Memorias del Muro

Memorias del Muro

 

Unos 300 kilómetros la separaban de su destino. Sentada en el vagón, Nicole Koenig miraba por la ventanilla con discreción para no despertar sospechas. Los soldados rusos, que controlaban que ningún occidental se bajara, daban miedo. Para llegar a Berlín occidental había que atravesar un tramo de la República Democrática Alemana –la del Este–, y durante una hora los efectivos soviéticos permanecían en el tren.

Dice que era como despintar una película: un lado a color, el otro blanco y negro. Pasaban ante sus ojos edificios residenciales para mucha gente en forma de bloques, grandes y bajos. Todos grises. Todo bombardeado y destruido. No había casi nadie en la calle. Era silencioso. Las ropas de los pocos que andaban por afuera eran grises. “¡Qué bueno que quedamos de este lado!”, recuerda que decía su abuela.

Era 1989. Acababa de caer el Muro de Berlín. Nicole tenía 26 años y viajaba a Berlín sólo para conocer la Alemania comunista, aunque sea a través del vidrio. “Era impactante, ciudades tristes, todo muy triste, y después, al pasar la otra frontera para entrar a Berlín Oeste, todo con color otra vez”, relata.

“En aquellos años no tuve miedo en ningún momento. Tal vez haya sido diferente para los del Este o para los que nacieron antes que yo. Quizás sentí un poco cuando ocurrió el accidente nuclear de Chernobyl, porque no había Internet ni llegaba información y estábamos cerca. Nos enteramos lo que sucedió más tarde que gente que vivía más lejos”.

Durante la Guerra Fría, cuenta Koenig, los controles en las fronteras alemanas eran extremadamente fuertes. Miles murieron intentando huir del Este. Las personas eran muy reservadas porque había espías y micrófonos por doquier y nadie quería salir de casa para no llamar la atención. También recuerda que, antes de caer el Muro, la boca del tren estaba en medio del bosque y las ventanas del transporte estaban tapadas.

Nicole nació en 1963, en la ciudad protuaria de Hamburgo, al norte de Alemania, donde vivió hasta 1993. Su abuela y su tía abuela habían llegado allí en 1942, cuando la mamá de Nicole tenía dos años. Ambas agarraron un bolso, a sus hijos y dejaron amistades, hogares y pertenencias en el Este. “Salieron a último momento. Habían escuchado que iban a cerrar la frontera. Ellas pasaron, los que estaban atrás no. Tías y primas quedaron del otro lado. Me acuerdo que les mandábamos la ropa vieja. Aunque solo estaban a 100 kilómetros de distancia, sufrían mucho más que nosotros. Querían jeans y remeras, porque allá no había, era considerada ropa estadounidense. Cuando yo nací ya no tenían mucho contacto con sus familiares y después nunca se retomó”.

En Hamburgo, la abuela de Nicole y su hermana tenían dos departamentos chiquitos. En los dos cayó una bomba, y esta fue la segunda vez que perdieron sus cosas. Casi toda la ciudad fue destruida por los aliados. Las dos mujeres se mudaron a una cabañita donde vivía su mamá, la bisabuela de Nicole. Eran ocho personas bajo el mismo techo. “Se la pasaban armando su vida con el miedo de que todo vuelva a suceder. Dos veces perdieron todo. Sus amigos perdieron la vida, el marido de mi tía abuela no volvió y mi abuelo tampoco. Fueron tan fuertes esos hechos que no tenían tiempo para tener miedo a mucho más. La Segunda Guerra Mundial fue tan dura, que durante la Guerra Fría decían: ‘Peor no puede ser, ya pasamos lo peor’”.

“Por entonces, la gente se preocupaba más por sobrevivir, equipar su casa, mandar a los chicos a un buen colegio. Esos años no fueron fáciles para mis padres: trabajaban día y noche para vestirnos bien. Las preocupaciones cotidianas sacan un poco de conciencia de lo que está pasando en la política”.

“Vivimos muy diferente a los del otro lado. Nos desarrollamos de otra forma. Y aunque somos alemanes, a muchos les parece extraño cuando les digo que no tengo nada que ver con los del Este”, afirma. Las diferencias persisten hasta hoy: en el Este, precios y salarios siguen siendo más bajos. “La industria nunca se recuperó del todo –agrega Koenig–. Cuando se cayó el Muro todos se abrazaban, estaban felices, pero después de unos años se dieron cuenta que cambiar el sistema no iba a ser tan rápido como creían. Fue un proceso muy lento”.

“Se decía que los rusos eran los malos y los estadounidenses los buenos, porque éstos habían ayudado mucho. Tiraban paquetes del cielo con chicles, café, y en esa época no había muchas golosinas en Alemania”, explica Koenig en referencia a los bombardeos yanquis con caramelos sobre Berlín, en 1948, durante el bloqueo soviético a la ciudad. Las películas de Hollywood sobre la guerra alimentaban el miedo a los rusos, en particular a su poder nuclear, y las noticias hablaban más de esto que de los hechos del país.

Cuando Nicole iba a la escuela, a principios de los años 70, la materia Historia, asegura, era muy importante. “Los niños sabían lo que estaba pasando, no así los que nacieron en los años 30 ó 40, que nunca se hablaba nada –dice–. Mis maestros nos enseñaron mucho. Querían que se cuente toda la verdad”.

Actualmente, Nicole Koenig es docente en la Universidad de Buenos Aires y en el Instituto Goethe. Arrivó a Argentina con la idea de tomarse un año sabático pero nunca se fue. “Cuando llegué, y todo en Alemania comenzó a mejorar, mis amigos decían que preferían quedarse acá, que allá era más aburrido”, rememora y concluye: “La gente acá me encanta. El clima también. En Hamburgo hace mucho frío. Cuando me conocen me dicen: ‘Pero vos no sos la típica alemana’. Y yo les contesto que mis amigos son como yo, que no somos tan fríos como la gente piensa”.

El día que voló la AMIA

El día que voló la AMIA

Domingo 17 de julio de 1994, a la tarde

*Sofía Guterman, madre de Andrea Guterman. 

Andrea Guterman llegó a la casa de sus padres con su novio para ver el último partido del mundial. “Qué lindo tenés el pelo”, le dijo Sofía a su hija que llevaba unos reflejos nuevos en su cabello largo. “Sí, pero anoche volví a soñar lo mismo”. A Sofía y a Andrea ese sueño las tenía intranquilas. Hacía unos meses que Andrea soñaba que la querían matar. “¿Pero quién te quiere matar?”, preguntaba Sofía. “No sé. No tienen cara. En el lugar hay muchas piedras. Pero ayer, cuando volví a soñar, estaban los abuelos. Me dijeron que no me preocupe, que ellos me van a cuidar”. Sofía intentaba calmar a su hija diciéndole que tal vez sus sueños se debían a las películas de suspenso que tanto veía. 

Andrea, que trabajaba como como maestra jardinera en La gotita de agua, el jardín de infantes de Aguas Argentinas –institución a la que entró luego de rendir exámenes para los que se había esforzado mucho- se acababa de quedar sin trabajo. “Yo le sugerí que vaya a AMIA a buscar trabajo. Ella dudaba en ir porque nunca había entrado antes. Le dije que la acompañaba, como siempre. Me respondió: ‘Capaz voy mañana’. Pero yo justo ese día no podía porque tenía que preparar exámenes para los chicos que se llevaron materias. ‘No sé si voy a ir el martes. Se viene el Día del Amigo y voy a comprar regalitos para las chicas”.

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Domingo 17 de julio de 1994, a la noche

*Keren Weinstein -hija de Ana Weinstein-. Entonces, cuñada de Ileana Mercovich 

El domingo a la noche Keren fue a cenar a la casa de sus suegros, en Belgrano, con su novio de aquella época, el hermano de su novio, y la novia del hermano, Ileana Mercovich. Comieron en familia, como una noche cualquiera. Entre charla y charla, Ileana comentó esa noche que estaba en busca de trabajo.

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Domingo 17 de julio de 1994, medianoche

A Sofía Guterman le contaron que los vecinos de la calle Pasteur comenzaron a salir a sus balcones a pesar del frío del invierno. El sonido de tres helicópteros en la cuadra no los dejaba dormir. 

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Lunes 18 de julio de 1994, a la mañana 

Keren Weinstein se despertó alrededor de las 8, se tomó el subte de la línea D para llegar a su trabajo en una agencia de publicidad. 

Tres horas después, sonó el teléfono de línea. Su madre, minutos atrás, había saltando a una terraza vecina. Pidió un teléfono prestado a alguien de la casa de al lado. “Cuando atiendo era mi mamá, Anita, a los gritos, diciendo: ‘¡Estoy bien! ¡Estoy bien! Voló la AMIA”, recuerda Keren. Su madre, empleada de la mutual, le dijo que probablemente haya sido un escape de gas. “Voy para allá”, dijo Keren.

En cambio, Sofía Guterman no había podido dormir en toda la noche. El sueño del que le había hablado su hija la tenía preocupada. Entonces la llamó por teléfono, a las 9 de la mañana, para decirle que no salga de su casa, que ella la acompañaría otro día a presentarse en la AMIA. Pero la atendió el contestador. Andrea había salido temprano. 

Sofía se sentó en la cocina a preparar los exámenes. A las 10:30 sonó el teléfono. Era el novio de su hija. “Me dijo: ‘¿Andrea está con vos? ¿Sabés si fue a AMIA?’. Le dije que no sabía. Me respondió: ‘Te dejo, te dejo, que estoy apurado’”. 

Alrededor de las 11:00 sonó nuevamente el teléfono. “Mi marido me dijo que estaba intentando comunicarse con una familia, que habían sido vecinos nuestros y que en ese momento vivían cerca de Pasteur. Le pregunté por qué. ‘¿No sabés lo que pasó? Volaron la AMIA’, dijo. ‘Pero Andrea fue para allá’”.  

“Cuando mi marido se dirige hacia AMIA, encuentra al novio de Andrea parado en la mitad del desastre”, cuenta Sofía. Mientras, ella junto a su hermana y una amiga, encontraron en la guía telefónica el jardín donde Andrea quería ir a anotarse primero, antes de dirigirse a la mutual. Llamaron y le dijeron que su hija salió del lugar una media hora antes de que estalle la bomba. “No era de preocuparnos, y no nos había llamado. Era muy puntual. Pero a las 13 empezamos a pensar que algo había pasado y a buscarla”.

Mientras los padres de Andrea Guterman comenzaban su búsqueda, un taxi dejó a Keren Weinstein y a una compañera de trabajo que la acompañó unas cuadras antes de Pasteur al 600. Había mucho tránsito y se escuchaban sirenas. Nadie sabía todavía con certeza qué había pasado. 

Caminaron cuadras que parecían más largas que lo habitual esquivando vidrios rotos. Era un caos total. “Milagrosamente me encontré con mi mamá en una esquina, estaba intacta. Al lado había una chica que buscaba a su novio desesperada”. 

Pocas horas después encontraron el auto de Ileana Mercovich estacionado cerca de AMIA.

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Horas después de la bomba 

Keren y Ana Weinstein fueron al edificio donde estaban los familiares reunidos. Llevaban perros para ayudar a buscar y se organizaban grupos de voluntarios. “La gente venía desesperada. Ahora sí se sabía lo que había pasado. Decían quién estaba en cada hospital. Al rato llegó mi abuela con mi tía. Mi abuela, que es sobreviviente del Holocausto, estaba totalmente en shock por vivir una situación tan tremenda. Recuerdo cuando los rabinos avisaban que habían encontrado a alguien. El desgarro, los gritos de esa familia”, recuerda Keren. En un cuartito, con familiares en frente, ella -junto a otros varios- anotaban en una máquina de escribir descripciones físicas de las personas que no aparecían. 

La presente es la lista de heridos y muertos hasta el momento:

Fallecidos en total: 26
Sin identificar: 15
Identificados: 11
Heridos en total: 142

Parte Informativo (18/7 23:40 hs.). 

Paralelamente, Keren no podía comunicarse con su padre, quien, en la televisión, vio a la AMIA destrozada. La imagen que todavía los noticieros repiten una y otra vez. El padre no sabía dónde ir, en qué lugar buscar. Vivió la desesperación hasta que recibió el llamado en el que su esposa le decía que estaba bien. 

A las 2 de la mañana del 19 de julio Keren y Ana llegaron a su casa. Sin embargo, aún les costaba entender lo que había pasado. Mirta Strier, compañera de trabajo cercana de Ana, era otra de las 85 víctimas. 

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Una semana después

Sofía y Alberto Guterman estuvieron siete días buscando a Andrea. En la televisión se mostraba su foto. Pasaban los días ¿Dónde está Andrea? 

La séptima noche ya casi se daba por finalizado el trabajo de búsqueda. Tras levantar una pared encontraron a todos los que habían ido a la Bolsa de Trabajo. Allí estaban también Andrea Guterman e Ileana Mercovich. 

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25 años después

Un día estábamos en una confitería. Andrea me miró y me dijo: ‘¿Cómo seré yo cuando tenga tu edad?’ Y yo le dije: ‘Sos joven. Vos vas a formar una familia. ¡La que va a sufrir el gran cambio voy a ser yo que voy a tener 25 años más!’. Y ¿sabés qué? Este año pasaron 25 años de esa conversación”, cuenta Sofía. Todavía hoy recuerda también ese sueño persistente de su hija, y reflexiona: “Fue como una premonición. Las piedras en el sueño, en el atentado los escombros. Andrea no les veía la cara. Y hasta el día de hoy nosotros tampoco sabemos quiénes fueron”.   

Las chicas malas no transpiran y las otras escriben sobre ellas

Las chicas malas no transpiran y las otras escriben sobre ellas

«Todos mis cuentos tienen algo de mí, cuestiones personales, alguna referencia a mi vida», revela la autora.

Los vínculos de Laura Cukierman están entrelazados con sus relatos, como le sucede a todo escritor. En su primer libro, Las chicas malas no transpiran, publicado por la editorial Hormigas Negras, sus recuerdos afloran y se conectan con su interés por la memoria para darle forma a las historias. Cukierman, periodista, productora y colaboradora en editoriales, empieza y termina su obra de ficción con disparadores que atravesaron su vida y construyeron un libro de cuentos, protagonizado por mujeres, que hablan de los vínculos.

¿Qué tienen de vos tus cuentos?

Todos mis cuentos tienen algo de mí, cuestiones personales, alguna referencia a mi vida. La mayoría tiene un anclaje en algo que ocurrió. En el primer cuento hay una pileta, nada de lo que pasó en la ficción me pasó a mí pero esa pileta sí existió: era la de la casa de mi abuelo paterno, a la que iba en vacaciones cuando era chica con mis primos, de los cuales yo era la menor, como la protagonista del cuento. Por algún motivo es una imagen que tengo muy presente. La pileta funcionó como disparador, yo sabía que esa pileta significaba algo. El último cuento está dedicado a mi mamá, claramente es mi mamá. Creo que fue una manera de hacer catarsis, de hablar del vínculo materno. Porque lo que pasa entre una madre y una hija mujer no es igual a lo que pasa con un varón: es una relación más conflictiva, más tirante. Es complejo ser madre y es complejo ser hija. Hay un texto también en el que una chica mira como sus padres se están separando. Mis papás no se divorciaron pero yo tuve un vínculo muy especial con mi papá y un poco de eso está en ese relato. Hay y no hay relación con la realidad.

Las protagonistas de sus cuentos son mujeres. Y aunque aclara que no sólo escribe sobre ellas, confiesa que “cuando tuve que elegir qué cuentos publicar me di cuenta que los que más me interesaban tenían todos a mujeres protagonistas.”

¿Alguna de las protagonistas se parece a vos?

Soy organizada, ansiosa, y todas son un poco de eso. Cada una es diferente y al mismo tiempo tienen algún rasgo mío, que puede ser hasta por completa oposición. Yo soy feminista, y todas las protagonistas de mis cuentos también, salvo una porque es mayor. Siempre hay alguna manera de mirar, un pensamiento, un diálogo, algo que dicen. Aunque no todo, yo no hubiera actuado como casi ninguna de las protagonistas del libro.

«Los personajes frágiles son más ricos que las personas que no son vulnerables», asegura Cukierman.

A Cukierman le gustan Silvina Ocampo, Lorrie Moore, Lucía Berlín: le gustan las cuentistas mujeres, como ella. Lee mucho. Lee ficción. El título de su libro corresponde al nombre de uno de los cuentos que lo conforman. La chica de la portada, aunque haya sido una casualidad, es parecida a su autora.

Alguna vez dijiste que te interesan los personajes frágiles, ¿por qué?

Los personajes frágiles son más ricos que las personas que no son vulnerables. ¿Qué tienen ellos para contar? Me gusta ver ese lado, las situaciones límite, de quiebre. En ese momento se ve el accionar del ser humano. Ahí se ve vida.

Siempre sintió un gran interés por los vínculos. Pero en esta creación, además, le atrajo la idea de reflexionar sobre la memoria: “La memoria es constitutiva de cada persona, es lo que nos contamos a nosotros mismos de nuestra historia. ¿Qué pasa cuando uno empieza a no acordarse de eso?”, se pregunta.

En una relación clara pero no obvia, a Cukierman le interesa la memoria y a su vez se acuerda con mucha frecuencia de su infancia: “La tengo muy presente, en lo cotidiano. Tuve una buena niñez: una familia de clase media, hija única, vivimos en Palermo y en Almagro”. Tal vez, como ella cree, el vínculo con una hija de tres años es lo que hace que se reactiven sus recuerdos.  

Hablando de los vínculos, ¿le pedís a tu familia y a tus amigos que lean tus cuentos?

A mis amigos de vez en cuando. A mi pareja, sí. Pero como voy a un taller de literatura, ahí tengo unos primeros lectores.

¿Cómo es tu momento de escribir?

Trato de tener una rutina, escribir casi todos los días. O aislarme un poco mentalmente si sé que no voy a poder trabajar en la computadora ese día, caminar para ordenar el tema que tengo en la cabeza y bajarlo. Uno escribe mucho fuera de la máquina: cuando caminás, cuando nadás.

Cukierman ahora trabaja en la historia de una obstetra que hacía abortos en Auschwitz para salvar mujeres.

Para escribir Las chicas malas no transpiran Cukierman ganó un subsidio del Ministerio de Cultura: la editorial Hormigas Negras presentó los cuentos y salieron victoriosos de la convocatoria.

¿Estás escribiendo algo ahora?

-Sí, no sé qué va a ser pero intuyo que va a ser algo grande. Es sobre la vida de una obstetra que en Auschwitz hacía abortos para salvarle la vida a las mujeres. Es un personaje que existió: Gisella Perl, es su nombre. Y también tengo otros cuentos que ahí andan dando vuelta.