
Un guiso en la vereda de San Cayetano
“Poder cada fin de mes llegar a los gastos de uno”, “ponerse en los zapatos del otro”, “que se reconozca el esfuerzo que uno hace” fueron algunos de los deseos que se escucharon en la vigilia del patrono del pan y del trabajo, en el invierno de una época inclinada hacia el desprecio y el descarte.

—Quién ha de responder no es San Cayetano; los que deben responder, están mirando a otro lado —se escucha una voz por los altoparlantes.
El miércoles 6 de agosto se celebró la vigilia por San Cayetano, el santo del pan y del trabajo. Los fieles esperaron a las doce para que se abran las puertas del santuario, y será desde allí que parta la procesión del jueves 7, día del fallecimiento del beato. ANCCOM recorrió sus inmediaciones en el barrio porteño de Liniers, donde bullen comerciantes, activistas voluntarios y peregrinos. Hay consenso en que el contexto es especial:
—Muy poca gente —dice Rosa Chiribe (58), sentada y cubierta con su manta—. Los años anteriores venía a las seis y me tocaba dos o tres cuadras más al fondo, entonces ahí te das cuenta de que no hay mucha cantidad de gente como había antes.

La fila, sin embargo, se estira hasta tres cuadras de la iglesia por la calle Bynon, flanqueando la calzada de adoquines. Los feligreses trajeron reposeras plegables, termos de mate y bolsas de tela. Algunos esperan en círculo, otros mirando a la gente pasar, revisan el celular, ceban un mate y cada tanto arengan un baile o un aplauso, mientras cuadrillas de boy scouts recorren la fila con cuencos de pan y jarras de mate cocido.
—Yo vi a mucha gente joven este año —complementa Paula Habib (54), profesora de educación física que es devota del santo desde la adolescencia—. Un poco más organizados. Poca gente, en comparación a otros años, pero distinta.

Paula Habib, 54 años.
En la esquina de Bynon con Casco están las mesas del puesto de los scouts. Es un punto iluminado del que asoma un tanque de AySA, enormes bultos de panes y jóvenes con pañoletas de colores que van y que vuelven en duplas y en tríos.
—Nosotros no esperamos nada a cambio, venimos a dar una mano; es acción altruista —dice Tobías Heredia (20) de Scouts Argentina—. Por lo general, San Cayetano empezaba los jueves. Este año es atípico: empezó un miércoles. Ahora, a las nueve de la noche, es otra cosa; empieza a venir gente, ponen sus carpas para hacer pernocte.
—Para venir acá tenés que tener para el boleto y para pasar el día —aporta Rosa Chiribe—. Por más que te den mate cocido a la tarde, vos un sanguchito o un cafecito te tenés que tomar. Y todo eso suma.
Aún así, la gente sigue llegando, aparecen más reposeras en la zona vallada, mientras allá en la iglesia se prepara una banda de folklore. Y a medida que cae la noche y crepita el carbón de las parrillas, nuevas filas se empiezan a formar.

La gente que trabaja
Los edificios de la calle Bynon tienen las luces apagadas y los postigos cerrados. A ras de piso, sin embargo, cada puerta ilumina: están abiertos el chino, el kiosco, la verdulería; una señora se dobla encima de un vaso de vino, y detrás de la barra se ve a Eduardo Feinmann hablar de “La apropiación de la estrella culona”. Hay gritos: ¡A los churros! ¡A los pebetes! Se mezcla el perfume de velas con el humo del carbón, y las cestas de los vendedores de chipá parecen flotar sobre el mar de cabezas.
—Yo soy creyente en Jesús, en Dios y en mí, obviamente —dice Rodrigo Molinas (24), que apoya la cesta a un costado—. Yo trabajo en el tren, amigo: Berazategui, Quilmes, Wilder, Sarandí… Mi viejo tiene una fábrica de chipa. Ahora me estoy dedicando a vender celulares, vendiendo perfumes, invierto lo que tengo, ¿viste? Aprendí muchas cosas trabajando en la calle. Yo era una persona muy miedosa antes, y trabajar así te hace más extrovertido. Hay que tener coraje para vender en la calle.

Rosa Chiribe, 58 años. “Vengo a agradecer porque mis hijos tienen trabajo”
—¡Tranquilo papi, si hay para todos! ¡No, no es para vos! ¡Es para el muchacho! ¡No, no, no me hagás drama!
Los gritos vienen de la fila que cruza Bynon con Gana, una cuadra antes del puesto de los scouts: aquí la gente está esperando de pie, algunos solos y otros en familias, algunos muy limpios y otros no tanto, todos siguiendo el olor del plato de guiso, el calor y la humareda de la olla.
—¿Quiénes reparten? —pregunto.
—Nosotros —responde un hombre alto, de hombros anchos y pelo negro muy lacio, alargado, al que faltan un par de dientes.
—¿Quiénes son? ¿Tiene algún nombre la organización?
—¡Nosotros estamos aquí siempre!

Rodrigo Molinas, de 24 años, vende chipá en los trenes.
Bajo la noche nublada, los peregrinos se sientan en sus reposeras y se inclinan, casi a la vez, sobre el vapor de platos de guiso, que untan con el pan repartido por los scouts. Por los parlantes suena música cristiana con ritmos de samba y de chacarera. En la esquina de la fila, justo al fin de las vallas, se sienta un hombre de barba blanca con una camiseta de los Chicago Bulls. Tiene un brazo amputado desde el hombro. Antonio García (46) ya terminó de comer su guiso, y cuenta su historia.
—Yo vivía en Santiago del Estero. Cuando tenía cuatro años murió mi papá. Fuimos a parar a manos de mi abuela y ella nos internó a un orfanato en Córdoba. Y después ya a los 17 años me vine para Buenos Aires. Ya hace mucho que estoy acá.
—¿Y qué te trae a la festividad de San Cayetano?
—Mirá, con el sueldo que me da el gobierno estoy comprando un terrenito. Muchas veces le dije a la gente: dame un terreno que con la plata que ustedes me dan puedo comprar materiales, para hacer mi casa. Pero no me escuchan, te quieren mandar a un parador porque es el sistema de ellos, del gobierno. Pero yo no puedo andar cambiando de documentos a cada rato, andar de un trámite a otro. Entonces hago lo que puedo: vengo acá, voy a los semáforos, a veces ando en los trenes, vendo cosas, me las rebusco, ¿viste?

Al escenario ya se ha subido la banda folclórica. Cantan el himno de la festividad, que llega hasta Antonio por los altoparlantes: “San Cayetano te pido / Que nos des pan y trabajo / No me dejes sin tu ayuda / Bendito San Cayetano”.
—Es muy difícil conseguir trabajo —sigue Antonio—. Nadie te va a dar laburo. Menos a mí, que no tengo estudios: ni secundaria ni primaria, ¿viste? Pero también le pido por la gente, que gracias a la gente yo como, me dan de vestir, algunos me abren la puerta de su casa, me dan un aseo para bañarme, me conversan para ver si tengo otros problemas. Pido por mi mamá, por mis hermanas, y trato de ver cómo puedo tener una vida cambiable. Porque es feo andar en la calle, ¿viste?

Antonio García, 42 años. “Pido por mí, pido por mi mamá, por mis hermanas, y trato de ver cómo puedo tener una vida cambiable. Porque es feo andar en la calle, ¿viste?”
Unos metros más allá, dos hombres abren la valla para meter una reposera plegable, donde se sienta otra persona. Hay amago de conflicto. A pocos pasos de ahí, dos señoras mayores se levantan a bailar una chacarera. La fila aplaude.
—Por la discapacidad y la pensión, el estado te hace tomar decisiones: o trabajás o cobrás la pensión. Entonces no sabés cuál de las dos cosas es. Si el estado daría trabajo a las personas que quieren laburar, como madres con hijos y otras situaciones, te podrían ayudar un poco más. Hay personas que o les compran la comida a los hijos o les compran las cosas para la escuela, entonces no alcanza. No es como antes que dinero había: vos pedías algo y la gente te ayudaba. Yo toda mi vida he sido pobre. Dormí en la calle, en la plaza en pleno invierno. No soy el único en la vida, hay mucha gente más y es muy difícil para todos. Ojalá que haya mejores cosas para los hospitales, las escuelas, mejora de pensiones, que tengan arreglo los baños de los hospitales, que la gente pueda cuidarlos y que bueno, que traten de solucionar un poco más el país: porque otros países están en guerra, y nosotros acá nos quejamos de todo.
En el cruce de Bynon con Gana, donde ya se ve el fuego de las ollas, un hombre barbón y encorvado va saliendo de la fila con dos bandejas de guiso. Se acerca a un muchacho que estira la pierna con un hilo de sangre de un raspón, y le ofrece una de las bandejas: “Tomá, esta es para vos”, dice. Y se sientan a comer en el cordón de la vereda.

Con San Cayetano, todos hermanos
Frente a las puertas de la iglesia hay montado un pequeño escenario. El maestro de ceremonias viste de buzo, jeans negros y zapatillas, con el logo del Club Padre Mugica estampado en el pecho y en la espalda. La torre del campanario emana una luz cálida. Circulan párrocos, músicos, sonidistas, enfermeros y voluntarios identificados con una pechera amarilla. El maestro tantea el micrófono y le habla a la audiencia:
—¿Y cuál es el lema de este San Cayetano?
—Puede ser “Abajo Milei”.
—¡Abajo Milei!
—Bueno, tengamos un mensaje cristiano —se ríe, y luego endereza—. Mensaje cristiano es ayudar al pobre, no mandarle al 911. Pero bueno, ese no es el mensaje de este San Cayetano… Quizás el del próximo año —bromea.
Con San Cayetano, todos hermanos –es el lema oficial de la edición de este año. Pero el show estará plagado de consignas distintas: desde el Fratelli Tutti, del Papa Francisco, con la insistencia en que nadie se salva solo, hasta canciones de María Elena Walsh; apenas entrar, un grupo de jóvenes cantaba la marcha peronista, aunque en la vigilia no se ve ningún símbolo partidario.

—Lo que pasa es que cuando uno tiene tantos años… Pasaron tantos gobiernos, tantas promesas y siempre estamos igual —dice Miguel Reina (71), de toda la vida técnico electromecánico, que toma café apoyado en la valla de la fila—. La única diferencia es que cuando yo tenía la edad de ustedes había trabajo. Económicamente era otro país. Decías “me echaron de este laburo”, “me fui de este trabajo”, pero ahí a la vuelta encontrabas otro. Hoy no: la gente no encuentra trabajo.
—Creo que la situación del país siempre estuvo difícil —ponderaba Tobías, 51 años más joven, al lado del puesto de los scouts—. San Cayetano se hace porque hay algo que es la fe, que impulsa la gente a venir todos los años. No tener fe es como no tener un norte. Es como estar en una canoa en el océano, en medio de la nada, en vez de estar en un río, que sabes que va a alguna parte.

Miguel Reina, 71 años. “Antes decías “me echaron de este laburo”, pero ahí a la vuelta encontré otro. Hoy no: la gente no encuentra trabajo”
—El humor y la fe siempre es buena acá —sigue Miguel, que viene desde los 18 años a la vigilia —, pero la gente está preocupada. La cosa no está bien en el país. Entonces hay preocupación, con cualquiera que hables. Muy pocos vienen a agradecer por enfermedad, o algo así; hoy día el problema mayor es la economía, el dinero que no alcanza y todas esas cosas. Ponele que un 50% pide por la salud y un 50% por trabajo.
—Nos hace recordar a una pregunta del evangelio: ¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano? —sigue el cura sobre el escenario— Y la respuesta es, queridos feligreses, ¡Por supuesto que sí! ¡Soy el guardián de mi hermano! Tengo que cuidar a mi hermano, tengo que tener mi mano tendida a mi hermano; sobre todo al que sufre, primero que a nadie. Y San Cayetano, en el año 1500, ya conocía lo que era el mundo del descarte: los viejos, los pobres, los discapacitados, las prostitutas… Los despreciados por el sistema, ayer como hoy.
—La edad te deja fuera del sistema —dice Miguel—. Viste que todos los miércoles hay marchas por todos los problemas que hay. Mi jubilación es muy magra: de la mínima, un poco más. Siempre estoy haciendo algo, pero no sé hasta cuándo. Sumo el sueldo de mi señora y la ayuda de los hijos. Hoy un jubilado no se puede mantener solo; es un problema socioeconómico.

Tobías Nicolás Heredia, 20 años, es parte del grupo scout que ofrece pan y mate cocido a los fieles. “Nosotros no esperamos nada a cambio, venimos a dar una mano; es acción altruista”.
Pan y trabajo
Decenas de velas alzadas rodean la iglesia de San Cayetano. La música, ahora sí, adopta el tono de un coro clerical. Se agolpan jóvenes, niños, ancianos, vendedoras de espigas, borrachos, policías, peregrinos, scouts, voluntarios y fotógrafas. Se acercan las doce, momento en que se abren las puertas del santuario.
—San Cayetano querido, gracias por quedarte en este barrio de Liniers, este barrio donde la espiga y tu imagen se unieron para siempre —dice el párroco—. Padre de la providencia, padre de los pobres. Con San Cayetano, todos hermanos: eso es lo que nos regalás, lo que nos enseñás. “Somos todos hermanos”; nos invitás a ponernos en los zapatos del otro, del que sufre. A dar gratuitamente, a hacer una gauchada. Vos nos enseñaste “hoy por ti, mañana por mí”. Y como nos decía Francisco, estamos todos en la misma barca; por eso somos todos hermanos.
Diez minutos antes de las doce, se canta el himno nacional. “Pensando en cada palabra”, dicen los músicos desde el escenario. Un grupo de chicas cantó un cumpleaños feliz. Los últimos diez segundos hay una cuenta regresiva: diez, nueve, la gente corea, ocho, siete, y sigue raspando la guitarra, cuatro, tres y así hasta llegar, incluso un poquito adelantados, a una explosión de fuegos artificiales que sube por la torre de la iglesia, de atrás del edificio del convento, en chispas rojizas, verdes y amarillas contra la noche grisácea de Liniers.
Entonces se abren las puertas del santuario. Y la fila de peregrinos, de aquellos que llevan horas, días esperando, empieza a avanzar. Adentro tocarán la figura del santo y algunos pedirán, como todos los años, por pan y por trabajo.
—¿Y qué trabajo piden, cuando piden trabajo? ¿Qué es para vos un buen trabajo?
—Un sueldo digno —responde Rosa Chiribe.
—Un buen sueldo —dice Paula Habib —, que reconozca el esfuerzo que uno hace.
—Poder cada fin de mes llegar a los gastos de uno —sigue Tobías Heredia—, que no te obligue a buscar un segundo trabajo para reforzar eso.
—Que te paguen bien, o por lo menos lo que te pagan que te alcance —dice Miguel Reina.
—Yo quiero estudiar arquitectura —cuenta Rodrigo Molina.
—Si yo te pido algo, no te voy a pedir un lujo: con una casita de madera está bien —dice Antonio García.
Pasadas las doce, la gente empieza a desconcentrar. Se prenden los puchos, guardan las espigas y van conversando a la parada del bondi. Las luces de la iglesia de San Cayetano seguirán encendidas, y el fuelle de la noche de vigilia seguirá en la procesión por Rivadavia.
—No somos lo que parece que somos —cerró el párroco—. Somos un Pueblo. Y somos un pueblo de fe.