¿Que treinta años no es nada?

¿Que treinta años no es nada?

La política exterior del gobierno de Alberto Fernández ha cobrado relevancia en las últimas semanas con la celebración por los 30 años del Mercado Común del Sur (Mercosur) y –dos días antes de esta cumbre– con la salida del país del Grupo de Lima, que han reafirmado la posición argentina sobre los procesos de integración regional.

El 26 de marzo de 1991, durante la presidencia de Carlos Saúl Menem, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay firmaron el Tratado de Asunción (Venezuela se incorporó años después), a partir del cual surgió el Mercosur. Si bien el acuerdo original tuvo objetivos ambiciosos como la creación de una intrazona de libre comercio entre los países miembros, que hasta hoy parece lejana, no todo es pérdida para el bloque. Al menos así sostiene Julieta Zelicovich, doctora en Relaciones Internacionales y profesora de la Universidad Nacional de Rosario, en diálogo con ANCCOM.

La investigadora destaca que el Mercosur logró consolidar a la región como una zona de paz y también introdujo mecanismos de integración económica, como forma de generar intereses conjuntos para una proyección compartida en la que las hipótesis de conflicto fuesen dejadas de lado. Sin embargo, sobre este último punto, Zelicovich aclara: “El Mercosur tuvo una primera década relativamente exitosa donde logró un crecimiento importante de los flujos de intercambio, pero a partir de 1999 empiezan a presentarse tensiones: la devaluación del real, la crisis argentina y luego se van sucediendo distintas etapas que llevan a que el comercio no crezca más. Una vez alcanzado determinado volumen de intercambio, la primera y segunda década del siglo XXI muestran que el comercio de intrazona comienza a languidecer”.

No obstante, la reciente discusión, en plena conmemoración de los 30 años del Mercosur, entre el presidente Alberto Fernández y su par uruguayo Luis Lacalle Pou, dejó en evidencia las diferencias que existen al interior del bloque y puso en discusión el objetivo de integración regional. Según explica Zelicovich, el conflicto radica en el tipo de protección de frontera que cada país estima necesario para el ingreso de productos a la zona del Mercosur. “Mientras Argentina y Brasil concuerdan, aparentemente, en mantener la estructura de integración como unión aduanera, aunque difieren en cuánta protección requiere esa unión o cuántos instrumentos en frontera aplicar, Uruguay, en cambio, está planteando una flexibilización de su unión aduanera que no sabemos si es volverla una zona de libre comercio o generar una estructura sui generis donde cada país podría negociar bilateralmente acuerdos con terceros, lo cual rompería con ese arancel externo común”, subraya Zelicovich.

La posición argentina difiere de los gobiernos de derecha que componen el bloque. Mientras estos adhieren a una flexibilización del intercambio comercial –idea que cobró fuerza durante el macrismo–, hoy nuestro país apuesta por un bloque que mantenga la unión aduanera y proteja la producción regional. Las disputas al interior del Mercosur parecen radicar en una baja internalización de normas, según señala Zelicovich. “El proceso de toma de decisión del Mercosur es altamente intergubernamental y las características de los países miembros hacen que estos sean altamente presidencialistas”. Además, los cuatros países integrantes han tenido una amplia oscilación pendular en términos de política exterior y económica a lo largo de estos 30 años.

Pese a que la política exterior del gobierno del Frente de Todos ha tenido una vocación latinoamericanista, en donde la existencia del Mercosur juega un papel fundamental, la integración requiere de acuerdos entre los otros países miembros. Pero todavía “no se logra tener un diagnóstico y una estrategia compartidos de hacia dónde ir y de cuál es su rol en ese proceso”, argumenta Zelicovich.

La decisión de Argentina de retirarse del Grupo de Lima, anunciada el pasado 24 de marzo, es parte del posicionamiento nacional. Cabe recordar que el país se sumó a esa instancia multilateral durante el mandato de Macri con el propósito de impulsar a la oposición venezolana y, posteriormente, al autodenominado presidente Juan Guaidó en contra del gobierno de Nicolás Maduro. “Las acciones que ha venido impulsando el Grupo en el plano internacional, buscando aislar al pueblo venezolano y a sus representantes, no han conducido a nada”, señaló la Cancillería en un comunicado.

Para Ariela Ruiz, economista de la Universidad Humboldt de Berlín con una Maestría en Procesos de Integración Económica por la UBA y a la sazón agregada comercial de la Embajada de Perú en Buenos Aires, el retiro de Argentina del Grupo de Lima “representa un tiro directo en la línea de flotación de la obsecuencia latinoamericana con Estados Unidos”.

El Grupo de Lima se creó en el año 2017 como instancia alternativa luego de la imposibilidad para activar la Carta Democrática Interamericana en la Organización de Estados Americanos con el propósito de sancionar al gobierno venezolano. Ruiz Caro define como “un fiasco” algunas de las iniciativas fallidas del grupo, como alentar a las Fuerzas Armadas para que respaldaran a Guaidó y apoyar el establecimiento de embajadas paralelas en más de 50 países.

“El Grupo de Lima es, y siempre ha sido, una instancia fracasada e inviable para la reconciliación de ese país pues el expresidente interino Guaidó es parte de esa instancia. Asimismo, ha puesto en evidencia el fracaso de los objetivos trazados cuando se creó en 2017, con el auspicio de Donald Trump”, concluye Ruiz.

La soberanía alimentaria y la democratización de los alimentos

La soberanía alimentaria y la democratización de los alimentos

Colonia Agroecológica de la UTT en Jáuregui.

Desde que el presidente Alberto Fernández anunció la intervención a Vicentin, quedó instalado el debate sobre la “soberanía alimentaria”, un tema hasta entonces empujado por organizaciones sociales y campesinas y del que poco y nada se hablaba en los medios. Enfrente, está el modelo agroindustrial hegemónico, para el cual los alimentos y los recursos naturales deben ser manejados por el mercado, sin la injerencia del Estado como garante de la producción, la distribución, la calidad y los derechos de agricultores y consumidores.

El concepto de “soberanía alimentaria” fue acuñado en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación realizada en Roma en 1996, por impulso del movimiento internacional Vía Campesina, que agrupa a organizaciones de todo el mundo, incluida la Argentina, y uno de cuyos principios fundacionales es la lucha por “el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo”.

Marcos Filardi, abogado e integrante de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de Nutrición de la UBA y de la Red de Abogados por la Soberanía Alimentaria (RedASA), afirma que la soberanía alimentaria “no es una construcción que ha nacido de los gobiernos o  de los organismos internacionales sino del campesinado organizado del mundo que en 1996 dijo: ‘Nosotros no venimos a hablar de seguridad alimentaria sino de soberanía alimentaria entendida como el derecho de los pueblos a definir libremente sus políticas, sus prácticas y sus estrategias de producción, distribución y consumo de alimentos”.

Se trata de una lógica contrapuesta al modelo dominante que entiende a la tierra, las semillas, el agua y los alimentos como meras mercancías y no como derechos fundamentales. Hablar de soberanía alimentaria también es hablar de la agroecología como modo de producción, en armonía con la naturaleza, y de la creación local de alimentos y su distribución sin intermediarios. Mientras el capitalismo agroindustrial busca exportar más y más para hacer crecer el negocio, para ella el objetivo es satisfacer las necesidades alimenticias de la población.

Uno de los principales cuestionamientos de los defensores de la soberanía alimentaria, es que la mayor parte del suelo cultivado en el país esté monopolizado por la soja, el maíz y el algodón, es decir que la disponibilidad de tierras para otro tipo de alimentos saludables no es prioritaria. A esto hay que agregar que el grueso de la soja de exportación se destina para biocombustibles y agromateriales industriales.

No sólo los alimentos están a merced de la oferta y la demanda, sino además los recursos necesarios para su producción, entre ellos el agua, la tierra y las semillas que desde el punto de vista de la soberanía alimentaria deberían ser bienes naturales comunes. “La tierra tiene que estar al servicio de quien la trabaja y la cuida. Las semillas son un patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad que, en consecuencia, no pueden ser objeto de derechos de autor o de patentes que impidan el acceso a ellas, en tanto son la base de la reproducción de la vida misma. El agua es un bien humano fundamental, no solamente como alimento en estado líquido esencial para el sostenimiento de todas de todas las formas de vida, sino también como insumo fundamental para la producción alimentaria, la higiene y el saneamiento”, explica Filardi.

Argentina es el tercer país productor mundial de transgénicos después de Estados Unidos y Brasil, subraya Filardi, “prácticamente el 100% de la soja es transgénica, el 96% del maíz lo es y el 100% del algodón también. Entre 1996 y hoy se ha incrementado el uso de los agrotóxicos en un 1400% porque esa soja, ese algodón y ese maíz han sido diseñados para tolerar su aplicación y ocupan el 80% de la superficie cultivada”.

O sea que el maíz, la soja y el algodón en Argentina son modificados a través de la introducción de uno o varios genes de otras especies para mejorar la tolerancia a herbicidas y para que los cultivos puedan resistir las plagas.  La soberanía alimentaria plantea como necesaria la eliminación de estos agroquímicos por sus efectos negativos en la salud y en el medio ambiente.

“Laboratorio a cielo abierto”

Diego Domínguez, profesor de la UBA, investigador del Instituto Gino Germani y especialista en sociología del campesinado y desarrollo rural, sostiene que el modelo de agricultura industrial en el país “terminó copiando los estándares norteamericanos basado en el modelo biotecnológico, el uso intensivo de agroquímicos y de maquinaria pesada”. Domínguez critica los modos de producción agrícola dominantes por ir contra la vida y la sostenibilidad medioambiental. “Se ha denunciado que Argentina es un laboratorio a cielo abierto porque la fumigación sobre las poblaciones locales está generando realmente un drama a nivel de salud pública y también que la demanda de nuevas tierras requiere de desmontes, lo que provoca una destrucción del bosque nativo y la erosión de los suelos, es decir, empobrecimiento y destrucción de ecosistemas”.

El modelo agroindustrial incita la producción sistemática de ciertos alimentos exclusivamente en determinadas regiones, lo que a su vez genera el desplazamiento de los alimentos de un lugar a otro para su distribución a través de camiones, que impactan en la contaminación del medio ambiente y significan un sobrecosto para el consumidor final. Filardi sostiene que “la soberanía alimentaria, en cambio, aboga por la localización de los sistemas alimentarios: todo lo que pueda ser producido localmente, hay que hacer el esfuerzo de que se produzca localmente, para tener menores costos, evitar las emisiones de gases de efecto invernadero y lograr el acceso a alimentos cosechados de manera fresca. Ante la intermediación altamente concentrada en la que ganan los súper e hipermercados, hay que acercar al productor directamente con el comensal”.

Según Domínguez, otro aspecto problemático es la conflictividad provocada por la presión del agronegocio en las zonas donde hay presencia de campesinos rurales indígenas y pequeños productores: “Este agro marcado por el neoliberalismo y por los flujos del capital financiero a nivel global, tiene una voracidad en la incorporación de recursos y tierras que colisiona con las estrategias locales de producción y vida, lo que trae como consecuencia una disputa territorial”.

La soberanía alimentaria se presenta como una propuesta democratizadora sobre los alimentos, para que la sociedad pueda tomar decisiones acerca de la producción, distribución y consumo sin la intervención del mercado. “Este paradigma alternativo plantea el derecho de los pueblos a definir su sistema alimentario –destaca Domínguez–. El derecho de los pueblos a discutir, conversar consensuar y resolver cómo se producen los alimentos, con qué tecnologías, para qué y a dónde van a ir”.

El Estado debería actuar como garante para el logro de estas transformaciones. Domínguez opina que el Estado argentino, en particular, ha hecho caso omiso a la discusión estructural: “El gran problema es que ha estado ausente, salvo por algunos programas que, por la militancia de sus técnicos y las convicciones de sus funcionarios, a veces consigue apoyar y, de alguna manera, colaborar con las exigencias de los movimientos sociales. Pero como política pública de mediano y largo plazo, no se registran estas experiencias”.

¿Y Vicentin?

La intervención del holding Vicentin y su posible expropiación pusieron en agenda la idea de soberanía alimentaria. Para Filardi, el anuncio del Presidente es esperanzador porque el Estado podría jugar un rol como actor estratégico en un sector concentrado en tan solo 10 empresas que abarcan el 93% de las exportaciones de commodities, aunque advierte: “Si el Estado, a partir de esta empresa, sigue comprando soja transgénica, resistente a agrotóxicos para molerla y fabricar aceite de soja, agrocombustibles, que es una energía del hambre porque se están destinando tierras o cultivos que bien podrían estar abocados a alimentar seres humanos, eso no tiene mucho que ver con la soberanía alimentaria. Si además se obtienen los subproductos de la soja como lecitina y glicerina, y eventualmente aceite de soja y todo eso va a la exportación, tampoco tiene que ver con la soberanía alimentaria”.

Y añade: “Ahora, si a partir del control de Vicentin como empresa pública se pretende dinamizar a la agricultura familiar campesina indígena y a las cooperativas, abastecer el mercado interno, de alimentos sanos, seguros y soberanos, a precios accesibles y populares, si se vale de toda esa infraestructura logística de puertos y de puntos de venta que tiene la empresa, podría estar al servicio de la soberanía alimentaria”.

Domínguez cree que la posibilidad de expropiación se está desdibujando debido al “núcleo de poder que subsiste en torno a los sistemas alimentarios y los recursos naturales” y que, si bien no representaba un cambio paradigmático, sí parecía “un paso que podría llegar a abrir otros debates”.

“Esto sirve de indicador y síntoma de lo poco dispuestas que están las élites a permitir cambios paradigmáticos en torno a las cuestiones nodales, a las grandes definiciones de hacia dónde va la humanidad. Si no se democratiza el sistema alimentario, posiblemente los colapsos anunciados sobrevendrán y las poblaciones, sobre todo las urbanas y de menores recursos, quedarán a merced del hambre y la desigualdad. Si el Estado no interviene y no puede disciplinar al capitalismo, difícilmente se pueda llegar a enfrentar escenarios como los que se vienen”, concluye Domínguez.

Marcha contra expropiación de Vicentin en Bahía Blanca.

Inmigrantes a la obra

Inmigrantes a la obra

La directora investigó cuatro años, antes de montar la obra.

Una carta real de 40 páginas que José envía a su primo Fermín en Igualada, Cataluña, es el motor de la obra. Su directora y nieta del protagonista, Agustina Soler, describe la riqueza del material: “Cortamos un montón, la carta era de dos horas de lectura. Tuvimos que sacrificar partes hermosas”.

El dramaturgo Iñaki Aragón, quien se encontró con esta historia, fue el encargado de darle coherencia narrativa. Le llevó cuatro años de investigación y elaboración hasta su estreno en noviembre del año pasado.

“Hacía tiempo que tenía ganas de hacer un trabajo con abueles –relata Aragón-, porque yo me crié con mi abuela y fue lo mejor que me pasó en la vida. Al viejo José lo tenía cerca, lo empecé a entrevistar y ahí surgió la carta. Y cuando Agustina la leyó, fue el punto de partida que nos permitió crear la obra”.

Este espectáculo unipersonal, en cartel en el espacio “El Brío”, en el barrio porteño de Villa Ortúzar, muestra a José en la intimidad de su taller mecánico, de dos por dos, que además representa sus miedos, sus infortunios, sus éxitos y alegrías.

Interpretado por el actor Martín Elías Costa, José trabaja en medio de planos inclinados, sistemas de contrapeso, poleas, luces y lentes, y así va rememorando las motivaciones que lo llevaron a dejar Cataluña durante el franquismo, los detalles del momento en el que su barco dejó el puerto y el paso de los años en Tucumán, su familia, su oficio y el crecimiento de sus hijos.

“Tratamos de conservar algo de lo analógico que tiene que ver un poco con el imaginario que tenemos de esa época”, señala Agustina sobre la puesta en escena. En el armado del taller, clave en la escenografía, participó tanto José, el protagonista real, como su intérprete, ambos además dueños de conocimientos en física.  Así lo cuenta Costa: “Es una locura la posibilidad que uno como actor pocas veces tiene, de conocerlo a él, conocer el taller, habernos entrevistado antes varias veces y hacer el estreno en Tucumán cuando él cumplió 90 años”.

En el armado del taller, clave en la escenografía de la obra, participaron tanto el protagonista como el abuelo cuya historia inspiró la obra.

Foráneo se plantea el fenómeno de la inmigración desde una perspectiva humana en donde las contradicciones políticas se hacen evidentes. “Nos agarraba la duda de por qué lo hacemos, ¿porque es mi abuelo? ¿Eso es suficiente para contar una historia? Un poco sí, porque muchos abuelos están en la misma situación, es difícil no sentirse interpelado por el material. Pero también nos pasó que con esta circunstancia estatal de odio a los inmigrantes nos pareció doblemente bueno. Traer esto y decir: la mayoría de los que están en el poder, ninguno tiene apellido mapuche. Son hijos de inmigrantes que han venido en las mismas circunstancias. Esa situación para nosotros redobla la apuesta de hacer este material ahora”, explica Agustina.

A la par de los movimientos mecánicos desplegados por el mismo actor con las herramientas, se va tejiendo la narración, como si la vida misma se ensamblara pieza por pieza con sus pesos, inclinaciones, idas y vueltas. Y más allá del orden cronológico de los sucesos que relata en escena, el personaje va dejando al descubierto sus emociones sin explicitarlas, y junto con él el público, que durante 60 minutos se sumerge en un estado de evocación, quizá hasta de sus propios recuerdos.

 

Foráneo se exhibe los sábados a las 21 en “El Brío. Espacio de investigación teatral”, Av. Álvarez Thomas 1582.