que siga hasta que se genere la posibilidad del trabajo formal. Va a ser muy difícil encontrar un mercado laboral bueno después de toda esta situación tan compleja”. 

La casa está infectada

La casa está infectada

En el grupo de WhatsApp del secundario, una compañera manda un PDF de recomendaciones que emitió la Facultad de Psicología para afrontar la pandemia, un amigo me avisa que Drexler escribió una canción, mis hermanos quieren coordinar una videollamada para la tarde del domingo, mi mamá dispara un sinfín de audios de ya no sé qué médico extranjero que explica cómo se vive el coronavirus en el exterior, tengo el celular lleno de memes sobre la cuarentena y perdí la cuenta de la cantidad de mensajes de argentinos varados que llegan a mi teléfono pidiendo mediatizar su caso para ver si eso los trae de regreso a su tierra natal. El virus está en el noticiero, en las conversaciones con amigos, en la cola del supermercado. Pero donde ingresó con fuerza es en mi casa.

En estas primeras semanas de aislamiento social, el bicho entró y se metió en cada rincón de este PH, en nuestra pareja e intimidad. Afuera el mundo es incertidumbre y desconcierto, acá dentro no ocurre algo tan distinto. Mi compañero me parece un extraño, un posible foco de contagio, ¿tendrá él la enfermedad? Hace unos días, pegar mi cachete al suyo y frotarnos como esos perritos que aparecen en Internet era una de mis actividades favoritas, hoy nos saludamos de lejos como dos desconocidos que comparten una mesa en un bar. Tenemos diálogos operativos y por WhatsApp sobre cómo limpiar las superficies, qué falta comprar, cómo desinfectar las verduras. El amor entró en cuarentena.

Llegamos a esta casa hace seis meses y la fuimos moldeando a imagen y semejanza de nuestras expectativas con fotos de nuestros últimos viajes y una decena de potus. Acá leíamos libros maravillosos, veíamos Succession, cogíamos, nos emborrachábamos, peleábamos, inventábamos recetas de cocina con las verduras que llegaban del bolsón agroecológico, hablábamos con tono venezolano para jugar a ser latinos. Acá nacieron nuestros alter egos: Silvia y Sergio, un matrimonio de 50 años que vive haciéndose reclamos, y que nos sirvió como estrategia para que M. pudiera decirme que lavé los platos como el orto o marcarle que estaba cansada de levantar su ropa por toda la casa.

Este hogar que ha operado muchas veces como un refugio del afuera, de los vínculos familiares tóxicos, de todo aquello que duele y lastima, no está. Acá dentro siempre me sentí a salvo y hoy es un territorio frío y estéril que huele a lavandina por todos lados. El refugio se ha desvanecido como una remera vieja que va perdiendo su estampado. No reconozco este territorio. Las peleas se multiplican porque la casa es un infinito de actividades para hacer y cada uno lidia con el quilombo de adaptar el trabajo a la virtualidad. Dicen que convivir mata la pareja, la pandemia parece que va a acelerar el proceso.

M. dice que con el encierro ganó tiempo para escribir sus papers, editar un libro y hacer un curso virtual. Nada de eso ocurrió los primeros días. Se obsesionó con aprovechar la cuarentena para ponerse al día con los pendientes de la casa. El padre le trajo una pistola de calor para sacarle la pintura a la mesa del living. El ruido fue como tener un taladro funcionando adentro del oído, tardó tres días en hacerlo y eligió momentos en que yo desgrababa o dormía una pequeña siesta. Cuando terminó, arrancó a lijar y barnizar 67 varillas de madera que recubren el balcón. Tardó 21 días y fue de lo único que hablaba. De la pandemia, ni una palabra.

Yo estoy asustada con este virus. No tengo claro qué me da miedo, creo que todo: el encierro, las muertes, la idea de que el peligro está próximo, no poder ver a mis sobrinos y a mi mamá, mi psiquis. Yo sigo trabajando como si nada hubiese cambiado. “El periodismo no descansa”, repetían mis profesores de TEA todos los años.

Sigo trabajando y hago malabares con mi estado emocional porque hay que trabajar, trabajar, trabajar, somos un servicio esencial, la gente necesita informarse, no importa que siente uno con este tema, no frenamos, hay que enganchar a Ginés al teléfono. Cada mañana, Jorge, el muchacho tozudo de seguridad, me acerca una pistola termómetro a la cabeza y me dice: “Arriba las manos”. Simula un robo de lunes a viernes a las 5 AM. Así arranco el día. Odio esto que hace, pero todavía no me animo a decirlo.

Desde mediados de marzo, vuelvo caminando del trabajo a mi casa. Es la única nueva rutina que valoro de esta pandemia. Me gusta cruzarme con gente, pero ocurre muy poco. Estos días el barrio está como apagado, sin movimiento, nublado. Escucho Salad Days y me construyo por Lacroze un escenario optimista. Me gustaría chocarme con los pibes del camión de La Serenísima que bajan productos en el Carrefour o que el portero del edificio de Álvarez Thomas me deje pasar mientras limpia la vereda. ¿Dónde están todos?, ¿se habrán enfermado? Lloro sin esconderme: el barbijo me da anonimato.

M. silba cuando va del living a la cocina y pone un dj set de Cattaneo para cocinar un risotto. No sale hace cuatro semanas. Como yo voy a trabajar, me ocupo de hacer las compras del supermercado y tirar la basura. Estoy agotada de esta rutina doméstica. Él vive como si el sistema mundial no estuviese colapsando. Es un enigma lo que ocurre en su cabeza ante situaciones con las que cualquier civil se amargaría. Tiene la templanza de un maestro de yoga: nunca desborda.

Tenemos un cuarto que tiene un escritorio amplio de madera de pino y está al lado de una ventana que da a una calle con poco y nada de movimiento. Ese lugar se volvió el espacio más codiciado para encerrarse y trabajar aislado de afuera y de nosotros.

Empiezo a hacer lugar en el placard para todos los proyectos frustrados que voy a tener este 2020. Con M., siento que tenemos reinventarnos como dice cada tanto una famosa en una revista de chimentos para contar que se separó y adelgazó 90 kilos. No quiero ni una cosa, ni la otra, pero sí asumir que el virus todo lo toca y que hay que estar atentos.

Leo que en China subió la cantidad de divorcios. Me asusta, estoy permeable a todo, ¿quién está preparado para una convivencia de 24 horas por meses con alguien?, ¿puedo cambiar mi contacto estrecho?, ¿cómo continuaremos?, ¿qué quedará de nosotros después de que pase todo esto? Día 62 y sigo contando.