“Cuando llegué, escuchaba gritos, llantos, fusilamientos”

“Cuando llegué, escuchaba gritos, llantos, fusilamientos”

 

Gloria Bustamante perdió a su marido, José Alfredo Zelaya Mass, durante la última dictadura cívico militar. Lo desaparecieron por su militancia peronista el 6 de octubre de 1978. Unos días antes, mientras ella estaba de visita en la casa de una amiga, recibió un llamado. “Primero me sorprendió que me llamaran a la casa de una amiga a la que había llegado hacía quince minutos. Después sentí que me estaban vigilando”, relató. La llamada era de una cochería. Y agregó: “Me dijeron que yo había dejado mi número para contactarme, pero no era verdad. Pensé que me estaban persiguiendo”. 

Su marido le dijo que era mejor separarse por su seguridad, así no la asociaban a él, que tenía reuniones con sus compañeros de militancia. Luego de su desaparición, los amigos le aconsejaron a ella que se fuera del país y decidió radicarse un tiempo en Paraguay. A sus ochenta y tres años, Bustamante aún recuerda el día preciso del secuestro aunque no otros datos y fechas, producto del paso del tiempo y la edad. 

Yamila Tejerina de la Rosa tuvo una historia diferente, teñida por el mismo miedo e incertidumbre, pero además, ligado al desconocimiento sobre su propio origen. Sabe que es adoptada, pero su madre, Aurelia Tejerina, nunca le dijo la verdad y, en cambio, le dio varias versiones diferentes sobre quienes podrían ser sus padres biológicos. “Me escondía de todos, no me dejaba ver a amigos, vecinos ni a nadie”, reveló. Además le prohibió tocar unos papeles que tenía guardados. “Una vez los vi, cuando ella no estaba. Eran recibos de sueldo de un tal Jesús de la Rosa, su marido”, le contó a la abogada Valeria Moneta de la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires.

Jesús de la Rosa había sido desaparecido y era militante en el sindicato de la fábrica donde trabajaba. Aurelia Tejerina le había dicho, en una de sus muchas versiones, que él era su padre, pero ella nunca lo conoció. En busca de respuestas, y ya en un período democrático, Yamila Tejerina insistió a su madre para saber sobre su padre. Le preguntó si era cierto que era hija de su hermana, como se decía en el barrio. “Me dijo que la verdad era demasiado cruel y que nunca me la iba a decir”, recordó. La historia de la familia Tejerina de la Rosa estuvo signada por la persecución y las desapariciones. Primero el hermano de Jesús de la Rosa, luego él mismo; casos de los que Yamila Tejerina se enteró de grande, cuando comenzó a investigar. Más tarde, secuestraron al hermano de Aurelia Tejerina. “La última fue mi mamá. Lo hicieron para que hable y como lo hizo, la soltaron”, teorizó. Cree que la llevaron a Campo de Mayo, pero su madre nunca le contó qué pasó durante los días que estuvo desaparecida. Se llevó la verdad a la tumba.

Yamila Tejerina.

La última en dar testimonio fue Olga Murillo, secuestrada durante tres días en Campo de Mayo. Fue durante enero de 1978, dos años después de la desaparición de su marido. “Me agarraron en la calle, caminando con mi mamá. Me dijeron que iba a declarar y cuando me subí al auto, sentí que me ponían una capucha en la cabeza”, recordó. Cree que la llevaron a Campo de Mayo, donde estuvo con otros secuestrados a los que no pudo ver. Les ponían un número y los llamaban de a uno. “Cuando llegué, escuchaba gritos, llantos, fusilamientos”, explicó. La llevaron a un cuartito donde había fotocopias de fotos en una mesa y le pedían que reconocieran los rostros. “No conocía a ninguna de esas personas”, afirmó. 

Durante los tres días que duró su secuestro, sufrió diferentes vejaciones. La insultaron, la golpearon con bolsones de arena y casi la violan. Un militar con acento paraguayo, recuerda Murillo. Cuando le estaba por bajar el pantalón lo llamaron y se tuvo que ir. “El último día escuché una conversación entre ellos que se preguntaban qué hacer conmigo”, contó. La violencia física se detenía a veces, pero la psicológica era constante, sucedía todo el tiempo. Le decían que la iban a matar, que la iban a tirar al río, que de ahí no iba a salir. “El último día que estuve, me metieron en el piso de un auto y me encañonaron. A la mitad del camino pararon en una estación de servicio y uno me dijo: ‘Si llegás a gritar, te meto un tiro’”, recordó. La dejaron en una ruta entre las 10 y las 11 de la noche, encapuchada. Tenía que esperar que no se escucharan más el auto, pero ella se la sacó mucho tiempo después. 

Volver a la vida normal no fue fácil para ninguna de las tres mujeres. “No tuve contención, ni ningún lugar a dónde ir. Tenía que hacerme cargo de mis cuatro hijos que tenían miedo y querían estar conmigo todo el tiempo”, reflexionó Murillo. Yamila Tejerina de la Rosa aún sigue buscando saber quién es su padre. Gloria Bustamante ya no recuerda muchas de las situaciones y personas que estuvieron involucrados en los fatídicos días del secuestro de su marido y no quiere volver a hacerlo. A todas les faltó la contención y el acompañamiento que, luego de años, pudieron encontrar en los organismos de derechos humanos; pero que en un principio, tuvieron que resignificar solas. “Hice una obra de arte con mi vida porque no recibí contención de nadie”, finalizó Murillo.

Olga Murillo.

“Se decía que metían personas muertas en tambores cerrados con concreto y que después las llevaban a Campo de Mayo”

“Se decía que metían personas muertas en tambores cerrados con concreto y que después las llevaban a Campo de Mayo”

 

“Yo quedé muy mal, me revolvió la panza y hasta el día de hoy lo sueño”, declaró Héctor Hugo Michelena, ex soldado que estaba haciendo el servicio militar durante los primeros años del golpe de Estado. “Había mucho miedo entre los conscriptos y yo trataba de no meterme en nada porque se decía que mataban gente”, agregó refiriéndose a sus días en el Área 400.

Michelena tenía veintiún años cuando, en medio del servicio militar obligatorio y apenas días después del golpe, fue encomendado como custodia y chofer de los mandos jerárquicos en la intendencia del Área 400. Sus tareas cotidianas parecían sencillas. Llevar a sus jefes a reuniones, a las esposas a hacer las compras y a sus hijos al colegio. También a los cabaret, donde los esperaba en el auto. Sin embargo, en medio de encomiendas aparentemente inocentes, a veces tenía que trasladarlos a allanamientos. “Yo me quedaba a unas cuadras, siempre sin querer enterarme. Tenía miedo por lo que se escuchaba; que mataban gente. Terroristas, guerrilleros o zurdos como le decían”, relató.

En los tres meses y medio que estuvo comisionado al Área 400 en Campana, una sola vez vio la escena de terror de la dictadura militar. En la cocina del edificio de administración de la intendencia, cuando comía apartado de los cargos superiores que lo hacían en el comedor, escuchó gemidos y lamentos. Pedidos de agua. Se acercó con unos compañeros a un cuarto chico y oscuro donde generalmente guardaban papeles. Se asomaron y pudieron ver seis o siete personas, encapuchadas y arrodilladas una al lado de la otra, fue la revelación de esos miedos y la confirmación de los rumores. “El cocinero, un sargento ayudante, nos pidió que no dijéramos nada, que corría peligro nuestra vida”, recordó.

A pesar de no haber visto otros secuestros dentro del Área 400, sí escuchaba los comentarios que hacían los conscriptos y otros soldados como él sobre lo que hacían ahí. “Se decía que metían personas muertas en tambores cerrados con concreto y que después las llevaban a Campo de Mayo”, recordó y aunque no lo creía del todo en ese momento, sí era consciente del peligro por lo que optaba no involucrarse con nada. Otro rumor era el de “La Escuelita”, un chalet apartado en Campo de Mayo, pintado de blanco con tejas rojas, donde se decía que tenían gente detenida que “iba a un destino final”.

El momento más traumático, una de las muchas causas que lo definió a abandonar su trabajo, fue un operativo donde también estaba involucrada la policía. Había transportado a los jefes de la intendencia del Área 400 a un lugar, donde se encontraron con 45 cadáveres, personal del ejército y oficiales de la policía. “Uno de ellos tenía un cuchillo. Levantó el brazo de un cuerpo, lo apoyó contra el capó y lo cortó. Era para determinar la edad. Dijo que tenía diecisiete años. Se me revolvió toda la panza”, recordó agobiado.

En la primera audiencia de 2020, también testimonió María Francisca Moyano, mujer de Roberto Albarracín, desaparecido durante el año 1978. Albarracín era peronista. Hacía reuniones con compañeros, que Moyano cree que podrían haber sido de Montoneros, e iba a movilizaciones esperando el regreso de Perón. “Fuimos a verlo a Ezeiza y festejamos cuando asumió Cámpora”, recordó ella. 

Albarracín trabajó en varias empresas, pero sobre todo en la General Motors. En los años de su secuestro, se había puesto un taller con el padre, donde hacía las reuniones secretas con sus compañeros para escuchar los mensajes de Perón desde el exilio. Ella se aburría en las reuniones, eran un sacrificio que hacía por su esposo más que por convicción propia. No le gustaba tener que ir con él a las movilizaciones, pero lo seguía en sus ideales. “Más tarde entendí que eso era importante”, reflexionó. Hasta el día de hoy, no sabe con certeza si su marido era parte de Montoneros o no. Pero afirmó que “si todos los que luchaban por los derechos de los trabajadores fueron Montoneros, entonces mi marido lo era”.

Fue después de las fiestas de 1977 cuando ocurrió la mayor tragedia. Moyano volvía a la casa que compartió con Albarracín, y en la que ella aún vive en Villa Adelina, el 2 de enero de 1978. Su marido llegó en bicicleta, regresaba de ver a su mamá en Don Torcuato. “No te asustes”, le dijo. “La nena se lastimó y le cosieron un par de puntos, pero ya está bien. Se quedó en Torcuato”, le explicó. 

Moyano fue al otro día, el 3 de enero, a ver a su hija mayor, pero la dejó en la casa de los abuelos y partió con la nena más chica rumbo a Villa Adelina hacia la tarde. Cuando llegaron a la casa, volvieron a salir apuradas para comprar el pan, pero en el camino vieron la panadería cerrada. “Fueron solo cinco segundos desde que salimos de mi casa”, relata y agrega: “Y cuando volvíamos, en la esquina, un hombre me detiene y me pregunta a dónde voy. Le digo que a comprar. Él me dice que vuelva al otro día porque estaban haciendo un allanamiento. Era en mi casa”. No volvieron durante dos meses, y se quedaron en lo de su mamá. La preocupaba que se dieran cuenta que era ella la que vivía allí. Tampoco volvió a ver a su marido.

Cuando regresó al barrio, habló con los vecinos de al lado. Le contaron cómo fue el allanamiento que ella no alcanzó a ver. Había camiones del ejército y personas vestidas de civil, como el hombre que la detuvo en la calle. Preguntó por su marido y los vecinos recordaron haberlo visto pasar en bicicleta y esperar un colectivo pocas horas antes. Ella no lo había visto en todo el día porque había ido a Don Torcuato sola y no supo si él fue a trabajar o estaba en otro lado. Tampoco supo por qué esperaba un colectivo ni a dónde iba. 

La casa estaba revuelta, rota y con cosas desaparecidas. Un vecino le contó que, cuando vio entrar a los militares, les dijo que eso era violación de la propiedad privada. La respuesta fue “callate que te cago a tiros”. Moyano nunca vio libros ni folletos con propaganda de alguna organización guerrillera en su casa y además no entendía cómo lo habían encontrado ahí, porque ella era la única que tenía la dirección actualizada en el documento. “Tenía mucho miedo de que volvieran por mí. Lo tuve durante muchos años”, contó con la voz quebrada. “Mi vecina me acompañó a pedir un certificado de separada porque no podía decir que era esposa de un desaparecido y cuando entré a la comisaría tuve la sensación de que no iba a salir”, agregó recordando el temor que tuvo durante los años de dictadura. Antes de terminar su testimonio leyó un poema que le escribió un amigo de la infancia a Albarracín con lágrimas en los ojos y la tristeza atragantada. 

También dieron su testimonio: Capy Garrido por videoconferencia y Jazmín Lavintman. Las siguientes audiencias serán en el día y horario del 2019, los miércoles a las 9:30. 

«La voz del policía era la de la misma persona que estaba en la oficina de mi jefe»

«La voz del policía era la de la misma persona que estaba en la oficina de mi jefe»

“Me pegaron, me desnudaron y me dieron picana eléctrica”, detalló Ratto.

Héctor Ratto entró a trabajar a la fábrica de Mercedes Benz a la tarde; cubriendo a un compañero que le había pedido cambiar el turno. Su horario siempre había sido a la mañana, pero ese 12 de agosto de 1977 lo encontró en una situación diferente. En un determinado momento, personal de vigilancia le dijo que tenía una llamada de su casa, pero él sospechó, porque vivía en Isidro Casanova y llamar hasta González Catán en ese momento tenía un costo de de larga. “Además, antes de entrar me enteré que un compañero de la misma sección había sido llevado detenido”, relató al inicio de su testimonio. El padre de ese empleado, un capataz de la línea de montaje, había informado que el secuestro ocurrió en su casa esa mañana.

Ratto supuso enseguida, por las historias de desapariciones en la empresa, que podría ser un intento de secuestro para él. “Incluso me hicieron, sin que yo lo pida, un permiso de salida y mi capataz me dijo que estando ahí corría peligro”, relató. Ratto le explicó sus sospechas y le manifestó su temor de ser secuestrado, pero más adelante, otro capataz, le pidió que lo acompañara fuera de la planta. “Era evidente que afuera me estaban esperando, así que no le hice caso”, teorizó. Más tarde, el gerente de producción le confesó que la llamada era falsa y que había ido personal de policía a buscarlo. Entonces sí, lo llevó a su oficina, separada de la sala de producción, y ahí se encontró con dos policías que hablaban muy cómodos con su jefe. En un momento sonó el teléfono y vio cómo atendía su gerente para pasárselo después a uno de los policías. A los pocos instantes, llegó personal del ejército y se lo llevaron. De esta manera Héctor Ratto narró el inicio de su calvario, en el juicio por los crímenes cometidos en el Centro Clandestino de Detención y Exterminio Campo de Mayo, que entre sus causas lleva adelante la de los obreros desaparecidos de Mercedes Benz.

Estudiantes que participan del programa educativo “La Escuela va a los Juicios” presenciaron la audiencia. También visitaron Campo de Mayo.

Así empezó su recorrido. Primero estuvo en la comisaría de San Justo y luego en la de Ramos Mejía, en la que recuerda haber pasado dos días y medio. Le explicaron que lo llevaban ahí por su propia seguridad, y luego de esos días le abrieron la puerta del calabozo y le hicieron firmar la libertad para dejarlo ir, pero al instante alguien lo encapuchó desde atrás. “Reconocí la voz del policía como la del mismo que estaba en la oficina de mi jefe. Y cuando me puso la capucha me dijo: el otro día te nos escapaste porque éramos sólo tres, pero ahora ya firmaste que estás en libertad”, recordó, detallando que su libertad los desligaba a ellos de cualquier responsabilidad sobre él”.  

Lo metieron en el baúl de un auto y lo llevaron a Campo de Mayo. “Me pegaron, me desnudaron y me dieron picana eléctrica”, detalló con firmeza. Lo que más le preguntaban era si conocía gente que militara en la izquierda, Montoneros o en el Partido Revolucionario de los Trabajadores. “Sentí que se me rompían los brazos y no los pude mover bien durante meses”, dijo, recordando que ellos sabían más que él sobre la actividad política de sus otros compañeros. 

“Me llevaron a un galpón donde había colchones en el piso y gente amarrada por los pies a una cadena”, relató. Sus torturadores le pusieron un número y le dijeron que ya no tenía nombre ni apellido. “Este galpón estaba separado de la sala de tortura pero no mucho, porque cuando llevaban a gente a picanear, se escuchaba”, precisó. La capucha y su estado le impidieron ver bien el lugar o la cantidad de gente. Sentía las semillas de los árboles caer sobre la chapa del techo y el paso del tren a los lejos. “Hablé con pocas personas en el galpón: con algunos compañeros de la empresa que también estaban secuestrados ahí”, declaró. Alberto Gigena, uno de ellos, había sido golpeado en el estómago fuertemente y escupía sangre mientras se quejaba. “Era un muchacho que hablaba mucho pero no tenía militancia política”, detalló. 

La tortura física se alternaba con la psicológica. Una noche, sus captores le preguntaron su edad y cuando se la dijo, lo amenazaron: “Me dijeron que iba a morir a los treinta años y me llevaron por un camino con otros compañeros”, contó. Les dijeron que los iban a fusilar y los dejaron durante varios minutos así hasta que les pidieron que se den la vuelta y volvieran. “Fue un fusilamiento falso”, comentó.

Ratto reconoció su lugar de cautiverio por los árboles de eucaliptus.

En algún momento durante su cautiverio, lo metieron en un auto, en el piso entre el asiento trasero y el delantero y lo llevaron a la comisaría de Ramos Mejía. No le dijeron nada y lo dejaron ahí. “Yo sólo me saqué la venda cuando estuve solo”, recordó. Tiempo después volvió a ver a su esposa, que se enteró de su paradero porque un compañero de calabozo le pidió a su mujer que se contactara con ella. Cuando lo dejaron en libertad no pudo volver a la empresa y buscó trabajo en otros lugares, se enteró que la conflictividad sindical había disminuido en comparación a los años anteriores al golpe. “En 1975 hubo 117 compañeros despedidos y eso generó un gran conflicto con el sindicato”, contó, explicando el contexto del momento previo al golpe. “Después de 1976 siempre hubo presencia militar. Entraban, revisaban y arengaban para que no creáramos conflictos ni pusiéramos en peligro la gobernabilidad”, expresó.

Con la vuelta de la democracia, Ratto visitó Campo de Mayo junto con un grupo de miembros de la CONADEP, intentando reconstruir los hechos para los juicios. “Las instalaciones no estaban, pero vi eucaliptos, que eran los que caían en el techo de chapa del galpón donde estuvimos”, relató. A la distancia, Ratto asegura que había presencia policial en el mismo sindicato, SMATA, que marcaba a los trabajadores con mayor participación en las asambleas, entregando listas. “Todos los que fueron secuestrados los agarraron en sus casas. Yo no había hecho el cambio de domicilio, y la empresa no tenía mi dirección, por eso pienso que me buscaron ahí”, remató.

Cuando terminó su extensa declaración, que duró dos horas, el público lo aplaudió durante varios minutos. Héctor Ratto se levantó de su silla, agotado luego de indagar tanto en todos sus recuerdos, y salió de la sala, pero afuera se mostró sonriente y aliviado. El programa educativo “La Escuela va a los Juicios” se agrupó en la vereda, durante el cuarto intermedio que se hizo cuando finalizó la declaración de Ratto, y el coordinador habló con los chicos sobre la experiencia. “Más allá de las audiencias, lo más importante es el juicio que hacemos todos nosotros, como sociedad, sobre todo esto”, les explicó antes de despedirlos.

En esta audiencia también declararon María Julia González de Almirón, Manuela de Almirón, Emir Donado González y Ariel Amar González, relacionados con la víctima Carlos Julio Báez, Ofelia Mirta Rivadeneira, Judith Rosana Monterio y Claudia Edith Quintana, familiares de la víctima Ricardo Alberto Monteiro. El próximo encuentro será, como siempre, el miércoles a las 9.30 horas en los Tribunales de San Martín.

 

“Toda mi familia está atravesada por esta historia”

“Toda mi familia está atravesada por esta historia”

Familiares de las víctimas del CCDyE de Campo de Mayo exhiben fotos de desaparecidos para exigir justicia.

Mabel Coutada está sentada frente al tribunal. Saluda a los magistrados y responde el requerimiento de la escena judicial: “Prometo decir la verdad para que haya justicia para los 30.000”, sentencia.

La sala de audiencias del TOF 1 de San Martín tiene colmada la primera fila: los  hijos de Mabel, sus parejas, el nieto de tres meses, sus amigas maestras de Zárate con las que se fue cruzando y compartiendo el camino de lucha, a quienes más adelante nombrará especialmente por el trabajo de reconstrucción que hicieron junto a sus alumnos. Todas y todos sostienen unas pancartas con fotos de “Myriam y Norma”, ambas hermanas de Mabel, desaparecidas por el terrorismo de Estado. La fotógrafa pide que las levanten y el click registra el acto más cabal de demanda por las y los desaparecidos. Son las imágenes de sus rostros y sus nombres escritos sobre el papel las que, interpelándonos, no permiten olvidarlos.

“¿Qué parentesco tiene con Myriam Coutada? -indaga el fiscal. ¿Puede relatarnos lo que reconstruyó sobre lo ocurrido con ella y su pareja, Eduardo Lagrutta?”, completa. Y Mabel responde: “Myriam es mi hermana. Fue secuestrada-desaparecida el 16 de octubre de 1976. Tenía 24 años y un embarazo de 7 meses. Era montonera. Militaba en la columna 17 de Octubre, también conocida como columna Norte-Norte. Su apodo era “La Correntina”, aunque para la familia era “Mirita”. Eduardo Lagrutta, apodado “Ramiro”, era su compañero. En el operativo que desplegó el Ejército, según pudimos reconstruir por los testimonios de vecinas y vecinos, balearon la casa con armas largas a tal punto que solo quedó una medianera llena de impactos de escopeta. La casa fue destruida, arrasada”.

Mabel Coutada, que tiene a sus hermanas Myriam y Norma desaparecidas, fue la principal testigo de la jornada.

Al fondo de la sala un grupo de jóvenes escucha con atención. Algunos toman apuntes. Son estudiantes secundarios que asisten por primera vez a un juicio, oral y público. Minutos antes, formando un círculo en la vereda, escuchaban a sus docentes contarles sobre la historia reciente, y los casos que se presentan en el tramo de ésta causa que se está juzgando, conocido como “Área 400”.

El relato de Mabel es detallado, pormenorizado. Su voz es pausada, paciente, a veces se le escapa la tonadita de su Corrientes natal. Como sucede en la mayoría de las familias diezmadas por el terrorismo de Estado, la reconstrucción del pasado se va tejiendo desde lo individual e íntimo del núcleo familiar -sus padres, su hermano Guido, su compañero Juan Carlos Houllé, sus tres hijos tiempo después-, hasta devenir en trama colectiva, que reúne las voces de vecinas y vecinos y sus recuerdos sobre lo que vieron y escucharon; y el trabajo de un grupo de maestras que en 2010 movilizó la memoria de la comunidad. “Estoy acá por Myriam pero también por mi vida, por la de mis hijos, porque toda mi familia está atravesada por esta historia”, explica cuando el fiscal le señala: “¿Está hablando en plural?”.

“Mi familia es de Santo Tomé, Corrientes. Mis padres fueron docentes. Mis hermanos y yo nos fuimos a vivir a Rosario para estudiar en la universidad. Fui la primera en 1968, luego Myriam en el 69 y más tarde Guido y Norma. Mi hermana Norma también está desaparecida, pero de ella no tenemos ningún dato. En aquellos años la universidad fue escenario del contexto político-cultural que atravesaba al país, a Latinoamérica y al mundo. Fue una época muy intensa, de mucha participación. Comenzamos a militar en el peronismo, dentro de la universidad. Cada una de nosotras, con su propio entorno, primero en el Peronismo de Base (PB), luego en la Juventud Trabajadora Peronista (JTP) y, pasados unos años, en una etapa de mayor compromiso, Myriam ingresó a la columna 17 de Octubre de Montoneros. Allí conoció a Eduardo Lagrutta, su pareja desde entonces”.

“En 1975 aparecen flotando en el río los cuerpos de Adriana y su compañero. Estaban marcados con alambre”. Mabel refiere este caso como uno de los primeros  asesinatos de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en Rosario. “Eran amigos de Myriam. Luego del golpe, en marzo del 76, ella y Eduardo dejan Rosario y se instalan en Buenos Aires, en un barrio fabril de la zona de Zárate llamado Villa Angus”.

Mabel recordó la última vez que la vio. Se encontraron el 3 de octubre del 76 en el cementerio de San Nicolás. Pasaron unas horas juntas, conversaron e intercambiaron regalos. “Ella estaba contenta con su panza de 7 meses y su jumper celeste”. De regreso a Rosario Mabel advirtió, que la bolsa que contenía los Long Play que su hermana le había regalado, decía Zárate. Supo entonces que estaban viviendo en aquella localidad.

“El 15 de octubre el Ejército realizó un operativo en la casa de Myriam y Eduardo. Con ellos vivían Olga Ventorino y sus dos hijos, Claudio de 9 años y Verónica de 6. Por los testimonios de vecinos pudimos reconstruir que tres noches antes se apagaban las luces de las calles, pero la noche del 15 el apagón fue total. Los militares rodearon la manzana, ocuparon las casas de los vecinos y golpearon la puerta gritando ¡Abrí Ramiro, sabemos que estás ahí! Tiraron con ametralladoras durante horas. Eduardo logró escapar, Myriam cayó herida y Olga fue abatida. Los vecinos vieron cómo revoleaban su cuerpo y lo subían a un camión. Los niños se salvaron porque su madre los había protegido debajo de la cama, tapados por colchones. Los militares entraron a la casa, rompieron todo, levantaron el parquet en busca de armas. Dejaron a los niños con una familia de vecinos diciendo que 24 horas más tarde volverían a buscarlos. Al otro día volvieron y se los llevaron a la comisaría de Zárate, donde estuvieron privados de su libertad bajo amenazas e interrogatorios. Luego de dos o tres jornadas allí, su abuela fue a buscarlos… Eduardo, que había escapado por un descampado, llegó a una casa donde logró refugiarse. Había pasado diez días en el descampado, ocultándose durante las horas de sol y avanzando en la noche. Allí llama por teléfono a mis padres y les avisa que habían matado a Myriam en el tiroteo, que él la había visto caer herida y que buscaran el cuerpo… Pero tiempo después, según el relato de una vecina, Paula Ramirez, supimos que dos soldados subieron a Myriam herida, aún con vida, a una camioneta del Ejército. Su cuerpo nunca apareció y tampoco nunca supimos sobre su hijo o hija. Finalmente, a Eduardo lo secuestran en San Nicolás el 11 de mayo de 1977 y aún permanece desaparecido”.

Mabel Coutada exhibe la foto de su hermana Myriam.

Antes de terminar su testimonio, Mabel dedicó unas palabras sobre su madre, de 94 años: “Está en mi casa a la espera de noticias sobre la audiencia”. Contó que sus padres vivieron la desaparición de sus dos hijas con mucha soledad, en un pueblo como Santo Tomé, donde no se hablaba sobre lo ocurrido en los años oscuros de la dictadura. “En 2010 mi mamá tuvo un episodio que la hizo sentir reconocida: recibió una réplica de la Pirámide de Mayo que desde Presidencia de la Nación enviaban a cada madre de las y los desaparecidos. A partir de ahí empezó a hablar en los colegios de Santo Tomé”. Recuperar la memoria de las y los desaparecidos. Contar sus historias de vida, sus sueños y proyectos. Compartir las cartas que Myriam escribió, en otro tiempo, en el que era feliz viendo crecer su panza, sorprendiéndose por los latidos de su bebé…

En el trazo de su escritura aun late la huella de un futuro de posibilidad.

Campo de Mayo: el secuestro de Eugenio Guasta

Campo de Mayo: el secuestro de Eugenio Guasta

Guasta fue visto en el Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio de Campo de Mayo por María Rosa Reinoso.

Se inició el tramo llamado Área 400 de la Megacausa Campo de Mayo, que busca indagar los secuestros y desapariciones de obreros en la zona fabril de Zárate y Campana. En la última audiencia, llevada a cabo el miércoles último, declararon los familiares del desaparecido Eugenio Antonio Guasta y una testigo que vio la escena del secuestro.

“Mis papás tenían, además del trabajo, un negocio de reparto de galletitas. Un día, cuando volvían de distribuirlas, dos autos estacionaron en la vereda y bajaron cuatro personas vestidas de civil. Uno se identificó como policía federal y dijo que había una denuncia contra mi papá por venta de droga entre las galletitas”, rememoró Leandro Javier Guasta, el hijo menor de la familia. A partir de ese momento, un 23 de noviembre de 1976, nunca más vieron a su padre. “Nos dijeron que se lo llevaban a la comisaría, pero no lo encontramos ahí”, agregó.

Todas las declaraciones de la audiencia recrearon la misma situación: el secuestro de Eugenio Antonio Guasta, desde distintas ópticas y puntos de vista. Los dos hijos que vieron a su padre subir al auto e irse detenido; la mujer que volvía de trabajar con él y lo fue a buscar a la comisaría, y una vecina que jugaba en la vereda, frente a la casa de los Guasta y presenció la detención. “Hace diez años me llamaron para ayudar a crear La Casa de la Memoria y me dieron información sobre mi padre”, siguió Leandro, relatando el recorrido que hizo con su familia para encontrar más datos sobre Eugenio. “En esa reunión me contaron que había una persona que sabía cómo había muerto mi papá. Se llamaba María Rosa Reinoso y había compartido cautiverio con él”, detalló.

Si bien Leandro no conoció a María Rosa Reinoso, sí lo hizo su vecina, Marisol Burroni. Fue ella la que descubrió que habían estado en el mismo centro clandestino. “La conocía por intermedio de mi esposo y me contó que había estado secuestrada”, relató ella en su extensa declaración. Cuando le comentó que iba a presentarse a testificar por la desaparición de Guasta, Reinoso le dijo que había estado con él. “Me contó que habían estado en la casa de los Guerci, un palacete medio victoriano en una barranca de Zárate”, precisó. El caserón funcionaba como centro clandestino de detención y los secuestrados se comunicaban por sus nombres, aunque llevaban vendas en los ojos casi todo el tiempo y no se podían mirar a los ojos. “Sabía que los secuestradores eran militares porque por debajo de la venda podía ver la botas”, recordó.

“Sabía que los secuestradores eran militares porque por debajo de la venda podía ver la botas”, recordó Reinoso.

Marisol Burroni, que tenía seis años en 1976, vivía frente a la casa de los Guasta y estaba jugando en la vereda con una amiga cuando presenció el operativo. “Mi papá me llevó adentro cuando vio todo, pero yo salí por el balcón y vi a los chicos llorando”, contó. A pesar de que no entendía qué estaba pasando, ver a sus vecinos, casi de la misma edad, tan angustiados, le llamó la atención. Su padre cruzó la calle y asistió inmediatamente a la mujer de Eugenio Guasta. “Yo no sabía manejar y el señor Burroni me llevó a la comisaría con la camioneta que usábamos para repartir galletitas”, agregó a la historia María del Carmen Favaro, esposa de Eugenio. “Recorrimos varias, pero en todas nos decían lo mismo, que no estaba ahí”, rememoró.

La mañana anterior del secuestro, llamaron a la puerta militares del Ejército. “Venían a hacer un allanamiento”, contó Favaro. No se llevaron nada, aunque revisaron algunas partes de la casa, e incluso preguntaron por una máquina de escribir. “No me pareció raro porque en ese momento era común que entraran a las casas. Lo hacían por manzanas”, relató. No llegó a decirle esto a su marido porque a la tarde, cuando volvían del trabajo, se lo llevaron a él. Una semana después aparecieron de nuevo, pero esta vez no se quedaron mucho. “Me dio la impresión de que venían a corroborar que faltaba alguien en la casa”, teorizó.

La familia presentó numerosos habeas corpus y hasta contactó al párroco de Garín, tío por parte de madre de Eugenio Guasta, para obtener información. “El clérigo se comunicó con el obispo de Campana y en un principio parecía que estaba en el Área 400, pero después lo negaron”, relató Juan Carlos Guasta, hermano de la víctima.. Ante las preguntas sobre la actividad política o militancia de Eugenio, las respuestas variaban mucho. Su hijo menor recordó que fue parte del Partido Intransigente y su mujer agregó que se presentó en una elección cuando eran joven. Sin embargo, su hermano y su hija mayor no recordaban la vida política de su familiar.

Todas las declaraciones contaban los mismos hechos, con dudas, lagunas mentales, recuerdos borrosos o muy claros, típico de un suceso que ocurrió hace cuarenta y tres años. A pesar de las preguntas de los abogados defensores, que buscaban constantemente desligar a los secuestradores de Eugenio Guasta de los militares que defienden, los testimonios siguieron sin contradecirse y firmes en la convicción de armar el rompecabezas que les trajera memoria, verdad y justicia.