Teatro bajo las estrellas

Teatro bajo las estrellas

El grupo de teatro callejero La Runfla presenta «Sombras de holograma. O la luz de los abrazos» en Parque Avellaneda. ¿Qué tiene que ver el antiguo Platón con las modernas redes sociales?

Sombras del Holograma. O la luz de los abrazos, una crítica desde el arte a la sociedad hipertecnologizada y consumista, es una obra del grupo de teatro callejero La Runfla, que se presenta en Parque Avellaneda, todos los sábados de marzo, a la gorra.

La obra fue inspirada en la alegoría de la caverna de Platón que consiste en la idea de que los hombres atados solo a sus percepciones no pueden ver la verdad por desconocimiento del mundo. Las sombras en la caverna representan lo que no queremos reconocer como realidad. Las cadenas, el impedimento para descubrirla. “La idea de la caverna de Platón sugiere que alguien que maneja la sombra hace creer una realidad que no es. Y que cuando alguien logra salir de la caverna, se entera de cómo es y al volver lo cuenta y los demás no le creen ¿Cuáles serían esas cadenas hoy? Las redes sociales y las fake news que transmiten ellas mismas ¿Quién maneja esa sombra? La sombra la maneja el poder ¿Y quién es el poder? ¿Tiene cara? Tiene una cara accidental de un líder, es decir, un holograma, porque desaparece en cuanto se equivoca”, declara Héctor Alvarellos, director de la obra. Y agrega que “hoy en día, nosotros dependemos más de las redes que de nosotros mismos”.

En relación a la propuesta y el formato, en la calle no hay otra alternativa que “pasar la gorra”. No tienen un contrato. No les piden autógrafos. A diferencia del teatro que se da en lugares privados, que cuenta con un público tal vez más predispuesto y con más capacidad de crítica porque saben con lo que se van a encontrar, la calle les permite a las personas nutrir su conocimiento para generar luego un análisis al respecto. Otra característica del teatro callejero es que tiene una escenografía genuina. El espacio en que sucede compone la historia y puede ir mutando dependiendo de dónde se sitúa el público, que además, puede moverse, trasladarse. En este caso, distintos momentos de la obra van desarrollándose en diferentes lugares del Parque Avellaneda.

Lo cierto es que hoy son muchas las dificultades que se les presentan a La Runfla y muchos más grupos de teatro callejero. El Estado no da una respuesta válida a los reclamos de quienes son parte del desarrollo de las diversas actividades artísticas. No hay presupuesto que alcance para cubrir todos los requisitos necesarios para ponerlo en funcionamiento.

Alvarellos señaló que “las dificultades son muchas. Los actores, no viven de la profesión. Alguien que viene a trabajar acá sabe que lo que vamos a repartir ahora sirve para la picada, pero no para vivir. No hay un presupuesto, y acá se da la pelea por el hecho de que no se destruya todo lo que es el Instituto Nacional de Teatro, que da subsidios. No puede poner la plata la cooperativa y esperar recuperarla con el público. Hay que pagar lo que es técnica, traslado y el actor es el último que cobra. Eso es un problema. Todos son partícipes de esto. Todos cumplen una función”.

Para Javier Giménez, integrante del colectivo teatral, “la identidad de La Runfla está definida por el trabajo en grupo, sostenido por lo que perciban en la gorra. No podría jamás significar un ingreso suficiente para prescindir de otros empleos”. Sin embargo, los actores mantienen la esperanza y no quieren afirmar que no se puede vivir de la actuación.

Giménez agregó: “Hace 34 años investigamos y producimos. Habitamos el espacio abierto y público porque en él conviven transitando les seres humanos de toda condición. Porque estamos convencidos que la calle, espacio hostil por definición, casi sinónimo de la intemperie y el abandono, puede ser resignificado desde la poesía del teatro al ser alcanzado por la belleza efímera de la representación. La calle significa el ámbito político del encuentro con el otro; de la expresión artística que interpela su tiempo y sus circunstancias”.

Finalmente, en cuanto a la actualidad, ambos señalan que en estos tiempos se necesita más Estado que nunca y que el teatro que ellos realizan es arte fuera de sala. “Las condiciones y características tan particulares de nuestro lenguaje hace que el acompañamiento del Estado a partir de subsidios y otros estímulos sea muy importante y su reducción un perjuicio indiscutible. Seguimos necesitando políticas de Estado que contribuyan al crecimiento de este lenguaje. No se trata solamente de incrementos en términos sólo presupuestarios sino de las condiciones necesarias para nuestro funcionamiento e itinerancia. Reducción en las trabas legales a la hora de abordar los distintos espacios abiertos y públicos: calles, pasajes, plazas, parques, etc. Mayor acompañamiento de un arte que esencialmente desborda las frías leyes del mercado”, concluyó Giménez.

Se puede ver la obra, todos los sábados de marzo a las 21:00 en Parque Avellaneda, Avenida Directorio, entre Olivera y Lacarra, Comuna 9, CABA.

Quemá esas miserias

Quemá esas miserias

La tradición de la quema de las miserias comenzó en la Antigua Roma y llega a nuestros días.

El domingo 30, el portón del ex centro clandestino de detención y exterminio El Olimpo, sobre Lacarra y Ramón Falcón, estaba abierto de par en par, con un fantoche, en forma de mundo, desparramado sobre un camión en la calle. Era una tarde fría de invierno y se escuchaban de fondo un grupo de sikus andinos. Mientras tanto, desfilaban, como descosidos, unos zancudos de trajes violeta y blanco, con sus caras pintadas al tono, parecían formar parte de un carnaval veneciano. Unas brujas afinaban el tono de sus carcajadas. Acompañaban el recorrido que tenía como destino final el Parque Avellaneda, donde un rato más tarde arderá la fogata de San Pedro y San Pablo. Decenas de payasos iban y venían con papelitos y lapiceras, listos para anotar las diferentes miserias que los vecinos exigían tirar a la hoguera.

¿Sincretismo ancestral? ¿Religiosidad? ¿Qué más da? Los orígenes de esta fiesta popular se remontan a la Antigua Roma, siguió con la llegada del cristianismo -donde adquirió su vinculación con los santos-, atravesó la Edad Media y llegó hasta el siglo XX en forma de fogata. Sobre las costas del Río de la Plata, el rito se registró en un tango, “San Pedro y San Pablo”, versionado en 1959 por Aníbal Troilo y Roberto Goyeneche: “Los purretes trajeron la madera, tablones, sillas rotas y un cajón”, cantaba El Polaco.

La procesión comenzó en el ex centro clandestino de detención El Olimpo y terminó en Parque Avellaneda.

Héctor Alvarellos, director del teatro comunitario La Runfla, que funciona en el Parque Avellaneda, explicó el funcionamiento de la fogata como ritual colectivo y por qué esta costumbre milenaria sigue siendo convocante.

“Si vos escuchas lo que está sonando -comenta Albarellos- es la réplica de lo que son los pueblos originarios. La fiesta nos viene de la Edad Media. Y también está el fuego, que es lo más primitivo que tenemos como seres humanos y por eso es tan potente. La gente lo entiende así y acá están acoplados el Centro Cultural, colectivos de clowns, La Runfla, el grupo Caracú, el teatro Callejero por Mujeres y la EMAD (Escuela Municipal de Arte Dramático). También participan grupos de música, todos se van sumando y en la ronda final, participa todo el pueblo. Ahí se genera lo mágico: el encendido del fuego y en ese instante de silencio, cuando las llamas trepan, se produce lo más potente”.

Lo que explicás va más allá de la fogata de San Pedro y San Pablo, ¿cómo se articula con los eventos que solían hacerse en los barrios porteños?

– Acá, en Buenos Aires, era la Fogata de San Juan y la de San Pedro y San Pablo. Nosotros a esa fecha le agregamos esto que se llama ‘Luz de Fuego’, que es la propia impronta de lo que es el grupo de Teatro Callejero La Runfla. Se hizo con la comunidad y no importa que tenga un origen religioso. Lo que importa es el encuentro. Y entonces todo este sincretismo religioso, que se arma con la fogata y con la wak´a (lo sagrado) de las culturas originarias, nos pone en una igualdad, por eso la ronda de seres humanos. No nos importa a nosotros de dónde venimos, somos todos terráqueos y eso es lo que estamos tratando de poder entender.

“Está prohibido quemar personas -explicó un payaso-, solo miserias”. La caravana se lanzó a las calles convocando a los y las vecinas a escribir en papelitos las miserias a incinerar. Alvarellos, con micrófono en mano, las fue leyendo junto al fantoche. Las repetidas pedían tirar al fuego a la pobreza y al patriarcado.

Manuel, que estaba sobre unos zancos muy altos, contó, mientras sorteaba las ramas de los árboles, que es del barrio de Floresta y que no se pierde la fogata por nada del mundo. Felicitas, de 7 años, se unió a la caravana con su monstruo, es el segundo año que va a la quema a arrojar sus fantasmas. Opina que el fuego es terrorífico, pero no le da miedo. Dos turistas españolas, sorprendidas por todo lo que veían, decidieron sumarse.

La primera parada, es en la Plaza Coronel Ramón Falcón, donde un grupo de bailarines africanos contagiaron el ritmo de sus tambores, para luego terminar todos bailando una chacarera colectiva. Al llegar a Directorio, la policía ya había detenido el tránsito y una gran cantidad de personas estaba aguardando la llegada del fantoche. Cuatro payasos preguntones rodearon al oficial, en plena avenida, para que pudiera expresar sus miserias y así hacer su aporte.

El patriarcado y la pobreza fueron las miserias más elegidas por los vecinos para arrojar al fuego.

La entrada al Parque ya era una fiesta, los tambores del Taller de Lucho tocaban a pleno. El responsable del grupo manejaba la batuta como un director de orquesta. La multitud llegó al viejo tambo, en el centro del Parque, donde se desarrolla la escena en la que el fantoche se rebela ante la gente. Pero las fuerzas de lo colectivo, entre las brujas, los payasos preguntones y los malabaristas sobre sus zancos, con antorchas de fuego, lograron reducir al fantoche.

Luego aparecieron en el escenario todos los fantochitos que trajeron las distintas organizaciones: las escuelas, los Centros Culturales y los y las vecinas. De allí todos se dirigieron hacia la cancha de fútbol, ubicada al lado de la autopista, donde se encontraba la montaña gigante de maderas, ramas y cartones que en poco más se transformaría en hoguera. Ahí se fueron acomodando cada uno de los fantoches. En la parte superior, se logró acomodar el muñeco más grande.

Luego, se ultimaron los detalles de seguridad, a cargo de los bomberos. Varios hombres, con bidones de combustible, rociaron la montaña. Mientras los organizadores pedían que el público retrocediera para evitar accidentes.

Decenas de payasos anotaban en papelitos las diferentes miserias que los vecinos exigían tirar a la hoguera.

Ya era de noche, la multitud, en la oscuridad expectante, comenzó a ovacionar al grupo de personas que entraron al círculo y rodearon la montaña con las antorchas encendidas. Las tiraron al montículo y retrocedieron rápidamente.

En un instante, todo se convirtió en una gran bola de fuego, el calor se sintió en las caras, de manera muy intensa. Ese calor obligó a los presentes a retroceder, percibiendo una fuerza originaria. Las personas comenzaron a correr alrededor del fuego, cientos corriendo en círculo, como si fuera una danza milenaria, mientras las chipas y las brasas volaban sin rumbo.

Al mismo tiempo, cientos y cientos de asistentes miraban el espectáculo hipnotizados. No se distinguían los rostros en la oscuridad de la noche. Algunos celulares iluminaban la escena y registraban la fiesta popular, en que los seres humanos se reconocían como tales en la penumbra.