Apátridas: ser de ningún lugar

Apátridas: ser de ningún lugar

En Avellaneda, en el sur del Gran Buenos Aires, vive Alberto Szewczuk. Igual que su padre Nicolás -fallecido el pasado 29 de agosto- tiene una particularidad más allá de la consanguinidad: es apátrida.

Según la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR ), un  apátrida es aquella persona que no es por ningún Estado como un connacional. En esa situación se encuentran cerca de diez millones de habitantes en el mundo. Una de las razones de ser apátrida es haber nacido en un país que ya no existe.

Con la disolución de la URSS en 1991 y la conformación de la Confederación de Estados Independientes (CEI), Nicolás y Alberto Szewczuk se convirtieron en apátridas, su status jurídico se modificó: son ciudadanos de un país que ya no existe. Tras la ruptura de la unión de países, su nacionalidad se mantuvo y no recayó en ninguna de las viejas o nuevas naciones. Ninguno de los dos ha realizado los trámites para nacionalizarse como argentino. Su único documento de identidad en el país es un pasaporte argentino para extranjeros con el cual a cada nación que deseen visitar deben pedir una visa.

Gabriela Liguori, coordinadora general de la Comisión Argentina para los Refugiados y Migrantes (CAREF) afirma que “debido a la falta de normativa con respecto a la problemática, no existen datos oficiales de cuántos apátridas hay en el país, tampoco se conocen las razones por las que obtuvieron esta condición”.

«No existen datos oficiales de cuántos apátridas hay en el país, tampoco se conocen las razones por las que obtuvieron esta condición”, dijo Gabriela Liguori, coordinadora general de la CAREF.

En el 2015 se presentó un proyecto de ley para la protección de los apátridas que tuvo poco avance y que finalmente caducó a principio de este año. Desde la Comisión Nacional para los Refugiados (CONARE) se está trabajando un nuevo proyecto legislativo pero por el momento hay poca información.

Nicolás Szewczuk había nacido  en 1933 en lo que actualmente se conoce como Ucrania, pero que en su momento era un territorio polaco dentro de la ya desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). 

Su familia vivía en el campo y las condiciones de vida no eran las óptimas, así que la publicitada posibilidad de migrar a otros países como Canadá, Australia y Argentina era la opción más viable. Con su padre y su madre emigraron a la Argentina en 1937, luego de que Canadá limitara las migraciones y de que Australia no fuera una opción tan atractiva como el sur de América.

A los 12 años falleció su madre durante una operación de apéndice y a los 13 su padre, debido a una infección. Él fue acogido por una familia que vivía y que ya tenía un chico de su edad. Empezó a trabajar desde muy pequeño y a los 15 años ingresó a una escuela privada especializada en electricidad. No podía realizar el servicio militar por ser extranjero, lo recordaba como un dato relevante porque era lo que hacían los hombres de cierta edad, casi como un ritual de la sociedad militarizada.

Conoció a quien sería, más adelante, su esposa -que es cordobesa- y la idea de volver a la tierra en la que se nació recobró importancia en los migrantes que habían escapado de la Segunda Guerra Mundial. Europa era una tierra reconstruida, se había originado una nueva cultura, era un lugar distinto al que habían dejado más de una década atrás. Stalin había muerto en 1953 y por esos años, Nicolás veía el resurgimiento del comunismo en el mundo como proyecto político alcanzable.

Las protecciones internacionales sobre la nacionalidad son múltiples, pero al no tener un organismo en donde acudir a solicitar el reconocimiento de su condición, esta población no logra acceder a fácilmente a sus derechos.

El bombardeo a la Plaza de Mayo, el intento de derrocamiento a Perón y el golpe de estado por parte del general Lonardi en 1955 fueron acontecimientos que hicieron de la posibilidad de volver a Europa una realidad. Poco antes de morir, Nicolás le comentó a ANCCOM que “cuando ya estaba la Junta Militar, trabajaba en un frigorífico y en la entrada habían tanquetas, yo vi personas con las manos apoyadas en la pared y la ametralladora de pie en la vereda. Lo pasamos. Se dieron una serie de acontecimientos en los que supimos que estábamos en un país convulsionado”.

Viajó en el barco Santa Fe hasta la URSS, junto a su esposa y su suegra. Analizaron las posibilidades que les brindaban las tres ciudades más desarrolladas: Moscú, Leningrado y Kiev, en la que finalmente decidieron vivir. Al entrar en territorio soviético, ya se era ciudadano con los derechos y deberes que eso implicaba. Su primer hijo, Alberto Szewczuk nació en Kiev, actualmente capital de Ucrania, ex-URSS, en 1960.

Nicolás se dedicaba a realizar traducciones técnicas del ruso al español de material soviético con la integración de Cuba al bloque comunista, además de trabajar en una fábrica que hacía hilo de nylon y rayón.

El Estado organizaba el tema habitacional a través de las fábricas y sus sindicatos: las plantas industriales más grandes tenían mayor cupo. Los Szewczuk compartieron un departamento con una familia, hasta que el gobierno les asignó uno de dos ambientes solo para ellos.

Así como los que volvieron a su tierra natal lo hicieron por sus recuerdos de infancia y adolescencia, Nicolás y su familia decidieron volver a Argentina en Marzo de 1966. Al volver encontraron un país congelado en el tiempo, que en 10 años no había logrado desarrollarse en ningún aspecto, “llegamos a Ezeiza y la verdad es que se nos cayeron las medias -recordaba Nicolás-. Estaba como la había hecho Perón en su momento”.

Para Alberto su transición fue prácticamente inconsciente: de chico nunca quiso hablar español y cuando llegó al país lo empezó hablar y nunca volvió a utilizar el ucraniano. Con certeza afirma que “no me interesa volver, seguramente como un sistema de autodefensa, de decirme que eso es una etapa que ya pasó. Yo lo asigno a la edad, me fui a los 5 años”. A pesar de su desvinculación con su país de nacimiento, recuerda vívidamente algunos detalles de su primera infancia: “Me acuerdo cuando íbamos al río Dniéper, tengo flashes de cuando hacíamos unos hongos salteados que los juntaba mi tío, él sabía cuáles eran los buenos. Me acuerdo que una vez me asomé al balcón y miré un cortejo fúnebre; allá era característico que arriba del féretro que iba por la calle pusieran una hogaza de pan negro redondo y un puñado de sal arriba. Yo en ese momento no sabía que la sal era lo más preciado que se da a un visitante por su escasez”.

Nicolás se dedicó mayoritariamente al trabajo con electricidad en diferentes proyectos a lo largo del país. Se jubiló en 1990. Lucía Gallopo, abogada en el CAREF explica que nuestras leyes de nacionalidad impiden que se produzca la apatridia, por lo que las situaciones que tenemos son de migrantes apátridas o en situación de apatridia. Principalmente se trata de ciudadanos de la ex URSS cuyos documentos perdieron vigencia y al no haber tramitado oportunamente su actualización ni haber retornado a país de origen, se les dificulta obtener la renovación. En ocasiones, incluso, el tiempo transcurrido sin renovar implica que los Estados que sucedieron a la URSS no reconozcan ni tengan registro de su ciudadanía”.

Según la ley 19510 del año 1972, el país se adhirió a la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas, promulgada por la Conferencia de las Naciones Unidas en 1954. Sin embargo, Gallopo afirma que “no hay un reconocimiento real de la apatridia en el país, no hay un procedimiento determinado ni órgano destinado a tal fin.”

Las protecciones internacionales sobre la nacionalidad son múltiples, pero al no tener un organismo en donde acudir a solicitar el reconocimiento de su condición, esta población no logra acceder a fácilmente a sus derechos. Tampoco existen procedimientos simplificados para el acceso a la naturalización como una solución definitiva a esta problemática.

Un jarrón que Alberto y Nicolás Szewczuk trajeron de su país natal, adornado con el estilo étnico ucraniano.

Actualizada 19/09/2017

 

Un rompecabezas sobre Perrotta

Un rompecabezas sobre Perrotta

Si los perros volaran es el nombre de la película que recupera la historia olvidada de Rafael Perrotta, el dueño y director del diario El Cronista Comercial, que pertenecía a la élite porteña y que en los últimos años de su vida se integró al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). El 13 de junio de 1977, el periodista fue secuestrado y desaparecido por la última dictadura militar. A pesar de que los represores extorsionaron y cobraron un rescate de su familia, su cuerpo jamás apareció. El último testimonio que lo recuerda con vida es del director de La Opinión, Jacobo Timerman, quien afirmó haber compartido cautiverio en el Comando de Operaciones Tácticas (COT-I: Martínez), comandado por el Primer Cuerpo del Ejército.

Gabriela Blanco, Lorena Díaz y Maximiliano de la Puente dialogaron con ANCCOM sobre el  film que dirigieron de forma conjunta, y que a partir de este jueves 7  se podrá ver en la sala Gaumont del Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (INCAA). ¿El escenario de la charla? La confitería «Las Violetas”, de Almagro, en donde Perrotta se encontraba con un contacto de aquella organización revolucionaria.

«En el 2009 arrancamos con la investigación, fue mucho trabajo de ir a la Biblioteca del Congreso a mirar los Cronista y ahí salían muchos nombres de los entrevistados», dijo Lorena Díaz.

¿De dónde viene el título de la película y por qué lo eligieron?

Lorena Díaz: Es por una nota que escribió uno de los periodistas del diario que se llama Carlos Ávalo. El Ministro de Economía de Lanusse había dicho que no había inflación, entonces Ávalo saca un artículo que tenía un título irónico que decía: si los perros volaran la inflación sería de tanto. Y él jugó con eso y con la Masacre de Trelew, que había sido dos días antes, por el tema que a los militantes del PRT se le decía perros. Entonces él dice, que en virtud de esta libertad que había en el diario, Perrotta no le cuestionó la nota y se la dejó pasar, y que incluso después fueron los milicos a hacer quilombo por esto.

Maximiliano de la Puente: A mí me parece que el título tiene que ver con pensar un país donde pasaban cosas extraordinarias, en el que todo podía pasar. Tiene esa connotación donde podemos encontrar un personaje como Perrotta que era capaz de convertir un diario de negocios, no digo en un diario de izquierda pero que hoy entenderíamos como progresista o vinculado a la línea de la Juventud Peronista, de Montoneros y demás.

¿Qué es lo que les pareció interesante de Perrotta como para llegar a realizar un documental centrado en él?

dl P: Esta cuestión de que es uno de los hijos del fundador de El Cronista Comercial, que es un tipo que tenía muchos contactos con los grandes actores sociales de la época, básicamente políticos pero también militares. Tenía llegada directa con (José) Martínez de Hoz, que iba a comer a su casa, o con (Emilio) Massera y por otro lado, la vinculación que podía llegar a tener con sectores como Montoneros o el PRT, nos da un personaje poco explotado.

Gabriela Blanco: En principio, a mí siempre me interesó la temática de los años 70. Y Perrotta es muy rico como personaje, tiene esta controversia de venir de una familia de mucho dinero y haber sido desaparecido. Además, no se habla mucho de los empresarios que también fueron secuestrados en este período.

¿Cómo hicieron para reconstruir la historia de Perrotta a partir de los testimonios que encontraron?

L.D: En el 2009 arrancamos con la investigación, fue mucho trabajo de ir a la Biblioteca del Congreso a mirar los Cronista y ahí salían muchos nombres de los entrevistados.

G.B: Se fue armando sobre todo con las dos facetas de las redacciones del diario, la de los 70 y la de después. Hay como 30 entrevistados, así que fue un proceso bastante dificultoso porque por cada entrevistado que teníamos aparecía un Perrotta distinto. Era complejo de armar, de hecho, en la apertura de la película jugamos con la figura de un rompecabezas por esto mismo.

¿Cuál sería esta idea del rompecabezas?

dl P: De alguna manera trasladamos esa mirada caleidoscópica al espectador, la película no cierra una única impresión al respecto, Perrotta termina siendo un personaje a construir. Jugamos con la figura del rompecabezas que nunca se puede armar del todo y para mí, en particular, la idea es que él es un producto de una época donde muchas cosas que hoy resultan impensables, eran posibles. Él actúa en contra de sus propios intereses como empresario, eso eran los 70.

«Perrotta le suministró información al aparato de inteligencia del PRT, eso está en causas judiciales y aparece en los informes de inteligencia de la SIDE de la época», dijo Maximiliano de la Puente.

¿Cuál es el cambio que intenta llevar adelante Perrotta en El Cronista Comercial en los años 70?

G.B: Es ejemplar lo que hizo durante el corto período de tiempo que estuvo como director del Cronista. Él quería hacer un diario como Le Monde, donde pudiera aparecer una amplitud de criterio, darle la palabra a todos porque tenía esta cuestión de querer conocerlo todo.

dl P: Parece que Perrotta era muy orgulloso de su condición de director de un diario que tenía influencia en los sectores de poder y quería sacarlo de ese lugar de brindar solamente informes bursátiles para ser un diario moderno. Entonces, empieza a incorporar a un montón de gente en la redacción.

También en la película aparecen los testimonios de los dos hijos de Perrotta,  que dicen no estar al tanto de la ligazón de su padre con el PRT. El tema parece aún hoy incomodar a algunos de los entrevistados.

G.B: (Los familiares)  no dan cuenta de un compromiso fehaciente de alguna línea política por fuera de esta amplitud ideológica que tenía Perrotta. Decían que era una cuestión de que su padre quería escuchar todas las voces y no que tuviera un compromiso político ni con el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP, brazo militar del PRT) ni con el peronismo.

L.D: Sí,  además, Santiago, el hijo menor, no estaba tanto en El Cronista. Y el otro hijo estuvo en un momento pero tenía una formación económica que respondía más al diario viejo que al diario de ese momento, en esta divisoria que hubo entre lo que fue la vieja redacción y la nueva. Entonces me parece que estaban más ligados a ese otro mundo.

¿Y del vínculo entre Perrotta y el PRT qué pudieron reconstruir?

dl P: Nosotros entendemos, por la información que hay, que ese vínculo existía en calidad de informante. Perrotta le suministró información al aparato de inteligencia del PRT, eso está en causas judiciales y aparece en los informes de inteligencia de la SIDE de la época.

L.D: Aparentemente se citaba con Javier Coccoz, que era el jefe de Inteligencia del PRT, acá (NdR: en la Confitería Las Violetas). El procedimiento de seguridad que tenía el PRT hacía que los mismos compañeros no supieran quiénes eran los contactos de cada uno, si Perrotta se veía con Coccoz sólo ellos dos lo sabían.

G.B: Hay gente, como Julio Santucho, que afirma absolutamente este vínculo y otra que lo niega rotundamente. Entonces siempre nos va a quedar esa duda. Más allá de eso, nosotros creemos que sí tuvo una relación y por eso, los militares, amigos y conocidos no se lo perdonaron.

¿Y estéticamente cómo hicieron para poder narrar estas distintas miradas sobre Perrotta y su historia de vida?

L.D: Como pasó bastante tiempo fue muy variado porque empezamos con una estética más convencional, entrevistas básicamente y después sí pensamos en cómo ir mechando con otro tipo de imágenes para que no fuera solamente los entrevistados mirando a cámara. En un momento, se nos ocurrió hacer animaciones, no solamente para recrear lo que no podíamos, sino en algún punto para poner esas imágenes a dialogar con lo que están hablando los entrevistados, trabajando metafóricamente lo que dicen.

«Más allá de eso, nosotros creemos que sí tuvo una relación y por eso, los militares, amigos y conocidos no se lo perdonaron», dijo Gabriela Blanco.

Actualizada 6/09/2017

Un caído del mapa

Un caído del mapa

Hace cuatro meses Daniel Gremiger se quedó en la calle. Su casa es el techo de un puesto de diarios cerrado en la vereda del Hospital de Agudos Dalmacio Vélez Sarsfield, en el barrio de Monte Castro. Mozo de oficio, nunca pensó que iba a terminar viviendo a la intemperie y hoy lucha para salir adelante.

En abril de este año, ANCCOM informó sobre el Censo Popular de Personas en Situación de Calle, una iniciativa de más de 50 organizaciones sociales cuyo objetivo fue recabar cifras reales acerca de esta problemática, frente al “conteo” oficial del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que desde hace tres años habla de unas 900 habitantes sin techo. Pero detrás de los números hay seres humanos de carne y hueso, como Daniel.

Delgado, tez blanca, 53 años e hincha de Quilmes, afirma que su salud es “muy buena”. Pasó la niñez y adolescencia en distintos lugares ya que su padre era empleado del Banco Nación e iba rotando de sucursal. Daniel terminó el secundario en el colegio Fray Mamerto Esquiú de Quilmes y a los 19 se casó con Claudia, con quien compartiría 17 años.

Trabajó de albañil y carpintero hasta que en 1986 ingresó en Editorial Perfil donde, con el tiempo, se convirtió en compaginador. Con su esposa se construyeron una casa en Quilmes y tuvieron tres hijos: dos mujeres (que hoy tienen 30 y 28 años) y un varón (25). En 2001, fue despedido de Perfil. Lo indemnizaron con 45.000 pesos. En ese mismo momento, con Claudia iniciaron los trámites de divorcio.

Según cuenta Daniel, ella se puso en pareja con un hombre que intentó abusar de una de sus hijas y esto derivó en que le dieran la tenencia de los chicos a él. Conseguir un nuevo empleo, que alcanzara para los cuatro, fue difícil. Recién en 2003 se estabilizó cuando entró en una carpintería. Mientras, sus hijos terminaron el colegio y se pusieron a estudiar y trabajar.

Daniel Gremiger sentado en un banco de la Plaza Don Bosco tomando mate.

«Vivir en la calle es muy duro porque no tenés sentido de pertenencia, no estás en ningún lado”, dice Daniel Gremiger.

En 2009, después de hacer un curso de mozo de salón, Daniel comenzó como empleado en el rubro gastronómico. Pero en marzo de este año, luego de un año y cuatro meses de gobierno macrista, se quedó en la calle. Hasta fines de 2016, compartía con su hijo el alquiler de un monoambiente en Rivadavia y Lope de Vega, pero el muchacho decidió mudarse con su novia a Quilmes y le avisó que no renovaría el contrato. Para entonces, hacía tres años que Daniel trabajaba de maître durante los fines de semana en un salón de fiestas en Devoto, y cuando aparecía, en algún evento extra. Pero cada vez había menos.

En ese doble juego de recursos escasos y alquiler, tarifazos e inflación, Daniel podía aportar sólo para las expensas, el cable y algún servicio. “Él es un gran pibe –dice refiriéndose a su hijo–, pero la chica con la que está le decía que yo estaba de más. Al principio me dolió la decisión de él, más que nada porque fue de un día para el otro. No pensé que me iba a la calle porque como era diciembre me iba a trabajar a la costa, como años anteriores. En San Bernardo entré en el boliche Punto Límite. Pero la temporada fue malísima, sólo había lugar para la cocina”. Los precios del alojamiento también habían aumentado. Le cobraban 400 pesos por dormir, casi lo mismo que sacaban por noche.

Daniel decidió volverse con lo poco que había juntado. Los primeros quince días se quedó en lo de un amigo, en Quilmes. “¿Qué hago? –pensó–. Si me voy a la provincia, seguro me roban todo, mejor me quedo en Capital y duermo en los colectivos y trenes”. Entonces empezó a quedarse de día en la plaza Don Bosco, donde antes paseaba a sus perros, y de noche viajaba para ir a dormir. Pero con el aumento del transporte se le complicó, y fue ahí que conoció a un pibe que le permitió quedarse a dormir en el Servicio de Guardia del Hospital Vélez Sarsfield, y más tarde, cuando se desocupó, en el puesto de diarios que ahora es su casa.

Daniel Gremiger en la puerta del Hospital Vélez Sarsfield.

Trabajó de albañil y carpintero. El puesto de diarios del Hospital Velez Sarsfield es hoy su casa.

“Uno piensa que nunca le va a tocar, y a la vez cuando te pasa no se lo deseas a nadie. Vivir en la calle es muy duro porque no tenés sentido de pertenencia, no estás en ningún lado”, dice Daniel, quien recalca que mucha gente lo ayuda y reconoce: “Comer, comí siempre”.

Para Daniel, vivir en el kiosco de diarios resulta estratégico por la seguridad y las instalaciones que brinda el hospital, como los sanitarios, pero siente el rechazo desde adentro: “A los vigiladores les molesta todo, y teniendo un colchón donado, no lo podemos extender en el piso, porque se quejan”, relata. Un camillero, dice, los hostiga constantemente, pasando a toda velocidad con su moto por el refugio y amenazándolos con que les va a sacar todas sus cosas.

Mientras remueve el edulcorante de un café de estación de servicio, confiesa que sus hijas no saben que él vive en la calle, el único que sabe es el varón. “Ellas intuyen que alquilo algo solo y cuando quieren verme disipo la cosa y voy a sus casas”, explica. Ellas le han dicho que no importa cómo viva, que quieren estar con él, pero a Daniel le gana la vergüenza. “No quiero que ellas lo tomen como que llegué a un punto muy límite de mi vida, porque yo lo tomo como una circunstancia, nada más”. Supone que, de enterarse, las hijas lo ayudarían, aunque no se quiere arriesgar: “Si me dijeran que no, me sentiría peor que ahora, me dolería muchísimo, como me pasó con mi hijo”.

Daniel comparte el techo del puesto de diarios con Carlos y Néstor. Juntos, se las arreglan para mantener el espacio limpio y ordenado. “Carlos es el más veterano en esto, lleva tres años en la calle y conoce todo. Me enseñó desde cómo cuidarme de noche de los robos hasta cómo guardar la plata. Néstor está hace un año y como no tiene ingresos de changas, lo único que puede ofrecer es agua caliente de un bar de la vuelta. Él barre la vereda todos los días y a cambio le dan el desayuno y nosotros podemos pedir hasta cuatro veces agua durante el día”.

Daniel Gremiger en la Plaza Don Bosco.

Daniel en la Plaza Don Bosco, uno de los lugares en los que vivió.

“En la semana me levanto a las 7 de la mañana y voy al Hospital para lavarme. Cuando necesito bañarme, voy a la casa de un amigo en Devoto, que es la única persona que sabe de mi situación, y vuelvo al puesto. La ropa la tengo ahí y, cuando junto quince prendas para lavar, las llevo a la lavandería de acá a la vuelta”, relata. Pagaba como cualquiera, 80 pesos, hasta que un día la mujer de la lavandería pasó por el Hospital, porque llevaba a su hijo, se acercó y lo saludó afectuosamente: “Yo no sabía que estabas en esta situación”, le dijo, “pero no importa, de todo se sale, lo único que te digo es que tenés que salir de esto”, lo alentó.

Por la noche, se organizan para comprar comida entre los tres y hacer guardias. Casi todos los días camina hasta un McDonald’s de la zona, donde aprovecha a cargar el celular, usar el wifi y, a veces, comprarse un café. Tener un teléfono con Internet es una necesidad porque allí revisa sus correos y recibe llamados para trabajar en eventos. La gente del salón de fiestas, donde continúa trabajando, no sabe de su situación. “Si supieran es probable que me digan que no puedo ir más, porque lamentablemente se etiqueta a las personas. Por ahí se lo toman como que soy un marginal y no estoy para arriesgarme a eso”, argumenta. Hace cálculos y dice que si tuviera suficiente trabajo como para ganar unos 10 mil u 11 mil pesos, podría alquilarse algo y vivir ajustado. En la actualidad, le pagan 900 pesos por evento y no logra juntar más de 6 mil al mes, así que todavía está lejos.

“Desde que está este Gobierno, cayó tremendamente el laburo, y te lo digo a pesar de que no soy partidario de Cristina Kirchner y yo lo voté a Macri”, admite. Hasta 2015, tuvo mucho trabajo con la empresa “Comer y pasarla bien”, propiedad de la cocinera mediática Narda Lepes, que se encargaba del catering en eventos del PRO.

El sentimiento que lo invade viviendo en la calle es la soledad. “Por ahí querés hablar con alguien y contarle lo que te está pasando… ¿y a quién se lo vas a contar?”, se pregunta solo. “Había momentos en los que estábamos en grupo, trabajando de jueves a domingos, y era muy lindo, porque te volvés a sentir dentro del circuito, y de pronto a mí me ponía muy mal cuando todos se iban, yo volvía en tren hasta Devoto y ahí caía en cuál era mi realidad. Entonces yo ni quería tomarme el colectivo hasta el puesto, empezaba a caminar para alargar el momento de llegada”.

Tener un trabajo, aunque por ahora no le alcance para alquilar, hace que no se sienta totalmente excluido del sistema. Daniel piensa que puede salir adelante: “El tema es también que se me dé la oportunidad, yo no voy a morirme así, me lo prometí a mí mismo y voy a ir contra todo”, concluye.

Actualizada 11/07/2017