Por Candela Zoe López
Fotografía: Guadalupe Presa Falcón

Minetras el personal espera el rechazo al veto presidencial de la ley que declara la emergencia pediátrica, en el hospital nadie descansa. Médicos que van y vienen, enfermeros que preparan a los chicos para las cirugías, niños que llegan de la Patagonia o el Litoral y padres que esperan noticias son protagonistas de una road movie infinita que comienza cada mañana.

La temperatura marca 12 grados, pero el sol permite pasar el día con una campera liviana y un buzo, sin sentir frío. En la parada del 188, un niño de unos cinco años, con barbijo blanco y el rostro aún dormido, camina con su mamá, ambos vestidos con ropa abrigada.

Suben al colectivo como tantos otros. Sus gestos, la mirada cansada y el barbijo parecen señalar un destino. A lo largo del recorrido se suman más familias: algunas con cochecitos, otras con mochilas. Muchos rostros transmiten nerviosismo y la urgencia de llegar al Hospital Garrahan, centro de salud pública y gratuita de alta complejidad especializado en la atención de niños, niñas y adolescentes.

A esa hora, el gigante edificio, que ocupa cuatro cuadras de largo por dos de ancho, respira al ritmo de quienes lo transitan cada día. Las autoridades aseguran que es una mañana tranquila, aunque antes de atravesar la entrada principal el movimiento es constante e intenso. Entran familias con niños de todas las edades, decenas cruzan la gran puerta en busca de un resultado, una noticia o un turno médico.

En la sala de espera, una madre de no más de 30 años corre de la mano de su hija de cinco para atravesar el control de seguridad. Mientras los oficiales revisan que nada extraño entre o salga de la institución, la mujer explica, agitada: “Estoy viajando desde las cinco de la mañana y llegamos a las nueve. ¡Dios mío, una hora tarde!” Sujeta con fuerza la mano de la niña y logra finalmente ingresar para asistir a ese turno tan esperado.

A pesar del momento de fractura que atraviesa el hospital público pediátrico por la guerra presupuestaria que le ha declarado el gobierno libertario, en los pasillos se percibe una energía motivadora. Doctores, enfermeros, personal de seguridad e higiene no se sienten solos: cada vez que se convoca un “abrazo al Garrahan”, las familias se suman al reclamo en defensa de los derechos, no solo de sus hijos, sino también del equipo de salud pediátrica. Con el tiempo, autoridades y trabajadores destacan que se fue construyendo un vínculo de amabilidad y empatía entre familias y hospital. Cada año, el Garrahan atiende a más de 600.000 pacientes y realiza alrededor de 10.000 cirugías, incluidas unas 100 de trasplantes pediátricos, lo que lo mantiene como un pilar fundamental de la salud infantil del país. Sin embargo, la sostenibilidad de su funcionamiento sigue en riesgo si no se atienden las demandas por las que esta comunidad de la salud se manifiesta cada semana.

Mundo Garrahan 

El Garrahan es un hospital grande, con techos altos, con ventanales que dejan entrar el sol en casi todos sus espacios. Parece muy fácil perderse, pero cada pasillo indica en qué lugar está situado el o la paciente, y cómo llegar a destino requerido. Al descender al subsuelo, pasando por la puerta de entrada que los trabajadores llaman “la entrada Pichincha”, se abre el pasillo de Dirección. Allí circulan las autoridades y los jefes rumbo a reuniones decisivas. Sin embargo, en ese mismo corredor aparece un médico que, lejos del protocolo solemne, avanza tarareando mientras se dirige al Hospital de Día Polivalente. Dice que va a buscar su guitarra. Cada persona en este centro cumple una función imprescindible, desde quienes toman decisiones estratégicas hasta quienes buscan suavizar con música la espera de los chicos y de las chicas.

En ese sector trabaja Diego Munilla, licenciado en Enfermería, especializado en pacientes crítico-pediátricos. “Es un lugar donde vienen niños con enfermedades complejas crónicas. Y hacen tratamientos o consultas multidisciplinarias. Entonces se internan desde las 8 de la mañana a las 5 de la tarde. Y lo ve todo el equipo interdisciplinario, desde médicos, kinesiólogos, enfermería”, explica.

Munilla aclara que cada área del hospital tiene roles y tareas completamente distintas. Mientras relata su labor se escuchan risas y aplausos de fondo. Un médico que pasa explica el alegre bullicio: “Parece que están despidiendo en la guardia a una chica de farmacia”. Este clima será el denominador común, se respira camaradería.

Diego Munilla, licenciado en Enfermería, especializado en pacientes crítico-pediátricos.

El enfermero continúa: “Hoy me toca preparar a una nena que entra a quirófano. Acá hacemos toda la preparación previa, después la ingresan para la cirugía”, mientras en el fondo un grupo de médicas se saca la última foto antes de la partida de su compañera. Munilla hace hincapié en lo fundamental que fue y es para su vida ser parte de esta institución. “Cuando empecé mi camino en la enfermería lo que menos me imaginaba era trabajar en pediatría y desde que llegué al hospital, hace 13 años, encontré mi lugar”, afirma con una sonrisa en su rostro. 

Munilla no deja de lado la difícil situación que está atravesando el hospital: “Hoy se necesita tener otros trabajos para poder seguir formando parte del Garrahan, antes muchos compañeros recurrían a hacer horas módulos, que se les llama acá a las horas extras dentro del hospital. Te deslizabas acá, pero lo hacías todo en un solo lugar.”. Ahora ese recurso casi no se encuentra disponible. Aun así su decisión es firme: “Decido quedarme porque pertenezco al mundo Garrahan, el mundo de las familias, la complejidad de las patologías, nosotros en enfermería vemos todo. Tengo un involucramiento no solo con los pacientes sino con los familiares. Si bien hay diferencias entre el personal, cada sector tiene sus particularidades y aun así nos encontramos unidos.” 

Uriel y Gisela 

Uriel espera en silencio el resultado de sus análisis. Está en su silla de ruedas, tiene el celular en la mano y lo revisa cada tanto, como si el paso de las horas dependiera de la pantalla. Vino desde Entre Ríos en una ambulancia del propio hospital. El recorrido interprovincial de más de 400 km lo dejó cansado, pero aun así sonríe tímidamente cuando alguien le pregunta cómo está.

A su lado, su mamá Gisela lo acompaña con una mezcla de orgullo y cansancio en la mirada. “Desde los siete años traigo a Uriel a atenderse, hoy tiene 19 y seguimos viniendo. Desde el día que llegamos hasta hoy nos sentimos a gusto con el trato del personal, hoy nos toca control”, cuenta, sin dejar de mirarlo.

Uriel nació con mielomeningocele e hidrocefalia. Hace ocho años recibió un trasplante renal, después de un año en diálisis, y desde entonces el Garrahan es parte de la rutina familiar. “Por la situación actual que está atravesando el hospital estuvimos tres meses sin control, pero los médicos siempre mantuvieron contacto con nosotros. Es más, yo pido turno directamente por WhatsApp”, dice Gisela, mientras aprieta sus manos. Aunque vengan solo “por control” se nota que está preocupada. 

La familia sigue en Entre Ríos, aunque cada visita al Garrahan los trae de vuelta a un espacio que sienten propio. El viaje agota a Uriel, pero él sostiene la sonrisa: si todo sale bien, en unas horas podrá volver a su casa.

Uriel

Valeria y Mickel

La herida de Mickel todavía sangra un poco, pero él sonríe: su operación salió bien. Tiene 13 años, es más alto que su mamá y la próxima semana deberá volver para el postoperatorio. Juntos se preparan para tomar un taxi rumbo al hotel donde se hospedan. Valeria lo mira con felicidad. Sabe que la cirugía lo acerca un paso más a mejorar su audición. Mientras cuenta el procedimiento, Mickel la escucha con atención. “El año pasado ya se hizo la primera operación y le sacaron parte del cartílago de la costilla; ahora le hicieron el doblez de la oreja. En octubre tenemos que volver para el implante”, explica.

El viaje desde Viedma, Río Negro, no es sencillo. Vienen en colectivo cada vez que hay controles o cirugías. A pesar del cansancio, Valeria asegura que la experiencia en el hospital compensa las dificultades. “La atención es de maravilla, tanto de los médicos como de los enfermeros. El hospital está pasando por una situación complicada en cuanto a planear cirugías y sacar turnos, pero la atención es genial”, dice.

Valeria y Mickel.

A pocos metros del vacunatorio, en la plaza del hospital, tres empleados de limpieza comparten un mate en el único momento de descanso que les permite la mañana. Piden no dar sus nombres y hablan en voz baja, mirando alrededor antes de contestar.

“Nosotros hacemos la limpieza. Ponele que me toca hacer el público, pero si no viene mi compañera de quirófano, tengo que cubrir ahí también”, cuenta uno. Otro agrega rápido: “Y no podés, porque no te corresponde. Pero igual te obligan. ¿Dónde está la higiene y seguridad ahí? No hay”. Las quejas se repiten: baños en mal estado, padres que no colaboran, tareas que se superponen. “El trabajo parece leve, pero es muy comprometido. Vos estás en lugares cerrados, con chicos oncológicos, y si te enfermas, tenés que venir. No podés faltar”, explican mientras se miran con cara afligida. Cuando se les pregunta por la situación actual, no dudan: “Horrible. Está todo horrible, se nota demasiado. Más que nada en el sueldo. Somos los más bajos de todo”, dice uno de ellos. Y enseguida aclara: “En el papel figura que ganamos bien, pero en la vida real cobramos pésimo”.

La posibilidad de reclamar parece inexistente. “Hablás y te rajan. Te nombran y te echan. Los delegados y el sindicato están con el hospital, no con nosotros”, asegura una de las trabajadoras. Ni siquiera cuentan con un espacio fijo para desayunar: “Si querés tomar algo, tenés que esperar a que te toque el descanso. Si te ven desayunando, enseguida te quieren trasladar o te suspenden. Y la suspensión nos mata porque perdemos el presentismo. Nos sacan un montón de plata”.

A pesar de todo, siguen en el Garrahan. “Yo hace once años que estoy”, dice uno. “Yo seis”, responde otro. “Y sí, ante que nada lo elegimos. Y aún como está todo, lo elegimos igual, tenemos la suerte de tener un trabajo”, concluyen antes de levantarse y volver a sus puestos.

A la salida del hospital, cuya parte exterior tiene asientos y árboles de jacarandá que tiñen de lila el piso cada noviembre, las noticias no siempre son las que se esperan. Pero casi todos los padres coinciden en algo: la atención y el cuidado recibido valen el esfuerzo de la espera. A lo lejos, una familia numerosa comparte sanguchitos sobre un banco de cemento. Abren una botella de gaseosa y la reparten en vasitos descartables mientras se escuchan risas y anécdotas que alivian la ansiedad. Ningún niño aparece en escena; seguramente esté ingresado en el Hospital Garrahan, mientras los mayores sostienen la guardia con paciencia y humor. En medio del caos, de las alegrías y la incertidumbre, ese pequeño momento se convierte en una imagen estática: un instante de normalidad en el corazón de un hospital que nunca descansa.