Por Maira Abril Moussou
Fotografía: Clara Pérez Colman

Mientras muchos piensan en el pan dulce y la sidra, hay otros que la pasan las fiestas en soledad en una cárcel. Maximiliano, de 36 años, cuenta su experiencia en prisión y cómo busca reinsertarse ahora que salió en libertad.

La Navidad en Argentina se caracteriza por las cenas familiares, el intercambio de regalos y la clásica cuenta regresiva de Crónica TV con Los Palmeras de fondo. Así es cómo lo vive el grueso de nuestra sociedad. Para las personas encarceladas “es una fecha muy triste en la que el aislamiento y la soledad se hacen sentir”, explica Fernando Benítez, presidente de la Fundación Tercer Tiempo de Santa Fe que aboga por la reinserción social de quienes están privados de su libertad a través de herramientas como el rugby.

Se trata de una fecha simbólica en la que la desdicha no se limita a la persona encarcelada, sino que atraviesa a todo su círculo cercano. “Yo no soy una persona que le preste mucha atención a las festividades pero sí me tocó ver a pibes chicos que entran por primera vez a la cárcel y se ponen muy tristes, están con el teléfono constantemente comunicándose con la familia”, cuenta Maximiliano, de treinta y seis años, un exdetenido que salió en libertad asistida en mayo de este año luego de haber sido encerrado en tres ocasiones desde sus veinte años.

Según Benítez, la Ley N°24.660 de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad no tiene en cuenta las festividades y estas son tratadas como un día más. Aún así, explica que cada unidad penitenciaria puede contar con disposiciones circunstanciales. “Los primeros años que estuve detenido, los días festivos nos permitían visitas extraordinarias”, dice Maximiliano. Se trata de encuentros especiales aparte de los estipulados semanalmente. “Ahora lo acomoda el director de cada unidad como le parezca más conveniente. En la Unidad N°6 de Rosario las visitas son entre semana y no te permiten visitas el domingo porque es Navidad”, explica.

“Hay personas que no quieren que llegue ese día, que se encierran para no ver a nadie porque al estar sensibles se ponen más violentos, menos tolerantes”, cuenta Maximiliano y agrega: “Antes de estar compartiendo con otra persona prefieren guardarse para sí”. Según Benítez, esta realidad se genera por la falta de comunicación con los seres queridos que a su vez es producto de la sobrepoblación carcelaria. Santa Fe tiene la particularidad de que dentro de las unidades “no está permitido el teléfono celular”, explica Benítez. “Por lo tanto –agrega-, las llamadas no pueden ser ese mismo día”. Contexto que agrava el sentimiento de soledad.

 

El adentro

 

Más allá de que existan fundaciones como Tercer Tiempo que se dedican a organizar actividades, talleres y cursos para ayudar a la reinserción de las personas encarceladas, el apoyo y contacto con las familias cumplen un rol central. “Soy una persona afortunada. Creo que casi nunca estuve sin visitas”, dice Maximiliano y cuenta que no todos tienen esa suerte.

En las unidades femeninas, los hijos menores de cuatro años pueden convivir con sus madres en contexto de encierro pero son separados una vez cumplida esa edad. Benítez explica que se trata de un sistema “bastante cruel” ya que no es un ambiente adecuado para la crianza de un niño: “Sabemos que las cárceles son un poco violentas y crecer en ese mundo no es lo más sano”, comenta.

En tanto a la comunicación telefónica, Maximiliano explica que en su último año en prisión había dos celulares autorizados cada veinticinco personas que se turnaban para que no hubiera conflictos. Se trataba de aparatos “viejos” y sin acceso a internet que solo podían usarse para realizar llamadas y enviar mensajes y que eran controlados varias veces al día por las autoridades.

Además de acompañar desde afuera, los familiares se encargan de aportar víveres y productos de higiene personal a los detenidos ya que “dentro de la unidad te dan poco y nada más que el alimento que te tienen que dar todos los días”, cuenta Maximiliano y explica que se trata de un menú fijo que no siempre es el adecuado para sus necesidades alimenticias. “Hay muchos que viven de la comida de la unidad y otros que tienen la suerte de que un familiar les lleve algo”, resume.

Si bien dentro de las unidades los presos pueden trabajar, estos trabajos no son de fácil acceso ni bien remunerados. “Mayormente te provee tu familia pero hay muchos pibes que no tienen a nadie”, cuenta Maximiliano. Este contexto genera solidaridad entre algunos encarcelados que ayudan a los que menos tienen.

Esta es la realidad de quienes están privados de su libertad, situación que Benítez junto a sus compañeros de la Fundación Tercer Tiempo buscan que se cuestione. “El Estado se limita al carcelero que abre y cierra la reja y deja a la persona privada de su libertad. Y la sociedad tiene una mirada vengativa, quiere que la cárcel sea el peor castigo para la persona por lo que hizo”, dice Benítez y propone un abordaje desde la responsabilidad subjetiva para que el que cometió un delito se haga cargo de él pero que también pueda trabajar en su futura reinserción en sociedad.

 

El afuera

“La misma gente que iba a la unidad a enseñarnos rugby me presentó a la Asociación Uniendo Caminos, donde estoy ahora”, cuenta Maximiliano y explica que las fundaciones ayudaron a que le permitan salir de la unidad semanalmente para hacer un curso de panificación y luego otro de ayudante de pizzero.

“En la Fundación Tercer Tiempo inicialmente éramos dos personas que fuimos con una pelota a jugar con los internos”, cuenta Benítez. Durante sus ocho años de trayectoria, han incorporado a diferentes profesionales como psicólogos, abogados y trabajadores sociales que ahora forman parte de un equipo que busca ayudar a reconstruir la vida de las personas privadas de su libertad. Con esta premisa, han creado cooperativas de trabajo como la Cooperativa Esmeralda de panificados en la que se desarrolla Maximiliano.

“Nosotros trabajamos por producción. Según lo que producimos, es la ganancia”, cuenta Maximiliano y explica que cuando salió en libertad asistida, su prioridad era cubrir las necesidades de su pareja y sus tres hijos, uno de ellos en camino, el primero en libertad: “Teniendo la posibilidad de que yo me desenvuelvo en la cocina, para comer no nos falta porque yo con un poquito de harina puedo hacer cualquier cosa. Pero hay veces que cuesta conseguir el paquete de harina”, comenta.

Si bien “la plata no alcanza”, Maximiliano señala que sus hijos de once y nueve años ya pusieron sus cartas a Papá Noel debajo del arbolito y agregaron un posdata diciendo que entienden si no pueden recibir lo que pidieron. “Yo quisiera que ellos tengan más de lo que yo tuve pero no tengo los medios para dárselos, no tengo las mismas posibilidades que tuvieron mi mamá y mi abuela”, reflexiona.

Después de dieciséis años de encuentros y desencuentros con la justicia, Maximiliano nos cuenta que se siente en libertad y está experimentando muchas cosas por primera vez: “Salí hace siete meses en libertad y estoy pasando por todo el proceso de tener que ser sostén de mi familia. Es la primera vez que estoy pasando un embarazo con mi esposa, que fui a una ecografía, que la acompañé al hospital. Ahora estamos discutiendo si voy a presenciar el parto. Si bien falta porque está de cuatro meses, son todas cosas nuevas que estoy viviendo ahora”, resume.