Pocos pacientes recuperados donan plasma

Pocos pacientes recuperados donan plasma

El principal problema a la hora de determinar la eficacia del tratamiento de convalecientes para pacientes de Covid 19 es la necesidad de comparar entre dos grupos de pacientes. Un grupo debe ser tratado y el otro no para poder cotejar los resultados, pero la realidad es que nadie se inclina por no recibir el plasma que puede ayudarlo a curarse. Según explicó el médico infectólogo, Alejandro Fernández Garcés, esto genera un dilema ético: “No hay diez medicaciones para ayudar al paciente y comparar entre todas esas. En Argentina solo podés elegir darle plasma o no darle nada, por eso es éticamente complejo”.

Fernández Garcés está encargado de la atención de Covid-19 en la Clínica de Banco Provincia de la Ciudad de Buenos Aires, explicó que allí entre siete y ocho personas ya han recibido plasma.  “Uno tiene la sensación de que ayuda porque el paciente viene haciendo fiebre todos los días y con bajas en la saturación de oxígeno y al ponerle plasma siente una mejoría y la fiebre calma. Entonces parece haber una utilidad, pero no podemos asegurarlo a ciencia cierta”.

En el campo científico lo novedoso fue el aval de la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA). Esta agencia autorizó recientemente su uso como tratamiento terapéutico. Las investigaciones concluyeron que al menos el 35% de los pacientes han evolucionado favorablemente luego de estudiar a 20.000 personas que habían recibido la transfusión de plasma. Antes, el tratamiento era utilizado solo bajo protocolo de investigación y en caso de emergencias.

Lo esencial para recibir el tratamiento es la cantidad de anticuerpos que circulan en el plasma donado y el momento de la enfermedad del paciente que los recibe. Esto es importante porque el objetivo es dar anticuerpos para neutralizar el virus, pero si la etapa viral terminó y el paciente se encuentra en una fase de respuesta inflamatoria, el plasma ya no tiene utilidad. Por eso cuanto antes se realice la transfusión mejor serán los resultados. Luis Cantaluppi, coordinador del Área de Plasma del Ministerio de Salud bonaerense señala la importancia que ha tenido este procedimiento: “Con una donación es posible que tres o cuatro personas puedan no pasar a terapia intensiva y evolucionar favorablemente. Esto es muchísimo, creemos que hemos bajado la mortalidad entre un 15% y un 20% –agrega el doctor-. El plasma evita la progresión de la enfermedad a periodos críticos, por lo tanto permite que el paciente que está con oxígeno no necesite un respirador y que los hospitales no estén colapsados”.

En Buenos Aires, solo se realizaron 700 donaciones y algunas de ellas pertenecen al mismo donante.

Actualmente existe mayor demanda de plasma que cantidad disponible en la Provincia de Buenos Aires. La gran mayoría de pacientes recuperados no dona y esto se ve reflejado en la cantidad de turnos libres para la extracción. Es un recurso escaso y limitado. En la provincia de Buenos Aires se han realizado alrededor de dos mil transfusiones y unas tres mil se concretaron en todo el país. Cantaluppi explica que de los miles y miles de pacientes que han padecido la enfermedad, solo contaron con 700 donaciones y algunas de ellas pertenecen al mismo donante que se ha acercado más de una vez: “Desde que empezamos hasta ahora siempre hubo escasez de plasma, son muchos pedidos y no llegamos a cumplir con todos.  A veces son 60 los pacientes que piden por día y contamos con una producción entre 40 y 50 unidades de plasma”. Un solo donante permite obtener entre tres a cuatro unidades. Cantaluppi añade: “El gran problema es el límite de plasma que tenemos, esto hace que seamos muy racionales y no usemos de más porque si no muchos pacientes no tendrían”.

El infectólogo Fernández Garcés afirma que siempre que fue solicitado hubo donaciones disponibles en la clínica donde trabaja. Esto puede estar relacionado con que todos los pacientes recuperados son invitados a donar. Gabriela Soncin, abogada y donante, atravesó la enfermedad con algunas complicaciones que la llevaron a padecer neumonía bilateral y permanecer internada durante cinco días en el Hospital Güemes, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Después de ser dada de alta, investigó e insistió para donar plasma, porque entendía la situación crítica, pero nunca fue contactada desde ningún organismo del Estado para hacerlo. Entonces, cuarenta y cinco días después del hisopado positivo, se presentó voluntariamente en la Fundación Infant de la Ciudad de Buenos Aires para donar: “Mientras esperaba el resultado en el hotel no tenía nada para hacer salvo mirar tele y ahí hablaban de la utilidad del plasma. Decidí donar porque lo único potable de esta situación era poder ayudar a otros”.

Soncin se había contagiado junto a sus dos hijos. Su hija se acercó a donar, pero su hijo no quiso porque el año pasado sufrió un neumotórax y no se sentía cómodo “por supuesto nadie le insistió, es una decisión muy personal, pero no sabemos si tiene o no anticuerpos”. Esto se debe a que al donar plasma se realiza un análisis para determinar la cantidad de anticuerpos con los que cuenta cada persona. Cuando recibieron los resultados se sorprendieron: “Mi hija donó como yo, pero ella no tenía anticuerpos y yo tenía un montón. Menos mal que insistimos con tener los resultados porque si confiás que tenés inmunidad, capaz te descuidas un poquito”.

Cantaluppi señala que cerca del 20% de los pacientes que se acerca a donar no cuenta con anticuerpos. También explica que esto no significa necesariamente que puedan volver a contagiarse inmediatamente, ya que existen dos tipos de inmunidad. Una que se mide con el nivel de anticuerpos en sangre y otra que es de tipo celular, que no es medible porque se ubica en las células. Cantaluppi expresa: “Cuando el organismo se expone a un virus ya conocido se desencadenan dos respuestas, una inmediata que es la celular y otra más tardía, la de los anticuerpos. El virus entra por la nariz y si existió un contacto previo con la enfermedad probablemente las células de la mucosa nasal actúen rápidamente e inactiven el virus, pero esto no se puede medir”.

Aún no hay evidencia certera sobre si es posible que una persona se reinfecte, ni cuánto dura la inmunidad. Cantaluppi expresa: “Hay pacientes que poseen anticuerpos por cuatro meses y otros que han bajado rápidamente. El paciente que se acerca a donar tiene una cierta seguridad sobre si cuenta con una cantidad de anticuerpos circulante o no”. El doctor Fernández Garcés afirma que ya hay estudios que certifican la reinfección de pacientes con otras  mutaciones que tuvo el virus a lo largo del tiempo: “Si pensás en la cantidad de millones  de infectados que hubo en el mundo es difícil creer que no hubo reinfecciones, pero no lo podemos asegurar objetivamente todavía”. Fernández Garcés agrega: “Aunque el paciente se reinfecte algún grado de inmunidad generó anteriormente entonces seguro cuenta con algún tipo de protección”.

«A veces son 60 los pacientes diarios que piden plasma pero contamos con 40 o 50 unidades por día”, dice Cantaluppi.

Para donar no existe ningún tipo de contraindicación ni riesgo. Solo es necesario contar con  una hora para responder un cuestionario y realizar la donación. No hay peligro de bajas de presión, ni se deben recuperar glóbulos rojos ya que el procedimiento solo extrae el plasma que es la parte liquida de la sangre, el vehículo que transporta a los glóbulos rojos, blancos y plaquetas. A la hora de donar las mujeres son mayoría, Cantaluppi estima que es cerca del 65% y a su vez los hombres son quienes más necesitan del plasma siendo aproximadamente el 70% de los tratados.

Soncin duda seriamente volver a donar por miedo a perder todos los anticuerpos que generó: “Como no la pase bien con la enfermedad me da temor bajar la cantidad de anticuerpos, aunque no sé si está bien lo que estoy pensando”. Al respecto Cantaluppi asegura que esto no es posible: “Cada persona cuenta con 5 litros de sangre circulante de las cuales tenemos cuatro litros de plasma. Al donar solo extraemos 400 centímetros cúbicos, o sea un 10% del torrente sanguíneo total. El cuerpo velozmente lo recupera y los glóbulos blancos, que son los responsables de producir los anticuerpos neutralizantes, rápidamente lo hacen. Nadie se queda sin anticuerpos porque le saquemos una porción de plasma”.  

El Gobierno Nacional promulgó en agosto la Campaña Nacional para la Promoción de la Donación Voluntaria de Plasma Sanguíneo. A partir de ella, el traslado de los donantes que no cuenten con transporte está garantizado y se les otorga una licencia especial a quienes estén bajo relación de dependencia. Quienes deseen donar pueden hacerlo comunicándose con el CUCAIBA al 0800-222-0101 en la Provincia de Buenos Aires. Y en la Ciudad de Buenos Aires existen varios hospitales habilitados que figuran en la página del gobierno porteño.

La donación de plasma es necesaria para poder mantener el sistema de salud sin saturarse y ayudar a los pacientes con el único tratamiento disponible. Cantaluppi enfatiza: “Donar es un gesto solidario y depende de que la gente se acerque, done su tiempo y su plasma. Si todos pensásemos que estamos en riesgo, que podemos cambiarle la vida a otra persona y supiésemos el valor que tiene donar, la historia y la cantidad de donantes sin duda seria otra”.

Las cooperadoras porteñas no son virtuales

Las cooperadoras porteñas no son virtuales

Las aulas se encuentran vacías y los chicos en sus casas. Pero la comunidad educativa, lejos de estar ausente, mantiene redes de contención y ayuda. Desde la distancia, las cooperadoras escolares se vuelven actores fundamentales para la continuidad del vínculo entre familias, maestros y alumnos. Patricia Barrera, vicepresidenta de la cooperadora de la escuela N° 3 D.E. 15 señaló que hay una naturalización en la diversificación de sus funciones, “lamentablemente en los últimos años la educación pública en la Ciudad de Buenos Aires ha caído y tuvimos que salir a tapar agujeros”. 

El rol social de las cooperadoras se profundiza en contextos de crisis y en medio de la pandemia la brecha tecnológica fue uno de los problemas más importantes. La suspensión del Plan Conectar Igualdad en 2015 implicó que muchos jóvenes no recibieran su notebook. Este plan fue reemplazado por otro llamado Aprender Conectados en el que se entregaban computadoras, pero para compartir y ser usadas en las escuelas. Desde el inicio de la cuarentena, fueron muy pocos los equipos entregados por el Gobierno de la Ciudad para sortear la desconexión. Uno de los grandes problemas es que, en general, en una misma casa hay más de un niño escolarizado, padres haciendo teletrabajo y, con suerte, un solo dispositivo, sin contar que el acceso a internet tampoco está garantizado y que varios niños entre seis y once años no cuentan con un teléfono móvil para uso personal.

El Observatorio Argentinos por la Educación realizó un relevamiento de datos en todo el territorio nacional que concluyó que el 7,2% de los estudiantes que finalizan la primaria y la secundaria en la Ciudad de Buenos Aires no cuentan con acceso a Internet en su hogar. Pero la conexión no significa poder mantener la instrucción virtual. El Ministerio de Educación se acercó a las escuelas para poder realizar un relevamiento que habría arrojado porcentajes parecidos, pero desde las cooperadoras se denuncia que estos datos son erróneos. Diana Reingart, tesorera de la cooperadora de la Escuela Primaria Nº 26 del Distrito Escolar 6º manifestó: “Le estaban haciendo las preguntas a la gente que iba a buscar el bolsón, personas que se enteraron que eso estaba ocurriendo, porque hubo otras que no supieron porque no tienen conexión –añadió Diana–. Que tengas un teléfono, no significa que estés conectado y que puedas hacer la tarea, porque necesitás internet, capacidad en el celular y saber usar los programas”.

“En nuestra escuela, en las primeras semanas de pandemia venían 9 o 10 familias a buscar ayuda, ahora son 27″, dice Kors.

Las cooperadoras buscaron registrar información propia al respecto, por lo que circuló una encuesta en todas las escuelas públicas de la Ciudad. Barrera manifestó que en este relevamiento se concluyó que el 40% de los chicos en edad escolar no cuenta con la posibilidad de mantener una educación virtual. Varias cooperadoras de distintos colegios se las ingeniaron para ayudar a los alumnos que no poseían conexión usando sus propios recursos económicos con la compra de planes de datos, el pago de internet, el préstamo de algún dispositivo que conseguían y principalmente con la entrega de las actividades escolares impresas.

En las escuelas con menos recursos, la situación resulta más grave: muchas no cuentan con cooperadoras, o tienen organizaciones muy frágiles. Carolina Martínez es profesora de inglés en la Escuela Primaria Nº 6 del Distrito Escolar 21. Allí asisten muchos niños de la Villa 20 con los cuáles fue muy difícil establecer el primer contacto. La directora debió realizar un rastreo de todos los alumnos y sus familias a principio de año porque varios habían perdido el celular, se habían mudado o se encontraban aislados por haberse contagiado. De los 500 alumnos que hay en su escuela, Martínez calcula que más o menos 100 no cuentan con la posibilidad de conectarse porque no tienen internet, computadora o los padres no pueden ocuparse. 

El Gobierno de la Ciudad está considerando dar comienzo en septiembre a las clases presenciales para aquellos chicos que no pudieron mantener la conexión virtual. Se estima que son cerca de 5.100 alumnos los que no han tenido contacto con sus docentes desde marzo, pero la iniciativa generó una fuerte resistencia de muchos sectores de la educación pública. La medida implicaría exponer a los chicos de menos recursos a situaciones peligrosas. Luego de que el Jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, expresara el 14 de agosto esta iniciativa, el Ministro de Educación de la Nación, Nicolás Trotta aseveró que “no están dadas las condiciones epidemiológicas para volver”. 

Un relevamiento de las cooperadoras porteñas concluyó que el 40% de los chicos no tiene acceso a la educación virtual.

Los problemas del retorno a la escuela presencial son diversos y graves, teniendo en cuenta que desde hace años los auxiliares de limpieza son menos de la cantidad necesaria y no es posible garantizar las medidas de higiene.  “Existe la idea de que los chicos se contagian y no pasa nada, pero el chico no va solo a la escuela, tiene que haber docentes, auxiliares, padres que los lleven, señaló Reingart y agregó: “Además todavía se están evaluando las secuelas que puede dejar el virus. Si el pibe se infecta y le queda una secuela de por vida por asistir dos meses a clases muchos consideramos que es ridículo”.  

Tampoco queda claro si habrá incorporaciones de nuevos docentes para realizar las clases presenciales y continuar con las virtuales o si ambos trabajos serán responsabilidad de las mismas profesoras. Reingart expresa que en su escuela se fomenta la inclusión, la solidaridad y el compartir, es por esto que ve muy complicado lograr que los chicos mantengan la distancia, que no se presten los barbijos o que no se abracen después de tantos meses de aislamiento: “Te muestran fotos de la sociedad japonesa pero allí estudian así normalmente, con repetición, sentados, sin moverse. Acá se propicia otra cosa, los docentes van a tener que cumplir una función de policía para la que no están entrenados”.

Carmen Razzotti, presidenta de la cooperadora de la Escuela N°17 de la comuna 14 advirtió que en un principio se había dejado filtrar la idea de que la desinfección de las escuelas iba a estar a cargo de las cooperadoras: “Nos resistimos completamente. Si queremos comprar lavandina para que todo esté más limpio porque la que manda el gobierno no alcanza, es cosa nuestra, pero que el FUDE no incluya hacernos responsables de la tarea de sanitización”.  El Fondo Único Descentralizado de Educación (FUDE) es el subsidio anual que el Gobierno les otorga a las cooperadoras para poder hacer frente a sus gastos. El año pasado estuvo cerca de los 100 y 130 pesos por alumno y se calcula de acuerdo a la matrícula y a otros factores que no están claramente determinados. La mayoría de las escuelas todavía no lo cobraron este año y la situación se agrava teniendo en cuenta que en circunstancias normales las cooperadoras obtienen fondos con la organización de eventos que están imposibilitados y con las cuotas sociales, que en la mayoría de los casos no están pagándose debido a la crisis económica.  

“El bolsón es bastante carente en lo nutricional», denuncia Barrera.

Julia Kors, miembro de la cooperadora del Jardín Pablo Picasso, explicó que en su escuela hubo familias que se sintieron incómodas al manifestar la necesidad de recibir donaciones porque no estaban acostumbradas, pero sus ingresos se habían visto afectados por la crisis o el desempleo. Y otras que, en un principio, intentaron prescindir de la asistencia, pero la desesperación los llevó a acercarse. “En las primeras semanas de este contexto de emergencia contábamos con unas nueve o diez familias que habían podido transmitir la necesidad de contar con un ayuda por parte de la cooperadora y ahora son unas 27”, subraya Kors. En su escuela se formó una red de donaciones de ropa, alimentos, artículos de limpieza y transferencias bancarias por parte de las familias que están económicamente mejor a las cuentas de otras que lo necesitan. A su vez, las meriendas que el Gobierno de la Ciudad entrega cada quince días son donadas por los chicos que no les hacen falta a otros que sí.

En las escuelas de jornada completa la entrega quincenal se trata de dos bolsones de alimentos que deberían reemplazar el almuerzo de un niño en edad escolar de lunes a viernes, pero Barrera manifestó que no son suficientes. “El bolsón es bastante carente en lo nutricional. El menú escolar tiene platos con distintos tipos de carne roja, de cerdo, huevos una vez en la semana, que por supuesto no está en el bolsón”, dice Barrera. 

Una de las propuestas que surgieron desde distintos colectivos de la educación pública fue el reemplazo de los bolsones por una tarjeta alimentaria para ayudar a las familias, evitar la circulación y que puedan elegir qué comer. Pero pareciera que este proyecto no va a prosperar porque supone una inversión mucho mayor por parte del Estado. Para Barrera el problema más importante es otro: “Hay un gran negociado entre el Gobierno de la Ciudad y los comedores que brindan el servicio de comidas”.

Razzotti advirtió que a veces la sensación de que el bolsón que no alcanza tiene que ver con que se usa para alimentar a toda la familia, pero es la ración para el niño o niña que asiste al colegio. En su escuela se preparan canastas y cajas complementarias para la semana en la que el Gobierno no entrega los bolsones, allí se incluye alimentos y artículos de limpieza: “Procuramos que la comida  tenga algo fresco y sabroso. A veces los funcionarios creen que con un fideo y un arroz alcanza y no. Conseguimos queso, entonces las familias tienen para hacerse unas ricas pizzas y la vida es un poco mejor”,  agregó. 

Estos contactos quincenales o semanales fortalecen el vínculo. Razzotti notó que hay necesidad de apoyo psicológico: “Humanamente hay mucha necesidad emocional, que se traduce en necesidad económica, apoyás emocionalmente y después ayudás con alguito. Muchas veces no le solucionás la vida, pero estás ayudando un poco y estás escuchando otro poco”.  Además, las cooperadoras también están a cargo de controlar la calidad y la cantidad de bolsones. Varias veces los alimentos frescos llegan en mal estado o podridos y deben realizar la denuncia.

El trabajo de las cooperadoras es fundamental pero en aquellos colegios donde no existe esta organización, no hay red de contención, ni FUDE, ni ayudas en la compra de material didáctico o en la impresión de las tareas o en el acceso a internet. En la escuela de Carolina Martínez la cooperadora no pudo organizarse, principalmente porque necesitan dinero del que las familias no disponen. Allí todos los alumnos se acercan a retirar sin falta los bolsones y la crisis dejó a varias familias sin trabajo: “Todos los padres limpian casas o son amas de casa o albañiles, si hay algo que no está sobrando es plata”. 

Las escuelas con población socio-vulnerable sufren una doble victimización: son las más desprotegidas y a su vez las que menos organización tienen. Las cooperadoras al sumar acciones voluntarias, favorecen al Estado ausente que delega en ellas parte de sus tareas. En donde esta organización no es posible, la desigualdad se vuelve cada vez más profunda y difícil de saldar.

Una nueva audiencia en la megacausa Campo de Mayo

Una nueva audiencia en la megacausa Campo de Mayo

La investigación sobre la Megacausa Campo de Mayo se reanudó ayer de manera virtual con el relato de Julieta Pía Brochero, quien fue secuestrada en dos ocasiones junto a su madre siendo apenas una bebe. La búsqueda de su madre y el pedido de justicia por la muerte de su padre sigue vigente. 

La investigación se centra en los crímenes de lesa humanidad cometidos contra más de 323 víctimas entre 1976 y 1978 en el Centro Clandestino de detención y Exterminio Campo de Mayo. Entre ellos, se encuentra los desaparecidos de la Operación Ferroviarios y los trabajadores de Mercedes Benz, entre otras víctimas.

Julieta Pía Brochero comenzó su declaración con la historia de su padre, Miguel Ángel Brochero, militante en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Fue asesinado en enero de 1976 cuando tenía 22 años: “Fue acribillado a balazos hasta dejarlo prácticamente irreconocible”, contó. Su madre, Patricia Zaldarriaga, quedó  viuda con tan solo 18 años, estando embarazada de Julieta. Al poco tiempo de dar a luz, el 19 de mayo de 1976, ocurrió su primer secuestro.

Cuando Julieta tenía 19 días de vida, unos hombres vestidos de civil ingresaron al domicilio. Allí estaba su abuela materna, sus tíos, Pablo y Mauro Zaldarriaga, de 4 y 14 años, su abuelo Miguel Ángel Silva y ella junto a su madre. El grupo de operaciones saqueó el domicilio y se llevaron con ellos a Patricia, a Julieta y a Miguel.

El 30 de mayo de 1976 fueron liberados, en un auto que los dejo en el domicilio, agradeciéndole la “colaboración” a Miguel. Él apareció con sus ojos sin vendar, Patricia en cambio tenía vendas y claras marcas de tortura, como quemaduras de cigarrillo, heridas hechas por una picana y le faltaban las uñas. Unos hombres encapuchados llegaron a su domicilio a las pocas horas de haber vuelto. Luego de saquear lo que quedaba en la casa, como fotos y documentación, pintaron en todas las paredes con rojo la consigna “Operación Masacre”. Pasaron algunas horas siendo torturados hasta que se llevaron nuevamente a Patricia junto a su bebé a punta de pistola. Esta vez, su madre no regresó. 

Julieta no sabe exactamente qué ocurrió después del secuestro, pero gracias a testigos pudo reconstruir que vivió sus primeros tres años de vida en la casa de un médico pediatra, Alejandro Ameijeira, y su esposa, quienes no podían concebir hijos. Su abuela materna consiguió recuperar a Julieta, aunque ella nunca supo cómo. 

Volvió a la casa con su abuela quien la crio como su hija y le hizo creer que sus tíos eran en realidad sus hermanos “Mi vida a partir de los tres años fue cambiando varias veces -declaró ante el tribunal-. Por momentos, mi papá se había ido de viaje, luego en ese viaje había tenido un accidente, luego había muerto y finalmente había sido asesinado por el terrorismo de Estado, al igual que fue desaparecida mi mamá”. 

Julieta Pía Brochero llamó varias veces a la casa en la que creció hasta los tres años pero la insultaron.

Julieta vivió su infancia intentando saber qué había ocurrido con sus padres. Se contactó con Abuelas de Plaza de Mayo y otros Organismos de Derechos Humanos, pero cuando intentaba hablar con su abuela sobre lo que pasó, ella se negaba a responder: “Cada vez que quise indagar, mi abuela tenía fuertes episodios violentos, cada vez más y cada vez peores”. Por este motivo decidió irse de la casa a los trece años: “Las preguntas que podría haber hecho a los doce o trece, cuando todavía podía armar mi identidad, quedaron inconclusas porque tuve que irme y no volví nunca más”. 

Julita se distanció de su familia y no volvió a recuperar el contacto. Cuando creció intentó localizar al médico pediatra que se había apropiado de ella hasta que cumplió tres años. Supo que seguía viviendo en la misma casa y que tenía dos hijos junto a su esposa. “Llamé reiteradas veces, los hijos me insultaron y se negaron a hablar conmigo, yo simplemente llamaba para reconstruir esa parte de mi historia”. En varias ocasiones el médico le pidió que no llame más: “Me dijo que si yo estaba buscando algún tipo de justicia, no tenía nada que hacer llamando a su casa, que no molestara más a su familia, porque ellos no tenían nada que ver conmigo”.

Una de las personas que más datos aportó sobre su historia fue un amigo de su madre que la localizó en 2007. Para Julieta este contacto fue importante, pero también muy confuso: “Aseguraba que podía ser mi padre y eso para mí fue una cuestión emocional y psicológica terrible”. Julieta entendió que su palabra no era de fiar “no podía confirmar lo que él me relataba, era una persona mitómana”. 

Entre tantas mentiras y verdades, Julieta aún busca reconstruir su historia. Para concluir su declaración, dedicó unas palabras a su familia, a sus hijos, a sus padres y a su “compromiso con la lucha para todos los que tuvimos que pasar por este genocidio infame y esta época terrible”. Pidió que se haga justicia y advirtió: “A los genocidas, que caminaron y siguen caminando, ante todo sepan que a donde vayan los iremos a buscar”. Mientras decía esto, Julieta sostenía en las manos un poema que su madre escribió tras la muerte de su padre, en enero de 1976. Para finalizar su testimonio decidió leerlo:

Para perfumar la tierra
mi esposo amado murió en la guerra.
Este dolor tan profundo, esta amargura de hiel,
me chorrea por los ojos, porque han matado a Miguel.
Si su camino es de espuma y al pisarlo se deshace
que sea su compañera y desde el barro te abrace.
Y si fuese de tierra, que te conviertas en yuyo
y aunque te mate la guerra seguiré siendo amor tuyo.
Llevo un hijo en mis entrañas, que me besa por adentro,
que deje también lo vivo, que deje también lo muerto.
Te volcare en la playa, cuando mayo abra las puertas
la vida te está esperando, con las dos alas abiertas.

Patricia Zaldarriaga 

La niña torturada y la que vio cómo secuestraban a su madre

La niña torturada y la que vio cómo secuestraban a su madre

La investigación sobre la Megacausa Campo de Mayo se reanudó ayer de manera virtual con el relato de Sandra Missori sobre cómo vivió el cautiverio, a sus doce años, y la historia de la desaparición de los padres de Patricia Parra. 

Las declaraciones se centraron en la operación Caída de los Ferroviarios, una serie de detenciones ilegales que se produjeron entre el 30 de agosto y el 6 de septiembre de 1977. Los jueces Daniel Omar Gutiérrez, Silvina Mayorga y Nada Flores Vega juzgan a 22 militares, de los cuales 13 no tienen condena previa y nueve ya han sido sentenciados por otros delitos de lesa humanidad. Entre los imputados están Carlos Javier Tamini, Carlos Eduardo José Somoza, Hugo Miguel Castagno Monge, Carlos Francisco Villanova, Luis Sadí Pepa y Santiago Omar Riveros.

Sandra Missori contó por primera vez las torturas que vivió cuando fue secuestrada siendo aún una niña. Patricia Parra recuperó el recuerdo de la madrugada en la que fueron a buscar a sus padres. 

“Muerta en vida”

Sandra Missori se encontraba en su casa, al lado de ella estaba su marido y su psiquiatra, acompañándola. Comenzó su relato con lo que ocurrió en la madrugada del 30 de agosto de 1977 cuando su casa fue invadida. Ella tenía doce años y en el domicilio se encontraba su madre, Ema Battistiol con su tía, Juana Colayago, embarazada de seis meses, y sus dos hijas Lorena y Flavia Battistiol de apenas uno y tres años, quienes ya declararon en las audiencias anteriores.

A las doce de la noche, un grupo de hombres armados y con pasamontañas en la cabeza tiraron la puerta abajo. Buscaban a su tío Egidio Battistiol, pero él se encontraba trabajando en los talleres ferroviarios. El grupo de hombres decidió esperarlo, mientras interrogaban a las mujeres. “Pusieron arriba de la mesa dos bolsos cubiertos de tierra, adentro había armas. Me preguntaron, agrediéndome, si yo sabía si eso era de mi tío. Yo no sabía absolutamente nada”.

Esperaron a Egidio hasta la seis de la mañana. Cuando llegó, su madre y su tía fueron vendadas y forzadas a salir de la casa. Las subieron a un auto y las llevaron a Campo de Mayo, allí Sandra fue separada de su familia. Lo primero que le quitaron fue su identidad “A partir de ese momento yo ya no era más Sandra, pase a ser el número 513”. La obligaron a desvestirse, a entregar sus pertenencias y a ponerse ropa muy grande, “manchada con sangre y sucia”. Sandra recuerda que nunca dejó de llorar durante todo su cautiverio. Le decían que debía calmarse porque si no la iban a castigar, pero Sandra no dejaba de pedir volver a su casa y ver a su madre. “A cada rato venían a preguntarme mi nombre y yo les decía Sandra. Entonces me golpeaban”, recordó.

La dejaron en un cuarto lleno de hombres, en un colchón sucio y con sus pies encadenados al resto de los secuestrados. Sandra recuerda que había dos represores distintos, uno muy violento y otro que parecía ser menos agresivo: “El Negro”. A causa de llorar por tanto tiempo, sus ojos se infectaron, entonces “El Negro” le permitió sacarse la venda y dejarse sólo la capucha. Gracias a esto Sandra pudo ver lo que pasaba a su alrededor. 

Esa noche, mientras uno de los represores repartía la comida al resto de los secuestrados, Sandra notó que sus piernas ardían, subió su capucha y vio una rata comiendo la sangre de las heridas de sus tobillos. Se sacudió fuertemente y gritó, entonces el guardia disparó a la rata que cayó muerta sobre su pierna. “Retorciéndome -dijo-, me la pude sacar de encima, pero quedó al lado mío. Me daba terror el solo tenerla cerca”.

Al día siguiente, Sandra fue llevada a la “sala de torturas”. Allí la esperaban dos represores, un médico y su tía embarazada acostada sobre una cama sin colchón. Juana no llevaba pantalones y tenía su vestido levantado, por lo que podía verse su panza de seis meses de embarazo. Los guardias comenzaron a interrogar a Sandra sobre las actividades de su tío. Cada vez que respondía que no sabía nada, el doctor acercaba la picana a la panza de su tía que se retorcía a metros de ella. “Me preguntaban si sabía que mi tío ponía bombas en los trenes -declaró-, pero yo no sabía nada de eso, tenía doce años”. Como Sandra seguía sin darles las respuestas, el médico sacó de una caja una rata pequeña y la pasó entre las piernas de su tía, cerca de los genitales. Juana lloraba, pero tenía la boca tapada “Le volvieron a poner el aparato en la panza y vi que ella se quedó quieta con los ojos grandes”, contó.

A Sandra la llevaron nuevamente al cuarto, allí se durmió entre llantos. Cuando despertó uno de los represores la volvió a buscar para interrogarla frente a su tío que estaba atado a un árbol “Él no contestaba -señaló-. Tenía la cabeza caída y estaba muy ensangrentado”. A Sandra le volvieron a realizar las mismas preguntas y cada vez que no obtenían la respuesta que buscaban, golpeaban a Egidio con un palo con cadenas. Cuando se derrumbó lo siguieron pateando en el suelo. “Ellos aparte de la tortura física, usaban mucho la psicológica. Para mí fue muy difícil vivir con eso”, explicó.

Sandra volvió a la habitación, donde continuó llorando desconsolada y pidiendo por su madre. “El Negro” le prometió traérsela. Esa noche Ema fue llevada a donde estaba su hija. Sandra le hizo muchas preguntas a su madre, pero no contestaba “Ella no quería hablar porque tenía miedo que nos separen”, subrayó. Cuando otro represor vio a Ema en esa habitación la arrancó de los brazos de su hija y se la llevó, dejando a Sandra en un ataque de llanto. Anocheció, pero Sandra no lograba tranquilizarse, uno de los guardias la arrastró afuera y la ató a un árbol, donde permaneció durante toda la noche vigilada por un joven que parecía estar haciendo el servicio militar “Le dijeron que no me hable, ni me toque -narró-. Pasó toda la noche y yo temblaba de frío, entonces este muchacho que tenía una manta encima suyo, se la sacó y me la dio”. A la mañana siguiente cuando encontraron la manta en sus hombros, le gritaron por haberla tapado “porque merecía morir como perro”.

Ese día Sandra fue arrastrada nuevamente al “cuarto de torturas”. Allí la ataron a la misma cama sin colchón, en la que había estado su tía. El mismo doctor comenzó a darle descargas eléctricas con la picana cada vez que negaba tener información. Su tío, desfigurado, entró al cuarto. “Cuando empecé a gritar de dolor -recordó-, mi tío me dijo que a todo lo que me preguntaran dijese que sí. A si él ponía bombas, yo decía que sí, a si él mataba gente, yo decía que sí”.

Finalmente dejaron de torturarla y la llevaron a atenderse con una mujer que curó sus heridas y le dio contención. Sandra se durmió con sus caricias en el pelo, hasta que más tarde la fueron a buscar “Me dolía todo -señaló-, pero ya no lloraba, creo que se me habían secado las lágrimas de tanto pedir por mi mamá. Recuerdo que me quedé ahí sentadita esperando”. Al día siguiente la llevaron afuera junto a muchos otros secuestrados, le dieron una pala y le ordenaron ponerse a cavar. A su lado pudo distinguir muchas personas muertas amontonadas. 

A la quinta noche la llamaron para confesarse “Yo no lloré más porque pensé que era mi turno de morir. Me calme porque había muchos momentos que deseaba que me maten”, declaró. El sacerdote se sentó a su lado. “Le pregunté cuál había sido mi pecado -agregó-, porque yo no lo sabía”. Luego de esto Sandra fue conducida a una fila de personas que esperaban con ella irse de Campo de Mayo. Allí se reencontró con su madre y juntas fueron trasladadas con muchas otras personas para ser liberadas. Su tío, también estaba en la fila, pero subió a otro camión y nunca más lo vio.

Volver tampoco fue fácil. Su madre nunca quiso hablar ni una palabra sobre lo que vivieron y las órdenes de ser “ciega, sorda y muda” quedaron en su mente. Sandra siente que la dejaron muerta en vida y que ya no supo ser feliz “Yo me quede sin vida y sin madre, porque se distanció de mí. Ella terminó muriendo sola y mal”, sentenció. 

Sandra por primera vez dio ayer testimonio de todo lo que padeció hace tantos años: “Fueron cosas que yo me guardé muy en el fondo porque eran vergonzosas”. Muy conmovida antes de terminar su declaración dijo que ella nunca fue culpable de nada: “A mis torturadores solo les puedo decir que me dan lástima”. Sandra contó que fue diagnosticada recientemente con una enfermedad terminal. “Ahora puedo decir que mi enfermedad me puede llevar en paz porque ya dije todo lo que tenía guardado”. 

 

“No somos un número”

Patricia Parra dio testimonio sobre lo ocurrido en la madrugada del 1° de septiembre de 1977 cuando secuestraron a sus padres. Un grupo de hombres con la cara descubierta tocó la puerta de la casa en Don Torcuato cerca de las seis y media de la mañana. Allí se encontraba Patricia, con su madre, Georgina Acevedo y su hermana Isabel Parra, quien ya dio testimonio en una de las audiencias anteriores. 

Su madre pensó que se trataba de un amigo ya que le habían llamado por su apodo de confianza: Beba. “Empujaron a mi mamá y empezaron a preguntar por mi papá”, recordó. Patricia tenía quince años y su hermana nueve, su madre les dijo que iba a irse con ellos por un rato, pero que iba a volver. Las hermanas vieron por la ventana cómo se llevaban a su madre en un auto. Una vecina las alojó hasta que llegaron sus tíos: “A nosotras nos separaron, mi hermana fue a vivir con otra hermana de mi papá y yo me quede con Rosa Parra y su marido”, detalló.

Sus tíos fueron al día siguiente a los talleres ferroviarios donde su padre, Carlos Raúl Parra, trabajaba. Los compañeros les dijeron que lo habían ido a buscar el 1° de septiembre a la misma hora que fueron a la casa de la familia. Patricia contó que vivió por mucho tiempo con miedo. ”Yo no salía ni a la esquina si no era acompañada por un tío o por un primo; y mi hermana menos”. 

Las hermanas perdieron contacto y luego de muchos años volvieron a reunirse. Juntas fueron a la Secretaria de Derechos Humanos a realizar la denuncia y allí les dijeron que todos los Ferroviarios iban a Campo de Mayo. Patricia señaló que le parece injusto que se hayan esperado tantos años para que llegase el juicio “Lo único que quiero es que le quede grabada a esta gente que está siendo juzgada lo que fue mi familia, yo era feliz, con mi padre, mi madre y me hermana y me arrebataron a mi familia y nunca más tuve una vida normal”. 

Patricia terminó su testimonio entre lágrimas mostrando a la cámara una foto junto a ellos: “Esta es mi familia, no se olviden de sus rostros y de que no somos un número”. 

Recuerdos de la infancia

Recuerdos de la infancia

Este miércoles se realizó la tercera audiencia virtual de la Megacausa Campo de Mayo.

La investigación de la Megacausa por los crímenes cometidos en Campo de Mayo fue reanudada hace dos semanas de manera virtual. Marcos Gómez e Isabel Parra declararon ayer por los secuestros de sus padres. 

La operación llamada Caída de los Ferroviarios engloba a una serie de detenciones ilegales que se produjeron entre el 30 de agosto y el 6 de septiembre de 1977. Esta es la tercera audiencia virtual y varios testigos ya han brindado declaración sobre estos hechos. La reconstrucción de los secuestros se logró gracias a la recopilación de testimonios de los sobrevivientes y familiares durante todos estos años. 

Fueron al menos 323 las víctimas que pasaron entre 1976 y 1978 por el Centro Clandestino de Detención y Exterminio Campo de Mayo. Los jueces Daniel Omar Gutiérrez, Silvina Mayorga y Nada Flores Vega juzgan a 22 militares, de los cuales 13 no tienen condena previa y nueve ya han sido sentenciados por otros delitos de lesa humanidad. Los imputados son: Carlos Javier Tamini, Carlos Eduardo José Somoza, Hugo Miguel Castagno Monge, Carlos Francisco Villanova, Luis Sadí Pepa y Santiago Omar Riveros.

Dos hijos de desaparecidos declararon ayer con el objetivo que se haga justicia por los crímenes de lesa humanidad. Marcos Gómez aún busca conocer el paradero de su padre Enrique Gómez. Isabel Parra pide que las desapariciones de su padre, Raúl Parra, y de su madre, Georgina del Valle, no queden impunes.

“Aferrado a las piernas”

El 1° de septiembre de 1977, entre las dos y media y las tres de la madrugada, un grupo de hombres que decían ser de la Policía irrumpió en la casa de la familia Gómez en Boulogne. En el domicilio se encontraba Marcos, de seis años, junto a sus dos hermanas, Nilda y Mónica Gómez y su madre, Nilda Acosta.

El grupo de tareas rompió algunas ventanas y parte de la casa para ingresar, estaban armados y tenían la cara tapada. Marcos recuerda que los apuntaron con ametralladoras y violentamente los obligaron a encerrarse en el baño, mientras revolvían la casa. A los minutos sacaron a la fuerza a Nilda, dejando a sus tres hijos solos. Ellos podían escuchar como su madre era golpeada e interrogada por el paradero de su padre, “el rebelde”, en la cocina. 

Enrique se encontraba trabajando en el taller de carpintería, por lo que no estaba en el domicilio. Al cabo de una hora llegó a su casa. Marcos recuerda que lo vio tirado en el suelo, mientras lo amenazaban y golpeaban con armas. “En un momento quisieron llevarse a mi hermana, y yo me aferre a sus piernas”. Mientras interrogaban al matrimonio y robaban las pertenencias de la familia, uno de los hombres apoyó dos granadas arriba del televisor, pero luego se llevaron los explosivos con ellos.

Varias camionetas se encontraban estacionadas fuera del domicilio, finalmente, cuando se fueron, se llevaron a Nilda y Enrique. Los hermanos se quedaron solos y permanecieron despiertos hasta que amaneció: “Mi hermana cerró la puerta, pero igual la ventana estaba rota. Nos quedamos en una habitación, tapados con frío y miedo, no sabíamos qué hacer”. Una de sus hermanas fue a buscar a su abuela que vivía cerca, algunos vecinos también los asistieron. Su  hermana mayor, Nilda, de 17 años, hizo la denuncia pertinente, pero en la comisaría les dijeron que no podían hacer nada.

Su madre fue liberada días después. Marcos conoce en detalle lo que vivió en el período que estuvo secuestrada en Campo de Mayo, ya que fue quien la ayudó a realizar los distintos trámites en los tribunales, comisarías, organismos e instituciones. 

Lo que Marcos recuerda que su madre le contó es que al llegar al centro clandestino de detención y exterminio, fue separada de su padre. Por momentos lo escuchaba hablar, pero no podía comunicarse con él. Durante su secuestro Nilda se sintió mal: “Mi mamá se descompuso, tuvo colitis, la bañaban con unas mangueras, ella no quería comer porque le caía mal, pero la obligaban”. En todo momento estaba encapuchada, sólo le permitían descubrirse para comer, beber o tomar alguna medicación. En una de esas ocasiones pudo ver cómo su esposo era golpeado por siete u ocho hombres. 

Durante su secuestro Nilda sufrió violencia verbal y física. Fue interrogada, golpeada, amenazada con armas y perros, escuchaba gritos de personas constantemente. Además, en ese lugar escuchó las voces de de Raúl Parra y Héctor Noroña. 

Nilda también conoció a una mujer embarazada durante su cautiverio. Sobre ella no tiene mucha información, solo que era una mujer de pelo largo y que se encontraba cursando el sexto o séptimo mes de embarazo. “Mi mamá llegó a ver como la picaneaban, de tanto hacerlo iba a tener el bebé. Se llevaron a la chica y no se supo nada más”. 

Los días anteriores a que Nilda fuese trasladada a Campo de Mayo, Juana Colayago de Battistiol y  Leonor Landaburu también estuvieron detenidas allí, ambas estaban embarazadas. Sus familiares prestaron declaración el pasado 27 de mayo en la primera audiencia virtual de la Causa Ferroviarios.

Días antes de que la dejaran en libertad, le dijeron a Nilda que se despidiese de su esposo, porque “lo iban a hacer volar”. “Mi mamá -relató Marcos- pidió que no la mataran. Le dijeron que no tenga miedo, que no iba a sentir nada cuando la matasen. Le gatillaron dos veces. Cada vez que le hacían una pregunta la gatillaban”. También le dijeron que si volvía no iba a encontrar su casa ni a sus hijos, porque habían hecho explotar las dos granadas, aunque esos explosivos nunca quedaron en la casa.

Finalmente la subieron a un auto junto a otras tres personas. Los conductores debatían sobre dónde debían dejarla, hasta que finalmente la soltaron: “Cuando la bajaron de la camioneta, le sacaron la capucha y uno le apuntó a la cabeza y le dijo: ´No te des vuelta hasta que no sientas más el ruido del vehículo´”. Nilda se mantuvo veinte minutos quieta, hasta que encontró el valor para moverse y se arrastró desorientada hasta su casa. Eran cerca de las 3 de la mañana, sus hijos fueron a su encuentro. 

Nilda actualmente tiene 84 años, ya no se encuentra en condiciones para dar testimonio. Hace unos años, cuando Marcos la acompañó a declarar en la instrucción de la causa se descompuso: “Ve un patrullero o a la policía y se asusta. Quedó muy shockeada”. Marcos finalizó su relato entre lágrimas: “Deseo que se haga justicia y que algún día pueda saber dónde está mi padre. Y que los culpables paguen por todo lo que hicieron, porque hasta el día de mi muerte voy a llevar esta cruz encima”.

Isabel tenía 9 años cuando se llevaron a sus padres, Georgina del Valle Acevedo y Raúl Parra.

“Es un poco tarde”

Un grupo de cinco hombres vestidos de civil y con las caras descubiertas tocaron la puerta de la casa de la familia Parra, en Don Torcuato, en la madrugada del 1° de septiembre de 1977. En la casa estaba Georgina del Valle Acevedo con sus dos hijas. Uno de los hombres mencionó a un conocido de su esposo y también la llamó por su apodo, Beba. Esto a Georgina le dio confianza para abrirles la puerta.

Isabel Parra tenía tan solo 9 años, su hermana, Patricia, 15. Del momento recuerda haber estado muy confundida y llorar mucho, y aún guarda en su memoria la cara de uno de los hombres. Mientras las hermanas aguardaban en la habitación, su madre era interrogada. Le dijeron que tenían que hacerle más preguntas, por lo que se la iban a llevar. Georgina se fue de la casa después de decirles a sus hijas que en un rato iba a volver. Ella y su hermana se quedaron en la casa viendo por la ventana como su madre se iba en un auto Falcon de color blanco.

Su padre, Raúl, estaba trabajando cuando se presentaron en su casa. Isabel supo más tarde, a través de un organismo de derechos humanos, que lo fueron a buscar a los talleres de Boulogne el mismo día. 

Luego del secuestro, las hermanas fueron dejadas en la casa de una vecina, hasta que una de sus tías las fue a buscar. En su casa se juntaron varios tíos: “Cada uno tenía sus pensamientos, algunos decían que era culpa del hermano que estuviese pasando esto”. Isabel y Patricia fueron separadas, cada una fue a una casa distinta. Isabel recuerda: “Yo no sabía ni lo que estaba pasando porque me quedé con lo que me había dicho mi mamá y pensé que en un rato o en unos días iba a volver”. Las hermanas mantuvieron una relación a través de llamados telefónicos durante años y se reencontraron siendo más grandes, luego de que los tíos que cuidaron a Isabel murieran. El tiempo que estuvo separada de su hermana fue muy duro, especialmente al principio: “Vivía prácticamente encerrada en una habitación porque mis tíos me decían que me iban a venir a buscar”. 

Cuando fueron secuestrados, Georgina tenía 38 años y Raúl 40. Como muchos de los desaparecidos de esta causa, Raúl era peronista. Isabel supo, gracias a organismos de derechos humanos que la ayudaron a reconstruir lo ocurrido, que los secuestrados eran agrupados de acuerdo a su lugar de militancia y que por eso sus padres habrían estado en cautiverio en Campo de Mayo. Raúl era amigo de Héctor Pablo Noroña, compañero ferroviario también secuestrado ese mismo día, junto a su mujer y dos hijas, que luego fueron liberadas. 

Isabel, muy emocionada, manifestó que su vida había cambiado rotundamente a sus nueve años. Incluso resaltó que las consecuencias de lo que vivió le impidieron ser madre por miedo a la pérdida: “Ellos vivieron como quisieron. A mis padres no les dieron oportunidad. A mí me hubiera gustado que esto hubiese pasado 20 años atrás para que tengan cárcel común y no estén en su casa, como una persona más, como si no hubiesen hecho nada”. Lamentó que hayan pasado más de 40 años para poder declarar, su única ilusión es saber qué pasó con los cuerpos de sus padres: “Tengo mucho dolor por este país. Yo creo que no hay justicia, porque para mí es un poco tarde”.