Reconocieron a los sobrevivientes de la ESMA

Reconocieron a los sobrevivientes de la ESMA

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Por Naiara Mancini y Joaquín Bousoño

Fotografías: Gentileza Espacio Memoria ESMA

En conmemoración del décimo aniversario de la primera condena a miembros del grupo de tareas por los delitos de lesa humanidad cometidos en la Escuela Mecánica de la Armada, el Directorio del Espacio Memoria y Derechos Humanos entregó el sábado 30 de octubre el reconocimiento «Hacedores de la Memoria 2021» a las y los sobrevivientes de aquel centro clandestino de detención, tortura y exterminio. El reconocimiento es otorgado por el Espacio Memoria a distintas personalidades en retribución a los proyectos que contribuyeron en la construcción de la memoria colectiva. En las anteriores ediciones, fueron premiados la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, Rosa Schonfeld de Bru y los artistas León Gieco, Kevin Johansen, Liliana Herrero, Cristina Banegas, Liliana Felipe, Marcelo Carpita y Andy Riva.

En este emotivo evento, realizado en el marco de la Noche de los Museos, se homenajeó a más de 200 sobrevivientes, entre las 5000 personas que se encontraron detenidas desaparecidas en el mayor centro clandestino de tortura que funcionó durante la dictadura en la Ciudad de Buenos Aires. Durante la jornada, se inauguró una placa honorífica en la antigua Plaza de Armas y también se renombró la calle Thorne como “19 de marzo de 2004”, en referencia a la primera vez que un grupo de sobrevivientes volvió al lugar. Por otra parte, se recordó a todas aquellas personas sobrevivientes fallecidas durante el período de pandemia. Especialmente a Víctor Basterra, una pieza fundamental para la reconstrucción, a través de sus denuncias, de lo ocurrido allí dentro durante la última dictadura, y quien fuera declarado personalidad destacada de la Ciudad de Buenos Aires el 5 de marzo del 2020. 

De acuerdo con la placa descubierta, las y los sobrevivientes son reconocidos “por su incansable labor en la construcción de una memoria sobre el terrorismo de Estado entramado con verdad y justicia”, dado que, con sus testimonios permitieron reconstruir lo que sucedió en ese centro clandestino de detención, tortura y exterminio. Asimismo, se reconoció el compromiso de las personas sobrevivientes en la recuperación de la Escuela de Mecánica de la Armada como espacio de memoria. “Necesitábamos este reconocimiento porque por años supimos que éramos testigos ineludibles en este lugar, donde arañamos las paredes y pudimos recuperar mucho de la memoria que después nos sirvió en los juicios para condenar a tantos genocidas”, destacó Ana “Rosita” Soffiantini, sobreviviente del centro clandestino. 

El homenaje, que contó con la presencia de personalidades como Lita Boitano y Eduardo Jozami, significó el reencuentro de los sobrevivientes y sus familias luego de mucho tiempo, y tuvo el agregado de ser uno de los primeros actos realizados de manera presencial en el Espacio Memoria y Derechos Humanos, luego de casi dos años de verse obligados a mantener los eventos de forma virtual a partir de la coyuntura pandémica. “Yo vine de México para esto, porque quería encontrarme con quienes compartimos esta situación, y quería poder abrazarnos. Mi objetivo era abrazarme con los compañeros con los que estuvimos compartiendo esto. Así que agradezco ambas cosas, el abrazo hacia nosotros y la posibilidad de abrazarnos entre nosotros”, indicó Pilar Calveiro, sobreviviente de la ExEsma.

 

Acerca de la figura del sobreviviente, Soffiantini declaró: “Este reconocimiento nos reivindica después de muchas cosas que pasaron, porque en un momento fuimos testigos sospechados”. A ella la sucedió la palabra de Nilda Noemí «Munú» Actis Goretta, otra sobreviviente de la ESMA, quien recordó: “Un poco se desconfiaba de nosotros porque estábamos vivos. Y los demás compañeros no”. Continuando con esta línea, Lila Pastoriza, periodista que se encontró detenida en la ESMA entre 1977 y 1978, reivindicó el accionar de las y los sobrevivientes para la reconstrucción de los acontecimientos en su tarea de “cumplir con lo que pensábamos cuando estábamos secuestrados, cuando decíamos: uno que salga y que hable. Y ese uno que salga y que hable, ocurrió”. En este sentido, Pastoriza reflexiona acerca del rol de las personas sobrevivientes en la actualidad: “No estamos solo para dar información, estamos para construir memoria, y para saber cómo construirla, porque no es una cosa de repetir lo que ya se sabe, es la búsqueda de la memoria hacia el pasado a partir de los peligros del presente”.

Hacia el final del acto homenaje, la ex calle Thorne del predio de la ex ESMA pasó a denominarse “19 de marzo de 2004”, acontecimiento realizado en el marco del renombramiento de muchas calles del predio que aún mantienen los nombres designados por los militares. El 19 de marzo del 2004 un grupo de sobrevivientes retornó por primera vez desde su secuestro a la Escuela Mecánica de la Armada, en compañía del ex presidente Néstor Kirchner, funcionarios de su gabinete y la actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. “Antes del 19 de marzo estaba medio perdido, después de salir de la ESMA, estaba en una situación de olvido”, recordó el sobreviviente Alfredo “Mantecol” Ayala, mientras se proyectaban imágenes de aquella recorrida. “Mantecol” relató que Néstor Kirchner le pidió perdón, en nombre del Estado, por los crímenes cometidos durante la última dictadura cívico-militar: “Ese perdón fue el que me cambió la vida”. En ese sentido, Ana “Rosita” Soffiantini expresó, con respecto a los sobrevivientes, que “una vez entramos como desaparecidos, y gracias a Néstor entramos como sobrevivientes”.

Un dolor que no cesa

Un dolor que no cesa

A 13 años de la tragedia de Cromañón, sobrevivientes, familiares y amigos de las víctimas recordaron a las 194 personas fallecidas en el incendio del boliche el 30 de diciembre de 2004. Desde el mediodía del sábado, se instaló una radio abierta y se realizaron actividades culturales en el santuario del barrio de Once, un espacio de homenaje ubicado en los alrededores de lo que fuera el boliche República de Cromañón.  

En el cierre de la jornada, se encendieron 194 velas en la puerta del boliche. 

Por la tarde se conmemoró la tradicional misa en la Catedral Metropolitana, seguida de un acto en Plaza de Mayo. Además, se entregaron reconocimientos a  agrupaciones que luchan por justicia en casos en los que está involucrado el Estado. Estuvieron presentes representantes de familiares de la tragedia de Once, Madres de Plaza de Mayo y familiares de víctimas de AMIA, entre otros. Los familiares leyeron un documento consensuado por todas las agrupaciones participantes y luego iniciaron una marcha hacia el lugar de la masacre, en la calle Bartolomé Mitre al 3000. Allí, nombraron a cada una de las víctimas, con un pedido de justicia que incluía también a los más de 1.400 heridos sobrevivientes y a los familiares fallecidos por las secuelas psicológicas de la tragedia.  

Al finalizar el homenaje, hubo una suelta de globos blancos a las 22.50, hora del incendio ocasionado por una bengala en el recital de la banda Callejeros. Para cerrar la jornada, se encendieron 194 velas en la puerta del boliche, como insignia de la lucha y símbolo de recordación.

Actualizado 02/01/2018

Sobrevivientes sin diván

Sobrevivientes sin diván

En el Parque Rivadavia, a metros de la entrada principal, diez personas se sientan en ronda sobre el pasto y despliegan una bandera azul que los identifica. Ellos conforman la Coordinadora Cromañón. “No debatimos sobre quiénes son los responsables de lo que pasó sino que trabajamos por el bienestar y la salud de los sobrevivientes y familiares”, afirma María Celeste Oyola, integrante del grupo.

Es justamente un ataque a la salud de las víctimas -y a la salud pública de los porteños- lo que los vuelve a convocar. “Hace un mes cerró el Programa de Estrés Postraumático turno tarde del Hospital Psiquiátrico Alvear, del que yo y dos chicos más éramos pacientes. Nadie avisó nada. Un día fui y me enteré que no nos podían atender más”, se queja Daniel Romano, sobreviviente, quien desde entonces está sin asistencia psicológica.

Miembros de la Asociación de Profesionales del hospital, que prefieren resguardar su identidad, se acercaron a la reunión abierta y contaron que la medida fue tomada por los directivos, quienes esgrimieron una auditoría de 2016 -a la cual los profesionales no accedieron- para desplazar al terapeuta a cargo del programa. El argumento es que no está habilitado para atender pacientes por pertenecer a la categoría “escalafón general”. Más allá de esto, otro psicólogo del Alvear subraya la lógica empresarial en la decisión: “El espacio lo dan de baja porque ven que se atiende poca gente. Pero la atención debe estar disponible para que la use cualquiera, cuando la necesite”, sostiene.

La ley N° 4.786, sancionada por la Legislatura de la Ciudad en noviembre de 2013, garantiza la reparación integral de los sobrevivientes y familiares de la tragedia de Cromañón. Sin embargo, desde la Coordinadora repasan todos los obstáculos que hubo desde ese momento. “El GCBA demoró catorce meses en reglamentar la normativa. Y al día de hoy no hay programas ni en Salud, ni en Trabajo, ni en Educación”, plantea Celeste Oyola. Además, según ella, espacios como el del Alvear deberían brindarse en todos los hospitales núcleo de la Ciudad, y esto no sucede. “Desarman el único eslabón fijo al que pueden acceder los sobrevivientes”, denuncia.

“Hace un mes cerró el Programa de Estrés Postraumático turno tarde del Hospital Psiquiátrico Alvear, del que yo y dos chicos más éramos pacientes. Nadie avisó nada. Un día fui y me enteré que no nos podían atender más”.

Una terapeuta de la Asociación de Profesionales enfatiza en que este golpe a la salud pública afecta a la comunidad en general y deja sin trabajo a un especialista con más de diez años de trayectoria. Hasta el momento las autoridades no recategorizaron al psicólogo a cargo, ni nombraron a otro para que los pacientes puedan seguir atendiéndose. “La experiencia muestra que cuando cierran uno de estos programas, no abren más”, remarcan desde la Asociación.

Desde la Coordinadora se comunicaron con el responsable de la Dirección General de Salud Mental del Gobierno porteño, Ricardo Picasso. “Nos dijo que iban a cambiar de psicólogo y listo, que no hagamos política con esto”, relata Nicolás Pappolla, otro sobreviviente de Cromañón: “No tienen en cuenta lo difícil que es para un afectado generar un vínculo con su terapeuta, lograr lo que se conoce como transferencia. No da lo mismo que sea cualquiera”.

Daniel Romano, otro obreviviente, cuenta: “Pasé por varios lugares antes de llegar al Hospital Alvear. Primero un centro en La Matanza y después me derivaron al Posadas. Ahí con los compañeros no sentimos un buen trato. Nunca elaboré un vínculo con el terapeuta, y eso es lo que conseguí en los últimos dos años. Es difícil establecer la confianza necesaria con el psicólogo, sentirse respetado, lograr un ida y vuelta”. Y, con un tímido orgullo, Daniel agrega: “Yo no podía ir a una entrevista de laburo, no me relacionaba con mi familia. Hoy rompí esa fobia social. Tengo trabajo estable, conseguí armonía familiar y paré con los ataques de pánico, es súper valioso”.

“Cuando vas a terapia desnudás el alma. Eso no se puede hacer ante cualquiera. Uno habla desde lo más profundo, desde los dolores, los miedos, las contradicciones”, explica Celeste, quien ya padeció una situación de indefinición parecida, en abril del año pasado, cuando el Gobierno Nacional despidió a profesionales del Centro Ulloa, que brindaba una asistencia como la del Hospital Alvear. Y mientras la Coordinadora Cromañón peleaba por la reincorporación de los psicoterapeutas y la reapertura del espacio –lo que finalmente lograron–, nadie les garantizaba la continuidad del programa. “Fue un manoseo y una incertidumbre terribles. Volví a tener ataques de pánico, un retroceso que no había tenido en once años”, confiesa Celeste. Con los años en la Coordinadora han perdido las esperanzas con el Gobierno de la Ciudad. “Ellos creen que sólo nos interesa la actualización de un subsidio. Y los reclamos van más allá de eso”, afirman.
Está en juego la salud de quienes salieron con vida de una de las tragedias más grandes de la historia argentina. En diciembre de 2004, en el boliche República de Cromañón, murieron 194 personas. “Desde entonces, son 17 los sobrevivientes que se suicidaron. Esas eran pérdidas evitables”, dice Celeste. Por eso, desde la Coordinadora, hacen hincapié en que lo que pasó no fue un hecho aislado. Como reza la bandera azul de la agrupación, Cromañón nos pasó a todos.

 

Actualizado 21/02/2017

Vivir para contarlo

Vivir para contarlo

Adrián Furman mira una foto que ocupa toda la pantalla de su celular: es un retrato de su hermano Fabián, con moño y sonrisa, en la fiesta de casamiento, una de las últimas fotos que tiene de él. “Yo ahora tengo 48 y él acá tenía 30. A veces trato de imaginármelo, él ahora tendría 52 años. Para mí ésta es la imagen de él, no cambia. Quedó congelado en el tiempo”, dice sin despegar la mirada del teléfono. Los dos trabajaban en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). Fabián atendía a familiares de fallecidos en el cuarto piso en la parte de adelante. Adrián liquidaba sueldos y jornales en la oficina de personal del segundo piso, en lo que era el fondo del edificio.

Sonríe Adrián al recordar el tipo de humor que le divertía a su hermano: “Tenía un humor muy ácido, muy negro. Él trabajaba en Sepelios y eso era muy chocante. Pero él y su compañero Norberto lo tomaban con mucho humor y entre ellos jodían, hacían bromas, se reían bastante de esa situación. Vos lo veías y era una persona seria pero tenía un humor muy bueno”. Del Departamento de Sepelios no sobrevivió nadie. De Servicio Social tampoco. “Del tercer piso para arriba no quedó nadie. Éramos un grupo de amigos. Cada tanto nos encontrábamos fuera de AMIA. Y, de repente, gran parte de mi vida la arrancaron, la cortaron”, relata Adrián.

9:53

El 18 de julio de 1994 comenzó como un día completamente normal para la familia Furman. La tarde anterior habían visto la final del mundial de fútbol de Estados Unidos. “Fabián había venido a casa, no sé si a ver el partido o pasó un ratito, se me borra de la cabeza”, rememora Adrián. Lo más probable era que hubiese pasado a buscar el taxi que trabajaba en sociedad con su padre, Jacobo “Yaco” Furman (quien también había sido empleado en la mutual judía hasta 1992). Los lunes solían ser los francos de Fabián pero aquel lunes fue a trabajar y, como todas las mañanas antes de ir a AMIA, el hijo mayor pasó por la casa de sus padres a dejar el auto para que Yaco lo manejara durante el día. “Mi mamá siempre se levantaba y lo saludaba cuando le daba la llave a mi papá por la ventana. Ese día se quedó en la cama. Y hasta el día de hoy se recrimina porque ese día no se levantó y no lo saludó”, cuenta Adrián, quien entraba a trabajar a las ocho, llegaba, acomodaba sus cosas y subía a ver a su hermano y a Norberto.

“Tipo nueve de la mañana habré subido, estuve con ellos, tomamos un café y a las nueve y cuarto bajé a seguir trabajando. Media hora después fue la explosión”, relata Adrián y recuerda que al principio pensaron que había explotado uno de los equipos de aire acondicionado centrales que estaban siendo instalados. “Fue un momento de oscuridad que explotó todo; se llenó todo de humo y de un olor a amoníaco que no te dejaba respirar; se cayeron vigas; se cayó todo el techo, escombro, vidrios. Lo primero que atiné a hacer fue tirarme abajo del escritorio”, cuenta.

Cuando el humo se disipó y la luz empezaba a volver, el intendente del edificio, una persona que había estado en el Ejército en Israel, los fue guiando para salir del lugar. En el patio del segundo piso había un puente que comunicaba a otro edificio de AMIA sobre la calle Uriburu. Cruzaron ese puente y salieron a los techos vecinos. “Recién cuando nos paramos en el techo de un edificio y miramos para la calle Pasteur nos dimos cuenta de lo que había pasado. Estaba todo destruido. Parecían escenas de la guerra en países de Europa. Parecía la Segunda Guerra Mundial. La mitad del edificio de la AMIA no estaba más. Y ahí me di cuenta de que mi hermano estaba en un lugar que ya no existía”, evoca Adrián y afirma que, a partir de ese momento, su vivencia pasó a un segundo lugar y la única preocupación era encontrar a su hermano. Dice que para él “fue una eternidad” pero no pasaron más de 20 minutos desde el momento de la explosión hasta que pudieron salir a la calle Uriburu a través de un hueco en la pared que habían hecho los bomberos: “Ya era todo un caos. Gente por todos lados, policías, bomberos, gente que pasaba y que venía a ayudar pero nadie sabía qué hacer”.

“Fue un momento de oscuridad que explotó todo; se llenó todo de humo y de un olor a amoníaco que no te dejaba respirar; se cayeron vigas; se cayó todo el techo, escombro, vidrios. Lo primero que atiné a hacer fue tirarme abajo del escritorio”, cuenta.

Su tío tenía un negocio a una cuadra de la mutual que sirvió de punto de encuentro para la familia Furman. Allá fue Adrián con la esperanza de reencontrarse con su hermano. Sus padres, que habían escuchado la noticia por la radio, no tardaron en llegar. “Lo principal era buscar a Fabián, no había otra cosa que buscarlo. Algunos decían que lo habían visto salir. Cuando escuchamos que estaba en el Hospital de Clínicas fui corriendo a ver qué pasaba. Iba,  venía. Iba, venía. En un momento habían vallado la zona y no me dejaban volver a entrar y entre todos pedíamos por favor que me dejen pasar. A las tres horas volví a entrar al edificio por donde había salido. Ahí tuve una perspectiva un poco mejor de lo que había pasado pero igual era inentendible. La mitad del edificio estaba y había un hueco y la otra mitad no estaba más. Y ahí pensaba primero en mi hermano, y en amigos, conocidos, compañeros, quién estaba, quién pudo salir, quién no pudo salir”, recuerda Adrián en voz baja, con una tranquilidad que contrasta con su relato.

Mientras hubo sol, Adrián y su padre iban de un lado a otro. Su madre se quedó todo el día en el negocio de los tíos. A las seis o siete de la tarde, cuando la noche empezaba a asomar, se hizo fuerte la idea de “Ya no hay nada que hacer acá”. Pero Adrián, que había perdido el miedo a la oscuridad, no quería irse: “Lo que me acuerdo es que me subieron a una ambulancia, me dieron un calmante y ahí es cuando bajé un poco los niveles, me subieron a un taxi y me llevaron a casa”. Allá lo estaba esperando Cynthia, con quien luego se casó y tuvo dos hijos pero en ese momento era su novia desde hacía menos de cuatro meses: “Muchas en su lugar se hubieran escapado. Fue un momento muy difícil, bancarse a una persona que recién conocía, con todo el drama que se venía…”.

Después, la incertidumbre. Durante los siguientes siete días Adrián no salió de su casa: “Esperábamos noticias. Iban mi papá o mis tíos a averiguar. Pero cada día que pasaba o cada hora que pasaba, la esperanza era cada vez menor. El domingo a la noche, ya madrugada del lunes, nos avisaron que encontraron el cuerpo. Estaba junto a Norberto, su compañero. Los encontraron a los dos juntos”. A casi una semana del ataque, Fabián Furman fue uno de los últimos en ser hallados. Los encargados de reconocer el cuerpo en la morgue fueron los tíos: “Según lo que contaron, la cara de él era de tranquilidad; no era una cara de susto ni nada. No sé si me lo dijeron para que me sienta mejor o no. Siempre traté de imaginarme cómo habrá sido ese momento para él. Fue uno de mis pensamientos durante muchos años: ¿qué habrá sentido?”, dice Adrián mientras lucha contra su propia mirada, para no perderse.

A partir de ese día, el mundo de Adrián se vino abajo. “Nada tenía sentido en ese momento”, cuenta. Su experiencia como sobreviviente, además, quedó inmediatamente en un segundo plano: “Lo que me había pasado a mí ni me importaba. Nunca asumí mi rol de sobreviviente. Recién ahora estoy pensando: ‘Yo fui sobreviviente de la AMIA. Salí de ahí caminando, por ahí con algunos cortes en la mano, pero salí caminando’. Y mi pregunta es siempre: ‘¿Por qué yo salí y él no salió?’ Mi relación con Dios a partir de ese momento fue más que nada de cuestionamientos y preguntas. Ni creo ni no creo. Me quedé en el medio”, reflexiona Adrián, veintidos años después.

Memoria y Justicia

Graciela prende una vela todos los 12 de noviembre, en el aniversario del nacimiento de su hijo mayor que no llegó a cumplir 31 años. Adrián, que en ese momento tenía 26, siente que es ilógico cada año que pasa después de sus propios 30. Pero la fecha familiar para recordar a Fabián es el 18 de julio. “Es el día en que todo se vincula a él –explica Adrián–. Terminan los actos, voy a la casa de mis viejos, estamos un rato juntos, tomamos unos mates. Igual él está presente todos los días. Desde el año 94 no hay día de mi vida en que deje de pensar en lo que pasó y en él”.

Al principio, Adrián se negaba a participar en actos y agrupaciones. Y sólo hablaba del tema cuando le preguntaban. Pero jamás contaba por iniciativa propia que era un sobreviviente ni que su hermano había fallecido en la AMIA. “Tardé mucho en aceptar lo que había pasado. Me lo callaba, me lo guardaba. Empecé y dejé terapia varias veces, para satisfacer la insistencia de los demás. Lo único que sentí que un poco me cambió y me ayudó a salir fue cuando me contactaron con el Hospital Ameghino de Salud Mental. Estuve yendo un año ahí. De a poco fui largando los problemas. Pero todavía siento la carga. Me tuve que acostumbrar a vivir con esto, lo voy a llevar toda la vida”, este proceso que relata Adrián coincide con su decisión de entrar a la Asociación 18J, familiares, sobrevivientes y amigos de las víctimas donde ya participaban sus padres y cuya idea es la lucha, buscar la verdad y la justicia.

En la intimidad de la casa, el padre asumió el rol de contención. “Él se comió toda esa angustia para poder apoyar a mi mamá que fue a la vista la que más sufrió. Trataba de contenerla, de apoyarla, de estar bien para ayudarla a ella. Creo que en la soledad ahí le salía toda la angustia pero nunca iba a demostrar ante los demás que estaba muy mal”, observa Adrián.

Adrián muestra la foto de su hermano: «Para mí ésta es la imagen de él, no cambia. Quedó congelado en el tiempo”.

Su mamá, en cambio, tuvo la necesidad de contar, de participar y de estar en todo lo que podía. Incluso se juntó con otros familiares y formaron parte de la querella. “Tenía que estar todo el tiempo mostrando que estaba ahí, buscando la justicia, la verdad, que nunca se olvide. Necesitó canalizar de esa manera su angustia”, analiza Adrián. También recuerda que cada tanto su madre tenía caídas anímicas en las que dormía todo el día y resultaba muy angustiante para la familia, hasta que entendieron que había que esperar a que pasen esos momentos, y a que recargara energías para seguir. Graciela nunca dudó de que el camino era hablar, verbalizar. “Ella fue de la idea de contar a todos. Cuando Ariel, mi otro hermano, tuvo a mi sobrina, la primera nieta, mi mamá la cuidaba y siempre le fue contando desde chiquita lo que había pasado, y por ahí mi cuñada no quería que le cuente pero ella le contaba”, resume Adrián, cuyos dos hijos también saben todo lo que pasó. Ayer, por primera vez, lo acompañaron ambos al acto convocado por la Asociación 18J en Plaza de Mayo. “El mayor hace tiempo que me acompaña. El más chiquito es la primera vez. Hasta ahora no había caído en vacaciones y yo prefería que vaya a la escuela y que lo escuchen ahí. Pero este año me pidió venir”, cuenta Adrián con una sonrisa.

Después del atentado, Adrián volvió a trabajar a la AMIA: “En ningún momento pensé en no volver”. Estuvo en el edificio de Ayacucho hasta el año 1996, cuando se empezó a hablar de la reconstrucción de Pasteur 633. “Dije: ‘Yo a Pasteur no vuelvo’. Renuncié y ahí empezó toda una cadena de trabajos que fue siempre cambiante, ninguno me gustaba, deambulaba de un lado para otro”, recuerda. Recién pudo volver a entrar al edificio en 2004, cuando lo invitaron a un desayuno por el décimo aniversario: “Cada paso que daba ahí adentro era terrible, cada espacio físico, cada lugar donde yo pasaba. Me imaginaba qué era antes ese lugar, qué había, qué no había. Después tampoco volví a entrar por mucho tiempo. Al principio ni siquiera podía pasar por la cuadra. Toda la zona me moviliza”, confiesa Adrián.

“Lamentablemente hace 22 años que pasó y estamos igual que el primer día o peor. Porque todas las pistas que podrían haber encontrado ya no están más, no existen, las perdieron, las borraron o las escondieron. Yo pienso que nunca se va a saber lo que pasó. No hay voluntad y no hay nadie que diga: ‘Bueno, vamos a investigar bien, caiga quien caiga’. Por eso cada vez soy más negativo”, confiesa Adrián Furman. Cree que todo sigue por la memoria porque la justicia, insiste, no sabe si va llegar: “Si no fuera por nosotros o por otras agrupaciones, cada año se iría diluyendo hasta que llegue un punto en que se olvide. Tengo que tomar la posta de mis viejos y tratar de que esto nunca se olvide, no sé si voy a poder, ellos no sé dónde la sacan pero tienen muchísima fuerza y hacen muchísimo más que cualquier otro. Espero poder seguir adelante como hacen ellos”, desea en voz alta. “Para mí, lo importante, es que la memoria de mi hermano quede siempre presente”, subraya.

“Él es mi hermano mayor y yo el chiquito”

Algunas fotos. Un reloj. La campera negra que usó ese lunes y que después formó parte de una muestra itinerante. Una birome. La billetera. Y el VHS del casamiento, al que Adrián aún no se atreve a darle play porque “todos los amigos de la AMIA están en el video”. Eso es todo lo que conservan de Fabián Furman, el resto de la ropa se regaló. “A veces me desespero porque quiero acordarme de la voz de él, cómo era la voz de él y se me borra”, se apena Adrián y se apura en asegurar que tiene el mejor recuerdo de su hermano. “Para mí, era el mejor. Ahora tengo 48, entrando en la vejez, pero él sigue siendo mi hermano mayor y yo el chiquito”.

¿Cómo era Fabián?

Para mí él era un ejemplo, era una excelente persona, bueno, muy trabajador, siempre estaba cuando lo necesitabas. Yo lo tenía muy arriba. Nunca se lo dije. Era mi hermano mayor y muchas cosas de las que él hacía me servían como ejemplo o como motivación. Terminaba de trabajar en la AMIA siete u ocho horas y agarraba el taxi de mi papá y seguía trabajando hasta las ocho o nueve de la noche. Pensaba en progresar, en salir adelante. Teníamos amigos en común, la gente del trabajo, y no te digo todos los fines de semana pero fin de semana por medio salíamos todos juntos a alguna casa o cumpleaños. Además de mi hermano también era un gran amigo. Es como que de repente te arrancan todo lo que tenés.

¿Qué le gustaba hacer cuando no trabajaba?

Le gustaba recibir gente en su casa, era anfitrión, hacía asados, le gustaba mucho cocinar. Ya cocinaba cuando vivía en la casa de mis viejos y después cuando se mudó era el cocinero de la casa. En ese momento él pensaba mucho en progresar y en trabajar, pensando que, en un futuro, no les falte nada. Trabajaba hasta quince horas por día. Y los fines de semana también, porque por ahí hacía los turnos en Sepelios.

Fabián se había casado en 1992. “Eran muy felices ellos. Estaban muy bien. Se los veía como una pareja muy fuerte. Habían comprado una casa que la hicieron a pulmón los dos, la reformaron. Me acuerdo siempre de esa casa, porque era como el símbolo de él. Me acuerdo un momento en que todos trabajamos ahí, los amigos de AMIA venían a ayudar a pintar, a picar paredes, a ayudar a levantarla. Y después de eso yo no pude volver nunca más. Mi cuñada vivió un tiempo ahí pero después se mudó”.

A Adrián no le gusta el mes de julio, dice que quiere que pase rápido. Sin embargo, habla lento, pausado, recuerda con tranquilidad, como reviviendo cada minuto, cada detalle. Tal vez prefiera el recuerdo tácito, aunque confiesa que cada vez habla más y disfruta de las sorpresas de la memoria. A pesar de su escepticismo con respecto a la justicia, hay algo del orden de la esperanza que sigue en pie. Y es que, si uno mira detenidamente, en el fondo de sus ojos transparentes está también latiendo Fabián. Y Norberto. Y Claudio. Y Agustín. Y Paola. Y el mozo de la esquina. Y cada una de las 85 historias que necesitan no sólo de esa mitad de la AMIA que sobrevivió a la explosión sino también de cada uno de nosotros para no ser olvidadas.

Actualizada 19/07/2016