Una muestra al Pelo

Una muestra al Pelo

Cuando todo era nada, era nada el principio. Y de eso trata la Muestra Patrimonio Rock que desde el 9 de agosto se puede visitar en el Espacio Cultural de la Biblioteca del Congreso de la Nación, Alsina 1835. La expo que recorre los primeros años del género cuenta con visitas guiadas que se realizan todos los lunes, miércoles y viernes, a las 15, y visitas libres los martes y jueves. Se accede con turno solicitado previamente por la página web.

Una recorrida apasionante que incluye diversas facetas del fenómeno socio cultural que atravesó épocas, contextos y circunstancias que lo fueron moldeando. Una parte central de la exposición es la colección física de la revista Pelo, que forma parte de la hemeroteca de la biblioteca, como material editorial que acompañó y describió este movimiento contracultural durante más de 30 años.

De movida lo que sorprende son las instalaciones visuales donde se pueden apreciar series de fotografías (del archivo de las 30 mil fotos de Pelo, de 1970 a 2001, muchas de ellas muy poco conocidas), posters y tapas de revistas que permiten acercarnos a los primeros años del rock nacional, la época fundamental en que se gestó este movimiento artístico.

También hay vitrinas en las que se encuentran materiales con los cuales se hacían las publicaciones en el viejo oficio periodístico: las máquinas de escribir con que fueron escritos los primeros números de la Pelo, los grabadores de cinta de la época, las hojas de diagramación y papel pautado en las cuales se volcaban las notas de la revista, y también dos sillones que durante años formaron parte de la redacción y en los que se sentaron para ser entrevistados Charly García, Luis Alberto Spinetta, Norberto Pappo Napolitano, Raúl Porchetto y León Gieco, entre otros.

Una instalación simula lo que era la mesa de trabajo en la revista para la fotocromía, en donde se elegían las fotos para las notas en color. Allí se pueden ver negativos agrandados con imágenes de grupos pioneros de nuestro rock como Vox Dei en la terraza de la redacción de Pelo; Manal ensayando en Brasil para su regreso en 1980; Los Gatos, con y sin Pappo; Almendra en una producción fotográfica en el barrio de la Boca; y Arco Iris.

Por supuesto, varios de estos artistas también tienen un sector determinado en la muestra fotográfica principal, dedicado a las bandas y solistas fundacionales del rock argentino: Almendra, Los Gatos, Manal, Pappo, León Gieco, Sui Generis, Moris, Litto Nebbia, Billy Bond y La Pesada de Rock n´Roll.

Otra parte de este racconto histórico es la mención a los multitudinarios festivales B.A.Rock de 1970, 1971, 1972 y 1982, en donde se reunían las primeras tribus rockeras a ver a los músicos insignia del movimiento, y que quedaron documentados en las películas Rock Hasta que se ponga el sol (Aníbal Uset, 1973), y Buenos Aires Rock (Héctor Olivera, 1983).

Fotos enmarcadas de varios de los protagonistas de esos eventos también están en la exposición, incluyendo a Rubén “Vikingo” Basaldella, uno de los primeros plomos del rock, que asistió en escena a innumerables artistas durante años; o figuras de culto como Pajarito Zaguri. Imágenes de las tribunas de aquellos años, con un público bien hippie, a la usanza del viejo Woodstock, pero nacional. Y la policía omnipresente en todos lados, pidiéndole documentos a esa gente con pintas raras…

Los nombres se suceden a través de las numerosas fotos: Pescado Rabioso, Orion´s Beethoven, Miguel Abuelo, Gustavo Santaolalla, el violinista Jorge Pinchevsky, Alma y Vida, y Gabriela, una de las primeras mujeres que cantó rock en el país. En una foto que llama la atención vemos a Spinetta y Edelmiro Molinari, mezclados con la gente de la tribuna, y es que los festivales B.A.Rock nunca tuvieron VIP, no había lugares reservados para “gente importante” o para quien pagara más, sino que eran eventos democráticos en los que los artistas y el público formaban parte de la misma cofradía. Una época en las que no había vallas ¡y nadie se colaba!

También hay una mención a Mandioca, el primer sello discográfico independiente dedicado al rock, motorizado por el gran Jorge Álvarez, uno de los principales difusores culturales de la época; junto a los jóvenes Pedro Pujó, Javier Arroyuelo y Rafael López Sánchez. Una vitrina con objetos invalorables da cuenta de ello, incluyendo fragmentos de las letras originales escritas por Javier Martínez para el repertorio de Manal, así como la placa original del primer álbum de este trío pionero del blues en castellano.

En el centro del piso inferior de la exposición puede observarse una vitrina que contiene varios vinilos de los artistas fundacionales del género, provenientes de la discoteca de Pelo, “lo que quedó, los que no se robaron”, como detalla Daniel Ripoll, quien fuera fundador y director de la revista y que también está presente en el recinto. Al lado, un sector de imágenes recuerda al Acusticazo, un célebre ciclo de conciertos con instrumentos acústicos de 1972, que contó con la presencia de Raúl Porchetto, Pedro y Pablo, David Lebón, León Gieco, Gabriela y otros. El primer unplugged de Iberoamérica, y también el primer disco en vivo grabado de rock argentino, que tuvo gran éxito.

Otro sector denominado “La Previa” recuerda a la mayoría de los artistas beat comerciales, “complacientes”, para contrastarlo con el movimiento rockero progresivo argentino que vino después. Por último, se pueden ver ejemplares de algunas de las publicaciones contemporáneas a Pelo,  como las revistas Expreso Imaginario, Pinap, Hurra, Algún Día y Canta Rock, entre otras.

La Muestra Patrimonio Rock continúa hasta el 17 de diciembre y promete actividades varias, como proyecciones de películas y homenajes a músicos, que serán anunciadas en la página de la Biblioteca del Congreso de la Nación.

 

«Me pudrí de la dictadura de la guitarra»

«Me pudrí de la dictadura de la guitarra»

Cuando en Argentina todavía no había grupos estables de música rock, Javier Martínez ya participaba en esa corriente emergente con un conjunto que se atrevió a encaminarse decididamente por ella: Manal, el primer grupo que hizo blues en castellano.

Desde entonces han pasado más de 50 años y Martínez no ha dejado de ser protagonista y testigo viviente de una época de bohemia, de anécdotas y de la vida asumida como una gran historia, que incluye su labor como poeta, su doble récord mundial de batería, el reconocimiento de la Legislatura porteña como Personalidad Destacada de la Cultura en 2018.

Es una leyenda viviente cuya larga labor como solista llega hasta hoy con nuevo álbum: Darse Cuenta, un material compuesto a dúo con Pino Callejas que presentó en Lucille, en Palermo, el pasado domingo 8 de agosto.

¿De qué se trata tu nuevo trabajo?

Es un material absolutamente original compuesto con Pino Callejas, un guitarrista al que conozco hace 30 años. Él había trabajado conmigo en el álbum Corrientes [1993]. El único tema que no es nuestro, en este nuevo repertorio, es el tango “Por la vuelta”, escrito por Enrique Cadícamo y José Tinelli. Le hicimos un arreglo en swing. El resto es un material que llevó muchos años de trabajo porque Pino se fue a vivir a San Luis y nos desconectamos un tiempo bastante largo. Con decirte que lo empezamos a componer en 2006 y estuvimos 14 años dándole vueltas.

Un trabajo variado en lo estilístico…

Sí. Hay de todo: blues, rock, rockabilly… Además de los siete temas que compusimos con Pino, hay tres en los que colaboró con nosotros un tercer compositor, el bajista Héctor “Clavito” Actis. Entre ellos, está el “Pappo´s Blues”, dedicado a la memoria del Carpo porque tanto Pino como yo éramos amigos de él. Esa es una balada blues muy sentida en la que hago referencia a la alegría y el swing de La Paternal, barrio de Pappo. A mí me sale automático hablar de la ciudad. Aunque en este caso, lo urbano, no figura tanto. Los temas hablan más de situaciones de la vida y hechos sociales. Por ejemplo, en “La máquina del oro” hago una reflexión cuasi filosófica sobre la especulación financiera y cómo nos pega eso a todos. Después está “Si todos roban así”, que es el primer corte de difusión, un tema que habla de nuestra sociedad muy acostumbrada al afano, en todas sus formas: la mentira, el engaño. El único tema que tiene un poco de paisaje urbano es “Gata”, que es como un rap, una narración sobre una base rítmica, en el que cuento la historia de un tipo que está en un boliche en Belgrano y se quiere levantar una mina y no lo logra. El tipo se frustra y le dice: “Bueno, Carla, te pago un remís/ Andá a tu casa/ Cuando llueva de abajo para arriba nos volvemos a ver” (risas). Después hay otro tema con temática sexual que se llama “Swinger”, sobre un tipo que está en la búsqueda del placer y va a una fiesta que no termina bien.

«Si hablo solamente de Manal, hablo solo de algo que pasó hace 50 años y es como que lo demás no existe», dice Martínez.

Durante toda la pandemia estuviste bastante activo, creaste tu canal propio de YouTube, lanzaste un disco nuevo de versiones de toda tu carrera grabado en Romaphonic, se ve que no te pegó el bajón de estar encerrado…

No, para nada. Porque, gracias a Dios, para no rayarme, para no caer en una cosa semidepresiva, me dediqué a laburar. En realidad, mi  rutina diaria es estudiar técnica de batería, agarrar la guitarra y estudiarla. Uno no deja jamás de estudiar música, es un arte infinito. Es como una ciencia inabarcable. Vos podés tener a un tipo que hizo toda su carrera en medicina pero sigue estudiando, perfeccionándose. Con la música pasa lo mismo: nunca terminás de aprender.

En los 90, en una nota que te hizo Gloria Guerrero, decías “no trabajo de prócer”, pero debe ser difícil mantenerse al margen de la historia personal del pasado…

Lo que quise decir en esa nota es que existe un tironeo que yo sufro por mi consagración con Manal, que si bien fue el origen de mi carrera, luego Manal se rompió y yo seguí adelante como solista. Me resisto a ese tironeo, porque si hablo solamente de Manal, hablo solo de algo que pasó hace 50 años y es como que lo demás no existe. Sin embargo, tengo que aguantar ese tironeo en buenos términos porque mi obra son mis canciones. Entiendo y agradezco, infinitamente, el reconocimiento que me tiene el público. Pero, al mismo tiempo, hay que insistir con lo nuevo. Por eso, la mitad de mis conciertos actuales la dedico a lo reciente, a mi carrera solista, que empezó en 1983, ya son casi 40 años. Como decía [Federico] Peralta Ramos: “Para no ser un recuerdo hay que ser un reloco”.

Lo que pasa es que para algunos medios el disco de la Bomba [el primero de Manal, 1970] pesa mucho. Es tan así que, incluso, no se le dio demasiada importancia ni a El León [segundo de Manal, 1971] ni a Reunión [1980]…

Exactamente. Son esos caprichos del destino, del público. Pero no niego eso, lo que digo es que, también, me den la oportunidad de mostrar lo nuevo que hago porque yo seguí trabajando. No es que me dormí en los laureles y me quedé ahí y vivo solo de esas canciones y no hago más nada. Es una lucha muy fuerte la que tiene uno como cantautor. En la vida hay una cosa muy simple, y complicada a la vez, que es la conciencia. Por eso a este nuevo álbum le puse Darse cuenta. Tengo mi punto de vista pero el público es el público. Uno no puede pretender que el otro vea el mundo de la misma manera. Darse cuenta es madurar, también. A mí me cae mal no escuchar una autocrítica.

¿Escuchás bandas nuevas?

Esa es una pregunta que me hacen mucho y la verdad que no escucho nada nuevo de eso que se llama rock porque me pudrí de la dictadura de la guitarra, de que el sonido de la guitarra tape todo en el vivo y las letras no se entiendan… Todo eso me aburrió y me hizo perder interés en el género. Por eso ahora escucho mucho tango y siempre escuché mucha música clásica y jazz. Tengo muchos CDs de jazz porque sigo estudiando y disfruto mucho de los bateristas de ese género. Por suerte ahora tenemos YouTube, también y lo utilizo mucho para escuchar toda esa música que me apasiona.

«No escucho nada nuevo de eso que se llama rock», asegura Martínez.

Recién hablabas de que un tema tuyo era casi un rap, ¿te gusta como género?

Está bien. Está claro que el rap se impone acá, como todo lo que sale de Estados Unidos, porque es un país extremadamente fuerte para todos nosotros que somos extremadamente débiles por nuestra falta de inteligencia política, nuestra desunión, nuestra falta de visión, nuestra enfermedad del sueño, nuestra siesta eterna de pelotudos. Hablo de toda Latinoamérica, ¿no? Estados Unidos todo lo transforma en industria porque es un país industrial, y eso pasa con la industria cultural y el rap, por supuesto. Allá la cultura y el entretenimiento son tremendas industrias. Mientras tanto acá no pasa eso. A mí, cuando recién empecé con la música, me decían: “¿Y de qué vas a trabajar?” Se creían que por estar en la música iba a terminar viviendo como un linyera debajo de un puente. Ese atraso mental, ese atraso histórico de la Argentina, me rompe mucho las pelotas.

Es lo que expresas siempre en canciones tuyas como “Basta de boludos”…

Claro, exactamente. La mentalidad antiindustrial del mundo latino la estamos pagando muy caro. El problema más grande que veo en la actualidad es que la gente no lee. Mirá, la clase política que nos gobierna hace 50 años es una gente muy ignorante. Gente que no tiene libros en la casa. No muchachos, basta de pelotudos, basta de boludos. El mundo latino, el mundo hispánico duerme. Hay que despertar a la gente…

Hay una frase tuya que siempre me llamó la atención: “Tenemos todo el tiempo del mundo y no hacemos nada”.

Exactamente, no hacemos nada. La inacción, lo que en los ambientes culturales que frecuentaba cuando empecé, en los 60, se llamaba “El letargo gris”. Hay un sueño, la gente es muy quedada. Será porque llegamos tarde a la revolución industrial y no se creó la mentalidad laburante. También, la cultura electoralista de un país atrasado. Este año hay elecciones de medio término y están hablando de lo que van a hacer, de las alianzas que van a formar… ¡Gobiernen, hijos de puta! Hay medio país en la miseria, la mayoría de los niños pasa hambre, es pobre o miserable, ¿y ellos están preocupados por una elección? Si en la Argentina hubiera conciencia tendría que haber una desobediencia civil más fuerte que la que paso en el 2001.

Botas y canciones

Botas y canciones

El ensayista, periodista y músico Abel Gilbert propone una escucha concentrada de nuestro sangriento pasado reciente, al tiempo que abre un inexplorado abanico de las persistentes relaciones entre música, sonido, ruido y política. Así, Satisfaction en la ESMA (Gourmet Musical, 2021), libro que le llevó un lustro de realización, resulta un material de innegable valor. Esta apasionante investigación da cuenta de aspectos inasibles o fugitivos que circulaban en la sociedad y el poder en el periodo 1976–1983 en Argentina.

Y es que, mientras que Serú Girán daba su primer concierto en 1978 en el Estadio Obras, a pocas cuadras, en la Escuela de Mecánica de La Armada sonaban a todo volumen “Que va a ser de ti”, por Joan Manuel Serrat, “Gracias a la vida”, en la voz de Mercedes Sosa, o “(I Can´t Get no) Satisfaction”, el hit de los Rolling Stones para tapar los gritos de los torturados por los verdugos de la última dictadura. Y, en el Teatro Colón, las óperas Fidelio o Tosca ponían en escena representaciones de torturas cuando las reales no cesaban de tener lugar. Ese cruce de imágenes conforma el cuadro dominante del libro, su punto neurálgico como una estructura de cajas chinas que muestra hasta qué punto, en dicho periodo, nuestra historia estaba hundida en otras historias.

A lo largo de nueve capítulos o secciones, que van de la historia de las marchas militares (fanfarrias del advenimiento autoritario, como “Avenida de las Camelias”) al momento de transición entre dictadura y democracia, el libro transita una línea de tiempo sutilmente esbozada en la que se sitúan personajes y episodios de aquella cotidianeidad de supervivencia. La pétrea crueldad de Videla frente al drama de los desaparecidos. Una época en donde “cantar” no era solo una forma de arte sino el modo de nombrar la confesión de los secuestrados. Un libro en el que Gilbert conjuga su propia memoria auditiva, como melómano y estudiante de composición, con un despliegue exhaustivo de referencias variadas: artículos de revistas, crónicas de diarios, discos de rock progresivo (argentino e internacional), tango, música clásica, legajos con testimonios de víctimas de los campos clandestinos de detención, cuadros y novelas, discursos de militares y civiles, letras de canciones y fotogramas de películas, desde Palito Ortega a Stanley Kubrick.

En esta entrevista el autor habla de esta obra imperdible para entender esa escucha de un espacio histórico, político y socio-cultural que, a veces, pudo resultar insoportable.

«El terror generó una suerte de proceso de reorganización perceptual y configuró un modo de escucha que era muy propio del estado de excepción», dice Gilbert.

¿Cuál fue la génesis del libro?

Por un lado, es un tardío trabajo de tesis, con una matriz claramente ensayística, que buscó trazar un mapa de la experiencia de escucha de la Dictadura. Esto implica distintos niveles: cómo funciona el oído dentro y fuera del campo de concentración, cómo la escucha se configuró en función del terror pero a la vez cómo ese terror determinó la escucha en los objetos esencialmente musicales. Cuáles eran las posibilidades de escuchar, bajo un estado de terror, aquello que era evidente pero imposible de decodificar. A partir de eso tracé un mapa, elegí determinados objetos con los que trabajar que me permiten dar cuenta de aquello que postulo: que el terror generó una suerte de proceso de reorganización perceptual y configuró un modo de escucha que era muy propio del estado de excepción. También, dediqué un capítulo a aquello que llamo “las músicas afirmativas de la dictadura”, ya sea en el mundo clásico-académico como en el de la música popular. Todo esto atravesado por una experiencia biográfica, ya que en las vísperas del golpe era un adolescente que me iniciaba en el mundo de la música que me constituye. Entonces no puedo soslayar quién era y ni dejar de revisar que los modos de escucha que tengo ahora, pasados mis 50 años, no pueden ser los mismos que tenía cuando era adolescente. La motivación de haberlo escrito tiene que ver con que para quienes atravesamos la dictadura siendo adolescentes –en 1976 yo iba a cumplir 16 años- fue una experiencia de mierda.

¿Cómo apareció el título del libro?

El libro se iba a llamar Mató mil, pero mi amigo Martin Sivak me propuso que le pusiera Satisfaction en la ESMA, y me gustó porque me pareció mucho más potente.

¿Cómo fuiste desarrollando los diferentes eslabones de la investigación?

No trabajo con muchas canciones sino con aquellas que me permiten ejemplificar aquello que postulo. Si digo que el terror obnubilaba e inhibía la capacidad de reflexionar, busco algunas canciones, por ejemplo, “Águila de trueno” de Spinetta. Esta es una canción sobre un descuartizamiento, cantada por primera vez en 1977, en el momento en que la primera figura de la desaparición de personas tiene que ver con ese cuerpo, supuestamente caído “en combate”, que está desmembrado y no se puede reconocer. Recién había pasado lo de la masacre de Margarita Belén en la provincia de Chaco. La recepción de esa canción, sin embargo, no puede ser conectada con ese presente. Incluso, Spinetta aclaró, el día que la presentó, “esto no es ideología”. Entonces, a partir de esto problematizo esa situación tratando de entender lo que hoy puede resultar más evidente. Porque si hoy resulta evidente y antes no, es porque pasaba algo. Y eso que pasaba, de alguna manera, nos habla de una zona de la experiencia de la dictadura que no fue pensada. Hay muchas cosas que el libro aporta como para seguir pensando y no clausurar.

Por otro lado, está el papel de Serú Girán como banda paradigmática de esa época del rock argentino que sobrevoló su realidad sociopolítica, ¿no?

Sí, por ejemplo, “Alicia en el país” es una canción para pensar ampliamente. Me parece que es una canción importante pero muy incompleta, y esa incompletitud nos habla de un problema. Aparte, algunos fragmentos de la canción habían sido compuestos antes de la dictadura. En las canciones de aquella época se pueden encontrar frases, momentos de un verso pero no una canción entera de la que puedas decir “esta es la canción”. Insisto, creo que no hubo una resistencia cultural a la dictadura desde el movimiento juvenil sino una disidencia de baja intensidad. Pero no porque eran unos zánganos sino porque era el límite que imponía el terror. Pienso, Teatro Abierto empezó en el 82, la multipartidaria se formó en el 81, entonces por qué se le va a exigir al movimiento juvenil, cuya relación con la política era peculiar, que ejerciera una función esclarecedora de cara a la sociedad. Eso no quiere decir que no haya habido momentos muy interesantes pero me interesa más la experiencia de La Grasa de las Capitales, aquello que no se ve, y que tiene que ver con la portada del disco más que con las canciones.

«La música servía en los Centros Clandestinos para varias cosas: silenciar los gritos, doblegar subjetivamente al cautivo, usando su propia música, y como arma, como decibel, como intensidad» cuenta Gilberg.

Claro, esa tapa tenía cuatro personajes que identifican un poco la época del país. Por ejemplo, ese cuchillo de carnicero que tiene Oscar Moro parecido al cartel de las carnicerías Coto de ese entonces…

Claro. Pero el objeto, el cuerpo, las representaciones de la muerte del matarife en el cartel de Coto se exhibían mientras que en la foto del disco, no hay cuerpo. Si no hay cuerpo, ¿en dónde está? Es como decía Videla: “No se sabe”. Pero eso no fue pensado por los diagramadores que, en realidad, realizaron la foto como una parodia de la Revista Gente. Aunque a nivel siniestro no tenía que ver con eso. No es que a partir de este libro me considere una lumbrera sino que este es un trabajo para revisar desde el presente aquello que se da por sentado. Como explico en el prólogo, este es un camino para recorrer colectivamente. Ubicar las relaciones entre música, política y escucha y violencia en la historia argentina, y un solo libro no puede dar cuenta de todo.

¿Considerás que hubo una intención por crear una cultura musical oficial durante la época de la Dictadura?

Creo que hubo una insinuación de tener una cultura oficial, no solo musical pero no les dio el tiempo porque se les cayó todo. No te olvides que estos tipos se pensaban quedar mucho tiempo. En 1980, cuando Galtieri dice “las urnas están guardadas”, no se imaginaba que en poco más de dos años estaría entregando el poder con la lengua afuera. Primero se les cayó la economía y después se perdió una guerra. 

¿Por qué creés que se elegía ese tipo de música en los centros clandestinos de detención, lo que vos llamás “la playlist del torturador”?

Creo que es una conjunción de varias cuestiones. El azar y, también, había un método. La música servía para varias cosas: silenciar los gritos, doblegar subjetivamente al cautivo –usando su propia música-, y como arma, como decibel, como intensidad. Lo que marco es que la presencia metodológica de la música en la ficción de La Naranja Mecánica, y especialmente a partir de la versión fílmica de [Stanley] Kubrick que la escenifica, contaminó algo. No te puedo decir que el tipo que puso Beethoven en la Unidad Penal Número 9 de La Plata vio esa película, porque si no hubiera elegido La Novena, pero se pone en escena algo similar… y eso es lo fuerte. En verdad, esto viene del nazismo. Los manuales de contrainsurgencia de la CIA, evidentemente, toman la experiencia del lugar que tuvo la música en los campos de concentración alemanes, en Auschwitz, en Buchenwald… Es un elemento muy perturbador porque, supuestamente, uno la música no la quiere asociar con el terror, es como dice Alex [protagonista de La Naranja Mecánica]: “No, con esto no…”, como si ahí hubiera un límite. Pero en la tortura el límite se traspasa.

¿Qué períodos podés señalar sobre la circulación de sonidos en la Dictadura?

Son distintas etapas y no son comparables. El 76-77, como el momento de aquelarre mayor; en el 78 el Mundial; el ‘79 como punto de inflexión, la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; y a partir del ‘80-81, otra cosa. Por ejemplo, el valor que tuvo el tema “No te dejes desanimar” de La Máquina de Hacer Pájaros, de 1977, es incomparable porque se cantó en el peor momento posible. Para 1980 ya habían cambiado las condiciones de recepción en Argentina.

Si marcamos como un punto de partida musical, literal y simbólica de la Dictadura a la marcha “Avenida de las camelias”, ¿cuál sería en tu opinión la obra musical que lo clausuraría?

También, “Avenida de las camelias” pero como parodia. Como cuando Charly canta “No pasa nada, pasa una banda desafinando el tiempo y el compás” [se refiere al tema “Superhéroes”, del primer álbum solista de García de 1982]. Ojo, sería una clausura temporal de la periodización. El sedimento de la dictadura perdura… Esa es otra cuestión. Pero en términos temporales, la banda militar como afirmación “que desafina el tiempo y el compás”, te da una parábola histórica: 1976-1982.

¿Y cómo eras vos en esa época?

Era muy melómano en un entorno familiar comunista, con un padre peculiar con ciertos vicios autoritarios, como en la cultura de la época. La música es la que me permitió diferenciarme. La música es el modo en que construyo mi subjetividad. Igual, tuve padres generosos: me compraron mi primer piano, me compraban discos. No quiero decir que todo era un acto de confrontación pero la música era el modo de diferenciarme en una familia que tenía todo muy codificado. Y me ayudó mucho. En esa época, en una división de secundaria solo el 10% escuchaba rock. Y después tenías que hacer esa partición de quienes escuchaban un rock más elitista, como yo. Entonces, en un punto, era toda una experiencia muy nerd. Música de minoría de minorías.

¿Y qué era para vos el rock en esos años?

Un coeficiente importante de diferenciación con respecto a otro mundo sonoro. En mi caso, y en el de otros, era un mecanismo de construcción de identidad. Fue un periodo breve para mí, que duró tres o cuatro años, pero intenso. Te diría que me duró del ‘75 al ‘79. Cuando empecé a estudiar música formalmente, a la manera de Toy Story, guardé los “juguetitos” en la cajita. Cuando fui grande me volvieron a impactar pero en aquel momento, como todo pendejo soberbio, dije: “Esto ya pasó”. Y no había pasado un carajo.

Fuera de escena

Fuera de escena

El rubro de los técnicos y staff escénicos es, sin dudas, uno de los más afectados por la pandemia del covid-19 debido a la suspensión de la mayoría de los espectáculos masivos desde las primeras restricciones, en marzo de 2020.

Este imponderable, también, deja al descubierto una generalizada situación que viene dándose en la industria del espectáculo: la precarización e informalidad laboral de muchos de estos trabajadores, lo que motivó que un grupo de técnicos creara hace relativamente poco tiempo el Sindicato Argentino de Técnicos Escénicos (SATE), cuya personería fue reconocida por el Ministerio de Trabajo en julio del 2015.

Fabio “Toby” Peralta (54) es vocal del gremio y un referente en el mundo de los técnicos escénicos. Su trayectoria, de casi cuarenta años, incluye trabajos con María Martha Serra Lima, Los Enanitos Verdes, Zas, Sumo, Memphis La Blusera, Los Ratones Paranoicos y Las Pelotas. Desde hace 22 años es sonidista de Los Pericos. Tony, obviamente, no saldrá indemne de esta crisis que lleva más de un año: “Hicimos [con Los Pericos] apenas dos shows en enero y febrero y gracias a eso estoy aguantando la situación. Esta pandemia nos dejó mal porque, si bien, hemos pasado cosas parecidas en épocas de poco laburo, igual te la arreglabas trabajando con otros grupos. Ahora todas las opciones de trabajo están cerradas. Se frenó todo. Algunos compañeros han tenido que vender sus cosas para bancarla… En mi caso, por suerte, Los Pericos me pagan dos shows por mes fijos, independientemente de que se hagan o no. Pero no todos tienen esa posibilidad. Esta pandemia dejó al descubierto la precarización de nuestro oficio”.

Hasta la creación del SATE nunca se había planteado seriamente la vulneración de los derechos laborales que afecta a los técnicos: “Esto siempre fue muy informal. Con el correr del tiempo todos los ámbitos del espectáculo se fueron profesionalizando menos nosotros, los técnicos. Nuestro trabajo quedó bajo la forma de una changa. Ese es el gran problema que tenemos al día de hoy y que tiene que cambiar porque salvo alguna que otra empresa que tiene empleados en blanco, los demás somos todos monotributistas. Y en esta época de pandemia quedamos en una situación de mierda, sin siquiera poder reclamarle a nadie. Y la verdad es que somos trabajadores y merecemos los mismos derechos que cualquier otro”, comenta Peralta.

Según censos realizados por el SATE, el 85% de los técnicos escénicos están precarizados: “Históricamente, este fue un oficio de amigos. Cuando nos pusimos a pensar en qué iba a pasar con nuestras jubilaciones o en el caso que nos llegara a pasar algo, nos dimos cuenta de la precarización y de que nuestras familias quedarían muy desprotegidas en este marco”, acota Peralta.

La salida improvisada para muchos fue comenzar a trabajar en otras actividades para poder sobrevivir. Algunos de remiseros, otros se han puesto una verdulería, o hacen comidas y repartos. “Entre los que somos sonidistas, salvo por algunos que son técnicos operadores y han podido hacer streaming y por ahí, manejar la situación de otra manera, son pocos los que han podido aguantar sin cambiar de rubro. Hay gente que ha cambiado directamente de oficio, esperando ver si el año que viene empieza a cambiar un poco la situación. Ahora mismo, hay gente que, trabajando en lo poco que hay, está ganando lo mismo que en 2019 y hasta menos”, informa Peralta.

Un caso paradigmático en este punto es el de Mario Samper, un histórico stage manager de 49 años, que trabaja con Las Pelotas, como productor técnico, y como stage de Lali Esposito y del grupo pop MYA pero, en este momento, hace trabajos de herrería. Samper empezó en este ámbito como plomo, en 1991, y ha conocido altas y bajas durante los años pasados junto a Fabiana Cantilo, Illya Kuryaki, Los Pericos, Árbol y los espectáculos de Cris Morena pero no vivió nada parecido a la crisis actual: “Esta situación dejó al descubierto todas las problemáticas de nuestro trabajo. Hace dos años me compré una soldadora e hice un curso de herrería. No lo hice con la intención de trabajar pero cuando empezó la pandemia empecé a hacer trabajos de herrería a través de un amigo que me recomendó a un vecino y así sucesivamente. No llego a tener un sueldo que sea suficiente todavía pero sí me está salvando. Tengo dos hijos. Por suerte mi mujer tiene un trabajo estable en relación de dependencia, entonces con su sueldo –ajustados- podemos seguir viviendo. Hay gente en este mismo rubro que vive sola y que esto es lo único que sabe hacer y que está en verdaderos problemas.”

Nahuel Rodríguez (27), que trabaja como operador de monitoreo de Nahuel Pennisi y productor técnico de MYA, cuenta su difícil situación: “Hasta el año pasado vivía en Villa Devoto pero debido a la falta de trabajo volví a Florencio Varela. El año pasado hicimos apenas dos shows con MYA. Por eso, al tercer mes de iniciadas las medidas por la pandemia empecé a vender pizzas con unos amigos. Con eso fuimos cubriendo algunos gastos hasta que un colega de iluminación consiguió trabajo en una distribuidora de café. En aquel momento, entramos varios del rubro a esa empresa. Trabajamos durante seis meses que fueron eternos. Nos fuimos en septiembre del año pasado y terminaron de pagarnos el último mes trabajado, hace dos meses. Fue traumático más que otra cosa. Ahora estoy haciendo alguna changuita de electricidad, algún arreglo de aparatos electrónicos. Vivo al día, recontra apretado pero la vamos llevando”.

Para el stage manager Alejandro Bertoli (59), la situación actual es peor que la crisis del 2001. Él, que trabajó durante años con Los Paralamas, Los Abuelos de la Nada, Zas, Fito Páez, Charly García, Baglietto, en México con Tania Libertad, Caifanes, Maná, ahora vive de prestado porque se le cortó los trabajos que tenía como stage freelancer y de alquiler de tarimas para espectáculos: “Me ayudan a subsistir mi familia y algunos amigos con la esperanza de que se los pueda devolver en algún momento, cuando todo se reacomode. La verdad es que la situación es crítica. Desde marzo del año pasado, se me acabó todo. Hice el Loolapalooza en 2019 como stage manager del escenario principal del Festival e íbamos a hacer la edición de 2020 y se canceló”.

Mario reflexiona sobre lo angustiante que es perder el trabajo al que uno se dedicó toda su vida: “Una persona de casi 50 años como yo, es muy difícil que encuentre trabajo de otra cosa. ¿Qué podría hacer yo? ¿Abrir un quiosco? Si lo único que sé hacer es esto. Hay compañeros que, incluso, tienen más edad que yo y que hasta tienen menos posibilidades porque no saben hacer otro trabajo que el que hacen con las bandas. También hay gente nueva, pero el 90% estamos pasando por la misma situación”.

Parece un panorama bastante incierto y sin un horizonte claro. Peralta comenta: “Desde el sindicato estamos ayudando a los compañeros, haciendo todo lo que se pueda para ver en qué momento podemos regularizar la actividad. A eso apuntamos nosotros, a los beneficios de cualquier actividad regulada: vacaciones, aguinaldo, tener una ART, estar cubierto, tener una jubilación… lo importante es que esté en un papel. Muchos de nosotros no sabemos ni siquiera si nos vamos a poder jubilar, y en el caso de hacerlo, ¿qué tendríamos que cobrar? ¿La mínima? Porque cobrar la jubilación del monotributo es una locura después de tantos años de haber laburado en el glamour, en el espectáculo, etc…”.

Nahuel, el más joven de los entrevistados, está evaluando la posibilidad de trabajar full time en otra actividad: “La verdad es que nuestra industria estaba destruida y con todo esto va a quedar peor. Ahora, esta situación blanqueó un montón de cosas y vemos lo maltratados que estábamos en distintas posiciones. No creo que cambien mucho esas cosas. Uno se esmeró por hacer las cosas bien, trató de capacitarse, y hoy, no sirve de nada… Nuestro rubro fue bastante ingrato, al margen del coronavirus. Así y todo, me dolería mucho tener que dejarlo. Todos los que trabajamos en esta industria lo hacemos porque lo amamos. Hay una pasión muy grande. Igualmente, siento que es tiempo de encontrar alguna otra cosa para hacer que sea un poco más segura”.

Más allá de lo que pueda afectar una pandemia a cualquier rubro productivo o comercial, lo que esta crisis puso de manifiesto, en nuestro país, es una situación de larga data presente en la industria del espectáculo que, en definitiva, la trasciende, y por ello, permite pensar en la necesidad urgente de incorporar el tema de la regularización laboral del sector a la agenda pública.

«Yo sabía, a Bulacio lo mató la policía»

«Yo sabía, a Bulacio lo mató la policía»

Este lunes 26 de abril se cumplen 30 años de la muerte del joven Walter Bulacio en ocasión de la privación ilegal de la libertad que sufrió por parte de fuerzas policiales al asistir, por primera vez, a un show de Los Redonditos de Ricota en el Estadio Obras.

El concierto había tenido lugar el viernes 19 de abril de 1991; antes y durante el recital fueron detenidas por la Policía Federal 73 personas en las cercanías al estadio en el marco de una razzia. El brutal operativo policial fue desplegado por agentes de la Comisaria 35 de Núñez, al mando del comisario Miguel Ángel Espósito, alias “el Aguilucho”.

En el expediente judicial figura que la intervención policial fue por los desmanes que venían suscitándose en los últimos conciertos. Sin embrago, la presencia de las fuerzas de seguridad resultó desproporcionalmente numerosa. Al margen de varios móviles policiales y carros de asalto, también, hubo un colectivo de la línea 151 estacionado en la puerta del estadio. El objetivo era claro: trasladar la mayor cantidad posible de detenidos.

Como explica María del Carmen Verdú, abogada de la familia Bulacio:

“En la causa penal está perfectamente acreditado que la Policía Federal organizó –dentro del sistema de servicios adicionales- un operativo para el recital que tenía como objetivo que nadie ingresara a Obras sin entrada. En ese marco la Policía aprovechó para realizar además un plan B: tumbar un par de boliches de la zona que venían parándose de manos al comisario y no le pagaban la cuota mensual de ‘protección’ policial. Si revisás la lista de los 73 detenidos y detenidas ingresados a la comisaria, más de la mitad de los mayores de edad que fueron detenidos lo fueron dentro de esos boliches”.

Como más tarde se probó, ninguna de esas personas fue detenida por un delito específico. En el caso de los mayores de edad, el motivo de la detención fue registrado como averiguación de antecedentes o por contravención en el marco de los entonces vigentes edictos policiales de la Ciudad de Buenos Aires.

La detención de los menores de edad fue justificada por su presencia en la calle de noche. El procedimiento aplicado, “Memo 40”, consiste en una disposición interna a la fuerza que permitía al comisario decidir qué hacer con los “sospechosos” en franca colisión con las normas entonces vigentes que requerían para dichas acciones la consulta a un juez de Menores.

Semejante atropello, tal vez, hubiera quedado en la nada de no ser que entre esos detenidos estaba Walter Bulacio, un pibe de Aldo Bonzi de 17 años que, luego de medio día de estar detenido en la comisaría, salió con un grave cuadro neurológico de origen traumático, y murió, tras una semana de estar en coma.  

“En la primera autopsia no se estableció la causa de la muerte. No obstante, hubo una segunda en la que quedó claro que Walter había sufrido un accidente cerebrovascular que le había reventado un vaso sanguíneo en la cabeza. Eso se llama aneurisma y, en una persona de 17 años, en general, la causa es traumática. Sumado a esto, las historias clínicas, los estudios médicos, y demás; permitieron determinar que la causa de la muerte fue el padecimiento de un traumatismo encéfalo-craneano”, relata Verdú.

Walter era alumno del quinto año del Colegio Bernardino Rivadavia de Capital Federal y trabajaba de caddie en el Campo Municipal de golf para juntar el dinero con el que pensaba financiar su viaje de egresados a Bariloche.

María del Carmen Verdú.  

Su compañero de banco, Miguel Ángel Vilche, cuenta que el apodo de “el Largui” obedecía a que era un pibe alto y flaco. También, recuerda Vilche, “manejaba el humor con mucho sarcasmo. Era muy divertido cuando metía humoradas pero en sí bastante callado y tímido. Le gustaba mucho el rock. Iba a la cancha, era fanático de San Lorenzo. Yo soy de River y nos cargábamos mutuamente. Era muy familiero. Los dos entramos en cuarto año porque yo venía de un industrial. Como éramos los nuevos, nos sentábamos juntos y nos hicimos muy amigos”.

Vilche nos habla de ese día: “En esa época, los Redondos tocaban un fin de semana por mes, siempre en Obras. A nosotros nos gustaba mucho ir los viernes. Los chicos del secundario parábamos en Castro y De las Casas con algunos amigos de Boedo. Nos juntábamos ahí, nos tomábamos unas birras y nos íbamos caminando hasta la parada del 15 para ir al estadio. Ese día Walter nos había dicho que quizás venía a juntarse con nosotros para ir al concierto pero si no llegaba se iba con la gente de Bonzi en el micro. Así que, como no llegó, dijimos ‘Se fue con los pibes de Bonzi’. Efectivamente, se había ido en el micro pero nunca entró al show. Transcurrimos todo el recital cuando vimos que estaban los chicos de Bonzi pero nos enteramos recién el lunes a la mañana lo que había pasado y que estaba internado”.

Durante una semana la mayoría de los compañeros de división fueron a visitar a Walter al hospital: “Estuvimos toda la semana casi durmiendo ahí. Una semana exacta después, el viernes 26, me levanté para ir al hospital como todos los días y por la radio me enteré que había fallecido. Pudimos verlo, y todos fuimos testigos de que tenía el cuerpo golpeado y moretones en las costillas. Obviamente, la conmoción fue tremenda, teníamos todos 16, 17 años y en esa edad vos pensás que la muerte es cosa de viejos. Esto fue un golpazo”, cuenta Vilche.

La muerte de Walter provocó la reacción solidaria de muchas personas, entre ellas la abogada María del Carmen Verdú que comenzó a organizar marchas y festivales junto a la familia del joven para visibilizar el caso. Ese fue el germen de la CORREPI, Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional. Miguel Ángel recuerda especialmente el suceso: “Fue muy conmocionante para chicos tan jóvenes como nosotros que, hasta ese momento, no teníamos actividad política. Empezamos a ir a los diarios, a las radios que nos hacían entrevistas todo el tiempo. Fue un año intenso que, obviamente, nos cambió la vida a todos”.

El ex comisario Miguel Angel Espósito fue condenado con una pena menor en 2013.

Como recuerda Verdú: “Lo más importante fue el saldo organizativo, en un momento en el que estábamos en un escenario de completa desmovilización, a fines de los 80 principios de los 90. La irrupción del caso Bulacio generó todo un movimiento juvenil de organizaciones estudiantiles con mucha presencia en la calle. La movilización permitió visibilizar la militancia que veníamos perdiendo contra el gatillo fácil, contra las torturas en lugares de detención, contra las muertes en lugares de detención, contra las detenciones arbitrarias en la Ciudad de Buenos Aires, en muchísimos barrios del Conurbano, y en el ámbito nacional. Este caso le puso cara a una pelea que sigue hasta el día de hoy”.

Así nació un grito colectivo: “Yo sabía/yo sabía/que a Bulacio/lo mató la policía”. Grito que perdura en las marchas contra la represión pero, también y sobre todo, en los barrios, las canchas, los recitales y en la garganta de jóvenes que no habían nacido entonces, pero hoy levantan la misma bandera porque siguen siendo víctimas de la misma violencia estatal.

“A pesar de todo eso, de que en 2003 la causa generó una condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ordenó al Estado argentino derogar todo el sistema de detenciones arbitrarias. A pesar del tardío e incompleto juicio oral al comisario Miguel Ángel Espósito que recién llegó en 2013, de su ridícula condena (fue condenado a la pena de tres años y medio de prisión en suspenso, por lo que no fue detenido). A pesar de que no hay juez, fiscal o cámara que de vez en cuando no cite el Caso Bulacio y que se estudie en las facultades, lo cierto es que hoy, en 2021, no sólo estamos igual en materia de detenciones arbitrarias en Argentina si no que estamos peor”, plantea el comunicado en la página web de la CORREPI en ocasión del aniversario del caso este año.

A pesar de la sentencia internacional, en nuestro país, siguen vigentes códigos contravencionales y regulaciones policiales que desconocen las exigencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Por lo que se hace necesario continuar con el trabajo de concientización iniciado. En este sentido, Verdú explica: “Estamos lanzando la nueva campaña en contra de las detenciones arbitrarias exigiendo el cumplimiento de la sentencia que no solamente serviría para garantizar la libertad de tantas personas en la República Argentina sino que, además, sería una garantía para la integridad física de las personas. Porque el 50% de las personas muertas en comisarías en los últimos 35 años, de acuerdo a nuestro archivo de casos, no fueron detenidas por un delito sino por algunas de esas herramientas arbitrarias: averiguación de antecedentes, identificación, contravenciones, razzias. Para cumplir con la Corte Interamericana, el Estado argentino debería haber derogado esto hace más de 17 años y acá estamos, con un sistema incluso más amplio de lo que era en 1941”.

Y mientras tanto, la imagen de Walter nos sigue sonriendo en carteles, remeras y pantallas. “Walter es la cara de la lucha organizada de la juventud contra la represión estatal”, asegura Verdú. Y sus amigos, bien lo saben: “Veo todo el tiempo la imagen de él. He visto esténcil, la figura del Che hecha con la cara de Walter. Aparte fue el primer muerto en las barbas del rock en época de la democracia. Después de la muerte de Walter, en los recitales de los Redondos a los que asistimos, vimos chicos que tenían remeras con su cara, algo que no era tan común en esa época. También, gente cantando, y su imagen en las banderas”, reflexiona Vilche. Por su parte, otro amigo, Cristian Ottaviano, sentencia: “Walter se convirtió en el mártir, en la imagen del gatillo fácil, la gente no se olvidó que no hayan pagado los responsables”

Pero la memoria trasciende lo visual, Vilche cuenta: “Estoy en un proyecto, escribiendo sobre Walter. Es un libro de no ficción, más intimista que periodístico, y trato de contar nuestra historia con él que incluye todo lo que tiene que ver con el caso. La idea principal es que no se olvide”.

Sin embargo, más allá del loable proyecto personal de Vilche y sus compañeros de división, Walter Bulacio nunca será olvidado porque siempre será una página importante en la historia argentina de las luchas por el derecho a la integridad personal y a la libertad.