Juicio por Campo de Mayo: la victimización de los acusados

Juicio por Campo de Mayo: la victimización de los acusados

Los acusados apelaron a su edad y sus enfermedades, para tratar de conmover al Tribunal.

“Sólo me resta pedirle al Señor que preside esta asamblea desde lo alto, que ilumine con la luz de su verdad a sus señorías para que puedan aplicar la justicia verdadera con mayúscula”, exclamó Luís Del Valle Arce, imputado por 23 crímenes de lesa humanidad vinculados al centro de detención clandestino Campo de Mayo. El debate oral y público, celebrado en el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de San Martín, abrió con la declaración del acusado, leída como una proclama. Caminó con su bastón hasta el estrado y rechazó responder preguntas. Su defensa se sostuvo en la imposibilidad de haber cometido los delitos porque tenía licencia y vacacionaba en Santiago del Estero: “Difícilmente podría haber estado en Campo de Mayo al mismo tiempo», declaró.

La megacausa se inició con el caso Mercedez Benz que agrupa diferentes secuestros a obreros de la fábrica entre 1976 y 1978. La querella está compuesta por Pablo Llonto, abogado y periodista especializado en juicios de lesa humanidad y el Centro de Estudios Legales y Sociales. También querellan Carolina Villella, abogada de Abuelas de Plaza de Mayo, las secretarías de Derechos Humanos de Nación y Provincia, involucrados también con las causas denominadas Colegio Militar, Ferroviarios y Área 400.

Las estrategias discursivas estuvieron a la orden del día, pero la apelación a la emotividad latía debajo de cada palabra. “Hoy, con noventa años y a más de cuarenta de los supuestos hechos, con enfermedades crónicas y propias de la edad, soy privado de la libertad sin juicio previo”, sostuvo Arce, con la voz quebrada y una mano aferrada a su bastón. Carlos Villanova, acusado de 70 casos de secuestro, tortura y homicidio, se comunicó con el tribunal por videoconferencia desde Córdoba donde está en prisión domiciliaria. “Tengo dos caminos: o me defiendo y demuestro que todo esto es falso, y en eso se me puede ir la vida; o me apego a ella y resguardo la poca salud que tengo”, comentó.

En la próxima audiencia comenzarán las declaraciones testimoniales.

Ramón Vito Cabrera, imputado por tres hechos ocurridos en 1976, aceptó responder preguntas solamente de la defensa y fue su abogado, Juan Carlos Tripaldi, el que guió su declaración. “Tenía encargada la seguridad exterior e interior y el control interno del personal de la fábrica militar de Tolueno, Campana”, dijo y aseguró que no tenía tiempo para salir del predio e ir al Mercedes Benz. “Patrullábamos para que no ocurrieran incidentes o actos delictivos”, respondió cuando Tripaldi le pidió que aclarara cuáles eran las tareas que hacía en Tolueno, y agregó: “Nunca se detuvo a nadie en los doce días que estuve y gracias a Dios, no tuvimos problemas con el enemigo subversivo”.

La victimización, las enfermedades y la edad se entretejían con el discurso de la “guerra interna” que justificaba cualquier acción. “Una de las formas de realizar una operación ofensiva es aniquilar las fuerzas enemigas y privarlas de los recursos necesarios”, explicó Cabrera con sus libros de estrategia militar en la mano y mirando siempre a su abogado. “Éste aspecto era el que yo cumplía: les prohibía que accedieran a las instalaciones de la fábrica, donde estaba el combustible y los explosivos, porque podrían dañar a la ciudad y al país”, cerró.

En el público estaban familiares de víctimas desaparecidas, miembros de organizaciones como Abuelas de Plaza de Mayo y un colegio secundario de la zona que fue a presenciar la audiencia bajo el programa “la escuela va a los juicios”. Durante la larga espera hasta que iniciara el debate, los chicos conversaron con diferentes personas ligadas a la causa, llenos de preguntas e ilusiones. Algunos querían ser abogados, otros se interesaban por lo social. Cuchicheaban sentados frente al tribunal y se explicaban mutuamente el funcionamiento del sistema judicial. “Las palabras de los testigos y sobrevivientes construyen un relato que muchas veces nos guió a encontrar nietos e hijos expropiados o reconstruir historias”, les explicó Gabriel Abinet, tío de la nieta restituida Elena Gallinari Abinet. Ante el voto de silencio de los militares, la memoria, la verdad y la justicia se alzan con mayúsculas.

“Se lo quise transmitir a los jóvenes que son mi gran apuesta, mi esperanza”

“Se lo quise transmitir a los jóvenes que son mi gran apuesta, mi esperanza”

Están en todos lados, copando la Avenida Sarmiento, en los pasillos de la Feria Internacional del Libro, en los andenes del subte. Debajo de la lluvia, con paraguas, pilotos o resguardados en un techito. Los más jóvenes saltan y cantan, sin importar que, de nuevo, cae agua a torrentes. Las dos pantallas, una dentro del predio de La Rural, fuera de la sala Jorge Luis Borges donde se realizó el acto, y otra en la calle, sobre Avenida Sarmiento, muestran la tapa del libro Sinceramente. Los gritos de aguante y las canciones de hinchada se escuchan en todas partes y resurgen con fuerza cada vez que pasan unos minutos de silencio.

El color asignado fue el turquesa, sin banderas ni inscripciones. Estaba en las camperas, en las bufandas, en las remeras, pero sobre todo en los paraguas. La identificación va más allá de la estética del partido político. Muchos jóvenes que fueron a escucharla nacieron en el gobierno de Néstor Kirchner, pero vivieron su adolescencia en épocas de Cristina. A ella la miran; la toman de referente. Por ella gritan y vitorean.

“Yo no viví el mandato de Néstor”,  dice Natalia de veinticuatro años. “El primer gobierno de Cristina me agarra entrando en la secundaria. Para mí es ella y nada más”, cuenta y vuelve a cantar junto a su amiga. No militan en ninguna agrupación pero van a verla a todos lados, aunque no haya trenes ni colectivos. Hay mucha gente como ella: fueron solos o con grupos, pero sin ninguna organización que los represente. Es la militancia de los que simpatizan, de los convencidos y de los que la añoran.

“Empecé a militar en La Cámpora de Malvinas Argentinas cuando entré a la universidad y me di cuenta de muchas cosas que había hecho Cristina”, cuenta Yésica de diecinueve años. “Mi familia votó a Macri, yo rompí con todos los esquemas”, dice riéndose. Ir contra la tradición de la casa es una realidad de muchos jóvenes. “Mi viejo decía que con los militares estábamos mejor”, rememora y remata: “No entiende que viaje tanto, que venga a estar debajo de la lluvia por esto”.

La nueva generación se posiciona en otra vereda, con otros valores y otras proyecciones a futuro. “Cuando vi la muerte de Néstor por la televisión fue muy fuerte, toda la gente que lo lloraba me impresionó. Ahí me di cuenta de que era por ahí, con ellos”, relata Adriana, de veinte años, militante de La San Antonio de Merlo. Sus compañeras se sacan fotos con una bandera celeste y blanca sin leyendas y cantan a los gritos “vamos a volver”, con las caras llenas de sonrisas y ansiosas por ver a Cristina en la pantalla del predio. “Casi todas nos opusimos a lo que pensaban nuestras familias. En mi caso eran radicales y yo cuando cumplí catorce años me definí como kirchnerista”, cuenta Florencia, otra de ellas.

El  nombre Cristina tiene una fuerza increíble, cada vez que lo dicen, la gente estalla en gritos y cantos. Todo se condensa en esa palabra, pero no es sólo eso lo que impacta, sino también su imagen. Cuando la cámara la enfoca subiendo al escenario de la sala Jorge Luis Borges, la multitud aclama, los bombos y redoblantes tocan y las banderas patrias se elevan más. Es su voz la que, finalmente, despierta los anhelos de las personas, sus palabras y sus pausas las que hacen que se haga silencio y se aplauda. En las pantallas se mostraban rostros llorando y emocionados, otros a la expectativa, siempre atentos.

A pesar de que todo se trata de Cristina, Néstor también está presente en los discursos y en las remeras. “Él fue el primer tipo que subió a la Casa Rosada cuando Argentina estaba prendida fuego, asumió los problemas que teníamos y pidió perdón. Desde ese momento los sigo”, dice Julián de veinte años, militante de La Cámpora y con una tradición familiar kirchnerista. Martina nació en el 2003 y sólo vivió dos modelos de gobierno: “Mis viejos son re K, para mí son toda mi vida”, dice, acompañando a sus amigas, todas entre quince y dieciséis años.

Los pasillos de la Feria están abarrotados y llenos de gente que lleva a ese lugar, caracterizado como culto, la fiesta de los que militan contra lo hegemónico. “Vengo bancando este proyecto/ proyecto nacional y popular/ Te juro que en los malos momentos/ los pibes siempre vamos a estar”, cantan los grupos en diferentes partes de La Rural, rompiendo con el espíritu más ceremonial  y ordenado que tiene el evento anual del libro. Son ellos, que leen y politizan, los que mezclan los dos mundos porque entienden que literatura y sociedad son indivisibles. “Sinceramente es una interpelación a todos. Se lo quise transmitir a los jóvenes que son mi gran apuesta, mi esperanza”, dice Cristina y los ojos de esa multitud protagonista brillan.