10 años de música argentina: la irrupción de la canción urbana

10 años de música argentina: la irrupción de la canción urbana

De las plazas al mercado, el trap ganó al público joven pero también seduce a los viejos rocanrroleros. Wos, Naty Peluso y Ca7riel, entre otros emergentes, conviven con los póceres de rock, el jazz, el tango y el folclore.

Los últimos diez años de la música argentina estuvieron atravesados por el auge de los ritmos urbanos, que se integraron en un ecosistema de géneros ya consolidados y transformaron la escena sin perder sus bases históricas. El camino de los músicos de aquellos géneros tomó dos direcciones: mientras algunos se mantuvieron fieles a los sonidos característicos, otros emprendieron un proceso de búsqueda, establecieron puentes con el pasado y fusionaron distintos estilos que dieron lugar a un nuevo sonido. En este contexto, artistas y un periodista especializado analizaron los cambios y el impacto de la tradición en la música actual.

Mariano del Mazo, periodista y escritor, examinó la última década y afirmó que el cambio más grande en música popular fue el advenimiento de las nuevas músicas urbanas, que incluye géneros como el pop, el hip-hop, el trap, el reggaeton y la electrónica. “Fue muy pronunciado lo que ocurrió con el trap, en términos de expansión y conquistas de mercados. En otros géneros se mantuvo una tendencia: cierto conservadurismo del rock, cierta producción muy interesante y proteica del tango, pero sin ningún tipo de alcance masivo, el folklore sin grandes novedades y la repetición de formatos ya hechos anteriormente en el pop”,  observó.

La música, como todos los aspectos de la vida, fue atravesada por la pandemia, el aislamiento y el aumento del uso de los medios digitales. Del Mazo reconoció estos factores como los impulsores del trap, un movimiento que se gestó en el 2010 y creció al calor de la presencialidad, con batallas de freestyle y encuentros en Parque Rivadavia. La posibilidad de hacer canciones con una computadora, compartirlas en plataformas de streaming musical y difundirlas en redes sociales, sin la intervención de un sello discográfico, abrió la puerta para que una nueva generación de artistas se diera a conocer.

“A principios de este siglo, Chico Buarque dijo que la canción era un fenómeno del siglo XX, y que el siglo XXI sería el siglo del hip-hop y del rap, o del plagio. Después de artistas como Gardel, Jobim, Lennon-McCartney, no habría manera de superar lo que ocurrió en ese tiempo. No sé si acertó, porque ya van 25 años del siglo XXI y la canción sigue presente”, dijo del Mazo y agrega; “Se impuso a través de géneros nuevos, derivados del hip-hop, del reggaeton, de otros ritmos y con un sonido que hoy está naturalizado. Actualmente hay algo que tiene que ver con el silbido, con la repetición, que es aparentemente invencible. Un montón de chicos y chicas son capaces de memorizar largas parrafadas que no tienen ninguna melodía, algo que en el siglo XX hubiera sido bastante complicado. Hoy la atención del oyente es mucho más fragmentada y a su vez más afilada, lo que hace que todo sea más vertiginoso y que lo que ayer fue cantado enseguida caiga en el olvido. Es complicado pensar en un clásico, o un futuro clásico.”

Sin embargo, en esta década la música urbana no permaneció estática, ya que algunos cantantes se alejaron de las fórmulas propias del género, y se encomendaron a una exploración, tanto en sus discos como en sus recitales, en la que incorporaron elementos del rock, jazz e incluso aparecieron guiños hacia el tango y el folklore. Del Mazo afirmó: “La necesidad del toque en vivo hace que se metan instrumentos analógicos. Uno va a ver los conciertos y hay instrumentos en formato rock: guitarras eléctricas, sesiones de vientos. Hay cierta torsión hacia el formato canción que viene de artistas que empezaron haciendo otra música. Aquello que es puro sonido y ritmo con poca melodía va teniendo una tendencia hacia lo cancionístico. Así mismo pasó con Wos, Nathy Peluso, Trueno y Dillom.”

En estos años, los nuevos artistas y géneros convivieron con músicos emblemáticos de otras décadas, tanto en el público, compuesto por distintas generaciones, como en los intérpretes. El periodista remarcó: “Algo que afortunadamente está ocurriendo con la nueva música es que respeta el pasado inmediato. La mayoría de los chicos que hacen música hoy tienen un gran respeto y admiración, también conocimiento de las obras de los Redonditos, de Divididos, de Spinetta. El sonido de esta época ya no es el rock, es otro sonido que está fraguando. Quizás para el oyente veterano estos nuevos artistas cuestan, porque son otras voces, otro estilo y estética, como costó en las décadas del sesenta y setenta a los viejos tangueros asumir el rock. Hoy los jóvenes tienen otra consideración estética de lo que es alguien que canta o toca bien, no pasa por la entonación.”

Fernando Samalea, histórico baterista y bandoneonista que ha tocado con artistas como Charly García y Gustavo Cerati, dialogó con ANCCOM sobre la continuidad de la música actual con el pasado y expresó: “Hay algo mágico donde siempre queda una década en el medio que molesta. Por ejemplo, en los años ochenta se rescataba mucho de los años sesenta, pero los setentas se veían como algo arcaico y obsoleto. En los noventa hubo una nueva revisión de la música disco, del funk, y tanto el rap como el hip-hop tuvieron que ver con eso. Tal vez, sin ánimo de ponerme en pragmático porque nadie tiene la verdad absoluta, estos tiempos dejan muy en claro que convivimos con varias décadas para revisitar. Los videos más actuales de bandas en boga, llámese Bándalos Chinos o Ca7riel y Paco Amoroso, le hacen guiños muy característicos a otros tiempos”.

El músico, que se encuentra en plena escritura de un nuevo libro de memorias, agregó: “Es como si hubiese un mediomundo en el mar atrayendo todo lo que pasó, y a su vez, generando la punta de lanza hacia lugares insospechados, porque en definitiva los jóvenes son quienes deben enseñarnos el camino e ir hacia delante en la música.”

Además, el músico destacó la importancia de la tecnología en el rock, y sus influencias sobre otros géneros: “Una afirmación que me gusta mucho es que el rock comenzó cuando a alguien se le ocurrió enchufar una guitarra española a un parlante. Denota que la tecnología tuvo mucho que ver. Yo vengo de los años ochenta y la música tenía mucho que ver con los años sesenta, el tipo de melodía y el tipo de ritmos. La gran diferencia fue la tecnología de los sequencers, las baterías electrónicas, ese sonido particular con los procesadores de entonces”

Samalea añadió: “También en los años noventa afloró la movida de los loops y las repeticiones, que le dieron las marchas características al rap y al hip-hop. Los ingenieros que hacen los sonidos de los teclados, los sequencers o baterías electrónicas, de alguna forma son héroes anónimos que tienen mucho que ver en la personalidad de cada época.”

Daniel “Pipi” Piazzolla, baterista de Pipi Piazzolla Trío y Escalandrum, y nieto de Astor Piazzolla, meditó en torno al impacto de los últimos 10 años en el jazz. El músico expresó: “El jazz ocupa un lugar muy importante dentro de la música argentina porque es un género que le permite a los nuevos compositores expresarse y hacer nueva música sin estar regidos por lo que dicen los grandes sellos, por lo que es un buen ámbito para poder experimentar a pleno todas las ideas que se te van ocurriendo. Al jazz nunca le interesó ser famoso ni sonar en las radios. El jazz argentino fue evolucionando y creo que la globalización ayudó bastante en esto de mezclar estilos, de escuchar música de otros mundos y experimentar con nuestra propia música.”

A lo largo de su historia, y debido a su versatilidad y carácter lúdico, el jazz argentino se fusionó con distintos estilos como el tango, el folklore, el rock, el funk y el hip-hop. Piazzolla remarcó: “No es una novedad que artistas de otros géneros incorporen al jazz en su música, ya pasó con músicos de otras generaciones como Luis Alberto Spinetta, con La Máquina de Hacer Pájaros. En el jazz se experimenta tanto que hay cosas que después quedan para otros estilos como ideas”. De esta forma, su integración a la música urbana se manifestó como parte de un curso natural.

Con entusiasmo respecto al pasado, presente y devenir musical, Samalea concluyó: “El mundo de la música parecería ser un río que no cesa y cada generación va trayendo nuevos artistas que cautivan y congregan a miles de chicos y chicas. Me parece maravilloso como el encanto de la juventud denota siempre atracción por las expresiones artísticas. Quizás estamos en una era que es del vale todo, desde lo robótico a lo funky, a lo barroco, incluso épico, de algunas melodías. Siempre está el ritmo, ya sea en lo urbano, lo hipnótico, lo minimalista o en otras composiciones más elaboradas que insta a la danza. Pareciera que la humanidad conecta siempre con ese instinto primitivo del 2/4 y el latido del corazón.”

Tango cooperativo y autogestionado

Tango cooperativo y autogestionado

La Orquesta Típica Ciudad Baigón, integrada por 14 músicos, apuesta desde hace más de dos décadas a una forma de organización contrapuesta al mercado. Gestiona su propio centro cultural y acaba de presentar su nuevo álbum Instrucciones para Sobrevivir en una Pecera

Al entrar a Galpón B, un palier al aire libre recibe a los visitantes con un leve sol filtrándose entre las nubes algo inoportunas del verano porteño. En la puerta está Hernán Cabrera, compositor y pianista de la Orquesta Típica Ciudad Baigón y uno de los socios del centro cultural, junto a su perro. Lo que se percibe es un gran hogar que confraterniza arte independiente con autogestión, una casa que cuenta con un escenario gigante al fondo del terreno.

El proyecto de Ciudad Baigón, orquesta de tango de 14 integrantes, comenzó hace más de 20 años en las calles de San Telmo, cuando se juntaban en Plaza Dorrego y eran echados por la policía por denuncias de ruidos molestos. Del arte callejero a gerenciar su propio espacio en formato cooperativo, el camino de décadas de la banda los nutrió de experiencias que los presenta como un experimento particular por fuera de la lógica algorítmica.

La banda encaró un cambio en sus sesiones de estudio para su último álbum, que se produjo con grabaciones separadas para cada tanda de instrumentos, a diferencia de los anteriores en los que se capturó en tomas únicas: “En este disco estuvimos más tiempo, grabamos las bases, grabamos los bandoneones y después grabamos las cuerdas encima de eso. Fue un proceso diferente a lo que veníamos acostumbrados”.

La nueva experiencia es nutrida, como todo lo que hace el grupo, por la autogestión, por el motor del arte independiente que lleva a la creación a depender nada más que de la curiosidad y el hambre del artista. «Tener una orquesta de tantos integrantes y autoproducir nuestros discos, giras y shows requiere una gran energía, pero no hay otra manera de hacerlo»

 “Esto lo pudimos hacer porque no teníamos un productor detrás. La autogestión no es por amor a ella misma, sino porque priorizamos valores culturales y humanos que hacen la diferencia», remarca Ignacio Santos, primer bandoneon. «Grabamos con click, lo que nos permitió más precisión y duplicar cuerdas. Fue una experiencia nueva y enriquecedora”, destaca Hernán Higa, sonidista del grupo.

«Autogestionarnos –subraya- nos enseñó a resolver problemas, valorar cada recurso y encontrar formas de conectar con el público de manera auténtica». En ese sentido, Santos destaca que esto da la posibilidad también de “ser comprensivos con los momentos de vida de cada uno. La gente se separa, tiene problemas, uno no siempre puede estar al cien. No es que acá controlamos a qué hora llega. Trabajamos como nos hubiera gustado trabajar en cualquier lado”.

Así, el Galpón B –ubicado en Cochabamba al 2500- se convirtió en uno de los motores que le dio vida a la banda. Al ser un proyecto particular y distintivo, la música que tocan no es la típica que se oye en una milonga: “No tocamos tango para bailar, si se ponen a bailar se caen”, dice Higa, riendo levemente. La búsqueda de la orquesta es algo ecléctica,  siguiendo un sonido moderno pero con los elementos distintivos de la canción nacional, sumado a su gran número de músicos, hace que Ciudad Baigón tenga una dificultad extra para llevarse a cabo.

Luego de grabar su anterior disco en Abbey Road, siendo la primera orquesta típica que grabó allí, remarcan que El Galpón es su lugar en el mundo. “Yo estoy en Europa y quiero volver a tocar acá. Cuando nos quedamos sin lugares para tocar, el galpón nos dio la oportunidad de seguir haciendo música en un espacio propio” dice Hernán Cabrera.

El centro surge hace más de 20 años, cuando “el fantasma de Cromañón estaba muy presente”, señala Cabrera. Pero ya buscando una continuidad más estable, el grupo se vio obligado a la creatividad y así forjaron un espacio específico para que la banda de 14 integrantes pueda desplegarse de forma total. “Si no hacíamos el galpón, no tocábamos”, afirma, remarcando que al principio sufrieron muchas clausuras en lo que era otro tiempo para estos establecimientos de la  Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Desde la puesta escénica, el galpón se construyó específicamente para contar con un escenario y una puesta de sonido que pueda soportar un despliegue de tantos músicos a la vez. Lejos de ser un escollo o algo sufrido, remarcan que es algo único. “Tener una banda de este tamaño es económicamente una mala idea, pero artísticamente es único”.

En ese sentido, Julián Bruno, cantante de la banda, admite que siente una gran responsabilidad al ser, por particuaridades de su rol, la cara más visible a la hora de tocar. Sin embargo, reconoce en la experiencia de la orquesta algo singular e inigualable: “Subirte a cantar con la banda es como cantar en un tren, como un trance”.

De esta manera, el proyecto termina siendo posible y rentable por un cúmulo de factores, más allá de lo que produce la banda. Discos, shows, giras, pero también el galpón y la gestión de un centro que nuclea muchos más artistas y bandas que Ciudad Baigón. Esto, sumado al status actual del tango, en un momento en el que la venta de disco, principal ingreso de la banda hace varios años, ya no existe como tal. «El tango es un fenómeno cultural, pero no industrial. Si no lo hacemos por nuestros propios medios, no hay forma de que exista», destaca Santos.

Sin embargo, el tango aquí va más allá de la cuestión comercial: conecta con con las raíces de la canción nacional. Santos remarca que antes “vos antes tocabas en la orquesta de (Aníbal) Troilo y te salvabas”, pero ya no es así. Pero, sin embargo, el tango ha sabido llenar un vacío que el rock dejaba: “El rock se creó en Londres. El rock nacional es bueno por sus raíces, que son el tango y el folclore. Hay algo que no se consigue en otro lado que tiene que ver muchísimo con el tango, es una música popular que convive con lo mainstream, hay un bagaje que se ve en la música actual. Y yo toco tango, y acá están los mejores y el tango somos nosotros”.

La memoria en donde ardía

La memoria en donde ardía

Sobrevivientes, familiares y amigos de la víctimas de Cromañón participaron de una masiva movilización que terminó en el santuario ubicado frente al exboliche para recordar a los 194 muertos del 30 de diciembre de 2004. Exigieron la expropiación del local para convertirlo en espacio de memoria y recordaron la combinación de «ambición empresarial» con «corrupción estatal» que provocó la masacre. Mirá las fotos de ANCCOM.

«Cromañón fue un shock de conciencia»

«Cromañón fue un shock de conciencia»

A 20 años de la tragedia que se cobró la vida de más de 200 personas, tres periodistas especializados -Pablo Plotkin, Eduardo Fabregat y Mariano del Mazo- analizan aquel incendio como un punto de inflexión que cambió las formas de concebir el rock. De los recitales populares a los exclusivos, el precio de la seguridad y el rol de los medios.

“Cromañón atravesó de manera muy fuerte no solo a la cultura del rock sino a la sociedad argentina. Todo lo que vino después, de una u otra forma, estaba tocado por su sombra”, sostiene Pablo Plotkin, periodista, escritor, guionista y director de la edición argentina de la revista Rolling Stone en dos diferentes períodos. “Muy rápido quedó la noción de que había sucedido algo espantoso, tremendo y que venía a cambiar por completo todo el panorama”, afirma en concordancia Eduardo Fabregat, periodista gráfico y radial y actual editor del suplemento Cultura y Espectáculos de Página/12.

El 30 de diciembre de 2004, en el boliche República de Cromañón ubicado en el barrio porteño de Balvanera, ocurrió una de las peores tragedias que recuerda la historia argentina. Al inicio de un concierto de la banda Callejeros, el fuego de una bengala alcanzó las media sombras del techo, lo que provocó un incendio que, sumado a las irregularidades en la habilitación del local y la negligencia de la gerencia y las autoridades de la ciudad, acabó con la vida de 194 personas. El número fue aumentando con los días, e inclusive en los años posteriores al incendio y al día de hoy son más de 200 fallecidos por la tragedia. El hecho fue un parteaguas en la historia del rock argentino.

“Hoy nadie se atreve a prender una bengala en un lugar cerrado. La enseñanza quedó. Los nuevos periodistas o aquellos que analizan un poco la escena de algún modo tienen a Cromañón flotando sobre todo esto”, continúa Fabregat, poniendo énfasis en lo aprendido luego de aquel suceso trágico. Y añade: “Incluso aquellos que no vivieron ese momento tienen claro que hay vicios de la de la escena que no se pueden repetir. Es historia, pero es presente; todos lo tenemos en mente a la hora de hacer nuestro trabajo”.

Por su parte, para Mariano del Mazo, periodista y autor de varios libros de música como Sandro, el fuego eterno y Fuimos Reyes, la historia de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota: “Cromañón fue el final de un tipo de fiesta que proponía que el espectáculo estaba entre la gente y no tanto en lo que pasaba en el escenario. Ocurrió en muchas bandas. Hay un momento en que la banda de rock deja de cantar para ser cantada”.

Del Mazo, quien no se consideró ni se considera al día de hoy periodista de rock, realiza en diálogo con ANCCOM una periodización del rock en términos históricos, en los que se inscribe un cambio de narrativa y el fin de una etapa que finalizó en Cromañón: “El fin del menemismo en el rock fue en el 2004 -declara-. Aquel modelo empezó con la pauperización económica, la desocupación en el sector etario de la juventud, la conformación de este tipo de grupo que se llamó el rock chabón”. Siguiendo su análisis, a partir de la detonación de aquel modelo, marcado por lo coyuntural, se empezó a pensar otro tipo de narrativa, “que coincide con el ascenso al poder del periodo más virtuoso del kirchnerismo, con un mensaje más político y social”. 

“Fue un shock de conciencia de cosas que habíamos visto pasar y frente a las que no habíamos hecho nada. No habíamos dimensionado las caras del riesgo que representaban”, afirma Plotkin refiriéndose a los rituales que rodeaban la escena del rock en ese entonces. Si bien aclara que él no trabajó en medios que pusieran foco excesivo en esas “cuestiones folclóricas”, como las llamó él, el periodista insiste con esa faceta: “Todos hablábamos de eso. Cuando se hablaba del rock en vivo, se hablaba de las bengalas y de todos esos rituales. Eran parte del imaginario”.

Fabregat mantiene una postura similar. “Era un tren que estaba descarrilando y no supimos advertir la gravedad de lo que se estaba cocinando. Hay un mea culpa que tuvo que hacer el periodismo con respecto a no haber adoptado una posición un poco más firme”. Y además refuerza una concepción sobre las responsabilidades que se le adjudican a la prensa y a los medios de la tragedia de diciembre de 2004. “Intentamos dar una idea de que hubo muchos responsables y para mí la prensa tuvo su parte de responsabilidad en no advertir con más firmeza que había cosas que estaban conduciendo un desastre absoluto, que fue lo que finalmente sucedió”, explica el editor de Página/12.

“A los medios les costó entender que muchas veces hay multicausas. Me parece que cada uno se jugó por sus intereses”, sentencia, por su parte, Del Mazo. Fabregat también enfatiza en estas cuestiones: “Cuando tomaron el micrófono, se pusieron a escribir personas que quizás no estaban tan empapadas de lo que era la escena rock del momento y tuvieron miradas muy sesgadas y con intereses políticos”.

“El primer impulso fue demonizar al rock”, asegura Del Mazo sobre la estigmatización que recayó puntualmente sobre un sector social. “Muchos medios aprovecharon para caerle al rock, a los jóvenes y a los pobres”, continúa. En la misma vertiente, Fabregat señala que  “hubo que lidiar también con mucha mirada prejuiciosa de sectores que inmediatamente señalaron al rock como asesino”. Asimismo, amplía su análisis acerca del tratamiento periodístico de la tragedia, que estuvo atravesado por intereses políticos y miradas sesgadas en su abordaje: “Muy rápidamente comenzó una caza de brujas, con la ola de clausuras absolutas en las cuales no se discriminó absolutamente nada”. Puntualiza, así, en el importante rol del periodismo de rock en frenar los discursos estigmatizantes y sensacionalistas que permeaban en diversos tratamientos acerca del tema. “Se buscó clausurar al rock de algún modo. Los periodistas también tuvimos que ponernos en un lugar de dar información más fidedigna y de poner las cosas en su punto justo”, refiriendo al afán circundante de la necesidad de encontrar un único e inequívoco culpable de lo sucedido. 

“A nivel mediático, se decía cualquier cosa -reflexiona Plotkin-. Se demonizó a Chabán, se demonizó a Callejeros, se demonizó al público, pero más que demonizar se caricaturizó la visión de estos actores que habían formado parte de todo lo que fue Cromañon”. A la vez, plantea que “hubo una especie de marginalización de ciertas prácticas y subescenas, sumado a un empoderamiento de los main players del negocio”.  En su reflexión, asevera que el sector informal del espectáculo pasó a una suerte de cuarentena y el negocio de más poderío económico “terminó cooptando todo y ocupando un lugar muy relevante en el negocio del espectáculo en Argentina y de la cultura mediática en general”.

“Hoy solamente pueden estar seguros quienes tienen plata”, opina Del Mazo al examinar la emergencia de un nuevo modelo de seguridad excluyente que empezó a pisar fuerte luego de Cromañón.

“El rock me parece que perdió muchísima centralidad desde ese momento hasta hoy. Ya no representa lo que representó en el siglo XX y en la primera década y media de este siglo”, suma el escritor y guionista sobre la importancia del rock como movimiento, que se ha ido corriendo del centro de la escena musical, siguiendo vigente pero alejado de su lugar destacado. En la misma línea, agrega: “El proceso de retracción de la relevancia del rock como cultura de masas de alguna manera ordenadora de las estéticas y los hábitos juveniles, me parece que un poco ya no existe”. Para Plotkin, el rock hoy se narra desde una periferia en los medios de comunicación y es concebido como “una fuente inagotable de mitos, de historias y de gloria”. Paralelamente, analiza que si bien no llega a protagonizar la escena, numerosas nuevas voces mantienen un profundo interés por acercarse al rock.

“Hoy solamente pueden estar seguros quienes tienen plata”, opina Del Mazo al examinar la emergencia de un nuevo modelo de seguridad excluyente que empezó a pisar fuerte luego de Cromañón. “Ganan en seguridad pero pierden en popularidad real, más seguridad, pero también más exclusión de la gente que no tiene un mango”, asegura y observa que “hay una suerte de balance, de contrapeso bien siniestro entre lo que es el mercado del capitalismo y la seguridad de la gente” porque en este pasaje desde lo popular y masivo, hacia un esquema de profilaxis que prioriza estadios más sofisticados y amplios, con un enfoque cuidado, se ha excluido a las grandes mayorías del espectáculo. “Me parece que el relato se trasladó a las músicas urbanas, creo que se consolidó un modelo de negocio mucho más profiláctico, mucho más caro y mucho más excluyente”, aclara Del Mazo.

A la vez, el periodista considera que “seguramente sigue habiendo eventos totalmente populares que tienen su grado de peligro, pero a nadie le importa porque lo que importa es lo que ocurre en el Hipódromo de San Isidro o en la cancha de River”. En la misma línea, Del Mazo propone un paralelismo con el deporte: “Lo mismo pasa con el fútbol, no va el pueblo al estadio de fútbol y me parece que eso ocurrió con la música popular en los recitales, esto tiende a que la gente salga menos y viva un concierto por Youtube”.

Finalmente, Plotkin reflexiona acerca del trabajo del periodista rockero en aquel entonces, el cual fue igualmente afectado y modificado luego de aquel fin de año del 2004. “Fue muy castigado el gremio periodístico en general y el subgremio de periodistas de música y de rock. El mercado fue muy diezmado y la profesión fue perdiendo identidad”, destaca como factores imprescindibles a la hora de analizar cómo cambió la narración periodística del rock.  Y alude, finalmente, a la figura del periodista de rock en la actualidad: “Sigue existiendo y muchos lo siguen haciendo muy bien. Hay contenidos muy especializados en redes sociales que todo el tiempo le están buscando la vuelta a encontrar nuevos personajes, nuevas historias y a enganchar la música con personalidad y me parece que eso está bueno”.

Sobrevivir a Cromañón

Sobrevivir a Cromañón

Chicos y jóvenes que lograron salir con vida del recital de Callejeros y familiares de las víctimas recuerdan aquella noche y cuentan las huellas indelebles que les dejó la tragedia.

El 30 de diciembre de 2004 el incendio del boliche de rock República Cromañón dejó 194 víctimas. En los años posteriores sumó más muertes de familiares y sobrevivientes. Las múltiples aristas sobre los hechos, derivaron en el agrupamiento en organizaciones que, aunque con diversas posturas, se unen en un único pedido de justicia y reparación. El jueves 12 en la Legislatura de Buenos Aires se aprobó la modificación de Ley N°4786 (Reparación Integral para Víctimas Sobrevivientes y Familiares de Víctimas Fatales de Cromañón). Con esto las agrupaciones lograron cambiar artículos centrales por los que venían luchando, aunque la ley sigue siendo para sobrevivientes y familiares reducida y deficiente, o “perfectible”, según las autoridades.

Algunas de las agrupaciones conformadas entorno a la causa Cromañón son: Coordinadora Cromañón, El Camino es Cultural, Movimiento Cromañón, No Nos Cuenten Cromañón, Familias por la Vida, Ni Olvido Ni Perdón, Organización 30 de Diciembre, Plaza de la Memoria Los Pibes de Cromañon, Que No Se Repita y Sin Derechos No Hay Justicia.

Aída Isabel Rodas tiene 68 años. Es parte de la ONG Familias por la Vida conformada por sobrevivientes y familiares de víctimas fatales de la masacre. Señala que en Cromañón, y ahora en la ONG, “no solo había pibes” sino también padres y madres que habían acompañado a sus hijos al boliche de Once aquel 30 de diciembre. La organización trabaja frente a Plaza Miserere, a una cuadra del “Pasaje de los Pibes de Cromañón” construido donde funcionó el boliche. En la oficina reciben al 0800-999-2769 denuncias sobre irregularidades en locales donde se organizan recitales que son derivadas a la Agencia Gubernamental de Control. Oriunda de Jujuy, Aída es madre de cinco hijos. El cuarto, Abel Rodolfo González, a los 25 años murió en Cromañón. A ella le toca ir a la oficina en el turno de la tarde: “Esta es mi segunda casa. Acá estoy con Abel. Luego cierro esta puerta y abro la de mi otra casa, donde están mis otros hijos y nietos. Sé que Abel ya no está y ellos sí”.

Aída Isabel Rodas tiene 68 años y es parte de la ONG Familias por la Vida.

El 30 de diciembre de 2004 la familia González esperaba a Abel para festejar el cumpleaños del hermano mayor, Carlos. “Luego de ese día nos dijo que ya no quería volver a festejar. Y hace 20 años no festeja”. Por aquel entonces vivían en Lanús y tanto ella como su marido, Carlos Delfín González, tenían turnos nocturnos de trabajo. Aquel 30 de diciembre, como tenía franco, había aprovechado para acostarse a dormir temprano. “Cerca de las tres de la mañana llegaron dos amigos de Abel a casa. Abel trabajaba de delivery en Devoto, y para esa hora generalmente me pasaba a buscar para llevarme al trabajo. Pero yo tenía franco ese día. Y él no había vuelto todavía”. Los amigos lo buscaban para contarle que Osvaldo “Valdi” Zapata había fallecido en Cromañón. “Ahí me di cuenta. Sentí desesperación. Les dije que si a casa no había vuelto, entonces estaban juntos” cuenta Aída.

Osvaldo Zapata conocido por el diminutivo “Valdi” era amigo de Abel González desde que cursaron juntos la escuela secundaria. Juntos habían formado una banda: Abel en la guitarra y Valdi en la batería. Aquella noche Valdi pasó a buscar a Abel por la casa y fueron juntos a escuchar a Callejeros. También estuvo con ellos Jonathan Daniel Lasota, que tocaba la armónica en su banda. “Era un pibe de 15 años al que la mamá nunca dejó salir solo. Esa era la primera noche”, recordó Aída. Cuenta que María Cristina, la madre de Valdi, “sintió mucha culpa, porque Valdi lo pasó a buscar y ahora Abel no está. Nunca me pudo pedir perdón a pesar de que siempre le expliqué que ellos eran amigos, que desde el día que se conocieron nunca se separaron. Eran como hermanos. Llegaron como amigos y se fueron con los amigos”. María Cristina falleció al año de la masacre. Aída señala que son muchos los padres fallecidos luego de perder a sus hijos: “Son víctimas también, aunque mueran de distintas enfermedades. Quedaron muchas casas vacías”.

Mientras recorre la oficina, Aída relata su historia y la de quienes ya no lo pueden hacer. Identifica las caras de Abel, Valdi y Jonathan en una bandera enorme de Argentina donde están estampadas las caras de las 194 personas fallecidas en Cromañón. Allí mismo funciona un pequeño museo y a veces se dictan talleres de concientización y prevención. Explica cada foto, cada cuadro y cada símbolo: un conjunto de llaves desparramadas que representan el candado que bloqueaba la puerta de emergencia; zapatillas colgando de puertas, caños y paredes; fotos de Abel y Valdi con su banda; una guitarra de madera con una foto de Abel, regalo de los vecinos de Lanús. Carteles y banderas que reclaman justicia, no olvidan ni perdonan a la corrupción estatal que mató a sus hijos.

El jueves 12 en la Legislatura de Buenos Aires se aprobó la modificación de Ley N°4786.

Luego de una pausa para componer la voz y del recorrido por la oficina, Aída vuelve a sentarse y continúa con el relato del 30 de diciembre. “Cuando mi marido llegó a casa a las 6 de la mañana, le dimos la noticia. Recién ahí fuimos con nuestro hijo mayor, Carlos, que es policía, a recorrer los hospitales, porque no me había dejado ir sola más temprano. Llegamos primero al hospital Ramos Mejía. Estaba todo muy desorganizado y la gente desesperada. Logré que me dieran una lista pero cuando salí a la vereda las familias me la sacaron. De ahí fuimos a la morgue judicial, y les tuve que pedir que sacaran fotos a los chicos y las colgaran para que podamos identificarlos”. Esas fueron las primeras fotos que aparecieron de la masacre y donde pudo identificar a Abel. “A pesar de que no habían dejado entrar a mi hijo policía, yo me metí. Las madres somos más astutas”.

A Aída le gusta el rock y fue a ver a los Rolling Stones. Sin embargo, a Callejeros no los puede escuchar: “Si paso por algún lado que lo están tocando o subo en un colectivo se me saltan solas las lágrimas, se me corta hasta el habla. Yo creo que todas las mamás sentimos lo mismo”. Aunque señala que Cromañón fue uno solo y que las organizaciones no deberían estar separadas, Familias por la Vida es una de las que encuentra en Callejeros culpa y responsabilidad, e incluso apoyaron que no volvieran a los escenarios. Se refiere como “salvajes” a aquellos que arrojaron bengalas. Acusa, además, a Omar Chabán –administrador de Cromañón- por, entre otras cosas, colocar media sombra en el techo. De su hijo recuerda que “a cualquier lado que iba llevaba la guitarra. Él se iba a los parques a tocar para los niños, o los abuelos del barrio. Era muy solidario, a veces venía y me pedía mercadería para llevarle a una abuela que tenía menos que nosotros”. También que esos mismos niños fueron a la casa el día del velorio. “Tenía nenes de 9 o 10 años debajo de su cajón, que no querían irse. Nos acompañaron hasta el cementerio en colectivos que el intendente Manuel Quindimil puso para llevarlos”.

Brenda Re escuchó por primera vez la banda Callejeros junto a su hermano, Mauro, a partir de un demo que les prestaron. Toda su familia es “del palo de rock”, que es también el género favorito de sus amigas. “Mi plan ideal para la noche era encontrarme con amigos, ir a ver una banda, tomar algo y volver al barrio”. Se acercó a la cultura del rocanrol por “el contenido artístico y político de las bandas”. Puntualiza que en aquellos años “estaba en mi momento de politización, de enojarme con lo que pasaba en el país y esas letras me representaban”. En 2004 tenía 19 años y, como una noche más, el grupo de cinco amigos tomó el colectivo en Mataderos para ir a escuchar un poco de rock. “Como si el destino no nos quisiera dejar llegar, nos olvidamos las entradas y por el calor no teníamos ganas de entrar. A pesar de haber llegado temprano para escuchar Ojos Locos, terminamos entrando sobre la hora. Había mucha gente afuera del boliche, varios sin entradas, que no era algo sorprendente, sino habitual”.

 

De todos modos, lograron llegar a unos pocos metros del escenario. Para Julio era su primer recital, “ese fue su debut y despedida del ambiente”. El subió a Brenda sobre los hombros y “por estar más alta pude darme cuenta enseguida como se iluminaba algo detrás mío. En el momento en que me bajó se cortó la luz, empezó el aprisionamiento y no logré tocar en ningún momento el piso. La gente de ese sector tuvo el acto reflejo de hacer el mismo recorrido que al entrar y retroceder hacia la puerta de entrada. Nos arrastraron hacia allí. Al llegar a la puerta se descomprimió la masa de personas y caí al suelo. Solo atiné a hacerme una bolita contra una columna, no quería luchar contra la gente que me pasaba por arriba y tenía más fuerza que yo. En algún momento dos personas, que no sé quiénes serían y nunca lo voy a saber, me agarraron uno de cada brazo, me sacaron y tiraron en la calle”.

Fue de las primeras personas en salir del incendio y en la vereda no se entendía lo que sucedía. “Había un intento de los policías por contener, reprimir lo que pasaba, creían que la gente se estaba peleando. Cuando empezaron a llegar los bomberos y el SAME comenzaron a difundir un mensaje de tranquilidad, de que apagarían el foco de incendio y enseguida íbamos a voler a entrar al recital. Luego de eso tengo la imágen muy lúcida de un pibe que gritaba: ´¿Qué mierda dicen? Acá hay gente muerta´”. Aún sin entender qué pasaba, inconciente de lo que vivía, comenzó a buscar a sus amigos. “Volví a entrar a Cromañón 3 o 4 veces para buscarlos”. El grupo había fijado un punto de encuentro, al cual fue varias veces hasta que lograron reencontrarse: solo faltaba una de las chicas, que hasta la actualidad mantiene reserva sobre lo vivido.

“A mi casa volví sin zapatillas y con una remera que no era la mía. Solo quería bañarme, estaba completamente negra”, recuerda Brenda. En una época donde el celular no era de uso común, fue difícil poder avisar a sus familias que estaban bien. Lograron llamar a una amiga y ella repartió la noticia por la casa de cada familia. Logramos llegar hasta Mataderos por un taxi que “nos vio así como estábamos y esperando el colectivo, que nunca iba a llegar porque no había transporte, estaban todos colapsados con los heridos”. Mientras la familia recorría los hospitales buscando a la amiga que faltaba, el grupo de amigos hacía “base viendo las noticias, porque en la televisión pasaban los nombres de las personas que estaban internadas en cada hospital y de los fallecidos”. Así se enteraron que estaba en el hospital Ramos Mejía. “Puedo decir que fuimos todos y salimos todos. En la mayoría de los grupos de amigos no pasó lo mismo”. En los días siguientes vivió “en automático, no caía en lo que había vivído. Pasé una semana sin dormir, ya no podía comer o tragar y recién fui a una revisión médica el 5 o 6 de enero. Era malestar psicológico que se mantiene hasta hoy: el estrés postraumático que revive”. Brenda Re participa de la organizacion “Movimiento Cromañón”. De los amigos con los que fue a Cromañón el 30 de diciembre, dos de ellos están movilizados y agrupados en organizaciones mientras que los otros dos prefieren reservarse para sí lo vivido.

En 2004 Sofía González tenía 16 años. Vivía en Villa Mercedes, San Luis. Este fin de año se encontraba en Capital Federal para celebrar las fiestas en familia. Se hospedaban en lo de su tía que vivía a solo cuatro cuadras de República Cromañón. “A Cromañón no había ido nunca, pero la semana anterior había conocido Cemento”. Sin embargo, la noche del 30 de diciembre, en que la banda presentaba su disco Rocanroles sin destino en el boliche de Once, fue con uno de los pocos conocidos en la ciudad, Pablo, y un amigo de éste, Ariel. “A Callejeros los seguía hacía tiempo y ya los había visto en varias provincias”. De lo vivido describe imágenes o escenas. “Recuerdo que quise ir al baño y me costó mucho llegar, eso me hizo notar que había mucha gente, aunque no era algo extraño, estábamos acostumbrados a que los lugares estuvieran así. Después tengo el recuerdo muy vívido de no ver nada, de oscuridad completa, de ponerme la mano frente a la cara y no verla”. Aquella noche había tenido una pelea con su mamá: “No quería que fuera. Me parecía muy loco porque me dejaban ir bastante a recitales. Era poco habitual que me dijera que ‘no’”. A pesar de eso, Sofía fue. Después de eso, reconoce que para ella hoy es palabra santa lo que anticipe su madre.

En la actualidad se sigue encontrando “en el universo Cromañón con gente que conocí cuando tenía 15 o 16 años”. En una de las paredes del que fue el boliche y ahora es el santuario Cromañón, una frase pintada dice: “Te vas sin zapatillas, pero no te vas solo”. Sin embargo, luego de lo vivido el 30 de diciembre, Sofía se alejó por un tiempo. “Estuve mucho tiempo en shock y tardé en volver a este universo. Hay muchas cosas de mi post Cromañón que no me acuerdo. Era muy chica. Perdí un año de colegio. No podía dormir con la luz apagada. No salía mucho a la calle”. El relato se compone de escenas, con baches de por medio. Los muchos años de terapia aún no le evitan convivir con secuelas “que voy a llevar toda la vida. Pero aprendí a reconstruir ese dolor inmenso, o el no entender muy bien qué te pasa, en otra cosa. Ya no lo veo todo el tiempo desde el pesar”. Relata que su “antes de Cromañón era un antes muy niño” y por ende vivía con mucha más inocencia. Sin embargo “hace tres o cuatro años llegó un momento en mi propia historia como sobreviviente en el que sentí que necesitaba hacer algo con lo vivido”. Se unió a una de las organizaciones conformada por sobrevivientes, amigos y familiares de víctimas de Cromañón, “Coordinadora Cromañón” y desde ese momento “Cromañón es mi constitución adulta y mi vida pero porque elegí militar. Estoy atravesada por Cromañón desde los lugares más felices y los más oscuros. Porque es mi historia y la abracé, me hice cargo y armé una forma de vida con eso”.

 

Aquella noche Sofía no se desmayó. Logró salir caminando por sus propios medios, lo que le hace pensar que fue de las primeras en salir aunque no tenga noción del tiempo que tardó en llegar a la calle. No pasó por ningún hospital y fue caminando hasta la casa de su tía en un estado de shock que le duraría varios años.

Sofía sigue yendo a recitales de rock. Volvió a ver a Callejeros en Capital Federal “por mi propia historia quería darle un cierre y lo pasé bien”. Sobre la cultura del rock, la de 2004 y la de ahora, encuentra diferencias en el público, pero no en el afán económico de las productoras. “Somos la generación hija del 2001: estábamos muy dispersos porque nadie, desde la política, lograba agrupar nuestras demandas. Había una sensación de desesperanza y de no futuro, lo que nos llevaba a buscar respuestas en otros lugares: el rock and roll” que daba letra a las demandas que eran importantes para la juventud. Justicia en la causa Cromañón es “que no hubiera sucedido nunca” y aunque la bengala en los recitales de rock ya no se prende “porque te recuerda que se murieron 194 pibes, no importa si estás en un lugar cerrado o abierto, sino como ejercicio simbólico nos dice que al menos un camino tenemos recorrido”. Sin embargo, la mala organización de recitales, los cacheos apurados y las avalanchas de multitudes en los ingresos le provoca una gran “sensación de injusticia. A 20 años siguen priorizando la cantidad de dinero por encima del bienestar de las personas. Al sacar una entrada estamos contratando un servicio y alguien tiene que velar por nuestros derechos. Si no es la productora privada, tiene que ser el Estado. Y si no es el Estado, vamos a ser nosotros, desde las organizaciones, no vamos a parar de dar lugar y palabra a nuestros reclamos, demandando que se cumplan los cuidados necesarios”.

A 20 años de la masacre de República Cromañón, sigue pidiendo Justicia.