Jul 11, 2017 | Entrevistas
Basada en la novela homónima de Gaby Meik, Sinfonía para Ana habla de dos quinceañeras, Ana e Isa, que estudian en el Colegio Nacional Buenos Aires justo antes del golpe de 1976. Dirigida por Virna Molina y Ernesto Ardito, la película muestra un mundo de pasiones en el que Ana, la protagonista, tomará decisiones irreversibles que cambiarán su forma de ver las cosas. Desde su ópera prima, Raymundo –sobre la vida de Raymundo Gleyzer–, hasta hoy, Molina y Ardito (pareja desde hace muchos años) dirigieron Corazón de fábrica, Memoria iluminada, Alejandra Pizarnik, El futuro es nuestro y Ataque de pánico. Sinfonía para Ana, si bien utiliza recursos del documental, es su primera ficción. A poco de ganar el Premio de la Crítica en el Festival de Cine de Moscú y antes de su estreno comercial en octubre, ANCCOM conversó con ambos.
¿Cómo llegaron a Sinfonía para Ana?
Ernesto Ardito: Nuestras dos hijas estaban estudiando en el Nacional Buenos Aires y militaban. En 2012, a Niquita, una de ellas, le dieron el libro para leer. La impactó, se quedó encerrada en la habitación llorando. Entonces lo leímos nosotros y nos gustó mucho. En el medio, hicimos El futuro es nuestro [serie de cuatro capítulos sobre los alumnos desaparecidos del colegio para Canal Encuentro], que narra la misma historia pero a modo de documental, tomando casos reales de chicos de la UES. A partir de esa investigación y del libro, trabajamos la adaptación.
¿Qué los convocó de la novela?
Virna Molina: En Sinfonía para Ana se cuenta la intimidad y el día a día de un grupo de chicos que militaban en los años 70. Sus sentimientos, sus intereses más allá de la política, el vínculo con sus padres. Todos esos elementos reunía la novela. Porque Gaby Meik, que no es escritora, es psicóloga, la escribió como una forma de contar su propia historia y la de su amiga [desaparecida] Malena Gallardo. Entonces tenía esa fuerza que la sacaba del ámbito de la ficción y la colocaba en un plano documental. Por otro lado, los documentalistas venimos trabajando hace mucho la militancia en los 70, pero en ficción es nuevo y casi siempre se abordó desde el 76 en adelante. Hasta ahora no existía ninguna película que abordara ese universo. Las que había estaban más direccionadas, como La noche de los lápices, al hecho concreto de la desaparición, la tortura y el sufrimiento. Y no al momento previo que era por qué estaban esos pibes motivados a militar, cuáles eran sus expectativas, cómo era su forma de sentir, de amar…
¿Cuál fue el diálogo con la autora?
VM: La relación con Gaby comenzó cuando hicimos El futuro es nuestro. Ella fue amiga de Malena, la estudiante más chica desaparecida del Nacional y uno de los casos que trató el documental. Le dijimos que nos encantaría filmar el libro. Después de ver la primera adaptación, Gaby nos dio el okey y comenzamos. Había habido intentos de filmarlo antes pero Gaby sentía que no se respetaba el espíritu, que se lo trataba de llevar a un registro tipo Melody, una película clásica inglesa que es una historia de amor, más abstracta desde lo político. Nosotros la transformamos en más política todavía.
¿Cómo fue la articulación de ficción y documental?
EA: Están totalmente vinculados. No es una película de personajes donde hay una escena que comienza, tiene su punto fuerte y termina. Se mezcla la reconstrucción y la actuación con el archivo histórico, pero además con fragmentos de escenas que completa el espectador. Eso hace que no haya un distanciamiento, que la obra no esté sucediendo y acabe frente a un espectador pasivo, sino que al trabajar las emociones junto con la historia narrativa, se va generando un intercambio. También iban surgiendo ideas en el montaje porque lo iba pidiendo la película. No teníamos un guión. Mientras estábamos montando íbamos registrando otras imágenes.
VM: Es nuestra primera ficción. Nos gustó mucho la experiencia. Hay un campo muy interesante en el cruce, donde se puede llevar a la máxima potencia lo documental y lo ficcional. Cuando se mezcla la historia personal del que interpreta con su personaje, hay muchas cosas conscientes o inconscientes que ese actor vuelca en lo que hace. El neorrealismo italiano parte de esa lógica y ha generado obras alucinantes porque había una necesidad. Se filmaba así porque no había plata. Y cuando hubo más presupuesto, se empezó a narrar como “se debían narrar las historias”. Está buenísimo cuando las historias te atraviesan. Con Sinfonía para Ana queríamos involucrarnos, que no fuera solamente una novela y adaptarla, sino entenderla hasta el final. El cine de Cassavetes, Fassbinder, Tarkovski, siempre fue el que más quisimos, con ese algo que escapa al mundo industrialista del cine, con cierta locura y búsqueda. También nos gustaba estar involucrados a un grupo con el que te une algo fuerte, que no tiene que ver con la relación laboral estricta.
¿Qué decisiones tomaron para la puesta?
VM: Hicimos búsqueda de archivos, no sólo oficiales sino también personales. Porque si contábamos la historia de la novela desde un relato tradicional, iba a quedar como una reconstrucción clásica. Además, no contábamos con una producción gigante. No queríamos que los vestuarios, los peinados, fuesen demasiado remarcados, como si fueran personajes de revistas de los 70, y no personajes reales que vivían en esa época. Por ende, se trabajó en recrear una puesta más cercana al documental y quizás no tanto una puesta colorida o cinematográfica. Buscábamos una recuperación desde la memoria.

«En Sinfonía para Ana se cuenta la intimidad y el día a día de un grupo de chicos que militaban en los años 70», dicen los directores.
¿Cómo fue el casting?
EA: El de los chicos se hizo en el colegio. Manejaban el modo de comportarse de los adolescentes que buscábamos representar. De hecho, Madres de Plaza de Mayo y de chicos desaparecidos dicen que cuando los ven hablar les impacta mucho porque tienen el mismo modo de comportarse, hay ciertas subculturas o códigos internos particulares. En el Pellegrini también. El cine no es igual que el teatro. El actor que está delante de las cámaras tiene que tener mucho de su propia personalidad que vaya con el personaje. Fue muy bueno combinar no actores con actores. No sólo los chicos. Javier Urondo, que representa al papá de Ana, no es actor. La actriz es Vera Fogwill. El cruce de esa pareja generaba cosas extrañas. Cuando discutían no eran dos actores discutiendo, era una persona, Javier Urondo, en una situación donde él imaginaba a su propia hija viviendo eso, y recibía a Vera que lo taladraba. Él reaccionaba como Javier. Eso le da naturalidad y hace que el espectador sienta proximidad.
VM: Aparte había una realidad operativa: que nuestras dos hijas cursaban y tenían amigos del Nacional. Algunos que venían haciendo teatro, otros que militaban y sabían moverse en una asamblea. Convocamos en los sectores de militancia no sólo del Nacional sino de varios colegios. Tampoco queríamos hacer una convocatoria abierta porque iban a venir pibes del mundo de la actuación y nosotros queríamos de la militancia. Varios chicos habían leído y estaban fascinados con la novela y querían contar la historia que nunca se había contado del Nacional, porque se tapó durante tiempo. Cuando Lerman hizo La mirada invisible no se le permitió filmarla allí. En nuestro caso, se trataba de una oportunidad de hacer un trabajo de memoria colectiva más que una película cinematográfica de actuación.
¿La película dialoga con la realidad actual?
VM: Mientras la montábamos íbamos tomando conciencia de su vigencia. Con los primeros despidos masivos que hizo el gobierno de Mauricio Macri en el Estado, estábamos montando la parte en que el preceptor no deja entrar más a una de las profesoras y dice: “Esta mujer no ingresa más al edificio”. Fue horrible, pero una cosa es que eso ocurriese en la dictadura y otra que las mismas palabras hayan sido utilizadas por un hombre de seguridad de un organismo del Estado para no dejar entrar a un trabajador. Con esa misma prepotencia, con esa misma impotencia de la persona que se encuentra sin posibilidad de diálogo. Veníamos de una época donde cada uno podía hacer la crítica que quisiese al gobierno kirchnerista, había un debate político muy rico. Desde 2015, cuando termina el gobierno de Cristina y comienza el del PRO, hay cosas de las que ya no se puede hablar. Por otro lado está la cuestión de vaciamiento y de tristeza en términos laborales. Y de violencia de determinados sectores del Estado, como la policía, que empieza a accionar de manera irracional. En vez de operar para mantener un orden, lo hace con cierta peligrosa licencia que parecía que ya no iba a existir más. Te pueden detener por olvidarte el DNI, por averiguación de antecedentes, generan intimidación. Es el imaginario de la dictadura. Se instala la idea de que alguien tiene derecho a avasallar tu espacio personal, tus libertades individuales. Estamos viviendo etapas jodidas. Hay presos políticos y una utilización de la legalidad para fines políticos. En Sinfonía para Ana hay frases que sí estuvieron puestas por nosotros y que tienen que ver con esa sensación hacia la dictadura y hacia el presente. Como dice Ana al principio del relato, cuando le graba la cinta a la amiga: “Nos quieren hacer creer que esto nunca existió, pero es mentira, fue lo mejor que viví”. Eso es algo que también nos pasó a nosotros. Eran los mejores diez años que habíamos vivido. Un país en el que vos decías “che, tenemos diferencias, sí, pero hay laburo”.
Los hechos de represión en los secundarios se inscriben en la misma línea.
VM: Sí. Y es aberrante que un gobierno persiga a los alumnos que tienen una voluntad de organización. Siempre desde la dictadura hubo cierta idea de “bueno hay gente que va al colegio o a la universidad a hacer otra cosa aparte de estudiar”. Si un pibe en un secundario tiene la intención de participar en un centro de estudiantes, de comunicarse con sus compañeros, de dedicarle parte de su tiempo a una problemática común, eso tendría que ser visto como una virtud que docentes y directivos deberían premiar o fortalecer. Cuando un gobierno baja línea de que hay que castigarlo, marcarlo y encima le da piedra libre a la nefasta policía, es atroz. Y lo más jodido es que los pibes son los más indefensos. Y se alecciona a los demás a partir del miedo y se va formando una sociedad de individuos que no entienden que están dentro de un tejido social complejo, que su bienestar depende del de todos, que mejorar su calidad de vida, su potencial y la concreción de sus sueños y objetivos, va a depender de que se mejoren las condiciones de todos. El gobierno propicia un clima de individualismo, de competencia voraz. No es un problema de Cambiemos, no le podemos atribuir tanta inteligencia, es un tema del capitalismo. Lo único que hace Cambiemos es replicar la lógica de mercado.
¿Cómo enfocan el trabajo después del conflicto en el INCAA?
VM: Estamos todos afectados, sensibilizados y tomando una parte activa. Por primera vez los técnicos, no sólo del SICA, que es el sindicato tradicional, sino de agrupaciones de profesionales que surgieron ahora, están siendo parte motora. Eso nunca había pasado. Siempre éramos los documentalistas que ya estamos catalogados como los más “revoltosos”, o la gente con más trayectoria como Luis Puenzo o Pino Solanas. Pero cuando están involucrados todos los sectores, la cosa está mal. Está todo un poco frenado pero también todo el mundo en estado de alerta y accionando. La situación es crítica y está a punto de estallar. Lo bueno es que a partir de esto la gente toma conciencia y se involucra. A partir de estas crisis extremas surgen cosas que después son grandes logros. Hoy vemos cómo creció un 50 por ciento la producción documental. De cine, antes, con suerte, eran 16 películas anuales y ahora son 50. Eso hace que más gente filme y surjan cineastas nuevos. Las luchas te comen la cabeza pero por otro lado te fortalecen. Nadie quiere vivir en la crisis pero, cuando está, hay que llevarla hasta el final y solucionarlas, no poner parches. Si bien es desalentador, estamos todos juntos y eso da algo de tranquilidad.
Presentaron Sinfonía para Ana en el Festival de Cine de Derechos Humanos, ¿qué sintieron?
VM: Siempre ese un espacio donde pasamos nuestras películas. Fue el primer lugar donde se pasó Raymundo, es el primer público al que están destinadas nuestras películas, a los que sienten la necesidad de que exista un cine así. Fue una emoción para ellos y para nosotros. La podíamos presentar en Mar Del Plata o en el Bafici, pero no son festivales que respondan a nuestra búsqueda. El Festival de Derechos Humanos tiene una historia muy grande. Cuando casi no se hacían festivales acá, abrió una línea que después siguieron otros.
¿Quién la distribuye?
VM: Distribution Company, la dirige Bernardo Surni, uno de los distribuidores históricos de Argentina (La Historia Oficial, El secreto de tus ojos, Infancia clandestina). Cuando se la mostramos le encantó y dijo que le va a poner todas las ganas. Obviamente tiene un límite para conseguir sala. Estamos a merced de los exhibidores que son los dueños de las cadenas y los que aprueban los horarios. Todos pedimos un horario normal, racional, para meter determinada cantidad de espectadores y que no levanten la película en la primera semana. La pelea es esa y, un poco por eso, esperamos hasta octubre para estrenarla, ya que la pantalla de cine argentino se divide por cuatrimestres y el último, que arranca en octubre, es el que está más libre. Porque este año se van a estrenar muchas películas argentinas que se hicieron en 2015, 2014, 2013, de tipo más independiente, incluidas la última de Lerman y la de Lucrecia Martel. Va a ser triste el año próximo y el siguiente, porque no se está filmando, las películas van a ser muy pocas comparadas con todas las que se están estrenando ahora.
Actualizada 11/07/2017
Mar 28, 2017 | DDHH
25 de marzo de 1977. Rodolfo Walsh camina por la avenida San Juan. Viste una camisa beige de mangas cortas, pantalones marrones, un sombrero de paja y anteojos de marco grueso. En la mano lleva un portafolios y en la bragueta una Walther PPK calibre 22. La pistola es inútil para un enfrentamiento, pero sí sirve para que le respondan al fuego. La verdadera arma de Rodolfo está adentro del portafolios: la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar que, aunque no va a ser leída inmediatamente en Argentina, ya viaja por el mundo. La carta tiene, además, la ventaja de ser eterna. El Grupo de Tareas 3.3.2 despliega un operativo con más de 25 personas. Cuando Walsh se da cuenta de que lo identifican, inmediatamente abre fuego. La respuesta del GT es fulminante. Rodolfo es trasladado a la ESMA ametrallado, sin vida. En el portafolios no sólo encuentran copias de la carta, sino también el título de propiedad de la casa de San Vicente. Acto seguido, esa información es utilizada para allanar la casa. Llevan a la ESMA todos los papeles que encuentran: cartas, diarios, cuentos. Todo. Hasta hoy, al igual que el cuerpo de Rodolfo, esos escritos permanecen desaparecidos. La casa, en la actualidad, está habitada por familiares de quien en 1977 era oficial ayudante en la Comisaría Segunda de Almirante Brown.

Recorrida por el ex Casino de Oficiales a cargo de Horacio Verbitsky y Martin Grass, donde se inaguró la muestra en memoria de Rodolfo Walsh sobre su escrito a la Junta Militar y su último cuento.
Sumergirse en el otro
Cuarenta años después, la sombra de los árboles frente al Casino de Oficiales de la ex ESMA no alcanzaba para amparar a las más de cien personas que se acercaron a homenajearlo. «Para mi hoy es un día muy triste: los cuarenta años del asesinato de un compañero, un amigo, un maestro, me pegan más fuerte que los años anteriores», comienza Horacio Verbitsky. Su voz, al micrófono, es densa como un trazo de tinta indeleble. «Durante todos los años anteriores, cada vez que se aproximaba la fecha, Lilia Ferreyra, la compañera de Rodolfo durante los últimos diez años de su vida, se ponía muy mal. Se deprimía, se angustiaba. Yo, de alguna manera, la confortaba. Ahora hace dos años Lilia murió. Entonces me toca deprimirme a mí”.
La mejor forma de homenajear a Rodolfo es usar sus propias palabras. Verbitsky lo sabe mejor que nadie. Así que frente a la multitud que se amontonaba en el ex Casino de Oficiales, eligió dos citas: «El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante y el que comprendiendo, no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, pero no en la historia viva de su tierra”. Luego, citó un párrafo de su diario que enumera su más pública intimidad: “Las cosas que quiero, Lilia, mis hijas, el trabajo oscuro que hago, los compañeros, el futuro, los que no obedecen, los que no se rinden, los que piensan y forjan y planean, los que actúan, el análisis claro, la revelación de lo escondido, el método cotidiano, la furia fría, los títulos brillantes de mañana, la alegría de todos, la alegría general que ha de venir un día, la gente abrazándose, la pareja en su amor, la esperanza insobornable, la sumersión en los otros…”. “Esto es lo que logró Rodolfo” -reafirmó Verbitsky- “la sumersión en los otros».

«La mejor forma de homenajear a Rodolfo es usar sus propias palabras». Una multitud se acercó a la Ex ESMA para homenajear a Walsh.
Volver a escribir
Nueve de enero de 1977. Cumpleaños número 50 de Rodolfo. En diciembre él y Lilia dejaron el monoambiente que alquilaban en la calle Juan María Gutiérrez, cerca del Jardín Botánico. Antes, habían tenido que dejar la vivienda del Delta, porque fue allanada. Ahora viven en una modesta casa en un terreno lindero a la laguna de San Vicente. A Rodolfo le gusta estar cerca del agua. En Palermo, hasta redactar podía ser peligroso. Eso pasaba desde la aparición de la Triple A. Más de una vez Rodolfo le pidió a Lilia que saliera al pasillo que daba al departamento para corroborar si se escuchaba el traqueteo de la máquina de escribir. «Mi padre escribía, a veces, de modo manuscrito -recuerda Patricia Walsh en diálogo con ANCCOM– pero no era lo habitual. Yo creo entonces que las condiciones para escribir literatura en la ciudad, sencillamente no existían».
En San Vicente, sobre una mesa de madera angosta, a la luz de una lámpara de querosene y con una Olympia portátil, Rodolfo se podía dar el violento (y lujoso) oficio de escribir. El día de su cumpleaños, Lilia era la única cómplice de la apuesta que Rodolfo se hacía a sí mismo: terminar, para cuando se cumpliera el primer aniversario del golpe, la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar y el cuento Juan se iba por el río. La Carta va a ser una síntesis de la información recabada en la Agencia de Noticias Clandestinas (ANCLA) y en Cadena Informativa (CI). Además de denunciar las primeras desapariciones y asesinatos de la dictadura y las «cifras desnudas del terror», Walsh apuntaba a la política económica neoliberal de José Alfredo Martínez de Hoz como la peor violación a los Derechos Humanos, atrocidad que «castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada». Verbitsky destaca la lucidez con la que Rodolfo anticipa las atrocidades que va a provocar el modelo económico de la dictadura: «Él ya tiene una visión profunda de lo que significa el golpe y de sus consecuencias, que no eran evidentes para todo el mundo. Rodolfo no llegó a ver lo peor de las medidas económicas de la Junta Militar. A él lo desaparecieron antes de la aparición de la Ley de Entidades Financieras, de la desregulación total, de la apertura… Pero él ya había entendido todo eso».
Para entonces, hacía casi diez años que no publicaba ficción. Durante los últimos tiempos su relación con la literatura fue sinuosa y hasta el día de hoy encierra algo de misterio. «Rodolfo tenía la intención de escribir una novela -rememora Verbitsky-. Comenzó varias veces. Había escrito cuentos extraordinarios, pero él quería escribir una novela. Empezaba y se atrancaba. Entonces tuvo la idea de ir escribiendo cuentos sucesivos, que luego se enhebraban en una novela, con el personaje de Juan, como hilo conductor».
Escribe Eduardo Jozami en la biografía Rodolfo Walsh: la palabra y la acción: «La literatura trabaja en tiempos más largos, pero tiene vocación de perdurar». La potencia de cuentos como Esa Mujer, Cartas o Un oscuro día de justicia, lo respaldan. En el mismo libro, Jozami recuerda que Lila Pastoriza – amiga de Rodolfo e integrante de ANCLA -, le reveló que Walsh, ocho días antes de ser asesinado, le dijo, con una sonrisa plena y mientras apoyaba en la mesa de un bar de Chacarita los últimos borradores de la Carta, «he vuelto a escribir».
El 25 de marzo Rodolfo y Lilia celebraron la victoria sobre la apuesta. La Carta y el cuento estaban pasados en limpio. Planeaban, para el día siguiente, un asado en la casa de San Vicente, que finalmente nunca sucedería.
«Del otro lado del espejo»
«Horacio nos ha descripto a Rodolfo vivo», dice Martín Gras. La mano que sostiene el micrófono tiembla. «Yo soy el que estoy del otro lado del espejo. Desde el 14 de enero de 1977 estuve secuestrado acá», relata Martín, mientras señala la ex ESMA, el edificio que tiene a sus espaldas. «Mi lugar de residencia era el último piso: ‘Capuchita’».
Los detenidos de la ESMA no eran presos de la Marina argentina, ni tampoco de un Grupo de Tareas, ni de los cuerpos de Inteligencia. Eran propiedad, individualmente, de ‘un’ oficial de Inteligencia. «La famosa frase: ‘Vive para mí, yo soy Dios’. Bueno, mi dios era Antonio Pernía. Una situación curiosa que el dios de uno esté hoy condenado con un par de perpetuas…», recuerda Martín, mientras los aplausos surgen y se amontonan.
Pernía estaba fascinado por el mundo de Montoneros. Lo llamaba a Martín al sótano para interrogarlo, para conversar. En el sótano había tres salas de tortura -denominadas por los militares como «salas de máquina»-, una enfermería, un baño y pequeños espacios que se usaban como oficinas. Uno de ellos era de Pernía.
El 25 de marzo de 1977, Martín esperaba sentado, en un banco del sótano, la llegada de Pernía. «Cuando uno está sujeto a un sistema de privación de estímulos exteriores, es decir, tiene los ojos tapados y grilletes en los pies que le limitan los movimientos, entre otros elementos de tortura, empieza a desarrollar otras percepciones; empieza como a poder medir o mensurar el clima», recuerda Martín. «Ese día, cuando esperaba en el banco, noté que había un clima raro. Había excitación, tensión, no era la rutina más o menos normal del sótano de la ESMA. No supe hasta mucho después, que ese día era 25 de marzo».
De repente llegó la orden de llevar a todos arriba. Martín aprovechó la confusión que enardecía el ambiente y se metió en el baño. Cerró la puerta. Tenía puestos los «anteojitos», algo similar a los antifaces que se usan para dormir, pero con lana de vidrio en el interior, para lastimar los ojos. «Yo me las había arreglado para, con paciencia de secuestrado, sacarle la lana de vidrio y aflojar el elástico», detalla para explicar la forma en la que podía, mínimamente, ver a su alrededor.
Encerrado en el baño, en algún momento no se escuchó nada más. La curiosidad le ganó al miedo y salió del baño levantándose los pantalones, siempre respetando el papel que interpretaba. “¡Cómo lo dejaron a este tipo acá!”, gritó un militar y lo sacó a empujones hacia una de las escaleras del sótano. En el espacio reducido sintió que se topaba con algo: «Miré por arriba de los anteojitos y me vi, casi cara a cara, con Rodolfo. Era el cuerpo de Rodolfo, desnudo de la cintura para arriba. El pecho estaba partido por una ráfaga de balas».
Pasaron algunos días. Martín esperaba otra vez a Pernía para conversar; en esa oportunidad, adentro de su oficina. La oficina estaba conformada por un escritorio, dos sillas enfrentadas y detrás de la silla de Pernía algo parecido a un armario de telgopor. Martín sabía que la espera podía llegar a durar horas. «Cuando la oficina de Pernía estaba vacía, yo me metía adentro del armario», cuenta. «Era el único momento en el que yo estaba conmigo. En todos los otros momentos había un guardia, había alguien encima mío; se escuchaba un sonido, o había algún ojo que me estaba vigilando. Yo me encerraba en ese armario, medio acuclillado y agachado, y estaba solo. Estaba en una suerte de burbuja de libertado: yo estaba conmigo».
Ese día, cuando intentó meterse en el armario se encontró con una pila de papeles y carpetas. En un primer momento se ofuscó, pero una vez que se pudo hacer lugar entre los papeles y empezó a revisarlos, la sorpresa fue absoluta: «Lo primero que encontré fueron carpetas con recortes de noticias policiales. Debajo de esas carpetas estaba la colección completa del diario de la CGT de los Argentinos. A esa altura yo no tenía ninguna duda de qué era lo que había encontrado. Sentado en la pila, sacando carpetas, encontré otra que tenía papeles escritos a máquina. Había tres documentos dirigidos a la conducción de Montoneros, desde el área de Inteligencia. Devoré todo. Lo que encontré después fue un ejemplar de la Carta abierta, lo cual me convirtió en una de las primeras personas en leerla. Lo tercero fue un cuento. Un cuento titulado Juan se iba por el río».

«Para mi hoy es un día muy triste: los cuarenta años del asesinato de un compañero, un amigo, un maestro, me pegan más fuerte que los años anteriores», decía Horacio Verbitsky.
Juan se iba por el río
Madrid, 1982. Llueve sobre la Gran Vía. Lilia Ferreyra y Martín Gras se encuentran en un café sobre la avenida, un café de los años cincuenta, con mesas redondas, casi calcado a los de Avenida de Mayo. Martín le cuenta a Lilia sobre el trágico encuentro con Rodolfo. A Lilia cada palabra le duele en lo más profundo de su ser. Las remotas esperanzas que tenía de que Rodolfo pudiera estar vivo se disuelven.
En algún momento de la charla, Lilia le cuenta a Martín sobre la apuesta de Rodolfo sobre el cuento. Ensimismada, sin darse cuenta, repasa en voz alta las primeras oraciones:
– Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido…
– Su mejor amigo Ansina y su mujer, Teresa – la interrumpe Martín.
Lilia abre sus ojos verdes, enormes. Pregunta:
– ¿Cómo sabes?
– Porque lo leí.
Durante el resto de la tarde los dos van lanzando citas que, como un rompecabezas, intentan reconstruir el cuento. La memoria de Martín quedó clavada en la única lectura clandestina. Lilia recuerda varios pasajes textuales, porque fue ella quien lo mecanografió. Se quedan en el café hasta que cierra y los obligan a retirarse. Afuera, ya paró de llover.
Luego del encuentro, la reescritura del cuento será una actividad constante para Lilia. Pero los recuerdos son un amasijo turbulento. Lo textos de Lilia que aún perduran – y están exhibidos en la muestra «Walsh en la ESMA» hasta el 23 de abril – dan cuenta de esta dificultad: el texto a máquina está intervenido por palabras escritas en lapicera, tachaduras y aclaraciones. Es como un pensamiento crudo en papel, con pedazos de conversación con Rodolfo, reflexiones, preguntas, que intentan llenar vacíos.
«Sentado en un banquito frente al río, Juan recuerda su historia y la historia de su país», se lee en las hojas color ocre de Lilia. «Pero una tarde, el olor más fuerte que venía del río lo sacó de su ensimismamiento, las aguas se empezaban a retirar. Al día siguiente, se levantó de madrugada y vio cómo un pez boqueaba en la orilla, y al rato otro y muchos más. Luego, a la mañana, el lecho seco, que muestra restos de naufragios, cosas perdidas… Juan mira hacia la Colonia, del otro lado del río, a donde quiere llegar. Monta su caballo y empieza a cruzarlo. Arriba, los pájaros vuelan en redondo sobre los peces muertos. En el horizonte se hacen cada vez más nítidas las casitas blancas de la Colonia. Juan apura a su caballo; las patas empiezan a enterrarse en el fango. Las aguas retornan, el tranco es chapoteo. Cuando Juan es un punto en el horizonte el río empieza a crecer». Cuando Rodolfo terminó de leerle por primera vez el cuento a Lilia, ella le preguntó: «¿Pudo haber llegado?». En sus papeles, las letras a máquina de Lilia inmortalizaron la respuesta: «Rodolfo sonrió levantando las cejas como diciendo: ‘Quién sabe'».
«Lo fantástico de la Carta abierta es la temporalidad, y la atemporalidad que tiene», opina Martín. «Es una descripción microscópica de lo que estaba pasando y de lo que iba a pasar inmediatamente. Pero al mismo tiempo se puede leer 20 años, 30, o quizás 41 años después sin que cambie demasiado la idea central de esa frase maravillosa: la miseria planificada, ¿quiénes son los que planifican esa miseria, que tienen por lo menos 200 años de historia? Lamentablemente pareciera que van a tener un poco más». Con otro lenguaje, el cuento completa el cuadro: «Creo que Walsh estaba hablando de él mismo y de mucha gente más. Creo que estaba hablando de todos nosotros. En el cuento está el mandato ético; porque al igual que Juan en el cuento, ante cualquier circunstancia se trata de intentarlo. Y eso es lo que vale».
En el testimonio dado en 2010 para la Causa ESMA, Lilia Ferreyra coincidió con Martín Gras: «Juan fue un hombre que se animó más allá de la circunstancia -dijo entonces-, de su dolor por los recuerdos de su vida. Se animó a cumplir el deseo de cruzar. Rodolfo Walsh también fue un hombre que se animó en las circunstancias más adversas a escribir la Carta a la Junta. Sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido», finalizó parafraseando la misma Carta de Walsh.
«Yo no pienso que haya un quiebre entre escribir la Carta Abierta y avanzar con Juan se iba por el río«, reflexionó Patricia Walsh en diálogo con ANCCOM. «Hizo las dos cosas porque dominaba los dos terrenos. Creo que hasta tuvo alguna suerte dentro de las mayores desgracias, porque estoy segura de que hubiera preferido que si Juan se iba – y se fue, pero robado- nos quedaría la Carta Abierta que era su testamento. Juan se iba por el río es el relato de un desenlace que se congela antes de saber que Rodolfo desaparecería en aquella esquina (San Juan y Entre Ríos). También se suspendió saber lo que le había sucedido».

La copia de «Juan se iba por el río», el último cuento de Rodolfo Walsh.
El cuento desaparecido
«En 1998, Lilia pidió a la Justicia por el esclarecimiento detallado de lo que ocurrió con Rodolfo, el hallazgo de sus restos y la recuperación de sus papeles detenidos-desaparecidos», dice Verbitsky en el cierre del homenaje en la ex ESMA. Para ese pedido, Lilia preparó una lista con todos los papeles que habían saqueado de la casa de San Vicente, entre los que se encontraban los cuentos Juan se iba por el río, El veintisiete, Ñancahuazu, El aviador y la bomba (último borrador), junto con borradores de proyectos de otros textos literarios; material de sus memorias organizadas en tres temas: su relación con la política, con la literatura y con la dimensión afectiva de su existencia. También se consignó una carpeta con páginas de su diario personal, con una selección de sus notas periodísticas, preparada para una próxima edición y con una novela que había empezado a desagregar en cuentos, Juan se iba por el río era el primero. Además, había información para trabajos de investigación, carpetas con material de archivo periodístico y documentos internos de la organización Montoneros». Verbitsky agregó: «Como ustedes ven, esta enumeración reproduce aquello que Martín Gras encontró en el armario de su libertad. Estos papeles detenidos-desaparecidos son una asignatura pendiente. Yo me resisto a creer que quienes tuvieron ese material en sus manos lo hayan destruido».
Patricia Walsh también se niega a dar por perdidos los papeles. Al igual que con el cuerpo de su padre, ella buscó los materiales con obstinación durante toda su vida y no está dispuesta a abandonar la búsqueda. «El cuento no está irremediablemente perdido. Si lo diéramos por perdido, no hemos leído a Rodolfo Walsh», advierte. «El cuento salió de la ESMA y no tiene sólo dos lectores. Fue llevado a Zapiola y Jaramillo, en donde funcionó una casa operativa del Grupo de Tareas 3.3.2», reveló Patricia. Según la investigación, en esa casa había detenidos-desaparecidos obligados bajo amenaza a realizar distintas tareas. «De allí el cuento volvió a salir – continuó–. Pero no se sabe a dónde se lo llevó la persona que lo sacó. Me dicen que fue un detenido-desaparecido que intentaba salvarlo».
El rastro llega hasta ahí; como un punto en el horizonte. El cuento se convirtió en una metáfora de sí mismo. Patricia concluye: «Es como la pregunta del río, ¿llegó a salvarlo? No sé, a lo mejor lo importante es buscarlo».

Martin Gras, ex detenido en la Esma, fue la última persona que vió el cuerpo de Rodolfo Walsh.
Actualizado 28/03/2017
Oct 26, 2016 | destacadas
Mientras de fondo suena una pieza del clarinetista Richard Stoltzman, el aula magna “Felipe Boero” del Colegio Mariano Acosta, dispone una pequeña mesa alargada vestida con un mantel blanco y con un arreglo floral en su centro. La voz que da inicio a la charla que presenta la muestra fotográfica “Memoria en llamas” es la de Amanda Toubes, una mujer de más de 80 años, bajita, de cabello corto canoso, mirada cálida y sonrisa pícara. A simple vista, nadie imaginaría que ella fue la primera delegada mujer de la FUBA (Federación Universitaria de Buenos Aires) o que formó parte de un grupo de educadores populares de vanguardia en los años sesenta. Y es lógico, de Amanda falta decir muchas cosas más. A su lado, se ubicó, Alejo Moñino, de quién, por ahora, diremos que es, simplemente, el curador de la muestra que se exhibe en la escuela Mariano Acosta, que estará abierta a todo el público el próximo sábado 29, durante La Noche de los Museos. También acompañan la rectora de la institución, Raquel Papalardo, y la Presidenta de la Asociación Cooperadora, Silvina Hermosa.
Pero antes de seguir la crónica, ¿quién es Amanda Toubes? Maestra y luego docente universitaria, reconocida por su extensa carrera como educadora popular y miembro del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación de la UBA. Hasta 1994 fue directora editorial de varias colecciones del CEAL (Centro Editor de América Latina), la editorial dirigida por el mítico Boris Spivacow, que funcionó desde 1966, luego de que debiera abandonar su otra gran creación: Eudeba.

Las muestra «Memoria en llamas» es una obra que documenta el día que la dictadura ordenó quemar un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina.
Ahora sí: “Yo no sé por dónde comenzar”, arranca Amanda, “le voy a preguntar a Alejo, que es el responsable de que esté hoy en este lugar”. Lo dice un poco en chiste, pero también es realidad. Desde hace un año y medio, Amanda Toubes encara junto al periodista y documentalista Alejo Moñino un proyecto fotográfico itinerante y multiplicado, que ilustra y documenta el día en que la última dictadura cívico militar, imitando las prácticas nazis, pretendió destruir el saber y la cultura haciendo arder, en un baldío de Sarandí, 24 toneladas de libros que, según decían los represores, “atentaban contra la Constitución Nacional”.
Alejo presenta sus dos micro-documentales y la muestra de fotos, como productos de la casualidad, la misma que lo convirtió en el curador. Habiéndose criado en Wilde, partido de Avellaneda, conocía de oído la historia de la quema de libros. Pero recién hace un año y medio decidió pasar del modo google, a investigar sobre qué había pasado verdaderamente, con fuentes propias. Sus primeras preguntas rondaron ante la rareza de que hubiera fotos, aunque pocas, sobre un hecho represivo y que se supiera la cantidad exacta de los libros quemados: 24 toneladas. Más tarde Moñino se enteraría de que estas precisiones estaban detalladas en el expediente de la causa, porque la quema de los libros del CEAL no fue entre gallos y medianoche, fue a plena luz del día, por orden judicial.
Así se acercó a la Municipalidad de Avellaneda, con la idea de hacer algo conmemorativo, con motivo del 35° aniversario. “La recepción”, dice Moñino, “fue buena”. Entonces, conformó un grupo de trabajo, que comenzó contactando a las bibliotecas populares y conoció al Grupo Editorial La Grieta, de La Plata, que en 2013 había organizado un acto simbólico por los 33 años de la quema, en el baldío de Sarandí.
Lo primero que surgió, antes de conocer a Amanda, fue grabar un primer micro-documental, con la voz de Mempo Giardinelli, citando fragmentos de una nota que había escrito en 2013 en Página 12, cuando se cumplían los 33 años de la quema. Su hablar, casi teatral, adentra al espectador en la dictadura y en lo que significó la editorial CEAL por esos años: “Era una de las más importantes casas editoras de nuestra América. Sus colecciones formaban ciudadanía, es decir eran una fuente de conocimiento democrático en todas las disciplinas (…) pero su supervivencia casi milagrosa entre 1976 y 1980 tenía sus días contados”.
Después Alejo logró ubicar a Amanda y a Ricardo Figueira, trabajador de la editorial e historiador, quienes aquel 26 de junio habían presenciado la fogata. “Lo llamé a Ricardo y le dije: ´Mirá Ricardo, nosotros nos vamos a morir, por qué no dejás entrar a este chico para que le cuentes la historia”, contó Amanda. “¿Pero vos lo conocés?”, le preguntó Figueira. “No, yo ni lo conozco. Eso sí, es de Avellaneda”, agregó Toubes. Y parece ser que ese detalle lo convenció, porque durante 36 años Figueira había casi siempre evitado la exposición pública, incluso ante la insistencia de Aníbal Ford, quien era un gran amigo y compañero de la editorial.
Moñino revela: “Fue con esos encuentros que me terminé de enamorar de esta historia y de sus personajes. A Ricardo le pregunté por la veracidad de las pocas fotos que circulaban en la red y él distinguió las correctas de otras, que correspondían a una quema de libros pero en un regimiento de Córdoba, también durante esa época. Lo mágico fue cuando él me contó que tenía guardadas 29 fotos inéditas, que sacó aquella tarde”.
La “cajita que inició todo esto”, como le dice Amanda: 29 negativos que surgían del propio cinismo del juez, De la Serna, de La Plata, que ordenaba que la propia editorial fotografiara la quema para que quedara el registro de que no se robaban los libros, sino que, efectivamente, eran quemados.
Surgió entonces el segundo documental con tanta potencia como el primero y después vino la muestra: “Te presto los negativos, cuidalos”, le dijo Figueira a Alejo, quien cuenta que asumió el riesgo de elegir las 17 mejores fotos para armar la primera e improvisada exhibición de ese material hasta entonces desconocido. Como parte de una generación que vivió la dictadura en su primera infancia, hay algo personal que también lo toca: “Fue mágico cuando supe que Ricardo Figueira es el esposo de Graciela Montes, una de las escritoras infantiles más importantes del género en Argentina. Yo tengo 39 años, crecí en los ‘80 leyendo libros prohibidos que mi vieja encanutaba y les cambiaba la tapa con forro de papel. Yo la leía a Graciela Montes de chiquito y de repente estaba en su casa comiendo torta fritas y tomando mate hablando de estas fotos”.
Sobre el proceso que desencadenó en la muestra, Alejo dice: “Cuando las fotos salieron a la luz, nos empezaron a llamar desde un montón de lugares para llevarlas. Así la muestra se fue reproduciendo y multiplicando”. Algunos lugares donde ya circuló fueron el Espacio de Memoria de Avellaneda, donde funcionaba el CCDTyE “El infierno”, que se abrió el pasado 24 de marzo, el Haroldo Conti, el MAF (Museo Archivo de la Fotografía, en México), las Universidades de Entre Ríos y San Luis, donde se instaló de forma permanente y, próximamente, estará en el Centro Cultural por la Memoria de Trelew, y en el Hall de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), entre otros sitios.

Amanda Toubes, integrante del Centro Editor y testigo de la quema.
LA DICTADURA
Entre anécdotas, Amanda no se detiene sólo en la quema. “Hoy cuando vi a los jóvenes sentados en el patio de la escuela media, con sus atuendos y sus manos pintadas, empezamos a pensar cuántas cosas han pasado para que estos muchachos puedan estar sentados en el suelo, riendo, tomando mate y sobre todo sintiendo que la vida es para ellos más libre que la de aquella juventud”. Los recuerdos se retrotraen a los años oscuros: “En 1976 se llevaron detenido a un jefe de depósito y a otro trabajador. Los arrojaron en una plaza dos días después. Ese mismo año habíamos tenido varias bombas antes y la cosa más tremenda: la muerte de un compañero, Danielito, en diciembre, que quería conformar un centro de estudiantes en la Facultad de Psicología. En 1978 se llevaron detenidos 12 compañeros de depósito y así hasta el 80”.
El día de la quema de libros, con presencia de empleados de la editorial, es representado por Toubes como “un cortejo casi fúnebre”. “En algún momento los vamos a reponer”, recuerda Amanda y hoy reflexiona: “En estos tiempos de fiebre amarilla no nos tenemos que olvidar de todo esto”.
EL CEAL
La historia del CEAL es la historia de algo más que una editorial privada. Fue la forma de salida a lo que la Noche de los Bastones Largos (1966) marcaba: la intervención y represión dentro la Universidad. Boris Spivacow, gerente general de la Editorial de la Universidad de Buenos Aires (Eudeba) desde 1958, presentaba su renuncia junto a todo un grupo de intelectuales de la universidad. Amanda recuerda que ese hombre decía: “Un libro tiene que costar menos que un kilo de pan» y en el afán de continuar con la tarea de ofrecer buenos materiales literarios a precio accesible, fundaba el 21 de septiembre de ese mismo año, el Centro Editor de América Latina, con prácticamente el mismo equipo de trabajo de Eudeba: Aníbal Ford, Oscar Díaz, Beatriz Sarlo, Horacio Achával, Susana Zanetti, Jorge Lafforgue, Graciela Montes, Ricardo Figueira y Amanda Toubes, entre otros.
“Pensábamos que íbamos a volver pronto, que estar fuera de Eudeba iba a durar a poco, éramos tan ridículos…”, recuerda Amanda. El lema del Centro Editor era «Más libros para más” y no era una metáfora: “Boris fue un hombre que sólo quería hacer libros. Fueron casi 5.000 títulos”, dice Toubes. Hoy vuelven a brillar desde la memoria colectiva, con los destellos de aquella fogata cruel.
Actualizado 25/10/2016
Ago 31, 2016 | Entrevistas
“Los militares, pese a ignorar la fecha y el lugar de la acción guerrillera, sabían desde mediados de septiembre de 1975 que había algo muy grande en marcha. Pero no impidieron el plan. ¿Acaso tenían un interés especial en que ese algo se produjera?” Sobre la respuesta a esa pregunta indaga el periodista Ricardo Rogendorfer en su último libro, Los doblados, que Editorial Sudamericana acaba de publicar. “Los doblados” eran personas que se habían convertido en soplones para salvar su pellejo, espías infiltrados en las organizaciones revolucionarias que reportaban al Ejército. “Hay ciertos autores -explica Ragendorfer- que con liviandad afirman que el ataque montonero al Regimiento de Formosa, ocurrido el 5 de octubre de 1975, fue el hecho que motivó que los militares dieran el Golpe de Estado del ‘76, y esa es una hipótesis digna de la revista Billiken, porque los decretos de aniquilamiento que otorgaban a las Fuerzas Armadas las facultades represivas en todo el territorio nacional fueron redactados con anterioridad en base a un plan golpista que ya existía”.
Para la producción de Los doblados, que llevó diez años, Ragendorfer trabajó tanto con documentos de origen militar, como con documentos de Montoneros y del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Realizó más de cincuenta entrevistas a antiguos militantes y jefes de organizaciones armadas, y también entrevistó a los represores Carlos Españadero, Albano Harguindeguy, Carlos Dalla Tea y al agente chileno Enrique Arancibia Clavel, enlace entre el Batallón 601 de la Argentina y la DINA pinochetista, entre otros.
Se trata de una exhaustiva investigación periodística narrada como novela policial, o, más bien, como película de acción. Una de las hipótesis de fondo que sostiene el autor a medida que avanza en la historia es que cuando las Fuerzas Armadas obtienen facultades represivas, toman el control operacional del país. “De algún modo, en ese preciso momento –el 6 de octubre de 1975-, el poder pasó de la Casa Rosada al Edificio Libertador –dice Ragendorfer-. Yo pienso que en ese momento empezó la dictadura y que lo del 24 de marzo fue como una mudanza”.
¿Cuáles son los documentos inéditos que utiliza para el libro?
Uno de ellos fue la llamada directiva 404/16, que es una orden de combate que el Ejército redacta y distribuye a través de 24 copias únicamente, que planteaba cómo iba a ser la metodología del terrorismo de Estado. Ese documento se realiza inmediatamente después de haberse firmado los famosos decretos de aniquilamiento que extendían a nivel nacional los atributos represivos que el Ejército tenía en Tucumán, que fue una especie de laboratorio del terrorismo de Estado.

¿Dónde fue hallado ese documento?
Lo encontré en una caja del Archivo Nacional de la Memoria. Es decir, sobre ese documento se hablaba mucho, pero no existía ninguna de esas 24 copias, hasta que de casualidad descubro una. También, otro de los documentos importantísimos a los cuales tuve acceso fue el archivo del espía chileno Arancibia Clavel, una especie de agente de enlace entre la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) del Chile pinochetista y el Batallón 601, fundamentalmente en lo referido al Plan Cóndor. En ese sentido Arancibia Clavel, que además estaba involucrado en el secuestro del general chileno Carlos Prats -razón por la cual estuvo condenado-, había hecho un archivo en base a todos los partes informativos que él enviaba semanalmente desde Buenos Aires al servicio exterior de la DINA. Era una especie de espía oficial de Chile en Argentina, y lógicamente eso fue de algún modo su pasaporte a la desgracia. El archivo que le encuentran es una especie de bitácora del Plan Cóndor, que muchos años después, ya en democracia, lo encontró en un sótano de Tribunales la periodista chilena Mónica González, que estaba investigando el asesinato de Prats en Argentina.
¿Cómo empezó a trabajar el tema?
Empecé a trabajar con Los doblados cuando aún ni imaginaba que terminaría escribiendo un libro. El puntapié inicial de este libro fue una serie de entrevistas que le hice al mayor Carlos Españadero en 2005, que termina siendo un actor fundamental de esta historia. Es un tipo del Batallón 601, que por un lado tenía a su cargo una pequeña y auspiciosa red de infiltrados que él mismo había reclutado y entrenado y, por otro lado, pese a su baja jerarquía, era una especie de estratega en las sombras del Batallón 601.
¿Cómo llegó a Españadero?
Lo llamé por teléfono. Yo había leído una entrevista que le hicieron, porque en su momento Osvaldo Bayer lo había acusado de haberle cobrado a un teólogo alemán -cuya hija Elisabeth Käsemann estaba acá desaparecida- veinticinco mil dólares para recuperar su cuerpo sin vida. Lo busqué en la guía y lo encontré. En esa misma nota, él señalaba su relación con el Oso Ranier, uno de los infiltrados en el ERP (uno de los protagonistas del libro). En ese momento le dije a Españadero que a mí me interesaba fundamentalmente –y lo dije con estas palabras- “la lucha contra la subversión”, un término que sabía que le caería simpático, y que me interesaba sobremanera que me hable sobre el Oso Ranier. Y él me contestó: “Un héroe de guerra”. Nos encontramos en Los 36 Billares. Fueron entrevistas que le hice para la revista Caras y Caretas.
¿Qué fue lo que más le impactó de lo que le contaron en la serie de entrevistas que realizó a represores?
Hay muchas cosas. Una de las historias más alucinantes es la historia del Coronel José Osvaldo Riveiro, el segundo jefe del Batallón 601, que tiene que ver con el secuestro del militante chileno del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), Jean Claudet Fernández. Entrevisté a muchos represores para este libro, y normalmente de los represores únicamente se conoce el nombre, el lugar donde prestaron servicios, las aberraciones que cometieron y algunas otras cosas por el testimonio de algunas víctimas. Y a mí me interesaba otro corte de esos personajes, un corte que tiene que ver con lo personal de ellos. Cada uno de ellos es una muestra cabal de lo que Hannah Arendt llamaba la “banalidad del mal”. O sea, no son bestias con garras, no son monstruos. Lo terrible y lo monstruoso justamente es que son personas normales que después de torturar vuelven a sus casas como de cualquier otro trabajo, acarician la cabeza de sus hijos, cenan y se van a dormir. Fundamentalmente mi idea era no presionarlos demasiado, no ser incisivo, porque las cosas que hicieron ya se saben y a mí me interesaba que hablen de otras cosas porque, digan lo que digan, aunque hablen del clima, de algún modo demuestra lo que son. Discutir con ellos es como discutir de astronomía con alguien que cree que la luna es un pedazo de queso gruyere.
¿Por qué eligió para el libro el período entre 1975 y 1976?
A priori tomé ese lapso porque era el período en que las infiltraciones estaban a la orden del día, ya que con posterioridad, a través de secuestros y torturas, los militares obtenían la información que necesitaban en las mesas de tomento. El tema de los infiltrados me sirvió para desentrañar dos cosas: por un lado, la estructura, las modalidades operativas y los personajes del Batallón 601; y por otro, uno de los temas que está en discusión, porque hay ciertos autores que con liviandad afirman que el ataque montonero al Regimiento de Formosa, ocurrido el 5 de octubre de 1975, fue el hecho que motivó que los militares dieran el Golpe de Estado, y esa es una hipótesis digna casi de la revista Billiken, puesto que los decretos de aniquilamiento que otorgaban a las Fuerzas Armadas las facultades represivas en todo el territorio nacional fueron redactados con anterioridad en base a un plan golpista que ya existía.
¿Fueron determinantes “los doblados” para la derrota de la guerrilla?
Fácticamente el caso del Oso Ranier, que es el que precipita Monte Chingolo, desde luego que fue un golpe muy duro a nivel operativo para el ERP, y más en la época en la cual eso sucede. Pero yo pienso que, pese a ello, habría también que aclarar que las infiltraciones abarcan un período inmediatamente previo a la desaparición masiva de personas. En ese sentido, para entonces, las dos organizaciones armadas más grandes que había en el país, o sea ERP y Montoneros, estaban envueltas en una crisis muy grande. Tal vez debido a una serie de errores políticos que derivaron en excesiva militarización. Si bien creo que el efecto de los infiltrados fue bastante nocivo para esas organizaciones, la debacle de éstas fue fruto de situaciones, hechos y de circunstancias mucho más complejas que la presencia de determinados infiltrados.
¿Por qué cree –tal como menciona en el libro- que la figura de la traición, en los ’70, no ha sido muy estudiada?
Realmente no lo sé. La figura de la traición es una figura universal de la condición humana. En ese sentido yo diría, como decía Marx de la economía, la traición es uno de los motores de la Historia. Dentro del contexto del terrorismo de Estado, ha sido un tema recurrente como fenómeno, pero pienso que hasta ahora no ha sido debidamente estudiado. La temática del terrorismo de Estado es de por sí maldita, sobre la cual aún prevalecen teorías irreconciliables como la Teoría de los Dos Demonios, o la existencia lisa y llana del Estado terrorista. Y, el tema de la traición es una cuestión maldita dentro de una temática que de por sí es maldita.

¿Tuvo alguna devolución sobre el libro de algún protagonista de esta historia?
Algunas personas vinculadas a las organizaciones armadas se comunicaron conmigo. Por ejemplo una sobrina de Patricio Biedma, el segundo jefe del MIR, uno de los protagonistas de esta novela, diciendo que le había podido mostrar a su padre –el hermano mayor de Patricio, secuestrado acá en Buenos Aires- algunos aspectos que no conocía de él. Por ahora no recibí ninguna puteada, pero no creo que la familia del coronel Riveiro esté muy contenta con este libro.
En el libro cuenta que el Batallón 601 tenía a su cargo la dirección táctica y estratégica de la “guerra sucia”. Recientemente el presidente Mauricio Macri se refirió a la última dictadura con los mismos términos militares. ¿Qué piensa sobre esto?
Por empezar, el término “guerra sucia” lo comenzaron a utilizar por los militares, cuando era inocultable el hecho de que acá había una práctica indiscriminada del terrorismo de Estado. Entonces, tenían que dar algún tipo de argumentación para atenuar la criminalidad de sus actos y recién entonces, por el ‘77 o el ’78, se empieza a hablar de “guerra sucia”, o “dirty war”: son términos sacados de los manuales norteamericanos. De todos modos, al igual que la Teoría de los Dos Demonios, que es una teoría un tanto falaz… Acá no hubo guerra, fue una cacería contra la sociedad argentina. Antes de la utilización del término “guerra sucia”, los militares no hablaban de guerra, hablaban de “lucha contra la subversión”, no hablaban de “enemigos”, hablaban de gente “subversiva”. En ese sentido no hubo una guerra, además porque ni ERP ni Montoneros fueron reconocidos como fuerzas beligerantes. Pero el hecho de que se caracterizara a esto como una guerra tiene, por parte de los militares, un sustento teórico, que es el siguiente: según la Doctrina de Seguridad Nacional a la cual ellos adscribían, y según las enseñanzas de los franceses y norteamericanos, quienes entrenaron a los militares argentinos en lo que se llamó la guerra revolucionaria o la guerra contrainsurreccional, los tipos estaban convencidos que esto era una guerra pero también de que no enfrentaban a un ejército regular sino un ejército cuyos combatientes se mimetizaban en la población. En consecuencia, ellos sostenían que la fortaleza de la guerrilla estaba en la retaguardia, es decir, en la sociedad civil, entonces la atacaban. Mientras determinadas voces y más precisamente la del Gobierno actual, empiezan a levantar el estandarte de la Teoría de los Dos Demonios y de la guerra sucia, en paralelo se hace lo imposible para detener el juzgamiento de la sociedad civil y de los empresarios que tuvieron que ver con la dictadura. En ese sentido, que Macri no se refiera al terrorismo de Estado como tal, tiene que ver con una concepción ideológica –tanto de Macri como de un vasto sector de la sociedad- que tiene ese discurso. Los radicales tienen ese discurso, si vamos al caso.
Ricardo Rafendorfer, periodista, escritor e investigador especializado en policiales, es autor de La Bonaerense (1977) junto a Carlos Dutil y de La secta del gatillo (2003), entre otros libros. Trabaja en diferentes medios y soportes desde hace ya casi 40 años. Su trayectoria y experiencia es ineludible a la hora de hablar de la estructura de las fuerzas policiales, servicios de inteligencia y políticas de Seguridad, los ribetes del periodismo y los intereses que se ponen en juego.
¿Cuál es su visión acerca del rol de los servicios de inteligencia en la actualidad?
Pienso que en todos los lugares del mundo, y fundamentalmente desde el siglo XIX en adelante, los servicios de inteligencia fueron y serán la cloaca del Estado, se dedican a los negocios sucios del Estado. Y no son organismos infalibles: la CIA se comió lo de las Torres Gemelas…Si los principales servicios de inteligencia del mundo tienen sus fallas garrafales, puesto que uno de sus objetivos es prever y anticipar determinados cataclismos, imaginémonos lo que puede ser un servicio de inteligencia en un país periférico como este, que además toma los dictados o la letra que le pasan los servicios de inteligencia de Occidente. Los servicios son una fuente inagotable de conflictos, más que una fuente para solucionarlos.
En cuanto a las gestiones de Patricia Bullrich y Cristian Ritondo en los ministerios de Seguridad de Nación y Provincia, respectivamente, ¿cuál es su lectura de lo que han mostrado de su gestión?
El sueño de la seguridad macrista tiene dos vertientes: una, disciplinar a la sociedad, y otra, controlar el espacio público; es decir, los narcos son tan amenazantes como los manteros para este gobierno. Pero, por otra parte, se ve bien en provincia de Buenos Aires que la apuesta del macrismo está en lograr una congruencia con las corporaciones policiales, hechas en base al autogobierno policial, lo cual es un camino algo suicida. En ese sentido, ¿qué le pasa a Vidal? Su llegada a la gobernación fue tan sorpresiva que no había preparado debidamente su política hacia la policía y dejó intacta la estructura que había heredado del anterior gobierno, nombrando a (Pablo) Bressi en lugar de (Hugo) Matzkin: Bressi es un hijo putativo de Matzkin. Eso causó una especie de conflicto interno dentro de la policía, ya que muchos integrantes del comisariato tenían ilusiones depositadas en que a través del cambio de gobierno pudieran escalar posiciones de poder. Y no, todo quedó igual. Es evidente que esa situación conflictiva salpica al gobierno de Vidal y prueba de ello es la ola de secuestros, la cantidad de zonas liberadas. ¿Por qué creés que se va a vivir a un ex centro clandestino de detención como es la VII Brigada Aérea? ¿Porque es cómodo? ¿Porque es lindo? No. Porque está -creé ella- a resguardo de la Bonaerense.
Y desde el libro La Bonaerense hasta la fecha, ¿cambió en algo la estructura de esa fuerza?
No, de ningún modo. En el único momento que comenzó a cambiar este asunto fue en la época de (Carlos) Arslanián, que fue una experiencia inconclusa porque el nombramiento de Carlos Stornelli como reemplazante de Arslanián, cuando asume Scioli, convirtió a la reforma de Arslanián en una contrarreforma. De todos modos, la reforma también tenía sus puntos flojos: basándose acertadamente en que se debía cortar la ruta del dinero que iba de abajo hacia arriba a través de una estructura piramidal, con muy buen criterio Arslanián decidió descuartizar esa estructura y hacer siete u ocho departamentales autónomas, volar la figura del jefe y romper ese triángulo. Pero, lógicamente, la Bonaerense es como el agua, toma la forma del envase que la contiene y lo que en otras épocas era una empresa perfectamente aceitada, en esas épocas devino en una cantidad de hordas policiales autónomas que se disputaban entre sí el delito en la provincia de Buenos Aires. La contrarreforma que vino después consistió en restaurarle a la Bonaerense los atributos que había tenido en sus peores épocas.
¿Cambió en algo el género policial en el tiempo que lleva trabajándolo?
De algún modo cambia todo el tiempo la temática policial, porque cambian no sólo las modalidades del delito sino el modo en que la sociedad asimila este tipo de cosas. Es muy distinto el modo en que impactaba el delito en la década del ’50 que en estas épocas, donde hay un subgénero, para mí nefasto, que es la “inseguridad”, tal como llaman a la sección policial en el diario La Nación. Por otra parte, la profusión y la hegemonía que tienen los medios audiovisuales sobre la noticia con la repetición. Yo empecé a trabajar en periodismo de casualidad, con posterioridad me empecé a dedicar más a este género o sección, también de casualidad. Desde luego hubo causas profundas que tal vez yo haya descubierto después pero fue algo del orden del azar. Actualmente, si tuviese que escribir una receta de cocina le daría la estructura de un policial.
¿De qué herramientas de su personalidad se sirve fundamentalmente para investigar?
De la curiosidad, que es el atributo más importante que te debe tener un periodista.
Actualizada 30/08/2016
May 18, 2016 | inicio
«Mi nombre no siempre fue así», aclaró Guillermo Rodolfo Pérez Roisinblit al inicio de su declaración en la tercera audiencia del juicio por la privación ilegítima de la libertad de sus padres, Patricia Roisinblit y José Manuel Pérez Rojo, desaparecidos desde el 6 de octubre de 1978. Dio su testimonio a sala llena ante el Tribunal Oral Criminal Nº 5 de San Martín presidido por Alfredo Ruiz Paz. Estaban presentes su hermana Mariana y su abuela Rosa, y también su esposa, quien llevaba en sus brazos a Helena, la menor de sus tres hijos, que nació hace apenas tres semanas. En el recinto también estaban los tres imputados: su apropiador Francisco Gómez, Omar Rubens Graffigna y Luis Tomás Trillo, custodiados por el Servicio de Penitenciaría Federal.
Dos horas y media duró la declaración de Guillermo, el nieto recuperado nacido en la ESMA que supo acerca de su verdadera identidad recién en el 2000, cuando su hermana lo fue a buscar al trabajo para comunicarle que probablemente era hijo de desaparecidos. Durante 21 años de su vida, según su DNI, su nombre era Guillermo Francisco Gómez, hijo único de Francisco Gómez y Teodora Jofré. «¿Podés vivir el resto de tu vida sin saber si tenés o no una hermana?», le preguntó su jefe en el patio de comidas en que él trabajaba en ese entonces. Esa misma tarde, Guillermo se dirigió a la sede de Abuelas de Plaza de Mayo y él mismo se pinchó el dedo gordo para dar su muestra de sangre.
Durante su testimonio, Guillermo contó las dificultades que encontró para dar cauce a ese impulso inicial que lo movilizó a averiguar más sobre su verdadero origen. En principio decidió ocultarle a su apropiador el hecho de que había ido a visitar a las Abuelas de Plaza de Mayo, pero le expresó sus dudas. Luego de varios encuentros, Gómez decidió decirle la verdad en un viaje en auto: rompió en llanto y le confesó que era hijo de una “montonera judía estudiante de Medicina y un montonero”, le relató que su madre había pasado el último mes de su gestación con los ojos vendados en una habitación de la Regional de Inteligencia de Buenos Aires (RIBA), y que él, que en ese momento trabajaba en el lugar, le había suministrado alimentos a escondidas y a veces la sacaba a pasear por el jardín para que tomara aire.
Guillermo afirmó que conoce el lugar donde estuvieron cautivos sus padres porque ocasionalmente acompañaba a Gómez a su lugar de trabajo durante sus primeros años de vida. Recordó cómo de niño jugaba con el tambor de la pistola de uno de los oficiales. A veces algunos de ellos, incluso, lo llevaban a tomar helado. Las visitas a la RIBA finalizaron cuando él y su apropiadora huyeron de Gómez luego de reiterados episodios de violencia doméstica, que incluyeron amenazas con cuchillos y golpes a la mujer. «¿Por qué un simple jardinero de la RIBA tenía en su casa armas y balas?», se preguntó en voz alta.
«A tu madre no le hicieron daño mientras estuvo embarazada, pero tu papá no corrió la misma suerte», le dijo Gómez en su confesión dentro del auto. Guillermo le explicó al juez que en ese momento la intensidad de lo que estaba escuchando lo bloqueó y no quiso saber más, pero que hoy, quince años después, se siente preparado para tener más detalles de lo que ocurrió con sus padres. “Necesito encontrar sus restos y hacer todo el ritual, para dejar de duelarlos”, afirmó al final de su declaración.
«Mi infancia no fue feliz», afirmó Guillermo varias veces durante su declaración. Además de los episodios de violencia doméstica, Gómez no mostraba muestras de afecto hacia él, ni siquiera cuando Guillermo lo iba a visitar a la prisión de privilegio en la que se encontraba mientras se llevaba a cabo el juicio por su apropiación. “No sé si iba por obligación, por algún tipo de lealtad o por culpa», planteó. El último encuentro con su apropiador tuvo lugar en 2003, cuando Gómez lo amenazó con asesinar a sus dos abuelas, a su hermana y a él cuando cumpliera su condena. Esa última conversación lo hizo cambiar de parecer al respecto de las contradicciones que le generaba la transición hacia su verdadera identidad. Aseveró también que entre 2002 y 2004 fue víctima de reiteradas amenazas para que no declarara en contra de sus apropiadores.
Guillermo aportó fotografías de sus cumpleaños infantiles a la causa, en la que se lo ve al lado de Ezequiel Vázquez Sarmiento, el nieto recuperado número 102, ahora Ezequiel Rochistein Tauro. El apropiador Juan Carlos Vázquez Sarmiento, suboficial de la Fuerza Aérea que se encuentra prófugo desde 2003, también aparece en una de las imágenes.

Rosa Roisinblit llega al tribunal a las 10 de la mañana del 2 de mayo, día que inicia el juicio acompañada por su nieto Guillermo Rodolfo Pérez Roisinblit.
El último que los vio con vida
El último familiar que vio con vida a los padres de Mariana y Guillermo fue Marcelo Rubén Moreyra, primo de José Manuel. Durante su declaración contó cómo a sus 18 años recibió en la puerta de su casa en Olivos a una veintena de oficiales que se presentaron como miembros de «Coordinación Federal», algunos de civil y otros uniformados. «¡Abran la puerta o la tiramos abajo!», gritaron. Antes de abrir, encerró a su prima de 11 años y a su abuela en una habitación y salió a hablar con los militares, que le dejaron un moisés con Mariana, de quince meses de vida. Recordó la imagen de su primo con las manos atadas rogándole que la tomara. «Me la hubieras dado a mí», afirmó que le dijo un oficial a otro frente a él, en alusión a la beba. Uno de los presentes en el operativo era el prófugo Juan Carlos Vázquez Sarmiento, apodado «El Colo». «Yo pude encontrar a mi hermano. ¿Cómo se les puede perder un colorado?», se había preguntado Mariana ante el juez durante la segunda audiencia en la que ella declaró como testigo.
Moreyra reconstruyó en detalle la escena de esa noche de 1978 en la puerta de su casa. A Patricia no la veía desde las fiestas de fin de año y no sabía que esperaba un bebé. “¡Estoy embarazada y me llevan…!”, llegó a gritarle a Marcelo desde el asiento de atrás de uno de los autos cuando el oficial que la acompañaba le tapó la boca. Luego, el testigo dedicó algunos minutos a contar cómo era la relación con su primo desaparecido, a quién recordaba como el “líder de las aventuras” en su infancia: «Nuestro vínculo se selló luego de una tarde en que hubo una importante discusión sobre política en casa, durante una reunión familiar». Aseguró que para él era natural ser vigilado por militares, que lo persiguieron desde 1974 hasta 1978: «Una vez salí de la casa de un amigo y me esperaba la camioneta que me seguía a todos lados. Me acerqué y les dije a los cabos ‘si me van a seguir, llévenme en el camión’, y me llevaron hasta casa».
Las próximas audiencias del juicio en las que declararán el resto de los testigos están pautadas para los días 26, 27 y 30 de mayo.
Actualizada 18/05/2016