Con el evangelio de la derecha

Con el evangelio de la derecha

La apertura democrática de la década de los ochenta en América Latina posibilitó la participación de nuevos actores en el escenario político. Para los evangélicos, un sector en crecimiento, fue la oportunidad para igualar los beneficios que recibía la Iglesia católica por parte de los Estados, representar los intereses de sus parroquias y posteriormente servir como defensores de valores ultraconservadores.

En América Latina, y especialmente en Colombia, este tipo de discursos cobraron fuerza en los últimos años. La derecha ha encontrado un apoyo especial en los feligreses quienes durante las recientes movilizaciones han utilizado sus preceptos religiosos para estigmatizar y deslegitimar las protestas contra el gobierno de Iván Duque.

Harold Segura, pastor evangélico bautista, teólogo y administrador de empresas,  miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL) y de la Junta Internacional del Movimiento Juntos con la Niñez y la Juventud (MJNJ), explica que estos sectores se han mostrado en contra de las movilizaciones debido a ciertos referentes teológicos característicos de la religiosidad evangélica popular latinoamericana: Dios es un Dios del orden, por lo tanto la protesta en el marco del desorden, no es de Dios. En segundo lugar, la creencia de que toda autoridad ha sido puesta por Dios por lo que solo él puede quitarla, como menciona una parte de la Biblia; y tercero, la mirada dualista que explica la realidad a partir de lo bueno y lo malo. A partir de estos preceptos, muchos pastores y feligreses han deslegitimado las movilizaciones.

“Esos referentes construyen una filosofía política que surge también de esas lecturas populares de las Escrituras, una lectura muy simple y muy plana que funciona muy bien para los evangélicos pero que arruinan el testimonio evangélico porque desconocen realidades y procesos sociales”, agrega Segura.

Durante las negociaciones del Acuerdo de Paz en el año 2016, fueron los sectores evangélicos quienes más se opusieron. El triunfo del No en el plebiscito para su implementación se debió en gran parte al disciplinado voto de esa congregación, el cual en medio de la discusión por la paz en Colombia logró hacer foco en el aspecto de la “ideología de género”, supuestamente presente en 315 partes del texto de los acuerdos. Luego de este triunfo, este sector vio con buenos ojos la posibilidad de crear un partido político como plataforma para promover sus ideales en contra de la legalización del aborto y de la libertad sexo-genérica, principalmente. A finales de 2017 se creó el partido Colombia Justa Libres y, en menos de un año de su fundación, logró llegar al Congreso con tres senadores y a la Cámara con un representante gracias a los casi 500 mil votos que obtuvo en las elecciones legislativas del 2018. Muchos de los votantes fueron feligreses de las mega iglesias evangélicas pastoreadas por los fundadores del partido. Incluso el senador y presidente del partido evangélico, John Milton Rodríguez, es pastor de una de las congregaciones más grandes de la ciudad de Cali llamada Misión Paz a las Naciones, la cual cuenta con 25.000 miembros. En los púlpitos de estas iglesias no solo se declama la Biblia, también se habla de política; en época electoral parece ser ese el sermón de todos los domingos.

Precisamente el senador John Milton Rodríguez y toda la bancada del partido evangélico votó en contra de la moción de censura contra el ministro de Defensa, Diego Molano, impulsada desde la oposición por la sistemática violación de derechos humanos durante las movilizaciones en Colombia. Esa decisión confirmó el apoyo de dicho partido al gobierno de Iván Duque durante las elecciones presidenciales del 2018, en esa ocasión los preceptos religiosos en línea con la defensa por la vida y la familia funcionaron muy bien entre los evangélicos para restar apoyos al candidato de izquierda Gustavo Petro.

No obstante, en diálogo con ANCCOM, el senador y pastor evangélico John Milton Rodríguez reconoce su intención personal de separarse de la coalición de gobierno debido a que como partido no tienen ninguna participación en las decisiones, posición que contrasta con la de su agrupación. Por eso, el legislador ya da como un hecho su candidatura a la presidencia, incluso señala que en unos días tendrá una sesión fotográfica para su campaña.

Y aunque parece contradictorio, Rodríguez justifica su votación en apoyo para evitarle el juicio político al ministro de Defensa: “Yo fui elegido para ejecutar y aplicar la Constitución y la ley en mi entorno como legislador. No puedo, simplemente basado en el malestar de las personas o en las ideas de la gente, tomar decisiones constitucionales”. Niega, además, que haya una sistemática violación de derechos humanos por parte de la fuerza pública y aunque considera legítima la protesta, responsabiliza a la extrema izquierda por exacerbar los odios entre ricos y pobres y del Estado contra la ciudadanía. Asimismo, denuncia la presencia de grupos terroristas y narcotraficantes en las movilizaciones.

Durante los primeros días de las restricciones impuestas por la pandemia en 2020, a través de sus redes sociales, Rodríguez hizo un pedido de auxilio al presidente Iván Duque para que ayude a las iglesias evangélicas que se vieron obligadas a cerrar sus templos. Un par de meses después, a través del Decreto 639 del 8 de mayo de 2020, el Ejecutivo de Colombia creó el Programa de Apoyo al Empleo Formal (PAEF) con el objetivo de proteger los puestos laborales y ayudar a las empresas que vieron una reducción de su facturación facilitando el 40% de un salario mínimo por cada trabajador que estuviera contratado formalmente. Según un documento oficial del Ministerio de Hacienda, el apoyo estatal no solo estuvo destinado para empresas de los sectores que dinamizan la economía del país, sino también para las iglesias evangélicas que en Colombia no pagan impuestos y cuentan con colaboradores sin contratos de trabajo formalmente establecidos. Decenas de iglesias fueron priorizadas por encima de PyMES que no obtuvieron ningún tipo de ayuda y muchas de ellas tuvieron que cerrar.

Consultado por los subsidios, el senador destaca que las iglesias, sus fundaciones, colegios y universidades generan alrededor de un millón de empleos formales. Además, es enfático en afirmar que sí pagan impuestos de IVA sobre productos y asumen los costos de seguridad social de sus empleados sin ningún tipo de beneficios como sí los reciben otras empresas. “Si las iglesias no existieran, los impuestos para los colombianos deberían crecer entre unos 20 o 30 puntos más debido a que la ayuda social que brindan las iglesias tendría que ser acogida por el Estado”, añade.

Según explica, el comunismo y el progresismo quieren acabar con las iglesias: “El comunismo quiere estatismo para que el Estado sea el dueño de la ciudadanía y así perpetuarse en el poder. En el cristianismo en cambio, el ciudadano depende de Dios, la familia es responsable de sí misma. El cristianismo lo que le enseña la gente es a ser autónoma e independiente y no estar dependiendo de los subsidios del Estado”.

Curiosamente, la iglesia Misión Paz a las Naciones de la ciudad de Cali, pastoreada por el senador John Milton Rodríguez, recibió la ayuda estatal que duró casi un año. Pero no solamente se benefició del auxilio estatal, sino también las mega iglesias de Bogotá cofundadoras del partido evangélico como Manantial de Vida eterna y Casa sobre la Roca. Asimismo, se favorecieron otras iglesias con sedes en todo el país que aportaron los votos de sus feligreses como Cruzada Cristiana, Asambleas de Dios y Centro Misionero Bethesda. De la misma manera, el Gobierno benefició con el PAEF a la iglesia Carismática Internacional fundadora del primer movimiento político evangélico a finales de los ochenta, ahora extinto Partido Nacional Cristiano, capital político que se trasladó al partido Cambio Radical, actualmente aliado de Duque.

En total, fueron más de 230 iglesias evangélicas en todo el país que recibieron el subsidio, muchas de ellas aliadas de varios de los partidos de derecha que apoyaron la candidatura y facilitaron la elección de Duque como presidente. Y es que más del 20% de la población en Colombia se afilia a alguna religión protestante, por lo que la derecha encuentra en ellos un gran caudal de votos digno de ser bendecido.

Pablo Moreno, investigador, rector de la Unibautista, licenciado en historia y candidato a doctor en Teología e Historia por la Universidad Libre de Amsterdam, señala que los evangélicos en Colombia fueron históricamente una minoría perseguida que logró participar en la redacción de la última Constitución de 1991 a través de la cual ganaron ciertos derechos. Sin embargo, con esto no fue suficiente, por eso “durante los noventa y las dos primeras décadas de este siglo hicieron alianzas con diferentes partidos para tratar de sobrevivir y flotar en el ámbito político”, agrega el investigador.

Está alianza entre evangélicos y los partidos de derecha –según Moreno– se da gracias a que los partidos de derecha tienen un reconocimiento de que el factor religioso es muy importante, a diferencia de los sectores de izquierda que tienden a ser muy laicistas y lo subvaloran. “Ellos (los políticos de derecha) no tienen ningún problema en ser profundamente católicos y al mismo tiempo ir a un templo evangélico a hacer todo lo que les digan con tal de que esa población pueda ser una un electorado cautivo para ellos”, concluye Moreno.

“En vez de protegernos y cuidarnos, el Estado nos está atacando”

“En vez de protegernos y cuidarnos, el Estado nos está atacando”

En Colombia, debido a la lucha sindical, las y los trabajadores han logrado derechos básicos como el salario mínimo, el aguinaldo, el pago de horas extras y dominicales, y las vacaciones remuneradas. Sin embargo, las cifras de agremiación en el país son de las más bajas en el mundo: menos del cinco por ciento está afiliado.

Una causa es la violencia que han su sufrido, por décadas, los militantes gremiales. Según un informe presentado por los sindicatos ante la Comisión de la Verdad –espacio creado por los Acuerdos de Paz para esclarecer los hechos ocurridos durante el conflicto armado–, entre 1973 y 2020 se presentaron más de 15 mil casos de violaciones a la vida, más de 3 mil homicidios y casi 2 mil desplazamientos forzados de los representantes de los trabajadores.

Prueba de ello es Humberto Correa Gómez, vicepresidente de la Unión de Trabajadores del Estado y los Servicios Públicos de Colombia (UTRADEC) y secretario de Derechos Humanos de la CGT de ese país, quien hoy se encuentra refugiado en la Argentina luego de recibir amenazas de las fuerzas militares y paramilitares. El líder sindical cuenta que se enteró de los planes en su contra a través de los medios y de una llamada de un exagente investigador que lo alertó. “Yo no sabía que unos carros que había siempre cerca de mi casa eran del Ejército”, señala.

El Estado colombiano, además, ha sido incapaz de esclarecer más de la mitad de los 89 asesinatos contra referentes sindicales que se perpetraron entre 2017 y 2020. Solo 9 de los 42 casos resueltos obtuvieron sentencia definitiva, los otros siguen en juicio. “Hay una cultura de decir que si mataron a alguien por algo será. El victimario era el que salía libre y la víctima jodida”, sostiene Correa Gómez.

La violencia contra los líderes sindicales fue iniciada por los grupos paramilitares, apoyados políticamente por los ultraderechistas que comenzaron a vincularlos con la insurgencia, explica Correa Gómez y agrega que se intensificó durante el fragor de las privatizaciones del Gobierno de Álvaro Uribe Vélez a las que ellos se opusieron férreamente. “Siempre presentan a los sindicatos como los destructores de empresas, que no generan empleo y que son aliados de la insurgencia”, afirma.

El Estado colombiano esclareció menos de la mitad de los 89 asesinatos contra referentes sindicales perpetrados desde 2017

Las políticas neoliberales de fines de los 90 y principios de este siglo redujeron drásticamente las posibilidades de que los sindicatos se afianzaran. Proliferaron los contratos por prestación de servicios y los pactos colectivos, un mecanismo de negociación entre empleador y trabajadores no afiliados. Como consecuencia, la informalidad laboral en Colombia es casi del 50 por ciento y en los últimos meses ha ido en aumento.

No obstante, los sindicatos han sido un actor clave para impulsar las protestas que llevan casi un mes. Correa Gómez también dirige el gremio de los licoreros en Cali, capital del Valle del Cauca, que ha liderado las movilizaciones en la zona del Paso del Comercio, un barrio ubicado al noreste de la ciudad, en donde se encuentra una de las principales estaciones del sistema de transporte urbano. Desde allí, relata Correa Gómez, su sindicato ha salido con las barriadas y por eso, pese a la distancia, se mantiene atento a lo que suceda. Incluso habla de la situación como si estuviera presente: “La gente que sale con nosotros es totalmente pobre, no tienen ni siquiera para comer y lo único que les queda es pelear”.

Correa Gómez denuncia la violencia en todo el Valle del Cauca y apunta contra el general Eduardo Zapateiro Altamiranda, comandante del Ejército Nacional de Colombia, por un pacto que, asevera, suscribió con la cúpula empresarial para restablecer el orden a través de la represión.

La informalidad laboral en Colombia es casi del 50 por ciento y en los últimos meses ha ido en aumento.

Una mentalidad colonial

Olga Berardinelli, médica general de la Escuela Latinoamericana de Medicina, ha visto con sus ojos las marcas de la violencia en Cali. Por eso, con un grupo de colegas y otros profesionales decidieron ayudar a las personas de “primera línea”, denominadas así por estar al frente de las movilizaciones y que han terminado heridas por la represión policial. Crearon un fondo para obtener medicamentos y alimentos y repartir en los principales puntos en donde se han concentrado las protestas. “Es una situación muy difícil porque el Estado, en vez de protegernos y cuidarnos, nos está atacando”, asegura.

Por estos días tienen prevista una actividad para brindar apoyo médico y psicológico en Siloé, una de las villas de emergencia más pobres de la ciudad y más violentadas durante las movilizaciones. A principio de mayo, en medio de una “velatón” organizada para conmemorar a las víctimas de la represión, la fuerza pública irrumpió en el barrio, asesinó al menos a cinco personas, hirió a decenas e incluso algunas continúan desaparecidas.

El sur de Cali, una de las zonas más opulentas de la ciudad, también fue escenario de la violencia contra la comunidad indígena. La represión contra la minga –así se autodenominan como sinónimo de resistencia– fue perpetrada por fuerzas de seguridad estatal y además por civiles armados que abrieron fuego contra los manifestantes.

Los grupos indígenas, igual que los sindicatos, han sido históricamente estigmatizados por la derecha colombiana y asociados con la insurgencia y los grupos guerrilleros. Durante las últimas protestas, figuras como el expresidente Álvaro Uribe Vélez y miembros de su partido, el Centro Democrático, han lanzado acusaciones en tal sentido, incitando así a las fuerzas de seguridad y a la población civil a recibirlos con violencia.

Uno de los puntos de los Acuerdos de Paz, firmados en 2016, está dedicado a los derechos de estas comunidades. Desde entonces hasta hoy, al menos 300 líderes indígenas han sido asesinados, según la ONG Indepaz. Y si bien en su Constitución, cuya reforma data de 1991, Colombia se reconoce como país multiétnico e igualitario, los grupos indígenas que representan un 5 por ciento de la población se sienten segregados social, económica y políticamente.

Desde 2016, al menos 300 líderes indígenas han sido asesinados.

Israel Zúñiga, actual senador nacional y ex miembro de las FARC, ahora partido Comunes, afirma que esto se debe a una mentalidad colonial de los dirigentes políticos sobre los pueblos indígenas y sus territorios. “Colombia es un país eminentemente centralista que mira con menosprecio a la periferia y que no ha logrado vincular al proyecto de nación a los pueblos del Cauca, del Chocó, de la Guajira, y mira a esas regiones con la misma mirada del conquistador”, plantea Zúñiga entrevistado por ANCCOM.

Y afirma que existe una deuda histórica con los sectores que reclaman la necesidad de autonomía de sus territorios y el reconocimiento del derecho a la etnoeducación: “No es posible que los territorios de la periferia, en donde ancestralmente han habitado, sean los elementos de saqueo de una política extractivista que no tiene en cuenta el tejido social, las afectaciones ambientales ni la relación de nuestros pueblos con sus entornos”.

Colombia en llamas

Colombia en llamas

La Ley de Solidaridad Sostenible, como llamó el Gobierno eufemísticamente a la reforma tributaria, fue presentada en el Congreso el pasado 15 de abril con el objetivo de mitigar la crisis económica causada por la pandemia que provocó una caída del 6,8 por ciento del PBI en 2020. Entre los artículos más polémicos se encontraban la aplicación del IVA del 19 por ciento a los servicios públicos para las clases medias y altas, y la ampliación progresiva de la base gravable del impuesto de renta para pensionados, según el salario. Estas medidas, para los analistas, provocarían una suba indirecta de los alimentos y afectarían principalmente a la clase media.

La sociedad salió a las calles a mostrar su descontento. Ante la presión ciudadana, el Gobierno decidió quitar del Parlamento la reforma fiscal y el Ministro de Hacienda, impulsor de la ley, tuvo que dimitir. A pesar de estas decisiones, el Ejecutivo no logró calmar los ánimos de la población y las movilizaciones siguieron. El accionar represivo de la fuerza pública y la ira de los manifestantes han provocado un recrudecimiento de la violencia.

Según la periodista Rosalba Alarcón, directora de AlCarajo.org y de la Corporación Puentes de Paz – Voces para la Vida, se trata de una continuidad del estallido social que se vivió en la región durante noviembre de 2019 y que a causa de la pandemia tuvo una pausa hasta reanudarse en el mismo mes de 2020. Señala, además, que “las movilizaciones no son fortuitas y se dan en un contexto de consecutivas violaciones de derechos humanos, laborales y de precariedad del sistema de salud”.

Hacia fines de 2019, distintas organizaciones sociales que integran el Comité Nacional del Paro, entre las que se encuentran movimientos estudiantiles, campesinos, indígenas, de mujeres, la comunidad LGBTIQ y sindicatos, convocaron a movilizarse y posteriormente se estableció una mesa de diálogo en la que presentaron un pliego de peticiones al Gobierno. Exigían garantías para el ejercicio de la protesta social, derechos económicos y sociales: educación, salud y trabajo, políticas para el cuidado del medio ambiente y la implementación de los acuerdos de paz. Pero vieron incumplidas sus peticiones y decidieron manifestarse de nuevo en noviembre de 2020, a pesar de las restricciones por la emergencia sanitaria.

El debate por la reforma tributaria convocó otra vez a los manifestantes por tercer año consecutivo con nuevas exigencias para paliar la actual crisis económica y social que tiene al 42.5 por ciento de la población sumergida en la pobreza. Entre las demandas destacan una renta básica de un salario mínimo para los hogares –hoy reciben del Estado menos de la tercera parte–, matrícula cero para los estudiantes de universidades públicas en un país en donde la educación es arancelada, y la eliminación de una reforma a la salud que el Gobierno todavía no hace oficial.

Para Diana Guzmán, doctora en Derecho de Stanford University, profesora asociada en la Universidad Nacional de Colombia y subdirectora del centro de estudios jurídicos y sociales  Dejusticia, lo que se está viviendo en Colombia no responde a una única causa ni una única lógica: “Es una convergencia de distintas agendas de reivindicación social que se conectan con demandas históricas frente al Estado y también reflejan un profundo descontento frente al Gobierno actual, tanto por la forma como respondió a la pandemia, como por la falta de implementación adecuada de los acuerdos de paz”.

El malestar social se ha desatado debido al incremento de la acción violenta del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) contra los manifestantes, por eso las organizaciones han solicitado una reforma policial. En Colombia, a diferencia de otros países de la región, la policía forma parte del Ministerio de Defensa, esto conlleva a que la institución esté atravesada por una lógica militar y que a su vez sus delitos sean investigados por la justicia militar sin control civil. Según cifras de la ONG Temblores y la Defensoría del Pueblo, dependiente del Estado, durante las movilizaciones de los últimos días se han recabado casi dos mil casos de violencia física y sexual por parte de la fuerza pública, con 37 muertos, 87 desaparecidos y casi mil detenidos arbitrariamente. Además, por orden del Gobierno, las fuerzas militares se han desplegado en todo el territorio nacional para reprimir a los manifestantes. Incluso las denuncias llamaron la atención de organismos internacionales como la ONU y la Unión Europea, que expresaron su preocupación por el uso excesivo de la fuerza.

Guzmán explica que la policía responde a una serie de patrones que en septiembre de 2020 la Corte Suprema de Justicia había dejado expuestos tras la muerte de Dylan Cruz, un joven asesinado por las fuerzas de seguridad durante las marchas de 2019, a saber: la intervención sistemática, violenta y arbitraria en las manifestaciones, la estigmatización, el uso de armas letales y las detenciones arbitrarias.

“Las fuerzas policiales están cada vez más armadas, cada vez menos preparadas para lidiar con asuntos de convivencia y más para lidiar con asuntos de seguridad, y eso genera mayor predisposición al uso de la violencia. Incluso al interior de la institución hay resistencias frente a lo que significan derechos humanos y libertades, porque casi que asumen tales discursos como de izquierda o de guerrillas”, asegura Guzmán.

Para Rosalba Alarcón, la fuerza pública provoca los hechos de violencia mientras el pueblo se moviliza pacíficamente. Ambas, Alarcón y Guzmán, coinciden en que los grandes medios y líderes políticos reproducen discursos estigmatizantes acusando a los manifestantes de estar nucleados a través de organizaciones al margen de la ley, lo cual origina riesgos para quienes salen a la calle. “La narrativa estigmatizadora funcionó muy bien cuando el conflicto armado estaba activo porque era mucho más fácil quitarle apoyos sociales diciendo que era simplemente una expresión de la guerrilla”, asevera Guzmán.

Alarcón afirma que el país ha dejado el miedo atrás y quiere apostar a un cambio ante la resistencia del Ejecutivo: “El presidente Iván Duque no quiere reconocer que el sistema de democracia representativa ya cambió en Colombia, ahora se está movilizando una democracia participativa y protagónica, como él se resiste a ese cambio, está reprimiendo al pueblo”.

Y si bien en este momento hay distintas fuerzas llamando al diálogo y a la reconciliación para frenar la violencia, Guzmán destaca que el descontento social ha ido escalando debido a la represión policial y sostiene que mientras haya represión “no existe una salida clara, sino un aumento de las razones por las cuales protestar”.

Colombia: La paz está en peligro

Colombia: La paz está en peligro

El conflicto entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que se prolongó por más de 60 años y causó unos 8 millones de víctimas (entre muertos, secuestrados, desplazados y desaparecidos), llegó a su fin el 24 de noviembre de 2016, tras la firma de un acuerdo que llevó cuatro años de negociaciones, siempre con la férrea oposición de un sector de la derecha liderado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez.

A poco de cumplirse el cuarto aniversario del acuerdo, los avances para su implementación no son los esperados debido a la poca visibilidad e importancia que le otorga a lo pactado en La Habana el gobierno del actual mandatario Iván Duque, quien alcanzó al poder mediante la fuerza electoral de Uribe, hoy en arresto domiciliario imputado por sobornos y fraude procesal.

En diálogo con ANCCOM, Víctor Barrera, politólogo y coordinador del área de Estado, Conflicto y Paz en el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), con sede en Bogotá, afirma que la ejecución del Acuerdo Final “no está involucrando activamente aquellos componentes genuinamente transformadores que están en el fondo del conflicto armado” y se ha convertido “en una segunda negociación de facto”.

El diálogo por la paz comenzó oficialmente en 2012 cuando el equipo negociador del entonces presidente Juan Manuel Santos se reunió en Oslo, Noruega, con representantes de las FARC. Más tarde, se trasladaron a Cuba, lugar donde se desarrollaron las negociaciones hasta 2016. Sin embargo, el acuerdo rubricado en septiembre de ese año, en el marco de una celebración festiva en la ciudad de Cartagena, fue rechazado al siguiente mes por los colombianos en un referéndum popular muy ajustado. Los promotores del no –sectores religiosos y políticos liderados por el expresidente Uribe– obtuvieron la victoria y lograron dejar en el limbo el Acuerdo Final.

Según Barrera, la dificultad para conseguir un consenso se debió a un dilema de legitimidad que consiste en que “la mayoría de los colombianos quieren la paz y están de acuerdo con que se implementen las reformas más estructurales en el campo y la política, pero la gente odia a las FARC. Y lo que ha hecho la derecha radical expresada en el Centro Democrático (la agrupación de Uribe) es capitalizar el sesgo anti-FARC de la población para atacar directamente los elementos más transformadores del acuerdo de paz”.

«La derecha capitaliza el sesgo anti-FARC de la población para atacar los elementos transformadores del acuerdo de paz».

Luego del rechazo popular, Santos convocó a la oposición para incorporar cambios a lo convenido y en noviembre de 2016 se volvió a firmar el Acuerdo Final en Bogotá. Aun así, la oposición mantuvo su resistencia y dos años después se convirtió en oficialismo cuando Iván Duque ganó las elecciones con un discurso de campaña que apuntaba a realizar cambios al acuerdo y con el eslogan “paz sí, pero no así”.

El acuerdo está organizado alrededor de seis puntos: desarrollo rural; oposición política y participación ciudadana; fin del conflicto armado; narcotráfico y cultivos ilícitos; reparación a las víctimas; y, por último, implementación.

En cuanto a la Reforma Rural Integral, se estableció solucionar la exclusión histórica del campesinado y los problemas surgidos a partir del despojo de tierras que sufrieron los desplazados por la violencia y cuyos títulos de propiedad pasaron a manos de terratenientes y narcotraficantes. Asimismo, se dispuso una transformación del campo para estimular la formalización, la restitución y la distribución equitativa del suelo acompañado de un desarrollo rural con recursos del Estado destinados a proveer servicios públicos, educación, salud, recreación, infraestructura, alimentación y bienestar a la población.

Barrera señala que el partido de gobierno se opone rotundamente a una reforma, aun cuando lo que está incorporado en el acuerdo “no es una reforma revolucionaria, sino una reforma parcial que lo que quiere es garantizar algunos derechos de propiedad para un segmento de la población campesina”.

En 2016, el entonces presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el jefe de las FARC, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, firmaron el histórico acuerdo de paz que pone fin a más de cinco décadas de conflicto armado.

Con respecto al punto de la participación política, se decidió trabajar en una apertura democrática para que nuevas fuerzas fortalezcan el pluralismo y que la guerrilla deponga las armas. El objetivo es evitar el uso de la violencia como método de acción política y proteger el ejercicio de la oposición de los hostigamientos de grupos paramilitares.

Para ello, se acordaron garantías a organizaciones y líderes sociales, y además se resolvió que cada una de las zonas afectadas por el conflicto tuviera una banca en la Cámara de Representantes (equivalentes a nuestros diputados) como medida de integración, reparación y construcción de paz. Pero estas 16 curules todavía no han sido asignadas debido a la impugnación de la derecha que ha criminalizado esos territorios.

El enfoque de seguridad humana prometido en el acuerdo ha sido incumplido por Duque. El principio básico de garantizar la vida de líderes sociales, excombatientes y de comunidades a través de una intervención activa de estos sectores en la toma de decisiones de las políticas de seguridad, no ha sido tal, sostiene Barrera. “Lo que ha hecho este gobierno es limitar cada vez más la participación de organizaciones y comunidades y lo que hemos visto es un incremento en el asesinato de ex combatientes y de líderes sociales”, agrega.

«Hemos visto es un incremento en el asesinato de ex combatientes y de líderes sociales”, dice Barrera.

La violencia política en Colombia se remonta a los enfrentamientos que en la década del 40 protagonizaban seguidores de los dos partidos que se disputaban el poder, el Liberal y el Conservador. En 1948, el asesinato del líder liberal y candidato a la presidencia Jorge Eliecer Gaitán, provocó el levantamiento popular conocido como El Bogotazo, que se extendió por todo el territorio del país. El Estado reprimió duramente a los grupos insurgentes. Este fue el inicio de la escalada bélica en Colombia. La fundación de las FARC data de 1964, luego de una ofensiva militar contra una comunidad autónoma creada por grupos armados y ubicada en la selva denominada como República de Marquetalia. Uno de los campesinos que lideró la defensa fue Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo, quien se convertiría en uno de los comandantes de las FARC. 

A más de 50 años de estos hechos, uno de los propósitos cruciales del acuerdo de paz era el cese de la acción armada entre la guerrilla y las fuerzas del Estado, para lo cual se impulsó un proceso de entrega de armas, verificada por una comisión de la ONU. Además, se adaptaron zonas transitorias para agrupar de manera segura a los guerrilleros, previo paso a su incorporación como civiles. En función de esto, las FARC se transformaron en un partido político, Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, con cinco bancas en el Senado y cinco en la Cámara de Representantes.

Pese a la intención del gobierno de Duque de imponer un discurso en contra de los resultados positivos del acuerdo, Barrera opina que en ningún proceso anterior con las FARC hubo una desactivación total del aparato de guerra, estructura y componentes básicos del grupo guerrillero. Destaca la verificación hecha por Naciones Unidas que certificó la entrega de una proporción de armas que no se había dado en ningún proceso de desmovilización en Colombia. De los más de 13 mil excombatientes que están acreditados por el Gobierno, apenas a 600 les ha perdido el rastro, sin que eso signifique que hayan vuelto a las armas. En este punto, subraya Barrera, es donde más se ha avanzado, aunque aclara que “más que un cumplimiento adecuado por parte del Gobierno, es un cumplimiento de las FARC”.

A raíz de que el narcotráfico ha financiado el conflicto interno en Colombia, se acordó en el punto cuatro una solución al problema de las drogas. Se constituyó un programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos en los territorios afectados y, además, otro para la prevención del consumo. A su vez, el grupo guerrillero se comprometió a no continuar con el negocio y a dar información sobre las rutas del tráfico.

Sobre este punto, Barrera considera que se está anteponiendo una agenda contraria al acuerdo debido a que el Gobierno insiste en las aspersiones con glifosato y las erradicaciones forzadas, a pesar de que los niveles de resiembra de cultivos ilícitos en los municipios donde se han firmado estos acuerdos voluntarios de sustitución, son ostensiblemente menores.

Con relación a las víctimas del conflicto, el acuerdo dispuso la creación del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición como espacio a donde el Estado y las FARC acudirían para contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) como marco jurídico para investigar y juzgar a los responsables. Esto se haría a través de penas alternativas de acuerdo al reconocimiento de verdad y responsabilidad de los involucrados.

Este punto ha sido el más atacado por el partido de gobierno “porque les resulta inconveniente que se conozcan muchas de las verdades del conflicto armado”, afirma Barrera. “Lo que quieren introducir es que haya unos magistrados que juzguen por separado a los militares y no haya una sola sala que juzgue a todos. Eso es básicamente abrir la puerta para nuevos niveles de impunidad y para ocultar la responsabilidad que han tenido, no solamente las Fuerzas Armadas, sino los que en su momento fueron sus jefes”, asegura.

“Las víctimas –añade Barrera– viven en entornos donde están siendo revictimizadas y por ello están enfrentando grandes dificultades para que sus derechos a la verdad, a la justicia y a la no repetición sean efectivos. Recientemente, la JEP había expresado una preocupación alrededor del tema, de la dificultad que tienen muchas víctimas en los territorios para participar en estos procesos, pero también la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, precisamente porque no existen condiciones de seguridad”.

El futuro del acuerdo no parece prometedor. Igualmente, el blindaje institucional y el control político con el que está dotado, han impedido la avanzada que el gobierno de Duque y su espacio pretenderían. “La paz que intenta implementar Duque es minimalista”, ironiza Barrera.

“El escenario no es el más alentador y puede tornarse mucho más crítico, teniendo en cuenta que este Gobierno va a contar con mayorías que no tuvo en los dos años anteriores, porque se ha podido recomponer a través de prebendas clientelistas con otros partidos que no se habían sumado a la coalición, y esto le permite ampliar el margen de maniobra en el Legislativo para adelantar aquellas reformas que puedan ir en contravía de la implementación, o simplemente bloquear aquellas que estén en línea con el espíritu reformista del acuerdo de paz”, concluye.