Por Delfina Corti
Fotografía: Nicolás Parodi

Sábado a la tarde en Villa Crespo, cinco categorías infantiles de Atlanta reciben a San Lorenzo por el torneo FEFI. En la canchita, se ve a niños de todas las edades vestidos con los colores amarillo y azul. También están las dos hinchadas, con banderas de por medio; frente a ellas, los dos bancos de suplentes. Las cinco categorías que van a jugar esa tarde son: 2004, 2005, 2006, 2007 y 2008. Los pibes que no juegan se divierten en la cancha de afuera, a la espera que empiecen los partidos.

Antes de salir a la cancha, los técnicos se juntan con sus jugadores en el vestuario y dan la última arenga. Después, posicionado cada uno en su terreno, los equipos arman una ronda: todos dicen que saben que lo más importante es salir a divertirse. Los chicos, los técnicos y los padres dicen saben que, ante todo, el fútbol es un juego. Lo trascendental, señalan, es inculcarles a los chicos la pertenencia a un grupo, saber comportarse dentro de él y aprender a ser buen ganador y, sobre todo, buen perdedor. “A veces se confunde la competencia con la exigencia. La competencia es propia del aprendizaje. El tema es que no es el objetivo. Ahí está el problema. Hay que tener paciencia. Lo estamos formando como jugadores y personas. Es por eso que hay que saber trabajar a través de las emociones, para no sacarles confianza”, cuenta Daniel  Bloch, entrenador en las inferiores de Deportivo Español, a ANCCOM.  Todo eso parece estar claro antes del pitido inicial. Sin embargo, la cosa cambia cuando la pelota se pone a  rodar. Cuando el juez da comienzo al partido, los murmullos aparecen. Las frustraciones de los adultos brotan en insultos hacia los niños. Las presiones, en las caras y los llantos de los chicos. Abran cancha. Cuando el silbato suena, los protagonistas ya no son los jugadores.

«Antes de salir a la cancha, los técnicos se juntan con sus jugadores en el vestuario y dan la última arenga».

Categoría 2008. Chicos de ocho años. Por un lado, los jugadores del Bohemio con su camiseta amarilla y azul. Por el otro, los cuervos vestidos de azulgrana. “La próxima enganchalo y seguí. Bien igual”, le dice el técnico a su jugador mientras lo aplaude. Minutos después, tras recibir un gol en contra, le grita al mismo jugador: “Tocala. No te entretengas con la pelota. Jugá fácil o salís”. Durante el partido, la línea que separa el aliento y los gritos tácticos con los retos es muy confusa. Tanto de parte de los técnicos como por parte de los padres. Los pibes reciben esa presión de diversas formas. Algunos siguen jugando y se divierten, otros putean hacia adentro cuando algo les sale mal y están aquellos que se ponen a llorar cuando su error provoca un gol contrario. Esos son las tres partes del triángulo que conforman el fútbol infantil actual: los chicos, los padres y los técnicos.

El chico

Córner para San Lorenzo. Un despeje deja al once de Atlanta mano a mano con el arquero y tras un puntinazo, el Bohemio se pone arriba. La hinchada grita el gol. El pibe de ocho años se besa el escudo y con las dos manos le dedica el tanto a todos los presentes. Jorge Valdano, jugador y campeón del mundo con Argentina, asegura que los chicos en la actualidad imitan lo secundario de los jugadores: sus festejos, sus vivezas. Sin embargo, lo fundamental queda de lado. “He visto a un muchacho metiendo un gol y besándose luego el anillo, como hace Raúl. Raúl se besa el anillo como homenaje a su mujer; ese muchacho no tiene anillo, ni mujer, pero tiene a Raúl como modelo y empieza por imitar lo secundario. De Raúl hay que imitar su entrega, su profesionalidad, su capacidad de superación. Su ambición. Desde ese punto de vista, es un modelo que para los chicos puede resultar muy inspirador. Pero entiendo que todo tiene que ver con una gran fantasía: todo padre quiere tener en su hijo a una gran figura en ciernes. Creo que eso termina provocando malentendidos de todo tipo”, comenta Valdano en una entrevista en el diario El País, en la que se refiere al crack español, Raúl González Blanco.

“Hoy te voy a dedicar un gol”, dice uno de los jugadores de Atlanta con quien esta cronista habló minutos antes de su partido. “Así que quedate acá así te ubico”, agrega. Al terminar el encuentro, la derrota le cambia la cara. Es cierto que el equipo contrario fue superior, pero por momentos tuvieron buenos pasajes de fútbol. “Buena jugada y mejor habilitación en el 2-3”, comenta la cronista. Su cara no cambia. “Hoy jugué muy mal”, dice. Se va sin saludar.

«Todo padre quiere tener en su hijo a una gran figura en ciernes».

El pibe se va mal porque sabe que jugó mal. Ahí no está lo importante. El pibe no se divirtió. Antes de su partido, el último de la larga jornada, había estado peloteando con sus compañeros. Su cara nada tenía que ver con la que presentaba horas después adentro de la cancha. En el prólogo de La infancia hecha pelota, Roberto Fontanarrosa retoma lo que dijo Alfredo Di Stéfano, “Nadie dice ´voy a correr al fútbol´. ´Voy a jugar al fútbol´ es la frase habitual”. Sin embargo, cuando la pelota gira por los tres puntos, nada queda de juego para algunos chicos.

Cuando se juega, ambas partes quieren ganar. Sin embargo, todos los actores declaman que lo más importante para niños de entre 7 y 11 años debería ser pasar un buen rato. “Tenemos que entender que si bien nuestro objetivo es la formación de la persona, muchas veces la cultura de la inmediatez que existe en el fútbol provoca que los chicos pongan el resultado por encima de la formación. Eso es culpa nuestra, de los adultos, que alentamos muchas veces el resultado porsobre el juego”, expresa Daniel Bloch.

En los cinco partidos de la jornada, dos arqueros diferentes se pusieron a  llorar. Primer partido, córner para los contrarios. El arquero, con el doce en la espalda, queda a mitad de camino. Su técnico le grita desde afuera mientras él, aún, está sacando la pelota de adentro del arco: “No podés dejar que te anticipen así”. La forma en que lo dice, con gestos incluidos, es lo que provoca malestar en el niño. Desde la hinchada, un grupo de chicos de 7 años reconoce que su compañero está llorando. “Mirá, se puso a llorar”, comentan entre ellos. El partido se para. El técnico, ahora sí, se acerca, lo abraza y le dice algunas palabras de aliento. Sus compañeros se acercan para motivarlo. El partido se retoma y, todavía con la cara mojada, el doce despeja un mano a mano.

Segundo partido, pelotazo desde mitad de la cancha. El arquero calcula mal y se le escabulle entre las manos. Un compañero lo mira y le hace un gesto de desapruebo. El arquero se pone a llorar y se queja con el árbitro. Pide que se cobre una falta anterior inexistente. El árbitro lo calma y su técnico entra a la cancha. Lo alienta. Entre los dos tratan de calmarlo. Cuando el juego se reanuda, el técnico le apunta al árbitro: “Era falta”. El juez lo mira incrédulo después de lo que acaba de pasar.

No todos, pero algunos pibes sientes presión cuando los puntos están en juego. “A los chicos les enseñamos a ganar y perder. Tenemos que enseñarles a que aprendan a soportar la derrota. Si el chico viene a jugar y se va llorando o sufre, es un fracaso para la institución. Sin embargo, muchas veces la presión que traen desde afuera es la que canalizan cuando algo les sale mal. A veces hablamos con los padres porque los chicos manifiestan las presiones que traen desde afuera”, sostiene Carlos Di Senzi, Coordinador de Fútbol Infantil de Altanta.

Una vez más la sabiduría de Fontanarrosa en el prólogo del libro de La infancia hecha pelota: “Lo que se busca no es alejar a los pibes de un juego que, como bien calificaron los ingleses, sus inventores, es el más lindo del mundo. Sólo se trata, me figuro, de un intento de recuperar el placer del juego por el juego mismo, el juego como finalidad en sí, sin que el chico tenga que sufrir la crispación que se va cristalizando en torno a él”.

“A los chicos les enseñamos a ganar y perder. Tenemos que enseñarles a que aprendan a soportar la derrota».

El técnico

“Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a convertirse en disciplinados atletas”, describe Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra. En el fútbol infantil, tomando los términos del escritor, el director técnico debería abrirle la cancha al entrenador. “El rol del club y del técnico es, en primer lugar, brindarle al chico un lugar de pertenencia dentro de un grupo. Lo segundo, entrenarlo técnica, táctica y físicamente; pero sobre todo psicológicamente”, explica Di Senzi. La presión que reciben los chicos a la hora de competir, no solo afecta su rendimiento deportivo, sino también su vínculo con los compañeros y placer por el juego.

Es el técnico el que debe cumplir el rol de acompañamiento. Sin embargo, muchas veces, cuando el juego está en marcha, la adrenalina le gana a la cordura. Antes y después de terminar el partido, el entrenador se junta con todos sus jugadores en la cancha y, en una ronda, les da unas palabras de aliento. Durante el encuentro, se lo escucha felicitarlos a pesar de que la jugada haya fallado. Sin embargo, por momentos, algo estalla. “Como entrenadores tenemos que saber que el formador está por encima del entrenador. Lo principal es formar personas. Durante los partidos, me gusta alentar a los pibes y dejarles un mensaje claro. Si me voy del partido y le mando mis frustraciones a los nenes estoy dejando un mensaje erróneo. Esa situación se ve muy seguida en los partidos infantiles”, cuenta Bloch.

En el partido de la categoría 2006, el jugador con el 11 en su espalda no puede parar la pelota. Le ocurre lo mismo en dos jugadas sucesivas. En ambas oportunidades, el equipo contrario recupera la pelota. A la tercera, el técnico le grita al 22 que le pase la pelota al 11. Le queda atrás y la vuelve a perder. El entrenador, enojado, se da vuelta hacia el banco mientras larga unos insultos en voz baja. “¿Sabés? No se la pasés más. Está en cualquiera”, le grita al 22. Nuevamente, gira hacia el banco y llama a un nuevo jugador. El 11 sale reemplazado.

“Nuestra política no es ´ganar cueste lo que cueste´, pero es cierto que en varios clubes esto es así. Los técnicos les enseñan a sus jugadores que quienes tienen enfrente no son sus contrincantes, sino sus enemigos. En esos lugares, los partidos son cuestiones de vida. Por ahí pasan las frustraciones muchas veces de los técnicos. Yo me he retirado de clubes donde la hostilidad era tal que preferí regalar los puntos. No venimos a reemplazar nuestras frustraciones por una jornada”, enfatiza Di Sanzi.

“Como entrenadores tenemos que saber que el formador está por encima del entrenador. Lo principal es formar personas».

Los padres

Están los padres que llevan a sus hijos a divertirse, y los que ven en los chicos un plazo fijo, una promesa a futuro para una posible salvación económica. También están aquellos que vuelcan sus frustraciones de jóvenes en los niños. “Hace nueve años que dirijo torneos infantiles. No todos los fines de semana ocurren agresiones entre los padres, pero sí de vez en cuando. Lo más grave que me tocó presenciar fue un padre que entró a pegarle a su hijo por cometer un error en un gol contrario”, cuenta el árbitro de la jornada, Lucas Delgado.

Son pocas las situaciones extremas que se viven dentro de la cancha porque cuando eso ocurre el club es el encargado de hablar con el padre y, en un caso excesivo, echarlo. Es más común escuchar frases del estilo: “Dale, poné más huevo. Metete en el partido”, “Eso te pasa por no estar concentrado. Tenés que concentrarte”.

“Una vez tuvimos que echar a un padre del club porque agredió físicamente a su hijo. Él volcaba sus frustraciones en el chico. El pibe era arquero. Sus padres estaban separados y nos llegó el rumor que un año después se anotó en otro club para jugar de nueve. La madre y el chico lo hacían a escondidas de su padre”, recuerda Di Sanzi. Ahí está, el padre que vuelca su propia frustración en el hijo. Sin embargo, también aparecen aquellos que ven una salvación económica al tener una promesa dentro de su casa. Casi ninguno lo confiesa, pero el tema está latente. “Cinco goles metiste. Pedile lo que quieras hoy a tu papá, en un futuro te va a pedir él a vos”, se escucha al terminar el partido de la categoría 2006. La frase queda en el aire, desdibujada por las risas.

Muchas veces, cuando un padre ve que un técnico maltrata a su hijo porque cometió un error, él no se enoja. Incluso puede llegar a pensar que es buen técnico si el equipo en el que juega su hijo gana. El objetivo es que la promesa se transforme en jugador profesional. Y otra vez Fontanarrosa ayuda a describir esa disyuntiva: “¿Será posible que un chico que no llega a los 10 años pueda soportar la carga de ser sostén económico de su familia jugando al fútbol? ¿Qué diferencia hay entre eso y la explotación de menores o el trabajo infantil?”

En los últimos años, la mercantilización del fútbol dañó mucho este deporte. Algo notable en el fútbol infantil, donde los chicos no deberían ser tratados como jugadores profesionales. Carlos Tévez, a principios de julio, brindó una entrevista a Líbero y contó el panorama del fútbol argentino: “El fútbol argentino está mal en lo que refiere a inferiores, no solo Boca. Eso preocupa porque en unos años ya no van a existir los Banega, los Di María, los Mascherano. Ahora es todo resultadista. El técnico de la novena quiere salir campeón porque si no se va. Por eso, no le enseña al pibe cómo cabecear, ni a manejar la izquierda. Lo más importante hoy es que el chico corra, se lleve todo por delante y gane. Esta dinámica es así hasta llegar a primera. Se perdieron los valores del fútbol. Los chicos tienen que aprender el deporte, el fútbol. Enseñarles que se gana, que se pierde y, lo más importante, que en la mayoría de las veces se pierde. Esa cultura se ha perdido”. Si a eso se le suma la presión de los padres y los técnicos para formar un futuro crack, el pibe queda fuera de juego. “Hoy en el fútbol rige la cultura de la inmediatez, sin entender que hay un camino antes de llegar a la meta”, cuenta Bloch.  Una vez más Fontanarrosa supo ver la realidad: “Nadie tiene derecho, se me ocurre, a frustrar los sueños de un pibe. Pero también deberíamos decirle, procurando aportar una pizca de realismo a su fantasía, que a la mañana siguiente habrá que despertarse para ir a la escuela y que, en una de esas, le tomen prueba de geografía”.

Actualizado 31/08/2016