La memoria en donde ardía

La memoria en donde ardía

Sobrevivientes, familiares y amigos de la víctimas de Cromañón participaron de una masiva movilización que terminó en el santuario ubicado frente al exboliche para recordar a los 194 muertos del 30 de diciembre de 2004. Exigieron la expropiación del local para convertirlo en espacio de memoria y recordaron la combinación de «ambición empresarial» con «corrupción estatal» que provocó la masacre. Mirá las fotos de ANCCOM.

«Cromañón fue un shock de conciencia»

«Cromañón fue un shock de conciencia»

A 20 años de la tragedia que se cobró la vida de más de 200 personas, tres periodistas especializados -Pablo Plotkin, Eduardo Fabregat y Mariano del Mazo- analizan aquel incendio como un punto de inflexión que cambió las formas de concebir el rock. De los recitales populares a los exclusivos, el precio de la seguridad y el rol de los medios.

“Cromañón atravesó de manera muy fuerte no solo a la cultura del rock sino a la sociedad argentina. Todo lo que vino después, de una u otra forma, estaba tocado por su sombra”, sostiene Pablo Plotkin, periodista, escritor, guionista y director de la edición argentina de la revista Rolling Stone en dos diferentes períodos. “Muy rápido quedó la noción de que había sucedido algo espantoso, tremendo y que venía a cambiar por completo todo el panorama”, afirma en concordancia Eduardo Fabregat, periodista gráfico y radial y actual editor del suplemento Cultura y Espectáculos de Página/12.

El 30 de diciembre de 2004, en el boliche República de Cromañón ubicado en el barrio porteño de Balvanera, ocurrió una de las peores tragedias que recuerda la historia argentina. Al inicio de un concierto de la banda Callejeros, el fuego de una bengala alcanzó las media sombras del techo, lo que provocó un incendio que, sumado a las irregularidades en la habilitación del local y la negligencia de la gerencia y las autoridades de la ciudad, acabó con la vida de 194 personas. El número fue aumentando con los días, e inclusive en los años posteriores al incendio y al día de hoy son más de 200 fallecidos por la tragedia. El hecho fue un parteaguas en la historia del rock argentino.

“Hoy nadie se atreve a prender una bengala en un lugar cerrado. La enseñanza quedó. Los nuevos periodistas o aquellos que analizan un poco la escena de algún modo tienen a Cromañón flotando sobre todo esto”, continúa Fabregat, poniendo énfasis en lo aprendido luego de aquel suceso trágico. Y añade: “Incluso aquellos que no vivieron ese momento tienen claro que hay vicios de la de la escena que no se pueden repetir. Es historia, pero es presente; todos lo tenemos en mente a la hora de hacer nuestro trabajo”.

Por su parte, para Mariano del Mazo, periodista y autor de varios libros de música como Sandro, el fuego eterno y Fuimos Reyes, la historia de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota: “Cromañón fue el final de un tipo de fiesta que proponía que el espectáculo estaba entre la gente y no tanto en lo que pasaba en el escenario. Ocurrió en muchas bandas. Hay un momento en que la banda de rock deja de cantar para ser cantada”.

Del Mazo, quien no se consideró ni se considera al día de hoy periodista de rock, realiza en diálogo con ANCCOM una periodización del rock en términos históricos, en los que se inscribe un cambio de narrativa y el fin de una etapa que finalizó en Cromañón: “El fin del menemismo en el rock fue en el 2004 -declara-. Aquel modelo empezó con la pauperización económica, la desocupación en el sector etario de la juventud, la conformación de este tipo de grupo que se llamó el rock chabón”. Siguiendo su análisis, a partir de la detonación de aquel modelo, marcado por lo coyuntural, se empezó a pensar otro tipo de narrativa, “que coincide con el ascenso al poder del periodo más virtuoso del kirchnerismo, con un mensaje más político y social”. 

“Fue un shock de conciencia de cosas que habíamos visto pasar y frente a las que no habíamos hecho nada. No habíamos dimensionado las caras del riesgo que representaban”, afirma Plotkin refiriéndose a los rituales que rodeaban la escena del rock en ese entonces. Si bien aclara que él no trabajó en medios que pusieran foco excesivo en esas “cuestiones folclóricas”, como las llamó él, el periodista insiste con esa faceta: “Todos hablábamos de eso. Cuando se hablaba del rock en vivo, se hablaba de las bengalas y de todos esos rituales. Eran parte del imaginario”.

Fabregat mantiene una postura similar. “Era un tren que estaba descarrilando y no supimos advertir la gravedad de lo que se estaba cocinando. Hay un mea culpa que tuvo que hacer el periodismo con respecto a no haber adoptado una posición un poco más firme”. Y además refuerza una concepción sobre las responsabilidades que se le adjudican a la prensa y a los medios de la tragedia de diciembre de 2004. “Intentamos dar una idea de que hubo muchos responsables y para mí la prensa tuvo su parte de responsabilidad en no advertir con más firmeza que había cosas que estaban conduciendo un desastre absoluto, que fue lo que finalmente sucedió”, explica el editor de Página/12.

“A los medios les costó entender que muchas veces hay multicausas. Me parece que cada uno se jugó por sus intereses”, sentencia, por su parte, Del Mazo. Fabregat también enfatiza en estas cuestiones: “Cuando tomaron el micrófono, se pusieron a escribir personas que quizás no estaban tan empapadas de lo que era la escena rock del momento y tuvieron miradas muy sesgadas y con intereses políticos”.

“El primer impulso fue demonizar al rock”, asegura Del Mazo sobre la estigmatización que recayó puntualmente sobre un sector social. “Muchos medios aprovecharon para caerle al rock, a los jóvenes y a los pobres”, continúa. En la misma vertiente, Fabregat señala que  “hubo que lidiar también con mucha mirada prejuiciosa de sectores que inmediatamente señalaron al rock como asesino”. Asimismo, amplía su análisis acerca del tratamiento periodístico de la tragedia, que estuvo atravesado por intereses políticos y miradas sesgadas en su abordaje: “Muy rápidamente comenzó una caza de brujas, con la ola de clausuras absolutas en las cuales no se discriminó absolutamente nada”. Puntualiza, así, en el importante rol del periodismo de rock en frenar los discursos estigmatizantes y sensacionalistas que permeaban en diversos tratamientos acerca del tema. “Se buscó clausurar al rock de algún modo. Los periodistas también tuvimos que ponernos en un lugar de dar información más fidedigna y de poner las cosas en su punto justo”, refiriendo al afán circundante de la necesidad de encontrar un único e inequívoco culpable de lo sucedido. 

“A nivel mediático, se decía cualquier cosa -reflexiona Plotkin-. Se demonizó a Chabán, se demonizó a Callejeros, se demonizó al público, pero más que demonizar se caricaturizó la visión de estos actores que habían formado parte de todo lo que fue Cromañon”. A la vez, plantea que “hubo una especie de marginalización de ciertas prácticas y subescenas, sumado a un empoderamiento de los main players del negocio”.  En su reflexión, asevera que el sector informal del espectáculo pasó a una suerte de cuarentena y el negocio de más poderío económico “terminó cooptando todo y ocupando un lugar muy relevante en el negocio del espectáculo en Argentina y de la cultura mediática en general”.

“Hoy solamente pueden estar seguros quienes tienen plata”, opina Del Mazo al examinar la emergencia de un nuevo modelo de seguridad excluyente que empezó a pisar fuerte luego de Cromañón.

“El rock me parece que perdió muchísima centralidad desde ese momento hasta hoy. Ya no representa lo que representó en el siglo XX y en la primera década y media de este siglo”, suma el escritor y guionista sobre la importancia del rock como movimiento, que se ha ido corriendo del centro de la escena musical, siguiendo vigente pero alejado de su lugar destacado. En la misma línea, agrega: “El proceso de retracción de la relevancia del rock como cultura de masas de alguna manera ordenadora de las estéticas y los hábitos juveniles, me parece que un poco ya no existe”. Para Plotkin, el rock hoy se narra desde una periferia en los medios de comunicación y es concebido como “una fuente inagotable de mitos, de historias y de gloria”. Paralelamente, analiza que si bien no llega a protagonizar la escena, numerosas nuevas voces mantienen un profundo interés por acercarse al rock.

“Hoy solamente pueden estar seguros quienes tienen plata”, opina Del Mazo al examinar la emergencia de un nuevo modelo de seguridad excluyente que empezó a pisar fuerte luego de Cromañón. “Ganan en seguridad pero pierden en popularidad real, más seguridad, pero también más exclusión de la gente que no tiene un mango”, asegura y observa que “hay una suerte de balance, de contrapeso bien siniestro entre lo que es el mercado del capitalismo y la seguridad de la gente” porque en este pasaje desde lo popular y masivo, hacia un esquema de profilaxis que prioriza estadios más sofisticados y amplios, con un enfoque cuidado, se ha excluido a las grandes mayorías del espectáculo. “Me parece que el relato se trasladó a las músicas urbanas, creo que se consolidó un modelo de negocio mucho más profiláctico, mucho más caro y mucho más excluyente”, aclara Del Mazo.

A la vez, el periodista considera que “seguramente sigue habiendo eventos totalmente populares que tienen su grado de peligro, pero a nadie le importa porque lo que importa es lo que ocurre en el Hipódromo de San Isidro o en la cancha de River”. En la misma línea, Del Mazo propone un paralelismo con el deporte: “Lo mismo pasa con el fútbol, no va el pueblo al estadio de fútbol y me parece que eso ocurrió con la música popular en los recitales, esto tiende a que la gente salga menos y viva un concierto por Youtube”.

Finalmente, Plotkin reflexiona acerca del trabajo del periodista rockero en aquel entonces, el cual fue igualmente afectado y modificado luego de aquel fin de año del 2004. “Fue muy castigado el gremio periodístico en general y el subgremio de periodistas de música y de rock. El mercado fue muy diezmado y la profesión fue perdiendo identidad”, destaca como factores imprescindibles a la hora de analizar cómo cambió la narración periodística del rock.  Y alude, finalmente, a la figura del periodista de rock en la actualidad: “Sigue existiendo y muchos lo siguen haciendo muy bien. Hay contenidos muy especializados en redes sociales que todo el tiempo le están buscando la vuelta a encontrar nuevos personajes, nuevas historias y a enganchar la música con personalidad y me parece que eso está bueno”.

Sobrevivir a Cromañón

Sobrevivir a Cromañón

Chicos y jóvenes que lograron salir con vida del recital de Callejeros y familiares de las víctimas recuerdan aquella noche y cuentan las huellas indelebles que les dejó la tragedia.

El 30 de diciembre de 2004 el incendio del boliche de rock República Cromañón dejó 194 víctimas. En los años posteriores sumó más muertes de familiares y sobrevivientes. Las múltiples aristas sobre los hechos, derivaron en el agrupamiento en organizaciones que, aunque con diversas posturas, se unen en un único pedido de justicia y reparación. El jueves 12 en la Legislatura de Buenos Aires se aprobó la modificación de Ley N°4786 (Reparación Integral para Víctimas Sobrevivientes y Familiares de Víctimas Fatales de Cromañón). Con esto las agrupaciones lograron cambiar artículos centrales por los que venían luchando, aunque la ley sigue siendo para sobrevivientes y familiares reducida y deficiente, o “perfectible”, según las autoridades.

Algunas de las agrupaciones conformadas entorno a la causa Cromañón son: Coordinadora Cromañón, El Camino es Cultural, Movimiento Cromañón, No Nos Cuenten Cromañón, Familias por la Vida, Ni Olvido Ni Perdón, Organización 30 de Diciembre, Plaza de la Memoria Los Pibes de Cromañon, Que No Se Repita y Sin Derechos No Hay Justicia.

Aída Isabel Rodas tiene 68 años. Es parte de la ONG Familias por la Vida conformada por sobrevivientes y familiares de víctimas fatales de la masacre. Señala que en Cromañón, y ahora en la ONG, “no solo había pibes” sino también padres y madres que habían acompañado a sus hijos al boliche de Once aquel 30 de diciembre. La organización trabaja frente a Plaza Miserere, a una cuadra del “Pasaje de los Pibes de Cromañón” construido donde funcionó el boliche. En la oficina reciben al 0800-999-2769 denuncias sobre irregularidades en locales donde se organizan recitales que son derivadas a la Agencia Gubernamental de Control. Oriunda de Jujuy, Aída es madre de cinco hijos. El cuarto, Abel Rodolfo González, a los 25 años murió en Cromañón. A ella le toca ir a la oficina en el turno de la tarde: “Esta es mi segunda casa. Acá estoy con Abel. Luego cierro esta puerta y abro la de mi otra casa, donde están mis otros hijos y nietos. Sé que Abel ya no está y ellos sí”.

Aída Isabel Rodas tiene 68 años y es parte de la ONG Familias por la Vida.

El 30 de diciembre de 2004 la familia González esperaba a Abel para festejar el cumpleaños del hermano mayor, Carlos. “Luego de ese día nos dijo que ya no quería volver a festejar. Y hace 20 años no festeja”. Por aquel entonces vivían en Lanús y tanto ella como su marido, Carlos Delfín González, tenían turnos nocturnos de trabajo. Aquel 30 de diciembre, como tenía franco, había aprovechado para acostarse a dormir temprano. “Cerca de las tres de la mañana llegaron dos amigos de Abel a casa. Abel trabajaba de delivery en Devoto, y para esa hora generalmente me pasaba a buscar para llevarme al trabajo. Pero yo tenía franco ese día. Y él no había vuelto todavía”. Los amigos lo buscaban para contarle que Osvaldo “Valdi” Zapata había fallecido en Cromañón. “Ahí me di cuenta. Sentí desesperación. Les dije que si a casa no había vuelto, entonces estaban juntos” cuenta Aída.

Osvaldo Zapata conocido por el diminutivo “Valdi” era amigo de Abel González desde que cursaron juntos la escuela secundaria. Juntos habían formado una banda: Abel en la guitarra y Valdi en la batería. Aquella noche Valdi pasó a buscar a Abel por la casa y fueron juntos a escuchar a Callejeros. También estuvo con ellos Jonathan Daniel Lasota, que tocaba la armónica en su banda. “Era un pibe de 15 años al que la mamá nunca dejó salir solo. Esa era la primera noche”, recordó Aída. Cuenta que María Cristina, la madre de Valdi, “sintió mucha culpa, porque Valdi lo pasó a buscar y ahora Abel no está. Nunca me pudo pedir perdón a pesar de que siempre le expliqué que ellos eran amigos, que desde el día que se conocieron nunca se separaron. Eran como hermanos. Llegaron como amigos y se fueron con los amigos”. María Cristina falleció al año de la masacre. Aída señala que son muchos los padres fallecidos luego de perder a sus hijos: “Son víctimas también, aunque mueran de distintas enfermedades. Quedaron muchas casas vacías”.

Mientras recorre la oficina, Aída relata su historia y la de quienes ya no lo pueden hacer. Identifica las caras de Abel, Valdi y Jonathan en una bandera enorme de Argentina donde están estampadas las caras de las 194 personas fallecidas en Cromañón. Allí mismo funciona un pequeño museo y a veces se dictan talleres de concientización y prevención. Explica cada foto, cada cuadro y cada símbolo: un conjunto de llaves desparramadas que representan el candado que bloqueaba la puerta de emergencia; zapatillas colgando de puertas, caños y paredes; fotos de Abel y Valdi con su banda; una guitarra de madera con una foto de Abel, regalo de los vecinos de Lanús. Carteles y banderas que reclaman justicia, no olvidan ni perdonan a la corrupción estatal que mató a sus hijos.

El jueves 12 en la Legislatura de Buenos Aires se aprobó la modificación de Ley N°4786.

Luego de una pausa para componer la voz y del recorrido por la oficina, Aída vuelve a sentarse y continúa con el relato del 30 de diciembre. “Cuando mi marido llegó a casa a las 6 de la mañana, le dimos la noticia. Recién ahí fuimos con nuestro hijo mayor, Carlos, que es policía, a recorrer los hospitales, porque no me había dejado ir sola más temprano. Llegamos primero al hospital Ramos Mejía. Estaba todo muy desorganizado y la gente desesperada. Logré que me dieran una lista pero cuando salí a la vereda las familias me la sacaron. De ahí fuimos a la morgue judicial, y les tuve que pedir que sacaran fotos a los chicos y las colgaran para que podamos identificarlos”. Esas fueron las primeras fotos que aparecieron de la masacre y donde pudo identificar a Abel. “A pesar de que no habían dejado entrar a mi hijo policía, yo me metí. Las madres somos más astutas”.

A Aída le gusta el rock y fue a ver a los Rolling Stones. Sin embargo, a Callejeros no los puede escuchar: “Si paso por algún lado que lo están tocando o subo en un colectivo se me saltan solas las lágrimas, se me corta hasta el habla. Yo creo que todas las mamás sentimos lo mismo”. Aunque señala que Cromañón fue uno solo y que las organizaciones no deberían estar separadas, Familias por la Vida es una de las que encuentra en Callejeros culpa y responsabilidad, e incluso apoyaron que no volvieran a los escenarios. Se refiere como “salvajes” a aquellos que arrojaron bengalas. Acusa, además, a Omar Chabán –administrador de Cromañón- por, entre otras cosas, colocar media sombra en el techo. De su hijo recuerda que “a cualquier lado que iba llevaba la guitarra. Él se iba a los parques a tocar para los niños, o los abuelos del barrio. Era muy solidario, a veces venía y me pedía mercadería para llevarle a una abuela que tenía menos que nosotros”. También que esos mismos niños fueron a la casa el día del velorio. “Tenía nenes de 9 o 10 años debajo de su cajón, que no querían irse. Nos acompañaron hasta el cementerio en colectivos que el intendente Manuel Quindimil puso para llevarlos”.

Brenda Re escuchó por primera vez la banda Callejeros junto a su hermano, Mauro, a partir de un demo que les prestaron. Toda su familia es “del palo de rock”, que es también el género favorito de sus amigas. “Mi plan ideal para la noche era encontrarme con amigos, ir a ver una banda, tomar algo y volver al barrio”. Se acercó a la cultura del rocanrol por “el contenido artístico y político de las bandas”. Puntualiza que en aquellos años “estaba en mi momento de politización, de enojarme con lo que pasaba en el país y esas letras me representaban”. En 2004 tenía 19 años y, como una noche más, el grupo de cinco amigos tomó el colectivo en Mataderos para ir a escuchar un poco de rock. “Como si el destino no nos quisiera dejar llegar, nos olvidamos las entradas y por el calor no teníamos ganas de entrar. A pesar de haber llegado temprano para escuchar Ojos Locos, terminamos entrando sobre la hora. Había mucha gente afuera del boliche, varios sin entradas, que no era algo sorprendente, sino habitual”.

 

De todos modos, lograron llegar a unos pocos metros del escenario. Para Julio era su primer recital, “ese fue su debut y despedida del ambiente”. El subió a Brenda sobre los hombros y “por estar más alta pude darme cuenta enseguida como se iluminaba algo detrás mío. En el momento en que me bajó se cortó la luz, empezó el aprisionamiento y no logré tocar en ningún momento el piso. La gente de ese sector tuvo el acto reflejo de hacer el mismo recorrido que al entrar y retroceder hacia la puerta de entrada. Nos arrastraron hacia allí. Al llegar a la puerta se descomprimió la masa de personas y caí al suelo. Solo atiné a hacerme una bolita contra una columna, no quería luchar contra la gente que me pasaba por arriba y tenía más fuerza que yo. En algún momento dos personas, que no sé quiénes serían y nunca lo voy a saber, me agarraron uno de cada brazo, me sacaron y tiraron en la calle”.

Fue de las primeras personas en salir del incendio y en la vereda no se entendía lo que sucedía. “Había un intento de los policías por contener, reprimir lo que pasaba, creían que la gente se estaba peleando. Cuando empezaron a llegar los bomberos y el SAME comenzaron a difundir un mensaje de tranquilidad, de que apagarían el foco de incendio y enseguida íbamos a voler a entrar al recital. Luego de eso tengo la imágen muy lúcida de un pibe que gritaba: ´¿Qué mierda dicen? Acá hay gente muerta´”. Aún sin entender qué pasaba, inconciente de lo que vivía, comenzó a buscar a sus amigos. “Volví a entrar a Cromañón 3 o 4 veces para buscarlos”. El grupo había fijado un punto de encuentro, al cual fue varias veces hasta que lograron reencontrarse: solo faltaba una de las chicas, que hasta la actualidad mantiene reserva sobre lo vivido.

“A mi casa volví sin zapatillas y con una remera que no era la mía. Solo quería bañarme, estaba completamente negra”, recuerda Brenda. En una época donde el celular no era de uso común, fue difícil poder avisar a sus familias que estaban bien. Lograron llamar a una amiga y ella repartió la noticia por la casa de cada familia. Logramos llegar hasta Mataderos por un taxi que “nos vio así como estábamos y esperando el colectivo, que nunca iba a llegar porque no había transporte, estaban todos colapsados con los heridos”. Mientras la familia recorría los hospitales buscando a la amiga que faltaba, el grupo de amigos hacía “base viendo las noticias, porque en la televisión pasaban los nombres de las personas que estaban internadas en cada hospital y de los fallecidos”. Así se enteraron que estaba en el hospital Ramos Mejía. “Puedo decir que fuimos todos y salimos todos. En la mayoría de los grupos de amigos no pasó lo mismo”. En los días siguientes vivió “en automático, no caía en lo que había vivído. Pasé una semana sin dormir, ya no podía comer o tragar y recién fui a una revisión médica el 5 o 6 de enero. Era malestar psicológico que se mantiene hasta hoy: el estrés postraumático que revive”. Brenda Re participa de la organizacion “Movimiento Cromañón”. De los amigos con los que fue a Cromañón el 30 de diciembre, dos de ellos están movilizados y agrupados en organizaciones mientras que los otros dos prefieren reservarse para sí lo vivido.

En 2004 Sofía González tenía 16 años. Vivía en Villa Mercedes, San Luis. Este fin de año se encontraba en Capital Federal para celebrar las fiestas en familia. Se hospedaban en lo de su tía que vivía a solo cuatro cuadras de República Cromañón. “A Cromañón no había ido nunca, pero la semana anterior había conocido Cemento”. Sin embargo, la noche del 30 de diciembre, en que la banda presentaba su disco Rocanroles sin destino en el boliche de Once, fue con uno de los pocos conocidos en la ciudad, Pablo, y un amigo de éste, Ariel. “A Callejeros los seguía hacía tiempo y ya los había visto en varias provincias”. De lo vivido describe imágenes o escenas. “Recuerdo que quise ir al baño y me costó mucho llegar, eso me hizo notar que había mucha gente, aunque no era algo extraño, estábamos acostumbrados a que los lugares estuvieran así. Después tengo el recuerdo muy vívido de no ver nada, de oscuridad completa, de ponerme la mano frente a la cara y no verla”. Aquella noche había tenido una pelea con su mamá: “No quería que fuera. Me parecía muy loco porque me dejaban ir bastante a recitales. Era poco habitual que me dijera que ‘no’”. A pesar de eso, Sofía fue. Después de eso, reconoce que para ella hoy es palabra santa lo que anticipe su madre.

En la actualidad se sigue encontrando “en el universo Cromañón con gente que conocí cuando tenía 15 o 16 años”. En una de las paredes del que fue el boliche y ahora es el santuario Cromañón, una frase pintada dice: “Te vas sin zapatillas, pero no te vas solo”. Sin embargo, luego de lo vivido el 30 de diciembre, Sofía se alejó por un tiempo. “Estuve mucho tiempo en shock y tardé en volver a este universo. Hay muchas cosas de mi post Cromañón que no me acuerdo. Era muy chica. Perdí un año de colegio. No podía dormir con la luz apagada. No salía mucho a la calle”. El relato se compone de escenas, con baches de por medio. Los muchos años de terapia aún no le evitan convivir con secuelas “que voy a llevar toda la vida. Pero aprendí a reconstruir ese dolor inmenso, o el no entender muy bien qué te pasa, en otra cosa. Ya no lo veo todo el tiempo desde el pesar”. Relata que su “antes de Cromañón era un antes muy niño” y por ende vivía con mucha más inocencia. Sin embargo “hace tres o cuatro años llegó un momento en mi propia historia como sobreviviente en el que sentí que necesitaba hacer algo con lo vivido”. Se unió a una de las organizaciones conformada por sobrevivientes, amigos y familiares de víctimas de Cromañón, “Coordinadora Cromañón” y desde ese momento “Cromañón es mi constitución adulta y mi vida pero porque elegí militar. Estoy atravesada por Cromañón desde los lugares más felices y los más oscuros. Porque es mi historia y la abracé, me hice cargo y armé una forma de vida con eso”.

 

Aquella noche Sofía no se desmayó. Logró salir caminando por sus propios medios, lo que le hace pensar que fue de las primeras en salir aunque no tenga noción del tiempo que tardó en llegar a la calle. No pasó por ningún hospital y fue caminando hasta la casa de su tía en un estado de shock que le duraría varios años.

Sofía sigue yendo a recitales de rock. Volvió a ver a Callejeros en Capital Federal “por mi propia historia quería darle un cierre y lo pasé bien”. Sobre la cultura del rock, la de 2004 y la de ahora, encuentra diferencias en el público, pero no en el afán económico de las productoras. “Somos la generación hija del 2001: estábamos muy dispersos porque nadie, desde la política, lograba agrupar nuestras demandas. Había una sensación de desesperanza y de no futuro, lo que nos llevaba a buscar respuestas en otros lugares: el rock and roll” que daba letra a las demandas que eran importantes para la juventud. Justicia en la causa Cromañón es “que no hubiera sucedido nunca” y aunque la bengala en los recitales de rock ya no se prende “porque te recuerda que se murieron 194 pibes, no importa si estás en un lugar cerrado o abierto, sino como ejercicio simbólico nos dice que al menos un camino tenemos recorrido”. Sin embargo, la mala organización de recitales, los cacheos apurados y las avalanchas de multitudes en los ingresos le provoca una gran “sensación de injusticia. A 20 años siguen priorizando la cantidad de dinero por encima del bienestar de las personas. Al sacar una entrada estamos contratando un servicio y alguien tiene que velar por nuestros derechos. Si no es la productora privada, tiene que ser el Estado. Y si no es el Estado, vamos a ser nosotros, desde las organizaciones, no vamos a parar de dar lugar y palabra a nuestros reclamos, demandando que se cumplan los cuidados necesarios”.

A 20 años de la masacre de República Cromañón, sigue pidiendo Justicia.

Leer es una fiesta

Leer es una fiesta

Más de 200 personas participaron de la Fiesta Lectora en el Parque Avellaneda. El evento, gratuito y abierto al público, convirtió durante 30 minutos la lectura silenciosa en una experiencia colectiva única.

Frente a la Casona de los Olivera, en el Parque Avellaneda, se realizó la última Fiesta Lectora del año. La iniciativa, liderada por Cecilia Bona y su plataforma Por qué leer, busca promover la lectura como un acto comunitario. Desde 2020, Bona organiza encuentros en espacios públicos como parques, plazas e incluso en vagones del subte de la Línea A. “La primera invitación fue llenar un vagón de personas leyendo, y logramos una gran convocatoria. Con la pandemia, nos adaptamos y comenzamos a realizar encuentros itinerantes”, recuerda.

“Es increíble cómo la gente se acerca con entusiasmo a compartir lo que leyó. Cada localidad aporta su impronta, pero siempre se supera la expectativa inicial”, comenta Bona. Para ella, los encuentros reflejan el poder de la comunidad, desafiando la figura del lector solitario. Comparó la experiencia con El Alephde Borges: “Cuando abrimos un libro, aunque cada lector está inmerso en un mundo distinto, en ese instante compartimos un mismo espacio. Los lectores nos hacemos eco de ese Aleph y nos convertimos en uno”. 

Bona no solo organiza estos encuentros, sino que también fomenta la lectura a través de talleres, capacitaciones y actividades como picnics literarios o charlas con adolescentes. Su objetivo es ampliar el acceso a los libros: “Me gustaría que la gente hable de libros en la calle, en el colectivo, en el negocio. Que los libros salgan de los estantes y lleguen a las manos de los lectores, porque el acceso no siempre es igual para todos”. 

En esta edición, realizada el pasado sábado 14 de diciembre, el Pilafest se sumó al evento como un colectivo de intercambio. Nacho Damiano, creador de esta propuesta itinerante, promueve el cambio de libros a través de su plataforma Pila de Libros. “Es un encuentro offline para conocernos, intercambiar libros y generar lazos más allá del lenguaje”, explica. El festival, que se realiza cada dos meses, planea expandirse a otras provincias en 2025.

Los vecinos también se sumaron al evento. Emiliano Blanco, voluntario de la Biblioteca Parque Avellaneda, señala: “El objetivo era mostrar que la lectura, aunque íntima, también puede ser un espacio compartido. Además, buscábamos visibilizar la necesidad de institucionalizar nuestra biblioteca, que funciona de forma voluntaria”. 

La experiencia colectiva dejó huella en los participantes. Corina Marusa, vecina del barrio de Flores, afirma: “Me parece fundamental que existan iniciativas como estas. La lectura es lo que hace a la comunidad, nos encontramos en espacios públicos para nutrirnos como sociedad”.

Estela Maris, jubilada y vecina de la zona, compartió su experiencia al releer el libro La renuncia al patriarcado y comentó sobre el impacto de la lectura en un entorno colectivo: “Lo había comprado hace tiempo, pero no lo había comprendido del todo. Al releerlo aquí, más relajada, lo entendí mucho mejor”.

Campos, un librero que participó por primera vez, destaca: “Ver a otros leer genera curiosidad y puede llevar a que más personas se acerquen al mundo de los libros”. Mientras que María Ortega, vecina de Villa Santa Rita, pone en valor estas iniciativas: “Incentivan a los chicos y acompañan también a los grandes”. Durante el evento, tuvo la oportunidad de descubrir a la escritora Rosario Castellanos, quien la sorprendió gratamente.

Sin embargo, la fiesta lectora enfrenta desafíos. Según Juan Bona, encargado de la administración del proyecto, el principal obstáculo es el financiamiento: “El desafío no es la creatividad, sino encontrar fuentes de financiamiento, porque fue un año complicado para la cultura”. Aunque algunos municipios aportan recursos para eventos puntuales, el apoyo no es continuo. 

La misión de Por qué leer sigue siendo clara: promocionar la lectura en todas sus formas y generar dinámicas inclusivas, como los canjes de libros y los sorteos, que invitan a los asistentes a sentirse protagonistas.

«La música no mata»

«La música no mata»

La Legislatura Porteña declaró de interés cultural el libro Voces, Tiempo, Verdad, de la organización No Nos Cuenten Cromañon y Bruno Larocca, que da voz a los sobrevivientes a 20 años de la masacre.

En el Día de los Derechos Humanos, el libro escrito por la organización No Nos Cuenten Cromañon fue declarado “de interés para la comunicación social y la cultura de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura porteña en un acto que finalizó con una pequeña presentación musical de Ojos Locos, banda soporte de Callejeros aquel 30 de diciembre de 2004 en que se desató la tragedia en el local República de Cromañon. Próximamente, la organización recibirá un reconocimiento de la UNESCO por el trabajo en materia de Derechos Humanos. “Tanto la organización como el libro son un trabajo independiente y autogestivo con todas las trabas que esto conlleva. Lo recaudado se destina a nuestro programa de asistencia en salud mental que ayuda a tener mejor calidad de vida a los sobrevivientes”, explicó Diego Cocuzza, sobreviviente y actual presidente de la organización No Nos Cuenten Cromañon (NNCC).

Sobre esta agrupación, conformada en 2007 por un grupo de sobrevivientes, Cocuzza contó que “siempre supimos que con el dolor generado por la tragedia teníamos que hacer algo. Y elegimos construir algo positivo alrededor de todo lo horrible que nos tocó vivir”. Actualmente brindan asistencia en salud mental a sobrevivientes y participan de la organización del acto homenaje que se realiza cada 30 de diciembre, al cual describe como “un espacio que encontramos los sobrevivientes para pasar ese día un poco menos peor o incluso también permitirnos disfrutar de la música que era algo que nos habían prohibido haciéndonos creer que teníamos la culpa de estar vivos”. La organización llevó a cabo, además, la gira nacional de presentación del libro con el objetivo de visitar todo el país antes de fin de año. La lista quedó completa luego de visitar 42 ciudades, cerrando su recorrido por la capital pampeana, Mendoza y San Juan este pasado fin de semana.

Cocuzza explica que el libro, que va por su tercera reimpresión, “escapa de las historias personales y de los hechos puntuales del 30 de diciembre. Buscamos un libro que cuente el antes, el durante y el después de Cromañon, desde nuestra verdad, la de los sobrevivientes, los testigos y la causa judicial. Sencillamente hacerle honor a la verdad, porque durante 20 años se dijeron muchas mentiras y mitos que hasta el día de hoy seguimos intentando derribar, entre ellos, con esta gira. De esto mismo surge el nombre Voces, Tiempo, Verdad: las voces que se callaron durante este tiempo y que ahora se transforman en verdad. Fue un trabajo enorme que se hizo durante muchos años de lucha para que se escuchara otra voz”, explica sobre el trabajo que realizan en cada una de sus charlas o clases abiertas sobre Cromañon para responder a todas las dudas y creencias del público sobre el tema.

Diego Cardell, sobreviviente y escenógrafo de Callejeros en diciembre de 2004, se encargó de diseñar la tapa del libro. “Cromañon desde lo estético, que es desde donde yo miro el mundo, es todo negro, pero nuestra vida no puede ser así”, dijo haciendo referencia al uso predonminante del color azul en el diseño. “Luego está la imagen: una oreja que se grita a sí misma. Es un recurso retórico: nosotros escuchamos a todas las partes y cuando quisimos alzar nuestra voz fuimos rechazados. A su vez, está llena de piercings que representan cada capítulo del libro y de la historia Cromañon: el periodismo, la banda Ojos Locos, la psicología, la sociología. Pero hay un orificio sin aro: es mi representación de la ausencia del Estado”.

En la actualidad, la organización ya no está conformada solo por sobrevivientes, sino por muchas otras personas que sin haber vivido aquella noche trágica en el boliche de Once son interpelados por la causa, entre ellos el periodista y redactor del libro, Bruno Larocca. “No estuve la noche del 30 de diciembre allí, pero creo que es una causa que nos atraviesa como argentinos. Te moviliza la injusticia, que con Cromañón la vivimos hasta hoy”, explica.

“Como periodista –agrega- notaba que en los medios de comunicación había mucha desinformación, se corría el foco de la corrupción y lo ponían sobre el público o sobre la banda. Incluso, los avances judiciales se concretaban de acuerdo a lo anunciado y anticipado en esos mismos medios. Había una clara intención de instalar ciertos temas, que no figuraban en la causa judicial y que nunca fueron desmentidos. Eso es justamente lo que queremos revertir en estas charlas. Y luego, desde lo personal, me generaba impotencia escuchar a cualquier persona hablar de cómo era un recital de rock aunque no conociera el ambiente. Se referían despectivamente, contaban otras historias y otras realidades, pero estaban hablando de nosotros, del público de rock, de quienes nos identificábamos con las canciones. Creo que todos nosotros somos la generación Cromañon. Entonces cuando desde NNCC me convocaron para el libro era imposible no involucrarme”.

República de Cromañon era un boliche de rock ubicado en el barrio porteño de Once y administrado por Omar Chabán, reconocido empresario en el ámbito del under por ser dueño de Cemento, otro espacio mucho más pequeño que le permitía a las bandas darse a conocer. Cromañon había abierto sus puertas en abril de 2004 y era publicitado como un “miniestadio” que llegaba para disputarle el negocio de los recitales a Obras Sanitarias. Antes de ser Cromañon, el lugar donde originalmente había funcionado una terminal de ómnibus devino en la bailanta de cumbia “El Reventón”, conocida por la noche en que el Potro Rodrigo tocó ante 5.700 personas. Este boliche, habilitado en 1977 como “local de baile clase C”, ya había sido inspeccionado en tres oportunidades, en las que no quedó asentado ningún requerimiento de modificaciones o mejoras necesarias y declarando medidas mucho menores a las reales, lo que hubiese exigido mayores normas de seguridad. “Así arranca la historia de este boliche, con irregularidades desde 1977, varios años antes de que fuera un boliche de rock”, repuso Cocuzza. “Una masacre necesita de la intervención humana. Una tragedia puede ser algo natural. Entonces, cuando hablamos puntualmente de Cromañon, intentamos enfatizar en que fue una masacre porque se podría haber evitado si no hubiese existido corrupción”.

El espacio habilitado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para 1031 personas excedía cada noche la capacidad. Durante los escasos nueve meses de funcionamiento, “se encendieron un montón de alarmas por irregularidades y sin embargo seguía funcionando”, recuerda Cocuzza. Matafuegos vencidos, luces de emergencia que no funcionaban, ventanas tapiadas, canchas de fútbol que se colocaron en el techo tras quitar la ventilación y los extractores, material inflamable en el techo del recinto y la puerta de emergencia cerrada. Esta última, aunque señalizada como salida de emergencia, se encontraba con candado y alambres luego de que el 25 de diciembre anterior, a solo cinco días de la masacre, en el recital de otra banda de rock, La 25, se produjera un incendio y el público escapara por la puerta que conectaba con la calle Bartolomé Mitre. Esta puerta también llevaba al estacionamiento de un hotel lindero al boliche y pertenecía al mismo dueño, Rafael Levy, quien solicitó a Chabán cerrarla luego de los destrozos provocados en la huída de aquella noche. Durante la causa Cromañon se determinó que si las puertas hubieran estado en funcionamiento, 3000 personas hubieran salido en tres minutos. “Callejeros fue a tocar y nosotros a escuchar, a un local habilitado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires”, vuelve a puntualizar Cocuzza.

Esa noche, fueron los mismos jóvenes los que salvaron vidas de desconocidos, porque el Estado, representado en bomberos y el sistema de salud, no podía hacer frente a la magnitud del desastre. Los servicios públicos no contaban con las herramientas necesarias para ingresar al lugar y salvar vidas. “Se estaban jugando la vida ahí porque no contaban con máscaras, ni oxígeno. No había ambulancias. Bomberos les daba indicaciones a muchos chicos de cómo tenían que hacer para entrar, cargar los cuerpos que estaban tirados en el piso y poder salir para volver a entrar”, recordó Cocuzza. Los jóvenes ingresaban tres o cuatro veces al boliche con la remera atada detrás de la nuca a modo de barbijo. “Hasta después de una hora seguían sacando gente, cuerpos atrapados. Llegaron incluso a romper la pared para salvar a más personas”, relata el sobreviviente que esa noche trasladó heridos a los hospitales con su Renault 12.

Luego de lo sucedido, la noche porteña se apagó por la cantidad de bares y locales que funcionaban en condiciones similares a Cromañon. El sexto capítulo del libro “Una granada de mano en mano” retoma la opinión de Carlos Alberto “Indio” Solari: “La cultura del rock no hubiese tenido el carácter que tuvo si se hubiese forjado en lugares con los baños limpios [..] La complicidad que tenemos como sociedad hace que paguen la cuenta aquellos a los que le explota en la mano, como fue el caso de Callejeros. Es así, nos vamos pasando la granada sin anillo y si te tocó a vos te jodés”.

La cultura de la pirotecnia en el ámbito del rock fue una práctica que creció durante la década del 1990. “El músico se ponía contento cuando se encendían bengalas en el show, porque tenía que ver con la entrega y la pasión, con lo que despertaba la banda y su música en el público. Justamente por eso no se prendían en todos los recitales,” explica Cocuzza y Larocca agrega: “No hay que olvidar que Cromañon ocurre poco después del 2001 y el ‘que se vayan todos’. Callejeros era una banda que movía público principalmente del conurbano y a una generación olvidada pero que quería ser vista”. El sentido de pertenencia hoy se manifiesta con el uso de remeras y banderas de varios metros con el lugar de origen del peregrino. Y si bien las bengalas se han dejado de lado en el rock, aún se encienden en otros espacios como el fútbol, donde no tiene las mismas connotaciones que las asignadas en 2004 para el rock barrial. Aunque algunos discursos aseguraban que la pirotecnia era algo particular de Callejeros y que ellos incentivaban, Cocuzza sostuvo que “Callejeros no incentivaba la pirotecnia. Tampoco paraban el show cuando se encendía una bengala, porque no era algo que se estilara hacer. Su uso era muy normal y festejado” en todo el ámbito del rock.

Otra idea muy reproducida por los medios sobre Cromañon era que en los baños funcionaba una guardería de menores. “El rock siempre se vivió en familia, pero esa información construyó una imagen muy fuerte de quienes vamos a los recitales, como gente mala capaz que encerrar criaturas en un baño”, reflexionó Cocuzza. Y Larocca aprovecha para ilustrar en simultáneo la fake new y la realidad proyectando noticias de la época: “El poder que tiene la información que luego de 20 años seguimos explicando y desmontando información falsa y malintencionada. De los 300 testigos citados a declarar en la causa Cromañon solo un testimonio mencionó que había visto menores en el baño por lo que infirió que allí funcionaba una guardería. El resto de testigos negó esa información. Sin embargo, esa sola declaración fue tomada por la televisión y los diarios, tergiversando lo que había ocurrido. Durante el juicio se comprobó que los únicos dos menores de 10 años fallecidos el 30 de diciembre eran hijos de una pareja que trabajaba en el local. Los empleados, luego del show, habían organizado un brindis por fin de año y la pareja, que no tenía con quien dejar a sus hijos, los llevó. Estaban en el baño a cargo de una compañera de trabajo. Lamentablemente esos niños fallecieron. Pero no tenían nada que ver con el público del rock ni con que se llevaran menores a los recitales”.

El primer juicio por Cromañón duró exactamente un año, del 19 agosto 2008 a misma fecha en 2009 y en la misma sala de audiencias en que se llevó a cabo el juicio a las juntas fueron citados a declarar 300 testigos. Se debió armar una sala de audiencia especial y los tres jueces del Tribunal Oral Criminal N° 24, María Cecilia Maiza, Marcelo Alvero y Raúl Horacio Llanos, encargados de la causa se abocaron a ella con exclusividad.

Durante los cuatro juicios orales que hubo vinculados a la masacare se juzgó la ausencia y responsabilidad del Estado en Cromañon, siendo los ejes fundamentales el pago de coimas y el incumplimiento de deberes de funcionarios públicos. De un total de 26 personas juzgadas, 21 fueron condenadas y aún hay en desarrollo juicios civiles.

Otra gran falencia del Estado fue lo posterior al 30 de diciembre de 2004. Si bien existieron programas de asistencia a las víctimas, estos eran deficientes: no contemplaban que muchos no eran de Capital Federal, ni realizaban un seguimiento de los tratamientos. “En estos 20 años, de 3.000 sobrevivientes que somos, alrededor de 17 se quitaron la vida. Nuestra  organización tiene su propio programa de ayuda, dirigido por tres licenciadas, de las cuales dos de ellas son sobrevivientes. Ellas dirigen, a su vez, una red de profesionales que asignan según el tratamiento necesario para cada persona y, lo más importante, realizan el seguimiento de cada persona. Quizás yo pude tener la contención o la asistencia que necesitaba pero hay muchísimos otros que no. Entonces lo hacemos para que esos pibes y pibas, y sus familiares, quienes no tuvieron la posibilidad de salir adelante puedan hacerlo finalmente”, contó Cocuzza.

Actualmente distintas organizaciones por Cromañon, aunque distantes en otros puntos, se unieron y lograron una prórroga de cuatro años más para la implementación de la Ley nacional 27.695 sancionada en 2022 que determina la expropiación del local para la construcción de un espacio de memoria. “Una vez expropiado dependería de la Secretaría de Derechos Humanos, pero en estos momentos los derechos humanos en general no son una prioridad para el gobierno actual”. Estela de Carlotto es autora del prólogo del libro y de la conocida frase asociada a la causa “la música no mata”. Al respecto, Cocuzza dijo que “ante los momentos de injusticia judicial, tanto Abuelas de Plaza de Mayo como Estela de Carlotto fueron referentes para explicar que no hay que buscar venganza sino justicia y que se debe dar una la lucha pacífica”, señaló y agregó: “La música es parte de mi vida. Cromañon me sacó la música. La frase de Estela de Carlotto me la devolvió. La música no nos había hecho nada. Fue la corrupción del Estado”.

El libro Voces, Tiempo, Verdad se puede obtener a través de la página web de “No Nos Cuenten Cromañon”.

Un escritor políticamente incorrecto

Un escritor políticamente incorrecto

Fogwill: Muchacho Punk, la muestra sobre el multifacético escritor exhibe, por primera vez, los cuadernos personales, correspondencia, fotos, contratos y libros, que fueron donados por la familia del autor a la Biblioteca Nacional.

El Museo del Libro y de la Lengua presentó por primera vez la exposición sobre el escritor y publicista Rodolfo Fogwill, “Muchacho Punk”, con material de archivo inédito, fotografías, manuscritos, contratos, documentos, artículos, trabajos en publicidad y controversias. “Es un escritor que irrumpió en la literatura argentina como un meteorito”, manifestó el curador de la muestra Esteban Bitesnik. Desde el Museo, describen la personalidad multifacética del autor como “sociólogo interesado en la semiótica y el lenguaje publicitario, exitoso consultor de mercado de grandes tabacaleras, escritor laureado por Coca-Cola, editor independiente de colegas admirados y marginados, poeta, novelista que imaginó las atrocidades de la Guerra de Malvinas, lúcido analista que auscultó la transición democrática, advirtió sobre el legado cultural de la dictadura y reflexionó sobre la cultura política argentina”. El trabajo de curaduría y archivo fue llevado a cabo por el equipo integrado por Inés Ulanovsky, Inés Girola, Pablo Licheri, Verónica Rossi, Constanza Penacini y el mencionado Bistenik.

 

“El sueño de cualquier archivista”

Los platos y la comida estaban intactos, como si hubiese salido y estuviera por volver en cualquier momento. Sogas y pilotos hacían de su casa un barco. Había un altar dedicado a sus hijos con dibujos y cartas, plantas pico de gallo naranjas y sobre la chimenea, la foto de una mujer que no era ninguna de sus esposas.

“Estaba todo como él lo había dejado”, dijo la curadora y archivista Verónica Rossi y recordando la primera vez que había entrado junto a Vera, la hija de Rodolfo Fogwill, a la casa del escritor, después de su muerte. “Necesito que me acompañes a la casa de papá a ver qué hacemos con sus papeles”, le había dicho Vera y así sucedió el 29 diciembre de 2010.

“Era el sueño de cualquier archivista, encontrarse con un lugar que hablaba de Fogwill en cada uno de sus recovecos, en cada uno de sus papeles”, expresó  Rossi durante la apertura de la exposición “Fogwill: Muchacho Punk”. La casa del escritor era un desorden ordenado, cuenta la archivista Rossi. Estaba dividido por espacios para cartas de escritores, revistas con sus publicaciones, libros, música, hijos y náutica. Cada uno de los materiales fueron organizados en 27 cajas de correspondencia, inéditos, documentación, fotografías, artículos de diarios y revistas.  “Lo que se desprende de todo este archivo, cartas y correspondencia es también todo ese costado donde tejía una red de amistades, era muy consultado por sus colegas y escritores. Todo ese costado humano de Fogwill donde atendía a dudas y consultas específicas, ya sea por una palabra, un sustantivo, un adjetivo, cómo se puede decir tal cosa o tal otra”, expresó el curador Bitesnik.

Dentro del archivo, también se encontraron transcripciones a mano de poemas de Teresa de Avila de Jesús y canciones de Michael Jackson escritas en español como “You are not alone”. Rossi, en relación a la personalidad cambiante y curiosa de Fogwill, manifestó: “Él es una persona que se la pasó mudándose no solo físicamente sino también de profesiones”.

A partir de ese momento, se inició un proceso de varios años que tuvo entre sus momentos cúlmine la donación de los materiales por parte de familiares a la Biblioteca Nacional en el año 2022, un gesto valioso por parte de los hijos Andrés, Vera, Francisco, José y Pilar. Como explica la archivista del Museo del Libro y de la Lengua, Nuria Dimotta, hay “universidades de Estados Unidos que compran estos archivos” por lo que es “súperimportante, que se haya valorado la dimensión de lo que políticamente implica donar un archivo en la institución pública”.

La pileta

Como caminando en el fondo de una pileta, la luz proyecta sus olas plásticas sobre las figuras de los que la visitan. Los envuelve y arremolina. Fogwill nada junto a ellos boca arriba. Una brazada hacia atrás y el brazo derecho se extiende y sumerge en la serie fotográfica. Burbujas y gotas salpican las imágenes. El bigote blanco y tupido, los ojos colorados por el cloro y las antiparras sobre la frente. La mirada fija en quien lo espía.

Es la estación que invita a bucear en su faceta náutica. En las paredes de la habitación celeste ondean veleros, otro Fogwill (más joven) y el mar. Fuma, navega y comparte, con amigos y gaviotas. La gran ventana de los sueños se abre en la siguiente estación. Barcos que vuelan, humanitos, sueños eróticos, calvicie, cosas perdidas y pipas, son parte de su diario onírico. Fogwill está en su estudio rodeado de libros y cables que van construyendo una microciudad sobre su escritorio. En su desorden ordenado, el soñador se agarra la cabeza mientras lee aquello que acaba de tipear en la máquina de escribir.

Hay textos mecanografiados sobre páginas oxidadas con manchones, derramamiento de líquidos no identificados, tachaduras y círculos de tinta verde, roja y azul que dejan la impronta de su autor.

“Argentinazo: ¡Las Malvinas recuperadas!” (Crónica), “Estamos ganando” (Revista Gente), “Inminente recuperación de Las Malvinas” (Clarín), son algunas tapas de los diarios de 1982 que dan la bienvenida a la estación que lleva el nombre de su primera novela: Los Pichiciegos. “Pasaba por la casa de mi madre cuando la escuché gritar: ‘¡Hundimos un barco!’ Yo volví entonces a mi estudio y escribí una frase: ‘Mamá hundió hoy un barco’. A las ocho horas del hundimiento del barco de mi madre yo ya estaba escribiendo aquel libro”, contó Fogwill sobre aquella vez.

La novela narra un relato de ficción más cercano a la realidad de la contienda de las Islas Malvinas que aquella imaginada colectivamente por la sociedad Argentina después de haber recibido información manipulada por los medios masivos de comunicación que transmitían la versión oficial de la última dictadura militar. “Había terminado la guerra y es algo que todavía hoy no pudimos procesar, imagínense en ese momento”, contó el Director de Cultura de la Biblioteca Nacional Guillermo David.

Bitesnik habla de la urgencia de Fogwill de escribir al calor de los acontecimientos mientras sucede la guerra. Una escritura de la emergencia para interpretar su presente.

El sabor del encuentro

“Hoy la publicidad no es como la que se manejaba en las épocas de Fogwill. Fogwill habitaba en ese mundo donde estaba todo por conocerse todavía”, manifestó Bitesnik. De sociólogo a publicista, en los años 70 creó su propia agencia publicitaria Ad Hoc. Videos de su trabajo en marketing y focus group, viñetas de chicles Bazooka y el icónico eslogan de la cerveza Quilmes: “El sabor del encuentro”, están expuestos en la muestra.

Además, destaca la carta que recibió después de ganar el concurso en 1980 de “Coca-Cola en las Artes y las Ciencias” con el libro Mis Muertos Punk. En este episodio decidió romper el convenio de la compañía y publicar el libro en su propia editorial llamada Tierra Baldía. Las anotaciones y comentarios irónicos en la carta escritos a mano por Fogwill dan cuenta de su inconformismo. “Fogwill es un gran polemista”, explicó Bitesnik y continuó: “Es un escritor que por decirlo en términos muy actuales, políticamente incorrecto”. Rossi, aporta a este perfil que combina lo provocador y el escándalo mediático con una fuerte influencia del movimiento punk: “El era una persona que le gustaba las polémicas. Incluso en las cartas se ve”.

 

El último viaje

Rodolfo Fogwill fue un productor y producto de su época. Sus múltiples facetas no solo reflejan una persona en constante movimiento y con una gran inquietud intelectual, sino también las mezclas eclécticas de una época que incluye el legado cultural de la dictadura, la cultura política argentina y la transición democrática.

Fue un escritor leído especialmente por la generación que le fue contemporánea. Al respecto, Rossi expresa el deseo de que la muestra permita llevar a muchos jóvenes a descubrir a Fogwill y sus textos, que invite a seguir investigando, escribiendo sus biografías y a la activación del archivo.

El recorrido termina con un Fogwill que recorre el barrio de La Boca un día sin sol. “Empezamos con un Fogwill casi desnudo y terminamos con un Fogwill abrigado y con gorro de lana”, explica Bitesnik. Al lado de las imágenes del documental El último viaje, la frase del escritor: “Escribir es pensar, y es un eslogan mío”.

 

“Fogwill: muchacho punk” se puede visitar hasta el 31 de julio de 2025 de martes a domingos de 14 a 19 en el Museo del Libro y de la Lengua (Av. Gral. Las Heras 2555).