Por Camila Esne
Fotografía: ARCHIVO Camila Godoy

Según la información oficial, en la Argentina se suicida una persona cada dos horas: ocho de cada diez son varones y la tasa entre los jóvenes de 15 a 24 años es mayor que el promedio nacional.  

En 2024, 4.249 personas murieron por suicidio en Argentina. Doce por día. Una cada dos horas. Eso dice el Informe del Sistema Nacional de Información Criminal (SNIC). Son cuerpos que se apagaron en silencio. Cartas que nadie leyó a tiempo. Despedidas sin aviso. Aunque el informe diga que la tasa se “mantuvo” en 9,8 por cada 100.000 habitantes, con apenas un 1 por ciento de aumento, el verbo no alcanza. Mientras otras cifras de criminalidad muestran descensos (los homicidios dolosos bajaron un 12,7 %, por ejemplo), el suicidio se mantiene estable, como si la urgencia no lograra instalarse en la agenda pública.

Javier Juan Federico Molina tiene 44 años, una voz calma y un cuerpo que sobrevivió a sí mismo. Mercedes Wortley es psicóloga clínica, especializada en prevención del suicidio y una certeza: que el dolor, cuando no se nombra, se enquista. A los dos los une algo más fuerte que un diagnóstico: la voluntad de no callar. “Tuve varios intentos de suicidio”, cuenta Molina con serenidad. “No encontraba el camino, no sabía cómo pedir ayuda. Hasta que pude hablar con mi psicóloga y poner al tanto a mi familia. Eso fue lo más difícil: decirles que no podía más”. La escritura, remarca, le salvó la vida. Su libro, Un punto y coma: sé tu primer y mejor proyecto, no es solo una bitácora personal: es una forma de tender una mano.

“La escritura fue mi terapia. Me salvó. Y ahora siento que puedo decirlo. Recién a los 44 años siento que me permito validar lo que siento. Los 42 anteriores me resistía a hacerlo”, dice. No hay resentimiento en su voz. Hay aprendizaje. Y hay una voluntad enorme de compartir ese aprendizaje para que otros no lleguen al mismo punto. Wortley escucha con atención. No solo porque es su trabajo, sino porque también lo cree profundamente: hablar salva vidas. «No es una frase hecha», insiste. Lo repite porque muchas veces se olvida. Porque todavía cuesta. Porque sigue siendo tabú. Ella trabaja con adolescentes y con adultos, y dice que hay una frase que se repite demasiado: “No sé lo que me pasa”. Es el primer síntoma de algo más profundo: no saber nombrar lo que duele.

En Argentina, según la estadística, el 80 por ciento de las muertes por suicidio corresponden a varones. Y casi la mitad son personas jóvenes, entre 15 y 34 años. Pero no se discute lo suficiente. “Muchos hombres me dicen que no saben llorar”, cuenta Wortley. Y lo dice sin ironía, con la seriedad que amerita. «Eso no se resuelve solo. Viene de muy atrás: de mandatos que dicen que un hombre no puede mostrarse vulnerable. Que, si pide ayuda, fracasa. Que, si siente, está fallando”. Molina lo sabe: “A los hombres nos enseñaron que teníamos que poder con todo. Que teníamos que aguantar. Que llorar era de débiles. Todo eso nos aleja del pedido de ayuda. Nos vacía. Y cuando el dolor no encuentra salida, explota adentro”.

Lo que ambos remarcan una y otra vez es que no hay una señal única, ni un patrón claro. Pero hay cambios de conducta que invitan a prestar atención: el aislamiento repentino, la pérdida de interés, el desgano, las frases que suenan siniestras, aunque aparezcan al pasar (“esto ya no tiene sentido”, “no valgo nada”), los gestos de despedida, incluso cierta euforia inexplicable. Saber mirar y saber escuchar puede marcar la diferencia. Y preguntar, con respeto, con tacto, pero sin miedo: “¿Necesitás ayuda? ¿Estás pensando en hacerte daño?”.

Hablar. Hablar siempre. Y no solo con quienes están en riesgo, sino también con quienes quedan. Porque cuando alguien muere por suicidio, alguien queda también con preguntas, con culpas, con un dolor que no se entiende. Y ese dolor también necesita espacio. Es lo que se llama postvención, un concepto poco conocido, pero esencial. “El duelo por suicidio es uno de los más difíciles que hay. Si no hay contención, el riesgo es que se repita”, explica Wortley.

En ese entramado de silencios, también entran las instituciones: la escuela, la casa, el sistema de salud, los medios. La prevención no es una sola charla, ni un folleto. Es un proceso sostenido. Es educar desde el jardín sobre emociones, sobre lo que duele, sobre lo que nos cuesta. Es habilitar el llanto, el enojo, el miedo. Es dejar de tratar la salud mental como un privilegio o un lujo. Es dejar de buscar culpables individuales y empezar a pensar en responsabilidades compartidas. “Esto no se resuelve desde un solo lugar. Ni la escuela sola, ni el Estado solo, ni las familias solas. Esto se hace entre todos”, dice Molina.

La Ley 27.130, aprobada en 2015 y reglamentada en 2021, acredita que la prevención del suicidio es política de Estado y que acompañar a quienes quedan —madres, hermanos, amigos, parejas— no es un gesto compasivo: es una obligación. El Ministerio de Salud de la Nación habla de postvención: ese después invisible donde el duelo se llena de culpas y la angustia se vuelve hereditaria. Pero lo que hay —en el territorio, en la urgencia— es poco: protocolos mal aceptados, líneas gratuitas sin seguimiento, redes sanitarias fragmentadas, operadores sin formación suficiente y ningún sistema que evalúe si todo eso sirve o si es apenas simulacro.

Y mientras tanto, los datos muestran que, entre los jóvenes de 15 a 24 años, la tasa de suicidio es más alta que el promedio nacional. En los bordes del sistema educativo, en las esquinas de los barrios, en los consultorios colapsados, aparecen ellos: con el intento, con el gesto de alerta, con el silencio que nadie leyó. El 86 por ciento de los episodios ocurre en casa, según datos recientes del Sistema Nacional de Vigilancia Sanitaria. La mayoría requiere internación: 6 de cada 10. Ellas lo intentan más, ellos mueren más. Y el presupuesto —lo que debería sostener todo eso— es casi una ironía: apenas el 0,4 por ciento destinado a salud mental adolescente, y un 4,1 por ciento a salud mental en general.

A nivel regional, la Organización Panamericana de la Salud señala algo que no siempre se escucha: que la violencia contra los jóvenes se ha vuelto costumbre. Que los golpes, el descuido, el desprecio, los comentarios que lastiman no se denuncian porque se volvieron parte del paisaje. Que el daño no siempre es visible, pero hace nido. Y que, en ese contexto, el suicidio no es un rayo aislado: es consecuencia. “Romper el silencio, romper el tabú, sacar lo que queda en lo oculto, es el primer paso”, afirma Wortley. Y Molina repite: “Hablar salva vidas. Es real”. Quizás no haga falta más que eso: una conversación a tiempo, una escucha sin juicio, una mano que no pregunta, pero sostiene. Porque a veces, una sola charla alcanza para abrir una puerta. Y para no cerrarla nunca más.

Lo que queda entonces no es solo el dato —ese 9,8 que el SNIC anota como estable—, sino lo que no se cuenta. Porque los 4.249 no son solo muertos: son advertencias. Y no piden otra estadística. Piden otra forma de mirar, de escuchar, de intervenir. Piden una sociedad que no mire para otro lado cuando la emergencia ya pasó.

¿Dónde pedir ayuda? Línea Nacional de Prevención del Suicidio: 0800 999 0091; Centro de Asistencia al Suicida: 135 (CABA y GBA) o (011) 5275 1135 (todo el país); App «S.O.S. Un amigo anónimo» y redes de ONG como AAPS o Papageno.