“No es lo mismo ser puto o trava en la ciudad que en un barrio del Conurbano”

“No es lo mismo ser puto o trava en la ciudad que en un barrio del Conurbano”

Una persona vista desde atrás, agitando la bandera de la diversidad.

Hace más de un década surgió el movimiento “Jóvenes por la diversidad” que se consolidaría a partir de 2015 como “Conurbanos x la diversidad”. “Somos una organización social con militancia territorial en el Conurbano bonaerense que trabaja la perspectiva de la diversidad sexual en el marco de la defensa de los derechos humanos y la lucha por una patria con justicia social”, cuenta Diego Bocchio, coordinador de la red zona oeste de Conurbanos x la Diversidad

La organización se extiende en zona oeste y sur del conurbano bonaerense, ya que está presente en localidades como Morón, Ituzaingó, Hurlingham, Merlo, Lanús y Moreno, entre otras.

“Lo que nos da identidad es el Conurbano” dice Rodrigo, representante de la ciudad de Merlo. Y continúa: “No es lo mismo ser puto, trava, trans, en la ciudad de Buenos Aires que en un barrio del Conurbano bonaerense, tiene otras complejidades, otra historia, otra demografía, otra situación social”. Por su parte, Juan Pablo Panebianco, coordinador de zona sur, dice:  “Cuando nosotros empezamos a hablar de estos temas en los barrios del conurbano era toda una novedad”.

En tanto, Diego, de zona oeste, cuenta cómo es que comenzó a formar parte de este colectivo: “Empecé mi militancia en diversidad a partir de que un hombre me golpeó en la calle en pleno centro de Morón por el solo hecho de ser puto. Ello me acercó a otros amigos y compañerxs de ruta”, cuenta. Marcos Suárez, representante de Conurbanos x la Diversidad en Moreno comenta algunas de las tareas que realizan desde el movimiento: “Trabajamos para avanzar en la cuestión primordialmente legislativa, sobre todo en las legislaciones municipales de zona oeste y zona sur, aunque también realizamos tareas a nivel provincial y nacional en relación con otras organizaciones”.

Dos personas tomadas de la mano caminando en la marcha, vista desde atrás.

Marcha del Orgullo N°26, de Plaza de Mayo a Congreso. Noviembre de 2017.

 Además, la organización ofrece ciclos de charlas “diversas y disidentes” y proyecta cine debate, realiza festivales, charlas para familias, y abrió una  escuela de formación política LGTBIQ. Aparte, reclama el cumplimiento del cupo laboral para personas trans.

Juan Pablo cuenta cómo es el panorama en la zona sur. “Tenemos trabajo territorial en Lanús, Almirante Brown, Esteban Echeverría y Berazategui, y hemos trabajado en las zonas de prostitución, como la Ruta 4, buscando reproducir programas de inclusión. La primera área de diversidad sexual en  la provincia de Buenos Aires se creó en Lanús, gracias a la gestión de Conurbanos x la Diversidad y la gestión municipal anterior, de Darío Díaz Pérez”.

Diego Bocchio, por su parte, dice: “Tras una década de avances en materia de políticas públicas y legislaciones, desde la asunción del macrismo asistimos a un real cambio de paradigma, con casos de persecución política, un alarmante incremento de la violencia hacia la comunidad LGBTIQ, lo cual incluye una creciente violencia en las calles pero también una extendida violencia institucional. El poder político avala -cuando no promueve- ese odio, esa discriminación y esa violencia que registramos y padecemos a diario en nuestras calles”. Y agrega: “Ojalá algún día lleguemos a esa utopía de una sociedad plenamente igualitaria, libre de discriminaciones y violencias, pero también de desigualdades y exclusiones. En tanto ello no ocurra, tendremos razones para no bajar los brazos y seguir militando cada día de nuestras vidas”, finaliza Diego.

Del “hambre cero” al hambre para todos

Del “hambre cero” al hambre para todos

Figura de perfil de un niño llevándose a la boca un tenedor con comida. Frente a un plato de fideos humeando

Comedor Copa de leche «El Maná» Libertad, Merlo, Provincia de Buenos Aires.

Mientras en la calle diferentes organizaciones sociales reclaman al Congreso Nacional la sanción de una Ley de Emergencia Alimentaria, la anulación de los tarifazos y la creación de puestos de trabajo para los miles de desempleados del país, en los diferentes partidos del Gran Buenos Aires los comedores comunitarios tratan de brindar ayuda a aquellos que más la necesitan.

Sandra Sierra ofrece su hogar para el funcionamiento del comedor comunitario “El Maná”, ubicado en la localidad de Libertad, Merlo. Allí da almuerzo y merienda a 70 chicos y respectivas madres los martes, jueves y sábados. También provee apoyo escolar, entre otras múltiples actividades. Sandra está desempleada y el principal sostén del lugar es su marido -albañil de oficio- ya que las ayudas que recibe de los vecinos y de la Municipalidad de Merlo no sacian la creciente demanda de alimentos. En esta línea afirma que “desde que todo está más caro viene más gente” y que cerca de su casa “mucha gente tomó varios terrenos y vienen a comer acá”. Como resultado, otro comedor abrió sus puertas cerca del suyo. A él asisten más de 100 personas.

Sobre las familias que ayuda, Sandra agrega que “varios vecinos están presos, otros desempleados y las mamás quedan solas.” Una de ellas es Natalia, que acude con sus dos hijos desde hace un año. “Mi marido no trabaja, desde hace un año vamos al comedor porque no nos alcanza la plata”, cuenta. Asiste a El Maná sólo el fin de semana porque se dedica a la venta callejera, la cual le es insuficiente. Similar es lo que le ocurre a Nélida, que lleva a sus pequeñas hijas todos los días y está a cargo de dos hermanos. “El papá de mis hijos es albañil y hace changas, pero no sale mucho trabajo. Todo está mal”, expresa.

Dentro de un ambiente de ladrillo a la vista, se puede observar, mesas con jarras de jugo y vasos de plástico. Alrededor de las mesas, algunos niños y mujeres sentados.

Sandra Sierra ofrece su hogar para el funcionamiento del comedor comunitario “El Maná”.

Mientras que el Ejecutivo nacional celebró a fines del año pasado que el INDEC haya registrado una reducción del índice de pobreza durante 2017, el Instituto de Investigación, Económica y Política Ciudadana (ISEPCi) estima que en el Gran Buenos Aires la pobreza hoy es más alta con respecto a las cifras de diciembre de 2015. Además, un informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA), indica que en el país 6 de cada 10 niños son pobres, sufriendo privaciones de derechos como el acceso a una vivienda, alimentación, salud y educación. Al respecto de esto, Sandra observó el estado de salud de los chicos: “Con una nutricionista comprobamos que algunos están desnutridos”.

Para el economista Emiliano Arévalo “los comedores son una señal de qué es lo que sucede en la sociedad en materia de pobreza”. En este sentido, considera que la crecida de la inflación “perjudica a los sectores de ingresos más bajos” y le atribuye un origen monetario, una consecuencia de la emisión de dinero por parte del Estado. Si bien cree que los ajustes en la economía “tienden a aumentar la pobreza”, asegura que “la reducen paulatinamente en el largo plazo”. No obstante, reconoce que en los meses venideros se espera un alza del costo de la Canasta Básica de Alimentos y de la pobreza a “niveles un poco superiores a los actuales”.

Olla popular que contiene fideos con salsa. De la que se una mano levanta una cuchara con el alimento.

En el lugar se da almuerzo y merienda a 70 chicos y respectivas madres los martes, jueves y sábados.

Desde otro posicionamiento ideológico, el economista e investigador del Departamento de Economía y Administración de la Universidad Nacional de Moreno (UNM), Esteban Sánchez, afirma que “la inflación es producto de los aumentos tarifarios, la devaluación y la falta de control sobre los formadores de precios”. Incluso, piensa que las políticas económicas del actual gobierno “han generado la caída de los salarios reales, del consumo y de la producción, lo que incide negativamente en la economía de muchas familias, que terminan por ir a los comedores”.

“Veo el hambre en sus caritas”, cuenta una trabajadora de un merendero creado el pasado año en la localidad de Mariano Acosta, en el partido de Merlo, que pidió reserva de su identidad. Los martes y viernes recibe a 74 niños, aunque hace pocos meses eran 17. Todas son familias de bajos recursos que sólo cuentan con ayudas sociales y envían a sus hijos al comedor escolar. Sin embargo, hasta este último se ve limitado frente a las necesidades de esos niños: “Los sábados y domingos, los chicos no tienen comedor escolar. Por eso los viernes queremos que se lleven la panza bien llena porque tienen mucha escasez de comida en la casa”, describe la mujer.

En 2016, Pamela Gómez y Alejandra Ruiz fundaron “Tatas 88”, un comedor del partido de Moreno que cada fin de semana acoge a 50 chicos y 15 madres. Su base de apoyo son los vecinos, cuya contribución actualmente se ve limitada.  “Ahora la gente no te puede donar mucho. Antes recibíamos carne y hoy te pueden dar alitas de pollo”, enfatizó Pamela, y Alejandra sumó que “los nenes antes comían un plato y ahora repiten tres”. La situación de ambas no evade este panorama, ya que trabajan en escuelas públicas –Pamela es psicopedagoga y Alejandra maestra- y no perciben su sueldo desde hace meses. Debido a ello, en poco tiempo pasaron de contar con una reserva de alimentos a tener que arreglarse con lo justo. Muchas veces, cuando falta la papa para el guiso o las facturas de la merienda, justo aparece un voluntario para aportarlas.

Niña sentada a la mesa con un plato de comida

El Instituto de Investigación, Económica y Política Ciudadana (ISEPCi) estima que en el Gran Buenos Aires la pobreza hoy es más alta con respecto a las cifras de diciembre de 2015.

Martín Gianico, encargado del “Programa de Desarrollo Infantil” de la Municipalidad de Moreno, comenta: “En los comedores la matrícula es mayor. De 30 personas por cada uno pasamos a 60 para arriba y los merenderos saltaron de 25 en 2015 a 241 en 2018”. En localidades como Cuartel V, la obesidad infantil se elevó, siendo el 80% de estos casos niños enfermos, debido al auge de la ingesta de harina. Sus pares del Departamento de Acción Social del Municipio de Merlo, Federico Bachino y Elio Curto, dijeron que en el partido hay más de 100 comedores y 5000 chicos acuden a ellos. También aseguraron que esta demanda es nueva, puesto que antes había 25 por comedor y hoy son más del doble, a la vez que “se están sumando algunas mamás y abuelos”.

Mientras entidades como el ISEPCi estiman para todo 2018 una suba de la Canasta Básica de Alimentos del 28,37%, el incremento del precio de servicios elementales como gas, electricidad, agua y transporte no hacen más que arrojar combustible al fuego. Al respecto, Sánchez es determinante: “Los aumentos de tarifas han sido uno de los principales motores de la inflación, deterioran el ingreso de los hogares y encarecen los costos de la producción local. Todo esto repercute en la caída general del consumo, lo que es muy recesivo en términos económicos”.

Mujer sosteniendo tela, en donde se lee "copa de leche El Maná"

Para el economista Emiliano Arévalo “los comedores son una señal de qué es lo que sucede en la sociedad en materia de pobreza”.

“En la cuadra a todos nos sacaron el medidor de luz porque no podemos pagar. Acá cerca hay un señor al que le vinieron 3.600 pesos de gas”, enfatiza Sandra, que sufrió la quita de su medidor por no poder abonar la boleta. Lo mismo le ocurrió a Natalia: “No puedo pagar y por eso me quitaron el medidor. Tenía uno prepago, pero le ponés 500 pesos y no alcanza”, declara. Si bien el contexto de Pamela y Alejandra es distinto porque afrontan los gastos del servicio eléctrico a medias con otros integrantes de la sociedad de fomento, no por eso es más fácil: “Antes les dábamos 200 o 300 pesos por la parte que nos correspondía y ahora tenemos que pagar entre 1.000 o 1.500”, explicó Pamela.

¿Qué depara el futuro? Ante la negativa del oficialismo a retroceder con su programa de ajuste económico, parece que las condiciones de las capas sociales más vulnerables no cambiarán demasiado. Entre tanto, los comedores en el conurbano bonaerense se erigen como los principales contenedores de la complicada situación social de miles de familias.

Entidades como el ISEPCi estiman para todo 2018 una suba de la Canasta Básica de Alimentos del 28,37%.

Volvió el trueque en el Conurbano

Volvió el trueque en el Conurbano

En un contexto en donde la inflación acumulada en los últimos dos años es del 65 por ciento, empujada por devaluaciones y tarifazos, numerosos sectores de la población sufren cada vez más para poder adquirir bienes básicos. El impacto es contundente, especialmente en los barrios del Gran Buenos Aires. Este panorama lleva a que con el instinto de sobrevivencia y con la experiencia adquirida en la crisis de 2001, se vuelva a recurrir al trueque, como una forma de intercambio de productos anterior a la aparición de la moneda. Lo que parecía historia vuelve a ser una realidad cotidiana.

Dos mujeres revisan una bolsa de pan en el Mercado de trueque "Lulú".

Ante la agravante situación económica, reapareció una práctica que parecía olvidada: el trueque.

María Magdalena Isasi es una de las administradoras del “Trueque Canje Lulú” en Merlo. “Conocí el trueque hace más de cinco años –relata-, pero cambiábamos objeto por objeto, no era por mercadería; esto empezó recién a finales del 2015. Coordinamos casi todo por Facebook, al principio lo hacíamos en la plaza, frente a la estación de Padua. Algunas tenían un punto de encuentro, pero los inspectores municipales les quitaban las cosas, nos movilizamos y se consiguió el Ateneo de Padua para hacer el trueque, fue una lucha. No fue gratis”.

Isasi continúa narrando su experiencia: “Hoy somos como 35.000 personas, abonamos 15 pesos la entrada para costear los gastos, en un principio éramos todas mujeres, hace dos semanas recién se incluyeron a los hombres, haga calor o frío siempre vienen muchas personas. Cuando alguien no realiza ningún cambio hacemos una colecta de alimentos para ayudarlo”. Para poder ser miembro de este nodo se tienen que asociar enviando una solicitud por Facebook y aclara que no se utilizan bonos de trueque.

Una multitud en el Club Unión de Merlo. Una mujer en primer plano se lleva algunos productos en sus brazos.

Desde finales de 2015, en el mercado «Trueque Canje Lulú» se intercambian mercaderías.

Lorena Cardoso, que va al nodo que funciona en el Club Unión de Merlo, dice que antes el espacio funcionaba en otras entidades, pero tuvieron que mudarse “porque cada vez hay más gente”. “Me enteré por Facebook –cuenta-. Vi una publicación que me interesaba y comencé a ir a principios del año pasado, éramos pocos y ahora somos muchísimos. Para entrar se demora como una hora y media, mi marido trabaja pero nunca me alcanza. La mercadería me sirve mucho, todos los sábados voy religiosamente”. Y agrega que a veces se acerca gente que vive en Capital, en donde todavía no resurgieron los nodos con la misma intensidad.

En la Sociedad de Fomento de Rafael Castillo, Partido de La Matanza, funciona un espacio de trueque desde 2001, los martes y jueves a la tarde y el sábado a la mañana. “En este lugar el intercambio de los productos se realizan por mercadería o por créditos, la entrada cuesta trece pesos o 200 créditos, ahora lo que más se busca es la mercadería”, explica María Rosa, en lo que es uno de los pocos nodos que funciona con créditos –una especie de cuasimoneda- igual que hace 16 años.

La ropa acomodada en el piso del Club Unión de Merlo está lista para ser intercambiada.

Cada mercado de trueque tiene su propia lógica. El de la Sociedad de Fomento de Rafael Castillo funciona con créditos.

En esa zona también existe el “Trueque por Mercadería Rafael Castillo”, que se lleva adelante en la plaza de la estación de tren todos los días. Mediante el uso de Facebook se realiza el contacto y se coordina la entrega del producto. Algunas personas, como Rosana Gómez, ya son habitués de diferentes nodos. “Mi mamá me enseñó cómo es el trueque, vamos a Castillo. En Merlo voy al Martín Fierro, al Club Unión, cambio por mercadería o algún producto que pueda vender en la feria y de esa manera puedo tener algún ingreso”, explica.

Ya en el sur del Conurbano, Marcela Benítez, administradora del Trueque “Cambio por Mercadería Barrio Sarmiento”, dice: “Comenzamos cinco mujeres, hoy somos como 10000. No aceptamos hombres para no tener problemas”. Y agrega: “Mi marido perdió el trabajo el año pasado, él trabajaba en el Hospital Borda, te imaginás lo que pasé. También recolectamos alimentos para sortear a las compañeras que no lograron cambiar nada, de esa forma les ayudamos”. Acongojada y resignada, Marcela comenta y recuerda cómo vivió el 2001: “pensar que volvimos a esto; soy madre de dos hijos y tengo que poner el pecho”.

Dos mujeres venden ropa sobre mesas de madera en el club Unión de Merlo.

Los distintos mercados de trueque tienen una participación mayoritaria de mujeres.

Actualización 30/01/2018

Las aguas del Reconquista siguen turbias

Las aguas del Reconquista siguen turbias

El Río Reconquista es uno de los  más contaminados del país. Innumerables proyectos de obras se desarrollaron con el objetivo de llevar adelante la limpieza del caudal. Sin embargo, los habitantes aledaños al curso de agua  sufren las consecuencias de la contaminación sin que existan las suficientes respuestas, ANCCOM dialogó con diferentes actores sociales involucrados en el caso para tomar dimensión de la situación ambiental y social.

El  Reconquista recorre 87 kilómetros y atraviesa 18 partidos del oeste y norte del conurbano bonaerense. En el año 2004,  con la necesidad de trabajar en conjunto con los distintos municipios y tomar las medidas necesarias, se creó la Comisión del Río Reconquista (Comirec). Este organismo pertenece a la Provincia de Buenos Aires  y divide su trabajo en subcuencas: Alta, Media y Baja. Cada una trabaja para mejorar las condiciones de sus municipios. Moreno es uno de los municipios involucrados la Cuenca Alta junto a otros cinco municipios.

 Claudio  Tasillo, presidente del Comirec de Cuenca Alta, señaló: “En esta problemática, cumplimos el rol del Estado, ya que dependen de nosotros los proyectos que puedan llevarse a cabo. No solo nos encargamos de la limpieza sino también de aristas como la salud, la viabilidad, la seguridad y la vivienda».   

 Por su parte, la Asociación para la Conservación y el Estudio de la Naturaleza (ACEN) es una organización no gubernamental morenense que se formalizó en el año 1994 pero cuyos integrantes trabajan con la problemática del río desde el comienzo de la gran contaminación, en los años 70. Jorge López Jorand, su referente, explicó: “Hay una superposición de organismos que hasta ahora hizo que no se puede llevar adelante el saneamiento del río en forma ordenada y real. El saneamiento no empezó, solo se realizaron -si bien son necesarias- obras hidráulicas y cloacas”.

“Hoy el río está muy contaminado porque hay mucha población y la gente arroja todo tipo de desechos», dijo Claudio Tasillo, presidente del Comirec de Cuenca Alta.

A su vez, Tasillo reconoció que hoy el río está muy contaminado porque hay mucha población y la gente arroja todo tipo de desechos. Sin embargo, en la Cuenca Alta manejamos parámetros de  mediciones aceptables. Se puede observar porque la gente todavía sigue pescando, hay una biodiversidad de oxigeno que permite la vida de la fauna y la flora”.

El rol del Estado es clave en esta situación ya que debe brindar herramientas a los habitantes para asegurar condiciones dignas de salud y hábitat a los vecinos. Teresa Angélica, habitante de la ribera del Río Reconquista,  contó que decidió vivir en ese lugar hace cuarenta años porque se enamoró del paisaje. “No dudé en comprar acá hace muchos años. Parecía un pequeño bosquecito, era un sueño”, recordó con melancolía.

 Con el paso de los años, la población creció, el consumo se multiplicó y en consecuencia los desechos también. Teresa explicó la problemática que deben combatir los vecinos y dijo: “Nos ponemos de acuerdo con los vecinos para vigilar que nadie tire basura al río” y entre risas confesó: “Me dicen la loca de la esquina porque estoy atenta a que ningún vecino u otra persona contamine este lugar. Nosotros tenemos que cuidar nuestro espacio porque somos los que vivimos acá”.

Teresa Angélica, habitante de la rivera del Río Reconquista, es reconocida entre los vecinos como la cuidadora del río.

 El río contaminado produce muchas enfermedades y por sobre todo un fuerte olor que afecta a todos los que viven en la zona. “De noche en el aire quedan todos los tóxicos del río, hay mucho olor y me hace mal a los bronquios. En el verano por trabajar con la tierra me salieron ampollas en los dedos y no se curan con nada”, contó Teresa.

En los últimos años crecieron los asentamientos en los alrededores del río. Las familias más necesitadas deciden instalarse, por falta de otros recursos, en esos lugares de forma no regularizada. ACEN se involucra en esta problemática y contribuye a que las autoridades realicen iniciativas para que las familias no queden a la deriva. “Crecen los asentamientos en la ribera, la gente se instala y cuando están acomodados, desde el municipio se comienza a tomar una medida pero habría que reacomodarlos antes. Los municipios deben darles a las familias un lugar adecuado”, explicó López Jorand.

Ricardo Ramboli, arquitecto y representante del Instituto de Desarrollo Urbano, Ambiental y Regional, que depende de la Municipalidad, agregó: “Estamos haciendo un plan de construcción para continuar el Camino de la Ribera y nuestro principal objetivo es que las familias que viven ahí se movilicen lo menos posible porque reconocemos la historia de esa población. Es un arduo trabajo socio-organizativo”. Mientras tanto, los pobladores de la ribera aguardan soluciones definitivas.

El Río Reconquista recorre 87 Km y atraviesa 18 partidos del oeste y norte del conurbano bonaerense.

 

 

Actualizada 26/07/2017

Crónica de un barrio invisible

Crónica de un barrio invisible

Un detonante en el medio de la noche. Fuego. Las casas temblaron y un vehículo ardió en llamas, alterando la quietud del vecindario. “Ya son varios en lo que va del año”, aclarará luego Elvira―la intérprete principal de este lugar― sin inmutarse. Instalado desde hace décadas a orillas del Río de la Plata, el barrio Ribera de Bernal se erige como un espacio semirrural habitado por trescientas personas que pasan sus días entre humedales, caminos serpenteantes de tierra y descampados. El río y la vegetación se vuelven protagonistas de este territorio olvidado del Conurbano Sur que se extiende desde la Autopista Buenos Aires-La Plata hasta la zona costera, y que limita con un predio de Agua y Saneamientos Argentinos (AySA) y el bosque nativo. Del otro lado de la carretera aparece la papelera Smurfit Kappa, instalada desde 2012. Sauces y viviendas espaciadas decoran esta atmósfera verde en la que los nenes corretean y los adultos toman mate hasta tarde. Pareciera la combinación perfecta, si no fuera por la irrupción de toneladas de desperdicios que llegaron para quedarse.

A los costados de la Avenida Espora, la vía principal de acceso al barrio y la única que se encuentra pavimentada, cientos de montañas de recipientes plásticos disputan su lugar entre tantos otros residuos y perros que revolotean entre la basura. El modus operandi es siempre el mismo: los volquetes aparecen, descargan rápido y se van. A la vista de todos. Pañales, ramas y neumáticos, de un lado; escombros y restos de la construcción, del otro. Día a día, las tierras fiscales de las que nadie habla se llenan de intrusos que contaminan el terreno. Ni hablar de los esqueletos de cuatro ruedas que adornan el bosque o de los cadáveres humanos que, según los vecinos, aparecen cuando cae el sol:

―Vienen acá a tirar los cuerpos porque saben que, tarde o temprano, se los va a llevar el río ―cuenta, como al pasar, Eva, una señora canosa de unos sesenta años que reside en la región hace 35 años. Se niega a seguir hablando y se aleja rápido, con fastidio.

*

Elvira Rolando Guillermo agradece a todos los dioses el momento en que su exmarido le propuso mudarse a La Ribera, como llaman los vecinos al barrio. Tenía 15 años, no estaba muy convencida. Hoy tiene 36, se separó hace tiempo, tuvo cuatro chicos y es una de las pobladoras más antiguas del lugar. Ahora está terminando la primaria en una escuela para adultos y trabaja dos días a la semana en un frigorífico de Quilmes. Los movimientos de Elvira funcionan como alegoría casi perfecta de los litoraleños: camina despacio, con parsimonia, como si cargara en su espalda con años de experiencias y luchas. Parece tímida, cauta. Esquiva un morro de cascotes con gran habilidad. Señala su casa y, sonrisa mediante, explica que varios voluntarios le están dando una mano para arreglarla: “Ahora están con la cocina”. Prefiere conversar enfrente de su vivienda, lejos del bullicio del taladro, en la construcción que hace las veces de Asociación Civil del barrio y que funciona desde hace seis años en La Ribera.

Elvira lleva en su cuerpo las marcas del tiempo y las coyunturas del espacio: el semblante tostado, áspero y tirante, atravesado por escamas; los ojos pequeños, precavidos después de tantas promesas sin cumplir; una hilera de dientes gastados y desatendidos. Y sus manos. Esas manos formidables que ―abrazadas por encima de la mesa de madera― son el reflejo de su día a día, de su ir y venir, de cargar y descargar materiales, de amasar pan desde las seis de la mañana. Elvira cuenta que cuando llegó, allá por los noventa, el lugar se parecía más a una parcela de cultivo que a un centro habitable. La planta de AySA ya estaba, la autopista era un montón de tierra, las calles estaban limpias y eran de piedra:

―Ahora esto es otra cosa ―aclara―. Ahora tenemos agua potable y luz. Pero antes no, no había nada, no había más que pampa. Éramos cinco familias nomás.

El territorio, según ella, creció muchísimo desde hace dos años. Las trescientas personas identificadas en el último censo de 2010 se multiplicaron a partir de entonces. Fue en ese momento cuando ganaron la batalla del agua ―teniendo una planta potabilizadora al lado desde hace más de veinte años― y consiguieron, a duras penas, que la municipalidad dispusiera tres contenedores de basura sobre Espora. Ahora son dos: hace tres meses desapareció uno y nunca volvió. La instalación eléctrica corrió por cuenta de los vecinos. “Hicimos lo que pudimos”. Todavía no tienen gas, tampoco desagües cloacales. Ni siquiera instituciones o comercios. Durante unos años funcionó en el barrio una Biblioteca Popular: sucumbió. Ahora apenas poseen la Asociación Civil, un par de despensas y algunos almacenes. Aunque Elvira y la mayoría de los vecinos prefieren comprar todo “allá arriba” porque es más barato. Sube uno, compra al por mayor y luego reparte entre el resto.

Abajo y arriba, acá y allá, nosotros y ellos, bajar y subir. Los adverbios se inmiscuyen todo el tiempo en su relato: cuando menciona los tres o cuatro viajes que hace cuesta arriba para llevar y buscar a los chicos del colegio los días en que no viene el colectivo, cuando atribuye la contaminación de su barrio a los de afuera, cuando cuestiona el desinterés de las autoridades. Como si hubiera dos mundos, como si la autopista funcionara como una frontera infranqueable entre dos realidades contrapuestas e incompatibles.

**

Los sauces, al borde del río, se mecen con el viento. Al igual que las tiras de plástico y de papel que asoman por encima de los troncos y juegan entre las ramas. Las botellas que trae el reflujo se acumulan en la orilla. Un perro negro con el pelo duro husmea alrededor de la basura y agarra una ojota. Cien metros más adentro comienzan a asomar las viviendas. Algunas fueron edificadas en altura, otras parecieran desafiar a la naturaleza. Las crecidas son moneda corriente en La Ribera. Nadie evacúa. Aunque tiemblen las casas y las olas del Río de la Plata maltraten las paredes, todos se atrincheran hasta que pase el mal trago. Una vez que cesa solo queda empezar de nuevo. “La última inundación ―reflexiona Elvira― fue hace un mes, más o menos. Esa vez los bomberos trajeron un gomón y se acercaron a ayudar a la gente”.

―¿Qué tan difícil es convivir con el río?

―Te acostumbrás ―explica Elvira―. Al principio cuesta porque plantás algo y te lo lleva. Pero ya todo el mundo sabe que tenés que levantar todo siempre. Y cuando vemos que se viene el río nos metemos todos adentro. A esperar que baje.

En enero de este año el Río de la Plata se pobló de camalotes que aparecieron como consecuencia de las crecidas del río Uruguay: la costanera se tiñó de verde y cientos de especies animales ―arañas, nutrias, lagartos, culebras y serpientes― invadieron el lugar. Las autoridades del partido de Quilmes decidieron, entonces, restringir el acceso al río, desplegar efectivos y concientizar a los vecinos sobre los riesgos de meterse al agua y entrar en contacto con esta fauna silvestre. A diferencia de la ribera quilmeña, en la de Bernal los vecinos aseguran que las medidas de precaución fueron escasas. Aunque la presencia de los guardavidas fue incondicional, el vallado policial a la altura de la autopista ―que permitía el paso únicamente a los residentes de La Ribera― duró pocos días. Las cintas de polietileno instaladas entre los troncos de los árboles para señalizar el peligro tampoco lograron su cometido: las veces que no fueron arrebatadas por la marea sirvieron a los nenes como red de los partidos de fútbol-tenis. El contacto entre los niños del barrio y las culebras era inevitable. ¿Cómo exigirle a los más chicos, a esa generación que nació y creció entre insectos, pantanos y matorrales, que no se acercaran al río y jugaran con los animales? 

La cruzada, sin embargo, no es contra el río y la basura que sus aguas arrastran sino contra la mano del hombre y la apatía de las autoridades, una lucha constante ante el relleno de los humedales en la que intervienen ambientalistas, organizaciones sociales y muchos habitantes de la Zona Sur del Gran Buenos Aires. Aunque por ordenanza municipal fue declarada Reserva Natural ―dos veces, en 1996 y en 2002―, en la práctica la ribera de Bernal dista de ser un área ecológica protegida con fines de conservación. La riqueza de su diversidad biológica y la importancia que los humedales cumplen al interior del medioambiente no impiden que los camiones vuelquen sus desechos en la zona costera. Encargados ―entre otras cosas― de filtrar el agua y controlar las inundaciones, los humedales de Bernal son responsables directos de que, en épocas de sudestada, el río no llegue hasta el espacio urbano. “El año pasado―recuerda Elvira― el agua entró hasta las casas de Villa Alcira”. Ubicado justo del otro lado de la autopista, ese barrio bernalense padece desde hace décadas problemas de inundaciones a causa de la falta de mantenimiento de los canales. El relleno de los humedales, en este contexto, no hizo otra cosa que agravar la situación.

La indiferencia de la intendencia de Quilmes encabezada por Martiniano Molina ―que ni en el sitio institucional ni en el Boletín Oficial anuncia algún tipo de proyecto para mejorar la región― no contribuye a aliviar la situación. En 2012, Diego Buffone (en ese momento concejal por la Coalición Cívica de Quilmes y, desde la asunción de Molina, subsecretario de Participación Ciudadana) se autoproclamaba el logro de haber conseguido para La Ribera atención médica gratuita y regular en la Biblioteca Popular. “No podemos entender cómo un barrio con las características de aislamiento que tiene Ribera de Bernal no posea una posta sanitaria permanente”, exclamaba en el portal de noticias de su sitio web oficial, criticando la gestión del municipio a cargo de Francisco “Barba” Gutierrez. A fin de ese año la Biblioteca cerró sus puertas, y el trofeo de Buffone se extinguió tan rápido como surgió. Incluso Smurfit Kappa, empresa transnacional de origen irlandés que se dedica a la fabricación de cajas de cartón corrugado, estuvo en el ojo de la tormenta desde que arribó a Bernal en 2012: organizaciones ecologistas denunciaron a la papelera por contaminar la ribera a través del canal de efluentes que desemboca en las aguas del río. La acusación se perdió entre expedientes y papeleos burocráticos pero una caminata por la orilla basta para observar cómo la pasta blanca de celulosa ha ido impregnándose en toda la superficie que rodea al conducto.

***

Una vieja creencia que circula entre los pobladores de La Ribera cuenta que en el lugar se esconde una maldición. Una enfermedad que se propaga entre los visitantes que arriban a las costas del río. Una peste endémica que afecta los cinco sentidos y que obnubila el juicio crítico: el llamado Mal del Sauce. Según la leyenda, la brisa del sudeste y el atractivo de las aguas que bañan la orilla hipnotizan a los desconocidos y los obligan a volver. El aroma de las plantas, los sonidos de la naturaleza, los paseos en lancha, las caminatas al atardecer. Las sensaciones que experimentan no les permiten pensar en otra cosa y, ante ese impedimento de regresar, la nostalgia se vuelve una constante ineludible en sus vidas. Así fue como muchos terminaron instalándose en el barrio.

―¡El famoso Mal del Sauce!―exclama Elvira, conteniendo la risa, cuando devela el misterio.

Las palabras salen a borbotones de su boca: “Es ese enamoramiento que sienten los que vienen que hace que no te vayas nunca más”. Elvira menciona que una vez estuvo a punto de irse, cuando se separó, pero que luego se arrepintió. Girando la cabeza de un lado a otro, asegura que no podría vivir fuera de La Ribera y que la tranquilidad que sienten ella y sus hijos cuando amanece no la podría conseguir en otro lado. “El aire libre, correr, jugar en la calle. Acá los chicos son libres, felices”. Ella, mejor que nadie, comprende de qué se trata el Mal del Sauce. Lo padece desde hace 21 años.

En verano el paisaje se llena de colores, pájaros y movimiento: cientos de personas, en su mayoría residentes del Conurbano Sur, se acercan al balneario a pasar el día y apuestan a volverse con algún bagre o tararira al terminar la jornada. Eligen la ribera de Bernal porque es menos concurrida que la de Quilmes. Más tranquila. Lo que pareciera ser un incentivo a la difusión de los problemas locales se convierte en un dolor de cabeza para muchos pobladores del barrio. Según Elvira, en el período estival las calles se convierten en un desfiladero de autos y de “gente que viene de arriba” a jugar picadas y aprender a manejar sobre Espora. Como si no tuvieran suficientes dificultades, a los escombros y neumáticos de larga data se le suman las sobras de los picnics y las redes de pesca que quedan flotando sobre las márgenes del río. Las altas temperaturas, para colmo, se encargan de descomponer los desperdicios y el olor nauseabundo permanece después de que los visitantes se retiran. Elvira rezonga. Toma aire y exhala un suspiro que queda flotando en las paredes de madera de la Asociación. No generaliza, reniega únicamente contra los que ensucian su amada ribera y ponen en peligro la seguridad de los chicos:

―En verano nosotros no los dejamos a los nenes ir para allá, porque hay muchos carros y gente chupada.

El patrón se repite: al igual que con las crecidas del río, hay que resguardarse y esperar que pase el temblor.

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El patrullero no se acerca a La Ribera. Tampoco los bomberos y las ambulancias. Casi nunca. Hasta los taxistas desconfían. Como si una divisoria infranqueable separara a la costa del espacio urbano. Pareciera que más allá de la autopista el radar de los prejuicios detectara inseguridad y peligro de vida. “Los hechos de violencia ―afirma una Elvira mucho más suelta y risueña― vienen de la gente de afuera. Llegan, tiran los autos, los queman y se van. Pasa siempre”. Las familias están acostumbradas a cargar con el estigma del barrio. “Antes eran más seguido, desde que tenemos luz y somos más se escuchan menos casos”. Según Elvira, no solo conviven con la combustión de vehículos y con los perros que les tiran sobre Espora, sino también con los delincuentes que se ocultan en los descampados para escapar de la policía, con víctimas de secuestros que son liberadas en el predio, con el cementerio de cuerpos que bordea la zona costera.

A pesar de la convicción con la que los vecinos formulan sus afirmaciones, ni los medios locales ni los de mayor difusión se hicieron eco de los crímenes narrados. En la ribera quilmeña, la secuencia de arrebatos, violaciones y muertes logró salir a la luz, pero nada se ha dicho aun de la violencia de Bernal. Tampoco hay información en las comisarías o en la sede de la Municipalidad. Nada que corrobore el relato de los vecinos. Nada que explique el motivo por el cual no se divulgan estos episodios alarmantes. Leyenda o no, folklore popular o negligencia institucional, el discurso al interior del barrio es siempre el mismo. Insisten en que el aislamiento favorece la intromisión de bandidos, y que tuvieron que habituarse a convivir con eso. Dicen que aprendieron, entre otras cosas, a lidiar con cadáveres y cuerpos mutilados que son abandonados en los humedales a la espera de que el río haga lo suyo:

―A Eva un bombero le enseñó que tiene que atarle los pies a los muertos, para que no se hundan y floten, y así pueden reconocerlos después ―cuenta Elvira, fascinada, y relata una serie de casos macabros que se sucedieron en el tiempo.

Desde afuera, cualquiera pensaría que todo está a punto de colapsar. Que La Ribera es tierra de nadie, sin instituciones abocadas a velar por la seguridad y el orden. Sin atención médica ni transportes. Pero el foráneo ignora que hay una especie de trama invisible que se esconde entre los pobladores de estas tierras. Ante el olvido del Estado, son los mismos vecinos los que cargan con la obligación de hacer que las cosas funcionen: Elvira recuerda la seguidilla de mujeres que parieron en sus casas, con ayuda de los demás. O esa vez que Susana tuvo dengue, y entre todos la acompañaron hasta que se recuperó. En 2008, con el apoyo decisivo de los asambleístas, también lograron impedir el desarrollo de un megaemprendimiento de Techint en la ribera. La unidad, la pertenencia y la identidad colectiva configuran el trasfondo común de todos los casos que Elvira menciona. A fuerza de golpear puertas consiguieron que el colectivo 324 entrara al barrio dos veces al día, a la hora de llevar y traer a los chicos del colegio, aunque el recorrido es irregular y, a veces, pasa de largo. “Es una lucha constante. Se olvidaron que somos gente”.

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El tiempo avanza pero las aspiraciones y sueños de los vecinos se mantienen intactos: necesitan que sus voces sean escuchadas, que sus problemáticas sean atendidas y que el territorio que habitan no sea invisible a la cartografía urbana de Quilmes. De Francisco “Barba” Gutierrez a Martiniano Molina, de las filas kirchneristas a las macristas, las promesas de campaña que suelen inundar la región se desvanecen no bien culmina el proceso electoral. El auspicioso cambio que pregonaba el oficialismo como eslogan político no arribó aun a Bernal. Pasó de largo. Se lo llevó la autopista. A pesar de todo, los habitantes de La Ribera no se resignan y mantienen firme su reclamo por erradicar la contaminación ambiental y lograr mejoras en sus condiciones de vida, sosteniéndose en el apoyo continuo de sus voluntarios y las donaciones que juntan de festivales que realizan una vez por año. La ilusión de vivir mejor no se apaga. Sigue viva; como el agua de la marea que se filtra entre las personas; como las llamas que fagocitan a esos autos abandonados que, de tanto en tanto, frecuentan el lugar.

30/01/2017