May 19, 2021 | DDHH, Novedades

En una nueva audiencia por los crímenes cometidos en los Pozos de Banfield, Quilmes y Lanús, declaró Delia Giovanola, una de las 12 fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, madre de Jorge Ogando, suegra de Stella Maris Montesano, y abuela de Virginia y de Martín Ogando Montesano, nacido en cautiverio y restituido en 2015.
Delia, ya conectada al Zoom, esperó su momento para dar testimonio de los hechos, después de 45 años. Esta vez empezaron las preguntas por parte de las querellas: “¿Delia, un familiar tuyo fue desaparecido y/o víctima de la última dictadura militar?”, consultó la abogada de Abuelas, Carolina Villella. Ese fue el disparador para todo lo que se escucharía durante la extensa audiencia. Es que la vida de Delia cambió radicalmente desde la llegada de los militares al poder.
“Para comenzar, quisiera aclararles que en estos momentos me siento acompañada por mi nieta Virginia Ogando”, expresa Delia mientras muestra la foto de una joven hermosa, de cabello color oro y sonriente a cámara. Y continúa: “Virginia fue una víctima más de este genocidio. Está conmigo en todo momento. Estuvo conmigo por 35 años, acompañándome en todo lo que ocurrió desde el 16 de octubre del 1976, hasta que falleció como una víctima más del genocidio. Virginia está conmigo, está a mi lado”. El 14 de agosto de 2011, Virginia se quitó la vida en la ciudad de Mar del Plata.

“Cada vez que veía un chiquito rubio de ojos celestes, me preguntaba si no era mi nieto”, confiesa Delia.
Aquel 16 de octubre de 1976 secuestraron en La Plata al único hijo de Delia, Jorge Oscar Ogando, de 29 años, empleado del Banco Provincia. Ese día, también se llevaron a su compañera, Stella Maris Montesano, de 27 años. La joven se encontraba embarazada de ocho meses. Virginia, que en ese momento tenía tres años, quedó sola durmiendo en una cuna. “Cuando nació Virginia yo tenía 47 años y me convertí en abuela de la vida, pero cuando se llevaron a Jorge y a Stella me convertí en madre”, describe Delia. Desde ese entonces, Delia y Virginia caminaron juntas. Su nieta la acompañó siempre e incluso participó en la búsqueda de su hermano, aunque nunca volvió a hablar de su padre y de su madre. “Ahí empezó el calvario de Virginia, al bajar la cortina”, lamenta Delia, quien además cuenta que recién su nieta pudo hablar del tema cuando por sus propios medios, recién a los 18 años, inició la búsqueda de su hermano.
“Yo era una maestra de grado viviendo con su hijo, una persona común, con una familia, con una vida tranquila, serena, sin altibajos”, expresa Delia. Un 17 de octubre –un día después del secuestro- le sonó el teléfono. Era la hermana de Stella, comunicándole que “se llevaron a los chicos”. Delia no entendía y se encontraba trabajando como directora en una escuela de San Martín. “Pegué el grito, cómo, cuándo, dónde. No entendía nada y era ajena a lo que ocurría por esos años en la Ciudad de la Plata, una ciudad estudiantil, donde ya era común que desaparecieran personas, pero yo no me enteraba”, declara.
Delia recuerda a Jorge poco interesado en política. En cambio, a Stella sí la describe con una posición más formada, “por su carrera de abogada”, arriesga. La pareja era amiga de un matrimonio que participaba activamente en política y Jorge les prestaba la casa para realizar reuniones. De pronto, un día, Vigo -el compañero a quien prestaban su casa- desapareció. Stella le contó este incidente a Delia, pero por entonces, ella no le prestó importancia. Con el tiempo, Delia pudo “atar cabos”, pero confiesa que durante muchos años se olvidó de aquella escena.
Antes de viajar a La Plata, donde vivía su hijo, Delia, fue a lo de una amiga, cuyo esposo era militar. Creyó que allí encontraría alguna respuesta, alguna información del paradero de su hijo y su nuera, porque sabía que se los habían llevado gente del Ejército, pero no lo consiguió, y sin éxito continuó con la búsqueda por otros lados, pero nadie le daba información sobre dónde podían estar.
“Mamá no está, se fue a declarar”, respondía la pequeña Virginia cuando le preguntaban por sus padres. Tal vez la respuesta rápida y natural se debía a que la niña mamó la palabra tribunales, declarar, entre otros términos judiciales que se manejaban en su casa ya que su mamá era una joven abogada recién recibida que por esos años tenía sus primeros casos y el oficio la encontraba fuera de la casa. Pero los días pasaron, los años también y la ausencia empezó a notarse más y más.

“Cuando venían los guardias, las Madres nos agarrábamos instintivamente y empezábamos a caminar en silencio», recuerda.
Delia enviudó muy joven del padre de Jorge, pero volvió a casarse a los 43 años con Pablo Califano, quien también la acompañó en la crianza de la niña. “Para mi marido, Virginia era un regalo de la vida”, cuenta.
Un día, a Delia se le apareció una señora en la escuela donde trabajaba. A ella también le habían secuestrado a su único hijo. “Me pidió que la acompañe a Plaza de Mayo, donde había escuchado que se reunían las madres”. Delia creía que era la única a la que le habían llevado el hijo, pero no, había más madres. A pesar de ello, Delia no le dio importancia, se sentía desesperanzada, a quién iba a reclamarle “¿a los árboles, a la plaza?”, se preguntó entonces. Dejó pasar tiempo hasta que se decidió a ir. Allí conoció a Azucena Villaflor. “No nos conocíamos, pero teníamos algo que nos unía, nuestros hijos que se los habían llevado. Éramos un grupo muy chiquito, pero al jueves siguiente crecía porque se corría la voz”, recuerda y describe: “Cuando venían los guardias de la Casa Rosada, nos agarrábamos instintivamente y empezábamos a caminar en silencio, en contra de las agujas del reloj”. Al mes de sus rondas en la Plaza, aparecieron los cánticos y el apoyo de gremialistas con pancartas y distintas consignas.
“Si hay alguna madre o suegra de una embarazada, salga de la ronda”, le dijeron y allí Delia salió como y nació como Abuela, sin saber que sería parte de un nuevo grupo que buscaría incansablemente a los nietos y nietas. “A mí me parieron las madres. Yo salí como abuela de las rondas de las madres” y continúa “Éramos dos o tres. Pensábamos cómo buscar a un nieto. La misma duda que para buscar a un hijo teníamos con un nieto. No había un manual ni nada que enseñara a buscar a un nieto”. Juntas comenzaron a ir a orfanatos, casas cunas, guardería de bebés, a hospitales que tenían maternidad, pero sus hijas y nueras parían en cautiverio. Ni ellas, ni los nacimientos de sus hijos eran registrados. Nunca tuvieron noticias de nada. También presentaron habeas corpus, pero no tuvieron respuesta alguna: “Nos habremos equivocado muchísimas veces, pero como nadie nos decía que estábamos equivocadas, seguíamos buscando”, expresa Delia. El grupo fue creciendo rápidamente y en el camino de la búsqueda, se topaba con más y más abuelas, llegaron a ser doce en Buenos Aires. Empezaron a hacer ruido y reunirse ya como Abuelas Argentinas con Nietos Nacidos en Cautiverio. Había nacido Abuelas de Plaza De Mayo. “Las locas de la Plaza”, las bautizó la dictadura y los medios de comunicación, aquellas locas que se animaron a denunciar ante el mundo al terrorismo de Estado, el secuestro, la tortura y la desaparición; aquellas locas, que como dijo una vez Eduardo Galeano, serán siempre un ejemplo de salud mental, porque se negaron a olvidar en los tiempos de amnesia obligatoria.
En 1979, todavía en plena dictadura, vino la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al país y en esa fila interminable de madres que denunciaban sus casos, se encontraba una amiga de Delia. En la fila la llamó y le contó del nacimiento de su nieto. Se había enterado por Alicia Carminatti, sobreviviente del centro clandestino de detención Pozo de Banfield, que “los chicos y chicas de La Noche de los lápices” habían compartido cautiverio con Stella Maris. Es allí que Delia tuvo las primeras noticias del nacimiento de su nieto. Le habían dicho que era igual que Virginia. “Cada vez que veía un chiquito rubio de ojos celestes, me preguntaba si no era mi nieto”, confiesa.
Virginia comenzó la búsqueda de su hermano en el programa de Franco Bagnato Gente que busca gente y si bien el caso tuvo mucha difusión, no pudo encontrarlo. Poco después entró a trabajar en el Banco Provincia, en el puesto de su padre. “Desde siempre Virginia supo que iba a ocupar el cargo de su papá y fue recibida con los brazos abiertos”, cuenta Delia quien nuevamente vuelve a mostrar la foto de su nieta a cámara y recuerda la búsqueda incesante de la joven. “Necesitaba a su hermano, no tenía a nadie, habían muerto sus otros abuelos, el único lazo que le quedaba era ese hermano que buscó siempre”. Con profunda emoción Delia recuerda que Virginia le había escrito ocho cartas a su hermano. Ocho donde clamaba por él.

“Yo era una maestra de grado, una persona común, con una familia, con una vida tranquila, serena, sin altibajos”, dijo Delia.
El Banco Provincia cambió la carátula del puesto de Jorge, de cesante por abandono de cargo pasó a desaparición forzosa y es a partir de allí que monta la búsqueda de su ex empleado. Fue la primera institución oficial que acompañó a Abuelas en la búsqueda de sus nietos. Stella, Jorge y Virginia buscan a Martin, decían los carteles de difusión del Banco que empapelaron la provincia. Delia guardaría por años esos afiches que en esta audiencia muestra con orgullo.
Delia llegó a recibir un anónimo de un militar arrepentido, allí se encontraban los nombres de quienes podían haber torturado y desaparecido a Stella y Jorge: Teniente Coronel Durand Sáenz, Capitán Diaz alias la víbora, Teniente Flecha, teniente. Chausi, Sargento Brovarone, Cabo primero Nieva, Sargento Donato García datos que se los dio el Sargento Primero Sorroza, el encargado de la secretaría del regimiento. Todos ellos eran los más destacados, según la carta y quienes conformaban el grupo de tareas de desapariciones.
El 5 de noviembre de 2015 Delia recibe el mejor llamado de su vida. Aquel día tenía que ir a un acto, pero le dicen que se suspendió y que vaya urgente a Abuelas. “Cuando llego estaba lleno de gente, pregunté qué pasa y nadie me dijo. Entonces me voy, pero me agarran y me dicen que encontraron a Martin”.
“Martin, Martin te encontré”, le dijo Delia en su primer contacto telefónico a su nieto. Delia recordó que con 89 años había corrido a su llamado. Después de 39 años, por fin había escuchado su voz por primera vez. Martin atinó a hacerle un aluvión de preguntas. “Quería que le cuente 39 años en una llamada”, recuerda Delia, pero ella tuvo que cortar para pronto volver a comunicarse. “Anda, después te llamo”, le dijo Martín, a lo que Delia le preguntó con temor: ¿Me vas a llamar de vuelta? “Y sí, si sos mi abuela”, respondió el joven. Martin Ogando Montesano fue el nieto restituido número 118 por Abuelas de Plaza de Mayo.
Delia continúa exigiendo memoria, verdad y justicia porque tras 45 años Jorge y Stella aún permanecen desaparecidos y sus verdugos nunca se arrepintieron ni aportaron datos. “Juicio y castigo porque no tenemos un lugar donde ir a llorar a nuestros hijos, a dónde llevarles una flor (…) La búsqueda de mi nieto, costó la vida de mi nieta. No merecen estar cumpliendo prisión domiciliaria quienes fueron artífices de todo el horror que se vivió en el país, por los 30 mil”, cierra con firmeza la cofundadora de Abuelas de Plaza de Mayo su declaración.
May 6, 2021 | DDHH, Novedades

Las cámaras de la sala estaban apagadas pero, de pronto, Pablo Diaz, sobreviviente de la Noche de los Lápices, apareció. “¿Se escucha?”, pregunta a cámara mientras se lo ve esperando ansioso para dar su testimonio. Le hacen el famoso juramento de verdad y comienza. Muestra un papel que los años lo dejaron amarillo “Buenos Aires 26 de junio de 1984. Señor Pablo Alejandro Diaz. Referencia legajo 4018. En mi carácter de secretario de Asuntos Legales de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, tengo el agrado de dirigirme a usted a fin de informarle que el día 22 del corriente mes, se me ha elevado a la justicia, la denuncia relacionada con los centros clandestinos de detención ubicado en la jurisdicción de la provincia de Bueno Aires, en la cual se ha incluido el testimonio que usted presentara ante esta Comisión. Dicha denuncia ha quedado radicada ante el Juzgado N° 1 de la ciudad de La Plata, secretaría a cargo del Dr, Roberto Luis Colombo. Certificando el original a cámara”. Hace 37 años había dado su primer testimonio. El martes pasado volvió a ratificarlo.
Pablo fue detenido y secuestrado el 29 de septiembre de 1976 en su domicilio de la ciudad de La Plata, a las cuatro de la madrugada, por un grupo de tareas dependientes de distintas fuerzas criminales. Esa noche estacionaron tres autos en su puerta. Se bajaron e intentaron abrir el grueso portón de entrada de su casa y como no podían, tocaron timbre. El relato de Pablo estuvo cargado de emoción y de mucha memoria a pesar de los años. Cada recuerdo contenía documentos e incluso imágenes fotografías del horror que con la película La noche de los lápices pudo reconstruir.
“Mi hermano que estaba durmiendo en su pieza me despertó. Yo comprendí la situación rápidamente por los hechos que estaban sucediendo en la ciudad de La Plata. Le dije a mi que me venían a buscar. Hicieron tirar al piso a todos mis hermanos. Cuando estoy bajando las escaleras uno me señala. Estaban todos con las caras tapadas menos uno que estaba con traje, el comisario Héctor Vides. Inmediatamente me tiran al piso, y me preguntan por las armas”, recuerda Pablo. Él no tenía armas. Le ponen un buzo en la cabeza y lo secuestran. De allí, fue llevado a una estancia, que luego con los años pudo reconocer como el Regimiento N° 7, el llamado Campo de Arana, donde hoy funciona la Infantería.
“Llegamos y me dejaron parado contra la pared por más de 24 horas. Cuando yo me encontraba agotado, me golpeaban”. Luego lo llevaron a un cuarto. Puesto en un catre, atado de pies y manos con alambre y unas telas. Lo desnudaron. El buzo en su cabeza siempre lo mantuvieron. Le preguntaron qué participación había tenido en las organizaciones políticas secundarias, en la Unión de Estudiantes Secundarios, o en la Juventud Guevarista. Si era del Che o si era peronista, también le preguntaron por las pintadas de baños en los colegios secundarios y su participación en el Centro de Estudiantes. “Cuando les decía que no había tenido participación, me daban con picana eléctrica en los genitales o en las heridas. Se te cierran los puños por la corriente eléctrica. Luego de la sesión, cuando no aguantaba más y gritaba me decían que si tenía información de algún chico, que abriera las manos y ellos iban a parar la tortura. Por supuesto, abría las manos, pero no podía decir nada porque tenía los labios quemados por la tensión eléctrica”, describe.
“¿Qué carajo tenían que hacer ustedes yendo a las villas si tenían todo en su casa?”, le reprochó un represor a Pablo mientras lo interrogaba. Ya en otro cuarto le cambiaron el buzo de la cabeza por una venda de tela de color roja. “Siempre me acuerdo porque por la luz podía ver figuras. Era un hombre grande y me dice que empiece a contar desde la primaria”. Le preguntó qué pensaba de las villas miserias porque sabía que Pablo iba a dar clases de apoyo escolar con las agrupaciones, la UES y la Juventud Guevarista. El odio de clase se reflejaba en las palabras del coronel quien, en realidad, le reprochaba a Pablo su preocupación por lo que socialmente no era, porque provenía de una clase media alta.
“La característica era que esta persona se diferenciaba mucho en el lenguaje con respecto a los que nos torturaban o eran represores directos. Los coroneles eran más ideológicos que los guardias y los policías de la provincia. Estaba claro que unos daban las órdenes y otros, los policías, eran los que pònían la mano de obra: las torturas, las violaciones”, expresó. “Ya vamos a ver qué hacemos con tu vida. Síganle dando el escarmiento”, le dijeron luego de haberle aplicado la famosa tenaza, el modus operandi de tortura que implicaba sacar la uña del pie.
Un simulacro de fusilamiento fue otra de las cosas que le tocó vivir a Pablo con 17 años, en sus días en Arana. Siempre, previo al simulacro, llegaba un capellán que les ofrecía confesarse para “librarse de los pecados”. “Cuando nos ponían en el paredón, los más chicos pedíamos a nuestras madres. No queríamos ser asesinados, empezábamos a tener un ataque de histeria, de nervios”. Eran sacados y pasados a un descampado donde podían escuchar los ladridos de muchos perros. Podían olerlos. Los sentían. También escuchaban cómo cargaban las armas. “Éramos aproximadamente seis o siete personas. Ellos hablaban y volvía a pasar el capellán, pero esta vez decían: `Tiren´”, expresa Pablo y continúa: “Nosotros sentíamos los disparos. En un momento que tiran, un compañero dijo: ´Viva los Montoneros´. No puedo reconocer quién, porque se mezclaban con mis gritos y el de muchos de nosotros”. Pablo sintió la muerte. Realmente sintió que lo habían matado en vida. “Uno estaba esperando a ver cómo era la muerte, esperando si era dolorosa, si los agujeros estaban en el cuerpo. Esto es un segundo, pero es muy prolongado. Uno dice ya está ya pasó, pero siente agonizar al otro”.
Una noche empieza a ver un movimiento de micros. Fue el momento del traslado al Pozo de Banfield. Allí lo dejaron en un calabozo inundado, a solas, desnudo, tan solo en ropa interior. Ya no recordaba dónde había quedado su ropa. Una característica del Pozo de Banfield era que estaba lleno de adolescentes y de embarazadas en estado muy avanzado, como el de Gabriela Carriquiriborde que estuvo con él los días que empezó con trabajo de parto o Cristina Santucho quien también estaba embarazada y estaba casi en fecha de parto. Pablo pensaba que las chicas embarazadas eran adultas, las veía así porque iban a ser madres. Pero eran muy jóvenes. “Cuando me enteré que Gabriela tenía 22 años no lo podía creer. Yo creí que era más adulta, creo que porque me calmaba más a mí. A veces me hacía apoyar la cabeza de su panza para escuchar los latidos de su bebé. Era un juego”.
En la celda contigua, se encontraba María Claudia Falcone, de 16 años. Ahí la encuentra, así como también a Osvaldo Buseto y Alicia Calinati que estaba con su padre. Pablo hizo un dibujo donde describe cómo era el pozo de Banfield. Una especie de plano que mostraba la organización de calabozos pequeños.
No abrieron las celdas por una semana. “Dormíamos en el piso y hacíamos nuestras propias necesidades allí porque no nos abrían. Yo a veces tenía sed y llegué a tomar mi pis. No sé, el hombre es un animal de costumbre. El olor era muy profundo. Luego de esa semana nos sacaron y nos dieron de comer. Y nos trataban de sucios por los que habíamos hecho”, expresa Pablo quien además recuerda que uno de los problemas de las chicas eran los períodos de menstruación con lo cual los guardias les decían que se sacaran la ropa interior. “Eso no era un hotel. No tenían por qué cuidarnos”, recordó Pablo que dijo un guardia.
En el Pozo de Banfield Pablo escucha por primera vez el nombre de Jorge Antonio Bergés, allí lo conoce, ya que estaba permanente. Bergés era un médico de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y era quien se ocupaba específicamente de las embarazadas. “Para él, ellas eran una joya a la que tenían que cuidar. Él tenía mucho interés en que tuvieran familia. No les importaba la madre sino el chico. El médico llegó a decirle a los guardias que con ellas no se metan que si querían algo que agarren a las chicas”. Y fue así, tanto a Claudia como a María Clara las agarraron. “Recuerdo que cuando volvimos del baño, a las chicas las dejaron últimas, las empezaron a manosear. Especialmente a María Clara Ceochili. Le dio un ataque de nervios y cuando regresó a la celda se empezó a dar la cabeza con la pared y a gritar. Pedía que la maten”, declara con la voz quebrada y recuerda: “Nosotros empezamos a gritarle que parara. La particularidad de Clara es que rezaba mucho. Su familia era muy católica, en alguna oportunidad nos dijo que Dios nos había puesto a prueba. Yo no lo podía entender”.
Para diciembre de 1976, su estado mental y el de sus compañeros y compañeras era totalmente depresivo. “Pensábamos que estábamos muertos. En un momento dado mirábamos una soga para ver si nos podíamos colgar para terminar con el calvario”.
Bergés le dejaba trapitos a Pablo por si una embarazada tenía problemas. Le había dejado instrucciones de golpear la reja si algo llegaba a suceder y ese día llegó. Gabriela Carriquiborde había empezado con dolores y entró en trabajo de parto. “Me agarró la mano y me dijo: Pablo me viene, me viene, ya está. Empezó a tener pérdidas y yo mojaba los trapos entre sus piernas y gritaba: ¡Claudia va a tener!”. Pablo recuerda sentir como el compañero de Claudia le gritaba y que todos le gritaban. “¡Fijate las contracciones, fíjate el pulso! y no hice nada de eso”, cuenta Pablo. “Me tiré sobre la puerta y empecé a golpear que era lo que Bergés me había dicho. Gabi me decía que lo quería tener y que venía su hijo. Cuando viene la guardia, me dice: “Tenela, tenela” y se empiezan a pelear entre ellos. Vienen con una chapa y empiezan a decirse que llamen a Bergés y que preparen todo”. A la hora escucharon el llanto del bebé. Todos gritaron. El guardia dijo que había sido un varón y que se la llevaban a ella y al bebé a una chacra para que lo pueda criar, que iban a estar bien. “Nosotros nos pusimos contentos. Les creímos”, lamenta Pablo.
Llegó finales de diciembre y por los estruendos y festejos de los guardias, se enteraron que era Navidad. Ese día todos recordaron a sus familias y volvieron a sucederse escenas de depresión porque sentían tan cerca la pirotecnia. Por esos días llevaban a Pablo a un primer piso y lo dejan en una silla. Un mayor del ejército tenía que decirle algo: “Al final se decidió que vas a vivir. Vengo a decirte que te pasamos al PEN”.
“Antes de salir le pido al guardia ver a Claudia, le pido por favor que acceda. En ese momento ella empieza a gritar que sí y los que me llevan me dicen que sea rápido. Claudia estaba apoyada sobre la pared del fondo. Trato de correrle la venda de los ojos, pero le dolía el cuerpo y los ojos por el mismo estado que tenía yo. Me pide que vaya a la casa de la madre y le diga que está bien. Yo le digo que iba a salir y que nos íbamos a encontrar afuera”, confiesa Pablo entre lágrimas y continúa “Ella me dice que había sido violada por delante y por detrás, que nunca más iba a poder ser mujer y me pidió que todos los 31 de diciembre brinde por ellos”. Cuando lo vienen a buscar, escucha voces que empiezan a saludar y despedirlo.
Pablo dice que en estas 20 veces que declaró durante todos estos años, cuando contaba cómo había sido violada Claudia, nunca nadie lo paró para contar este delito. “Pensé que, porque era anecdótico lo que Claudia decía, no me interesaba, pero con el correr del tiempo y de los años supe que no era el hambre, la tortura, la picana eléctrica, los golpes y el encierro el dolor de Claudia, sino que lo más preciado que tiene una mujer, hoy entiendo por muchas adolescentes y por mi hija, es la decisión de con quien hace el amor, lo más preciado que tiene una mujer es su cuerpo. ¡Qué bárbaro! Recién hace dos años, dos fiscales me preguntaron si había tenido violencia de género o abusos”.
“Tengo particularmente las voces de los chicos, de Claudia, Horacio, Panchito que me empiezan a saludar y yo les digo que van a salir”, dice Pablo. Esa fue la última vez que los vio. Esta vez, el nuevo lugar era la Brigada de Investigaciones de Quilmes. A fines de enero, luego de estar allí un mes, lo fueron a buscar y fue trasladado a la Comisaría tercera de Valentín Alsina de Lanús. Allí no lo querían recibir por la cantidad de golpes que tenía y su estado deteriorado, pero lo bañaron, le cortaron el pelo, lo curaron y quedó allí como un detenido legal. Además, también recibió la visita de su familia, después de tanto tiempo y llegó a decirle a su hermana que fuera a la casa de Claudia Falcone con la esperanza de que podría estar allí. En la siguiente visita, Pablo recibió la noticia de que a Claudia no se la vio nunca más. Debía amigarse con el concepto de desaparecida. Una terrible palabra, un concepto que persigue y no deja nunca despedirse de los seres queridos, que no permite el duelo ni un lugar para ir a llorar.
Pablo se refirió además a las discusiones banales de si fueron 30 mil o nueve mil desaparecidos “Ruego por una sola persona, por un solo ser humano, y piensen en 9 mil en fila, si quieren cuantitativamente obviar 20 mil más. Nunca le saquen al ser humano la responsabilidad de lo que es capaz de ser y pregúntense para qué es la justicia. Es para ordenar al ser humano en su debilidad de poder hacer el bien y el mal constantemente”, expresa y finaliza: “Qué horror, qué dolor. Sáquenles la prisión domiciliaria a los genocidas por favor, entiendan que el crimen de lesa humanidad es el peor crimen en el mundo. No tengo más. Ojalá no haya otros 37 años de espera. Gracias señor presidente”.
La lucha de Pablo Diaz y sus compañeros y compañeras ha dejado grandes conquistas como el boleto estudiantil gratuito; y su testimonio ha dejado grabado en la memoria colectiva el horror de lo que significó la última dictadura cívico-militar en nuestro país.
Abr 8, 2021 | DDHH, Novedades

Ex Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio Pozo de Quilmes.
En una nueva audiencia del juicio de lesa humanidad que busca justicia por los crímenes cometidos en los ex Centros Clandestinos de Detención, Pozos de Banfield, Quilmes y Brigada de Lanús, declaró la familia de Miguel Ángel Soria, obrero naval del Astillero Río Santiago, secuestrado el 6 de junio de 1976 en su domicilio, en un operativo de detención ilegal a cargo del Primer Cuerpo del Ejército. En marzo de 2011 los restos de Miguel Ángel fueron identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en el Cementerio Municipal de General San Martín. Allí pudo reconstruirse que fue asesinado el 3 de febrero de 1977, en un simulacro de enfrentamiento.
El último día en que María Esther Buet vio a su esposo fue el 6 de junio de 1976. Habían quedado en encontrarse en la casa de su suegra, porque ahí estaba la hija del matrimonio, Stella Soria, de cinco años. Miguel Ángel Soria, tenía 25 años y había nacido el 14 de mayo de 1951 en Berisso. Trabajaba en el Astillero Río Santiago de día, donde era delegado gremial, y de noche en un frigorífico. Aquel día cobraba y dijo a su compañera: “Nos encontramos antes para que vayas a pagar el alquiler”. Vivían en La Plata, en la calle 18 entre 66 y 67.
Unos días antes, María Esther había sido amenazada por un viejo amigo de la familia: “Si no renunciás, esta noche pasamos por vos”, le dijo y María tuvo que dejar su trabajo en el frigorífico donde también había sido elegida delegada por sus compañeras.
De camino a su departamento de La Plata, el verdulero del barrio le advirtió que no se le ocurriera ir a su casa, porque estaba lleno de policías. Un hombre de apellido Sotelo era quien le había alquilado la casa y ahora también se convertiría en el entregador. Con el tiempo se enteraron de que trabajaba en la comisaría 5ª de La Plata.
El miedo era constante. Terrible. Siempre pasaban por los lugares donde ella se escondía, pero nunca pudieron encontrarla: “Para ellos éramos subversivos”, describe hoy María, en la audiencia virtual del juicio que investiga entre otras la desaparición de su marido. Como excusándose, explica al Tribunal que cuando trabajó en el frigorífico no tenía una militancia partidaria, que lo que hacía era sólo apoyar a los compañeros, al igual que Miguel, quien sí militaba en la Juventud Peronista.
La mamá de Miguel fue quien prácticamente crió a su hija. Era muy riesgoso que María tuviera contacto con ella. Se la arrancaron de los abrazos, nunca más pudo dormir con la niña. El terrorismo de Estado destruyó a su familia: “Cuando te pasan esas cosas siempre pasa que tenés la culpa, siempre te echan la culpa”.
En 2011, llamaron a su hija y le dijeron que habían encontrado los restos de su papá, recuerda María, en relación a la identificación que el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) pudo hacer de los restos de Miguel Ángel. “Se lo entregan y hoy lo tenemos, pero tampoco puedo entender que se lleven a alguien y devuelvan esos huesitos. Nunca lo voy a entender. Trataré de hacer un esfuerzo para hacer el duelo. La verdad que no se puede vivir, es algo que me duele hasta el día de hoy”, cierra.
El recuerdo de la hija
Con un pañuelo blanco de fondo con el nombre de su padre, Miguel Ángel Soria, y su fecha de desaparición; y una remera con la leyenda “son 30 mil”, Stella Maris, comienza su declaración. Es que recuerda aquel 6 de junio como si fuera ayer. Tenía cinco años cuando unos hombres de traje irrumpieron en la casa de sus abuelos, que la estaban cuidando y que luego de ese día se convertiría para siempre en su casa. Estaba mirando la televisión, miraba el dibujito furor de la época: La pantera rosa. “No me olvido más. Entra una cantidad grande de personas, uno me agarra upa, alguien que yo creí reconocer porque tenía un anillo y pensé que era mi abuelo. Era un hombre que estaba de traje. Después supimos que era el comisario (inspector Atilio Pascual) Viola, que estaba a cargo del operativo. Era de la brigada de operaciones de La Plata”. Su abuelo tenía un almacén delante de la casa y estaba atendiendo. Su abuela estaba planchando. ¿Su papá? había llegado del trabajo, porque allí se encontraría con su compañera para darle el dinero para pagar el alquiler. Los represores revolvieron toda la casa, pero aquellos hombres de traje no pudieron encontrarlo. Sí encontraron los documentos, pero su papá ya había salido por el fondo de la casa escapando de la cacería que sería inevitable. Según Stella, estuvieron un montón de tiempo, como hasta las siete u ocho de la noche. O quizás el tiempo se le hizo interminable en ese momento. “Ese 6 de junio nos cambió la vida a todos”, afirma.
“Mi abuela fue a hacer la denuncia a la Comisaría 1ª y no se la tomaron. Tuvo que ir como tres días y recién al tercero aceptaron la denuncia y a partir de ahí, empezó el peregrinaje: haciendo trámites, cartas al arzobispado, habeas corpus. En realidad, fue a todos lados, como hizo la mayoría de los familiares. Pero a casa siguieron viniendo. Hasta mayo del 77, vinieron todas las noches”. Su abuelo ponía el despertador y a las dos o tres de la mañana llegaban pateando la puerta. Era repetitivo. Sí, hasta mayo del 77 fueron todas las noches, hasta que desapareció María Seoane, la novia de su tío. Esos días fueron los últimos días que visitaron la casa de sus abuelos, su casa.
“A mi papá también fueron a buscarlo al departamento de la calle 18 donde en realidad estaban viviendo con mi mamá. Yo estaba en la casa de mis abuelos porque ellos trabajaban todo el día. El departamento era en la calle 18 entre 66 y 67. Ahí estuvieron también apostados dos días, los militares. Nunca encontramos la llave”, recuerda. “No supimos más nada de él hasta que en el año 2011, el Equipo de Antropología Forense lo reconoció, en el cementerio de San Martín, estaba en una fosa común. La antropóloga hizo el informe y decía que lo mataron un 3 de febrero de 1977. O sea, lo mataron y seguían viniendo a mi casa, eso es lo que yo nunca entendí. Por qué seguían viniendo a casa. Es muy difícil entender cuando se llevan a una persona y te entregan un par de huesos, un esqueleto incompleto, con un cráneo multifragmentado, sus fémures quebrados, cuando uno no tiene un cuerpo. Es muy difícil hacer ese duelo y es muy difícil entenderlo”.
En todos esos años, Stella acompañó a su abuela en la búsqueda de su padre, hasta el último día. “Mi papá estuvo detenido en La Plata, pero no sabíamos dónde porque lo buscaban de la Brigada de Investigaciones. Después sí supimos que estuvo en la Brigada de Lanús. Mi abuela fue a Lanús a hablar con Viola porque había sido traslado allí. Luego fuimos a San Martín. Este fue su último lugar donde estuvo detenido porque lo matan ahí, en Caseros, en un enfrentamiento. Eso es todo lo que sé”, describió. Un supuesto enfrentamiento, el eufemismo que utilizaba la dictadura para ocultar los fusilamientos.
“Si estoy acá, es también por mis abuelos, por mis viejos, para que se haga justicia y para poder entender las cosas. Hoy yo tengo una hija y veo todo desde otra perspectiva. Le doy y me da un montón de cosas unas ganas de vivir, de luchar, de buscarle la vuelta y es difícil entenderlo, pero es así en nuestra vida. Uno trata de reconstruirla, viviendo de otra manera. Es muy difícil de explicar. Una vida que en realidad le falta algo, pero una le va buscando la vuelta”.
Memoria fraterna
“Nos dijeron que tenían que eliminarnos a nosotros y a toda la juventud, porque tenían que sacar toda la pudrición, nosotros éramos la pudrición”, recuerda Norma Soria, hermana de Miguel. Aquel 6 de junio, ella regresaba de la facultad y le advirtieron que no fuera para su casa porque se la podían llevar. “Mi hermano se dirigió al departamento de calle 66 y aparentemente en esa calle fue detenido por fuerzas conjuntas, el mismo día. De ahí en más lo empezamos a buscar con mi mamá y mi sobrina. Recorrimos todas las unidades carcelarias, regímenes abiertos, todos los distritos militares, sin encontrar nada. A mi casa fueron en tres oportunidades.
Entre lágrimas los recuerdos pasan por su cabeza. En una oportunidad le apuntaron a mi sobrina que tenía solo cinco años. A mi mamá le estaba por agarrar un infarto y ellos no me dejaban ir a buscar las pastillas. Entonces me apuntaron a mí también, pero fui igual”. Desde el día 6 nunca más supieron de su hermano Miguel Ángel Soria. “Fue un detenido desaparecido porque fue así. A él no se lo tragó la tierra. El terror que generaba el haber salido a buscarlo por todos lados, en noches frías de inviernos, a las casas de sus amigos para ver si estaba con ellos. Todos los hermanos, hijos, madres y padres han quedado traumatizados por todo eso. Fue realmente una masacre”, expresa Norma.
“Es difícil seguir, tengo un tic que hace lastimarme de noche. Mi vida cambió mucho. Tengo miedo a las tormentas, porque cuando llegaban los militares eran días de lluvia, de tormenta y siempre con la luz apagada. Aunque lo encontramos después, nos desarmaron a todos. Mi mamá iba a llevarle flores al cementerio a los NN, porque pensaba que cualquiera podía ser su hijo. Nos destruyó totalmente”.
En marzo de 2011 el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de Miguel Ángel y pudo reconstruir que fue asesinado el 3 de febrero de 1977 y su cuerpo hallado en la intersección de las calles Falucho y Besares en Ciudadela, partido de Tres de Febrero.
A 45 años, no es fácil declarar para María, ni para Stella, ni para Norma. Entre recuerdos, lagunas, emoción, pero sobre todo dolor, mucho dolor, igual pudieron hacerlo. Describieron todo lo que recuerdan de aquellos años que cambiaron sus vidas para siempre. Y gracias a ello, el martes, en una nueva audiencia virtual del Tribunal N°1 de La Plata, que juzga a 18 represores por los crímenes cometidos en Pozos de Banfield, Quilmes y Brigada de Lanús, se oyó un nuevo grito de memoria: por Miguel Ángel y por los 30.000 que aún esperan justicia.
Feb 24, 2021 | DDHH, Novedades

Homenaje a los desaparecidos en la Noche de los Lápices, realizado en 2006 en el Pozo de Banfield.
Como todos los martes, desde las 9.30, se llevó adelante una nueva audiencia virtual del juicio por crímenes de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de detención Pozo de Banfield, Pozo de Quilmes y Brigada de Lanús. La última jornada contó con los testimonios de Jorge Nadal, ex detenido y padre del nieto restituido Pedro Luis Nadal García, y los sobrevivientes Lucía Deón y Luis Alberto Messa.
“Yo fui detenido el 16 de mayo de 1975. Y la detención se oficializó el 30 de mayo. En esos 15 días que trascurrieron, desde la detención a la oficialización, sucedieron en el medio un montón de cosas”, describió Nadal y agregó: “Esto pone de manifiesto el carácter represivo y el terrorismo de Estado que había durante ese momento, durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón, que no dudó en lanzar una represión indiscriminada como así también el aniquilamiento de quienes integrábamos una oposición férrea a sus designios y a su actitud represiva, altamente compartida por miembros de la civilidad, miembros de la Iglesia y también de las fuerzas represivas: Ejército, Policía Federal, las policías provinciales”.
Desde la sala virtual de la Fiscalía, con 71 años, unos apuntes escritos a mano y un artículo del diario La Opinión -que contenía una lista larga de los nombres de personas desaparecidas- que hacían de ayuda memoria, Nadal comenzó a narrar los hechos acontecidos por aquella época que marcarían su vida para siempre.
El ex militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y Ejército Revolucionario del Pueblo PRT-ERP fue secuestrado de su casa y llevado desde Isidro Casanova, donde vivía por esos años, al Pozo de Banfield. “Una patota sin ningún tipo de orden de allanamiento entró a mi domicilio, pateando, insultando, de manera violenta y lo primero que hace es ponerle una ametralladora en el vientre a mi compañera, Hilda Garcia, que ya estaba a punto de parir, casi de nueve meses”, recordó. Nadal también describió el calvario, una vez llegado al centro clandestino de represión: “Me dispararon un tiro de una 45 en la rodilla, no para romperla sino para producir una herida sangrante y para pasarme por allí electricidad”.

Pozo de Banfield
Nadal es oriundo de la provincia de San Luis y expresa que el primero que recoge los datos personales de los militantes era el Obispo diocesano puntano de aquella época, Juan Rodolfo Laise. “Mi madre fue a hablar con él a la Catedral de San Luis y su respuesta, no sólo para ella sino para el resto de las personas que fueron a tratar de averiguar o pedir algún tipo de acompañamiento, fue: ´Señora retírese, nosotros a las madres de los comunistas y subversivos no los recibimos´”, recuerdó.
Además, cuenta que el sinceramiento de revelar su verdadera identidad- ya que poseía documentación falsa- le salvó la vida, y también le costó otras palizas, pero con distintos objetivos. Ya no buscaban información que él pudiera darles, y en ese sentido Nadal resalta: “Hablo de desaparición porque desde el 16 al 30 no fui oficializado y el objetivo era averiguar más cosas y matarme”.
Nadal avanzó cronológicamente sobre el relato: “El 29 de mayo nace mi hijo Pedro Luis Nadal. Mi compañera viaja al Chaco y nace en el Hospital del Niño. Luego vuelven a Buenos Aires. En el año 1976, se produce la detención de Hilda en Guernica donde matan a un compañero y se llevan preso a otro. Mi hijo Carlos Alberto queda en la escena con el compañero asesinado”. Jorge reconstruyó que Carlos fue llevado a lo de la abuela materna en Chaco por otra compañera que ya tenía instrucciones de dejarlo allí y con esa escena reparó en el compromiso de sus compañeros militantes. Sobre el secuestro de su compañera, Nadal arriesgaó que el genocida Miguel Etchecolatz, a cargo de la Policía de la Provincia, podría haber creído que él estaba muerto, porque quizá lo confundió con el compañero asesinado durante el operativo en que secuestraron a su esposa.
Nadal aseguró que la persecución, el maltrato y la tortura no cesaron luego de salir del anonimato de la Brigada de Banfield y pasar a la cárcel de Sierra Chica, donde permaneció cuatro años. “En el penal me intoxican y me empiezan a patear. De la golpiza participan El cabo Pérez, el cabo Rosales, Gregorini, uno de los hermanos Quinteros, Laborde y más -enumeró- Luego de ello me pidieron que me levantara e hiciera bailes militares. Como no podía, me arrastraron de los pelos por el Pabellón 12, mientras iba perdiendo sangre. Me arrastraron a las duchas y de la misma manera me reintegraron al pabellón de castigo donde permanecí muchos días”. Como resultado de ello Nadal quedó sin poder mover su brazo derecho y su pierna por mucho tiempo.
“Somos muchos más de 30 mil, hay casos que ni siquiera se conocen. El pedido es que se pueda llegar a una sentencia en tiempo y forma. Nosotros ya tenemos 70 años y los represores más de 70. Muchos murieron sin pasar una instancia judicial y otros disfrutan ociosamente de una prisión domiciliaria. Se han burlado del Estado y de los jueces. Siguen siendo peligrosos, muchas veces nos amenazan y se burlan de nosotros”, reclamó Nadal y concluyó: “Nosotros no subvertimos, resistimos. Quienes subvirtieron el orden público fueron ellos y provocaron el terrorismo de Estado”.
Después de cuatro años de detención en Sierra Chica, Nadal fue trasladado a la cárcel de La Plata y al año siguiente se le dio la opción de abandonar el país. Estuvo exiliado en Francia durante cinco años y en 1984 regresó a la Argentina. Su compañera y esposa Hilda García, quien también fue llevada al Pozo de Banfield, aún sigue desaparecida. El hijo de ambos, Pedro Luis Nadal García, fue apropiado por los represores que secuestraron a la madre. Jorge lo buscó durante 30 años, hasta que en 2004 pudo recuperarlo gracias a su búsqueda y la investigación de Abuelas de Plaza de Mayo.

Pozo de Banfield.
Luis Alberto Messa
Messa, sobreviviente y ex militante de Montoneros arrancó su testimonio: “En 1976 allanaron la casa de mis padres, yo no estaba, pero golpearon a mi mamá y robaron todos los objetos de valor. A partir de ahí yo asumí una situación de clandestinidad”. Sin darse por vencidas, las fuerzas de seguridad realizaron otros allanamientos, sin poder encontrarlo, hasta que el 31 de diciembre de 1976 lo arrestaron en la calle, cerca de la estación de Escobar. “Fui a la comisaría de Escobar un par de horas y luego me trasladaron a la zona de Zárate-Campana.
Messa estuvo en varios centros clandestinos de tortura y exterminio de aquella zona: el Buque, Tiro Federal, entre otros hasta que fue trasladado a la Brigada de Banfield. “Pude saber que estaba en Banfield porque escuchaba el parlante de un auto que pasaba haciendo propaganda de un boliche de la zona y por compañeros de celda que percibían que estábamos allí”, contó Messa y continuó: “Durante la noche, abrían la puerta, y nos ponían contra la pared. La mano atrás y atada con alambre. Nos ponían una venda y nos llevaban a una sala donde nos interrogaban y nos decían `Montoneros asesinos, peronistas de mierda´”.
El exdetenido-desaparecido narró su derrotero por los centros clandestinos de la provincia: “Después de Pozo de Banfield aparezco en el Hospital de Campo de Mayo. Me tiran en una bañera con jabón en polvo y los que nos tiraban agua nos decían que hacían eso, porque estábamos llenos de mierda”. Messa no puede precisar cuánto estuvo allí, pero asume de seis a cinco días. Sufrió constantes torturas y amenazas, incluso simulacros de fusilamiento.
“Una vez por día me sentaban en una camilla y ahí un grupo de interrogadores me preguntaba por la trayectoria política. Un día por la mañana me sacan de la cama, apuntándome con fusiles y me dan la ropa para que me vista y me atan nuevamente. Se acerca una persona que dice ser el jefe médico y me dice: ´Te salvaste, no me explico cómo aguantaste, pero te salvaste´´´. A Cristo lo crucificaron, pero hoy somos todos cristianos y hoy se impuso su visión del mundo”, declaró de manera contundente.
Allí comenzaría un rally de traslados: Sierra Chica hasta abril de 1979; La Plata hasta junio del mismo año; Rawson hasta el último día de diciembre de 1980. Y nuevamente lo regresaron en un avión a la Plata, otorgándole la libertad vigilada. Recién en diciembre de 1982 le dieron la libertad definitiva. “Yo no rehíce mi vida. Mi vida es una continuidad vinculada a la política. Nos fuimos curando en vida y a través de la política, en contacto con la discusión y con los compañeros peronistas. Con la familia, de a poco se fue perdiendo el temor, pero eso es algo que no se pierde nunca”, concluyó.
Lucía Deón
El testimonio de Deón también se inició con su detención: “Trabajaba en la municipalidad de Lomas de Zamora, en Inspección de Riesgos Profesionales, inspeccionaba las fábricas de todo el cordón industrial del sur. Además, era delegada del gremio municipal y formaba parte de la Juventud Trabajadora Peronista de Lomas de Zamora. En ese momento fui detenida”.
Deón fue secuestrada el 14 de noviembre de 1974 en un barrio de Lomas de Zamora junto a tres compañeros: Juan Alejandro Barri, Carlos Pachagian y Jorge Sara Acuña. Fueron llevados a la Comisaria 1ª de Lomas y allí comenzó la tortura. Resultado de ello, quedó con una parte del cuerpo paralizada. De allí fue llevada al Pozo de Banfield, donde la separaron de sus compañeros en distintas celdas.
“Yo tuve abogado en ese momento y él me acompañó desde que le permitieron verme, incluso con la gestión de la salida del país. Ese abogado había sido gestionado por la Iglesia. Mi militancia anterior había sido siempre en grupos cristianos por eso conocía a mucha gente de la Iglesia. Fui llevada a declarar y cuando quise denunciar torturas, el juez me dijo: ´Para qué declarar torturas si la tortura es legal en nuestro país´”, recuerda.
“Cuando salí del país, fui a Perú y los militantes que estábamos allí tuvimos que salir preventivamente por el golpe hacia México. Luego regresé clandestina a Argentina. En 1978 caí en el Olimpo, allí también recibí torturas y estuve prisionera”, cuenta Deón quien afirma que luego fue llevada hacia Quilmes.
Lucia Deón estuvo en Banfield desde el 14 de noviembre al 4 de marzo de 1974 y en 1976 llegó a Quilmes luego de su partida de Perú. En agosto de 1982 la liberaron con vigilancia y recurrencia a la Escuela de Mecánica de la Armada hasta el retorno de la democracia.
Nov 18, 2020 | DDHH, Novedades

La declaración realizada en el juicio a Etchecolatz por Nilda Eloy, fallecida hace dos años, fue reproducida en la audiencia.
A las 9.40 del martes 17 de noviembre se inició la cuarta audiencia virtual del juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de tortura y detención en las Brigadas de Investigaciones policiales de Banfield, Lanús y Quilmes, en la que se escucharían nuevamente los testimonios grabados de juicios anteriores de Nilda Eloy y Alcides Chiesa, ex detenidos desaparecidos, ya fallecidos. Esta causa investiga los delitos contra 442 víctimas, entre ellas 18 embarazadas y siete niños y niñas nacidos en cautiverio.
La audiencia se inició con los problemas de conexión del ex jefe del Grupo de Actividades Especiales Ricardo Fernández y la ausencia de otros imputados como el ex jefe del Batallón de Arsenales Eduardo Samuel De Lio; el ex cabo de la Brigada de Lanús Miguel Ángel Ferreyro, Miguel Etchecolatz y Jorge Héctor Di Pasquale, quienes desde la Unidad Penitenciaria Nº 34 de Campo de Mayo se negaron a estar en la videoconferencia. Ante esta situación, las querellas expresaron preocupación y exigieron al Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata que garantice la conectividad para que todos los imputados presencien las audiencias, pero sobre todo, para que la virtualidad no permita informalidades o excepciones que no se admitirían en una sala presencial.
Como respuesta, el presidente del Tribunal Ricardo Basílico, pidió a las partes mantuvieran sus cámaras prendidas y dio aviso al equipo de informática de la magistratura para que se ocupara de resolver el problema. Dicho esto, comenzó la reproducción del primer testimonio, el de Nilda Eloy en aquel juicio que tenía a Etchecolatz como único imputado en 2006.
Nilda Eloy
Nilda fue secuestrada de la casa de sus padres con 19 años, en octubre de 1976, por una patota al mando del genocida Miguel Etchecolatz. Estuvo detenida ilegalmente hasta agosto de 1977 en seis centros clandestinos: La Cacha, el Pozo de Quilmes, el Pozo de Arana, el Vesubio, la Brigada de Investigaciones de Lanús con asiento en Avellaneda (más conocido como “El Infierno”) y la Comisaría 3ra de Valentín Alsina. Luego fue “blanqueada”, es decir legalizada en la cárcel de Devoto a disposición del Poder Ejecutivo hasta fines de 1978.
A tres años de su fallecimiento, Nilda se hace presente. Con el pelo largo blanco que en sus últimos años la caracterizaba, su saquito rosa y un pañuelo del mismo color. Se sienta valiente frente al juez para contar su historia de encierro, tortura y abuso que carga: “No puedo parar. Son demasiados años de silencio”, contesta al entonces presidente del Tribunal Carlos Rozanski sobre la sugerencia de detener el testimonio al notar la voz quebrada de Nilda en su relato. Pero no, Nilda continúa incluso con mucha más fortaleza que antes. Cada tanto cierra los ojos tratando de recordar cada detalle de lo vivido y los distintos nombres u apodos de quienes habían participado en su tortura, como el oficial de policía de apellido Lara, que tenía relación de amistad con la familia de su madre. Ella lo reconoció en aquel momento y eso le hizo ganar su segunda sesión de picana eléctrica. O el padre Monseñor Callejas quien muchos años después, en los Juicios por la Verdad, se enteró de que era el mismo que atendía a las Madres de Plaza de Mayo en la Catedral, mientras a ella le pisoteaba sus manos en el centro clandestino. En aquel relato también recordó a los compañeros detenidos como o Marlene Catherine, una chica paraguaya de origen alemán que había sido crucificada en el Pozo de Arana. “Tenía las marcas en las palmas de las manos, en los pies, de haber sido crucificada”, declara Nilda con los ojos llenos de lágrima y la voz acongojada; o “El Colorado”, responsable de Montoneros Zona Oeste. Nilda declara que por él tuvo la primera idea de lo que significaba la ESMA, ya que lo llevaban a torturar allí y lo traían. “Cada vez que venía, volvía con algo menos de su cuerpo”, dijo. Fueron todos relatos de compañeros que junto a ella hicieron “Turismo Camps”, tal como denominó su paso entre los distintos centros clandestinos de detención y exterminio de la zona sur de la Provincia de Buenos Aires. “Yo quedé como mujer permanente ahí, para todo lo que se les ocurriera. Para presionar a un compañero haciéndoles creer que torturaban a la madre o la hija”, expresa Nilda.
Al final de su testimonio, Nilda denuncia la violación y abuso que sufrió en reiteradas oportunidades por parte del ex cabo de la Brigada de Lanús, Miguel Ángel Ferreyro, quien llamativamente en esta audiencia se ausentó alegando daños psicológicos provocados por un escrache en su casa, donde se encuentra cumpliendo prisión preventiva domiciliaria. Aunque Ferreyro no quiso escuchar las vejaciones a las que sometió a Nilda, la audiencia sí pudo: “La puerta de mi calabozo quedaba abierta en general, supongo que era una forma de pago por los servicios. Yo salía entonces del calabozo, cruzaba el patio y agarraba agua de un zapato y la pasaba. La sed es lo más desesperante, nos volvía locos”, describe Nilda.
Alcides Chiesa
Se hizo un cuarto intermedio de quince minutos y se prosiguió con la reproducción del testimonio del también fallecido Alcides Antonio Chiesa, quien fue secuestrado el sábado 15 octubre de 1977 de su casa de Quilmes y estuvo detenido-desaparecido en la Brigada de la misma localidad. Por aquel entonces, Chiesa era estudiante de cine. En el video, mientras se veía a Alcides dar testimonio, de fondo se podía ver a Etchecolatz escuchar atento una de las primeras escenas de tortura: “Me desnudan, me sacan lo poco que podían robarme y la traen a mi mujer, y me torturan delante de ella”.
Luego relata la primera vez que conoció a Bergés: “Se me había infectado la pierna por la picana, se me había hecho casi una perforación y se me había hinchado. Ahí fue que vino a verme Bergés. Lo recuerdo porque fue una de las pocas personas que me bajó la venda y le pude ver la cara. Me dio unas pastillas pero me provocó una reacción alérgica”, recuerda sobre el día que conoció al famoso médico que asistía a los detenidos para que los pudieran seguir torturando y también a las embarazadas.
“Como única expectativa tenías la comida que a veces llegaba”, señala y confiesa que pensó en escapar pero que de alguna forma sentía que era en vano: “Quién me iba a proteger, uno era la nada absoluta como ser humano: ¿a dónde iba a ir, a una comisaría o al Palacio de Justicia, a dónde iba a ir?”, se preguntaba en aquella declaración.
Chiesa luego pasó a disposición del Poder Ejecutivo Nacional el 18 de julio de 1978 y recién en 1982 cesó su condición de detenido. En el testimonio también contó que el día que fue puesto en libertad lo raparon: “A la noche me largaron y corrí hacia una esquina y estaban mis padres, esperándome en un coche. Por suerte elegí hacia el lado al que tenía que ir. Así contado, no tiene mucho drama, pero fue dramático”, describe. “No sabías si ibas a la muerte o te dejaban en libertad”. El final de su testimonio habla de su compromiso como sobreviviente: “Cuando yo me fui, mis compañeros me gritaban que no me olvide de ellos. Yo creo que es una experiencia que te queda para toda la vida, que no te la sacas más”, explicó el sobreviviente del Pozo de Quilmes que luego se exilió en Alemania, narró lo que le hicieron a él y a otros y su testimonio sigue aportando al proceso de memoria verdad y justicia, aunque ya no esté. Alcides Chiesa falleció en abril de 2017, a los 69 años.