Por Juan Luis Dell Acqua y Clara Pérez Colman
Fotografía: Valentina Gomez

Calesitas o carruseles -según si están fijos o se mueven verticalmente los caballitos, elefantes o leones- son parte del paisaje porteño desde 1867. ¿Qué tuvo que ver la guerra con este popular juego?

En pleno Boedo, Avenida Independencia al 4200, se cuela la Placita de los Vecinos entre tanto edificio. A pesar de la oscuridad tenue de la tardecita, hay un sector lleno de luz en su entrada. Es un núcleo colorido, musical y en movimiento que atrae a los niños cual polillas y les hace repetir como disco rayado: “¡Otra vez! ¡Una más!”. El éxtasis está en el aire y en su atmósfera. Gira una calesita.

Hernán Pernochea piensa que su calesita es moderna” en comparación con otras. Se encargó de que, además de los icónicos caballos y los ciervos de nariz respingona, también estén los personajes que convocan a los niños y niñas del presente como el Rayo McQueen, la Rapunzel de Disney y Spiderman. La ilusión de los chicos es la materia prima de su trabajo: “La verdad es que siempre quise ser calesitero, y hoy es mi profesión y lo que elijo”.

Antonio Cid, calesitero desde 1971 del Parque Pereyra, en Barracas bien al sur, va más allá al definir su oficio y utiliza una curiosa metáfora, similar a la del economista Emanuel Álvarez Agis sobre la deuda pública: “Esto es lo que me gusta. Una vez que entrás es como la droga… la diversión es una droga que no te hace mal”.  

En general, resaltan estos trabajadores, el oficio es heredado. “Mi abuelo era calesitero, mi viejo es calesitero y yo también lo soy”, confiesa Hernán. Don Antonio también cumple la regla y se enorgullece al contar que desde los 18 años sigue la tradición de su papá. Hoy tiene cerca de 70 y se pregunta si alguno de sus hijos continuará haciendo girar a sus caballitos de madera al ritmo de La Vaca Lola. El tiempo lo dirá.

Las reglas del juego

Según datos oficiales, en la Ciudad de Buenos Aires hay 55 calesitas. La Ley 5418 determina que los permisos para el funcionamiento de los carruseles en el espacio público son por cinco años y tienen la posibilidad de renovación. Además, se estipula una prioridad para el otorgamiento de licencias para quienes hayan sido titulares en el pasado. Este punto, destacado en el Capítulo 9.15 del Código de Habilitaciones y Verificaciones, resuelve un viejo problema que, según recuerda Pernochea, generaba un proceso poco transparente donde “podía concesionar el que ponía más guita”.

Desde hace unos años, los calesiteros acordaron con el Gobierno que los jardines y chicos de hasta primer grado pueden hacer una excursión gratis. Otra regla ordena que las calesitas deben guardar una distancia mínima de diez cuadras entre sí. La idea es que no haya competencia entre compañeros.

Algunos de los carruseles están protegidos por la Ley de Patrimonio Cultural, lo que implica que fueron declarados sitios de interés para la identidad porteña. En los hechos, esto significa que hay que pedir una autorización para hacer alguna refacción, como darle una mano de pintura o cambiar un caballito de lugar. Por ejemplo, Antonio firmó un contrato recientemente con la empresa Bayer porque la marca se ofreció a restaurarle la calesita a cambio de poder utilizarla para un evento. Distintas formas de conservar el patrimonio.

De la guerra al juego

En un inicio, la calesita fue un medio de entrenamiento para los jinetes turcos que combatían contra enemigos ficticios que giraban en la sarianguik, un plato de madera con caballos hechos del mismo material. Luego, con las cruzadas, se extendió hacia Europa Occidental y, así, recibió su nombre en castellano: carosela, “la primera batalla”. Más tarde, la realeza del viejo continente construyó carruseles en jardines privados y le dio su propósito actual, el entretenimiento infantil. La última parada de este viaje fueron las ferias populares, lo que permitió que la actividad se emancipe de los ricos y se vuelva un juego para el pueblo.

La primera calesita argentina data de 1867, de fabricación alemana, estaba ubicada en la actual Plaza Lavalle. Pasaron 24 años para que llegara la primera confeccionada por manos nacionales. Y si hablamos de inventos argentinos, la sortija es uno de ellos. Su fisonomía se compone de una bocha con forma de pera, una chaveta y una arandela. Las hay simples o más sofisticadas. Su valor está en la idea de regalar otra vuelta más. Pero no es fácil: los niños deben superar el hábil muñequeo del calesitero. Para Cid, el secreto está en esperar lo suficiente y en asegurarse de que todos los gurises logren conseguirla. Sabe que para un pibe hay pocas alegrías como atrapar la sortija y ganar otro paseo.

El ritual se remonta a las corridas de sortija gauchescas del siglo XIX. Los jinetes de la Pampa Húmeda competían para demostrar su habilidad en la monta. El objetivo era embocar un palo en una argolla que estaba a casi tres metros de altura. Los años pasaron y la tradición se conservó. Ahora el bravo quiebre de muñeca ilusiona con un viaje gratis para cualquier niño. Otra vez la competencia se hizo juego.

 

Mi carrusel arrabalero

Una diferencia fundamental: la calesita es un juego mecánico que tiene asientos inmóviles, mientras que en el carrusel se mueven verticalmente. Cuestión de nomenclaturas, las palabras y las cosas.

Algunos carruseles superan los 100 años, como el caso de la calesita de Antonio. Fue diseñada originalmente por un portugués en 1897 y adquirida luego por su padre, quien la refaccionó para convertirla en un carrusel. Don Antonio se enorgullece, respira hondo y hace historia: “Sus partes son de madera maciza. Un caballo pesa alrededor de 90 kilos. Son de material bueno, a diferencia de las actuales que se hacen con fibra de vidrio. La madera tiene más aguante”, asegura.

¿De qué manera se logra conservar a estos gigantes forjados en hierro? En general las refacciones suelen ser realizadas por los propios calesiteros. Los trabajadores rodantes dicen que “escuchan y sienten” cuándo deben intervenir. “Es el calesitero el que se trepa, agarra un pincelito y le manda grasa a lo que sea. Se encarga de evitar que haya problemas”, aporta Hernán.

Pero la autogestión no todo lo puede, por eso muchas veces recurren a sus compañeros. Así comenzó la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines: “Hay un aguante colectivo, nos damos una mano entre todos», asegura Cid. Su germen fueron las juntadas entre colegas en el lejano 2004. La organización adquirió su personalidad jurídica en el 2010. Actualmente funciona como un lugar de encuentro en el cual los primeros lunes de cada mes, los trabajadores comparten un almuerzo e intercambian opiniones sobre su profesión.

Si todo este dispositivo llega a fallar, hay que levantar el teléfono y contactar a un matricero. La matricería es ese pequeño taller que repara la infraestructura del carrusel cuando está dañado. Puede arreglar los engranajes o recuperar algunos de los asientos. “Es la persona que labura en el fondo de su casa. Podés llegar al taller y ver que tienen un autito o un caballito en el techo”, apunta Pernochea. Los jardines de la mente, diría Charly García, y las estatuas que (ellos deben) pulir.

Cosa seria

Fermín tiene apenas dos años y rota por todos los juegos del patio inaugurado en Parque Lezama, cerca del cruce de Martín García y Defensa en San Telmo. De la hamaca a la locomotora, del auto al tobogán tirabuzón, no hay tiempo que perder. Pero cuando se eleva del medio metro que le consta por su edad, la vista se le clava en aquel techo descolorido del predio de enfrente que gira y gira desde 1960. La cale”, demanda. Si quiere dar la vuelta, que no se quede con ganas.

Para Celina Vietto, psicóloga maestrando en infancias y juventudes, el juego es una parte esencial en la constitución de las personas: “La creación es salud”, porque es un proceso de apropiación del mundo en el que se inventa lo que no se tiene al alcance. Incluso, el juego es considerado un derecho para los niños y en nuestro país está protegido en uno de los artículos de la Ley 26.061 sobre derechos de las infancias y adolescencias.

Fermín ruega una vuelta más apenas termina y acecha la sortija repleto de adrenalina. Francesco Tonucci, reconocido pedagogo, plantea que las ciudades no están adaptadas para la apropiación infantil. Desde 1991 lleva a cabo el proyecto Ciudad de los Niños donde remarca la importancia de reconocerlos como sujetos de derecho para pensar la planificación urbana a partir de sus necesidades: “Los niños quieren salir de casa y vivir en autonomía su experiencia de juego y de contacto con otros”.

Las calesitas son parte del paisaje urbano, pero para Pernochea son un momento de libertad: “En la cabeza de los pibes es una película. Hay un dicho que dice que es el primer viaje que el nene hace solo. A veces vienen los padres y le dicen ‘pero ese es aburrido, subite a tal’ y yo digo, loco, es el que eligió porque cuando entró lo vio y en su cabeza ya empezó su idea, su mundo, su mambo”.

Sigue girando

La calesita y su dueño echan raíces en la plaza. Don Antonio es famoso por su antigüedad y su carácter: “Hay gente que vivía en Barracas, se mudó pero tiene algún pariente en el barrio. Después vuelve y dice Oh, ¡todavía estás acá!’ ¿Qué querés, que me vaya? Es gente grande que venía cuando era chiquita. Venían los padres, trajeron a los hijos y a veces hasta vienen los nietos. Es lindo porque vas por cualquier lado y te dicen ‘¡Ahí va el calesitero!’”.

Cada uno con sus modos, los calesiteros se vuelven figuritas del barrio que encarnan las añoranzas de muchos; un pedazo de su pasado conservado en el presente.