Por Fiona González López
Fotografía: Gentileza Luis Henríquez/Orejoteca

En Parque Los Andes, Chacarita, una instalación de cartón, con forma de iglú, llamada la Orejoteca. Adentro, se mezclaban el sonido ambiente con voces y anécdotas de otros tiempos.

A un lado habían quedado los mates y los celulares en el rincón de Parque Los Andes que se formó entre Corrientes y Maure. Tumbados y sentados en el pasto, grupos de amigos, estudiantes, vecinos y familias mantenían los ojos cerrados bajo los anteojos de sol, las gorras y los banderines de colores que oscilaban al compás de la brisa. Escuchaban. 

 Las voces se acercaban y se alejaban; pasaban de susurrar al oído a mezclarse con el paisaje sonoro de un viernes feriado en la plaza: se volvían murmullos perdidos entre juegos infantiles, perros deambulantes, pájaros que vociferaban desde los árboles y el movimiento de la feria. Durante buena parte de ese trayecto, había que prestar mucha atención para no perderse lo que decían. Un hombre explicaba el desdén que tenía de chiquito hacia el “hombre de la luz”, como llamaba al encargado de encender el alumbrado público allá por los años 60, porque su aparición obligaba a dejar de jugar en la vereda para entrar resignados a casa. A veces, las voces eran sucedidas por otros sonidos. De pronto, en plena tarde soleada, irrumpía el repiquetear de la lluvia, la melancolía de un tango o la guitarra que marcaba el ritmo en alguna peña.

Nadie se movía, excepto un puñado de jóvenes integrantes del colectivo Puentes de Acción Cultural Colegiales (PACC), que se abrían paso sigilosamente entre los cuerpos relajados. Si hacían ruido, iban a interrumpir lo que salía de los parlantes que llevaban de acá para allá, de un grupo a otro, de una oreja a la otra y de un rostro concentrado a uno sonriente.

Antes de cerrar “La Orejoteca” habían decidido concluir la tarde sacando a pasear los sonidos que se habían estado reproduciendo dentro de la instalación, una especie de carpa iglú hecha con cartón recubierto de pasta de papel y adobe. La actividad formaba parte de la jornada de cierre de la 4° edición del Festival Ciudades Reveladas, un “espacio de reflexión y exhibición en torno a diversas formas de experimentar lo urbano, con la convicción de que pensar la ciudad desde las representaciones audiovisuales permite imaginar su transformación”. Por primera vez incluyeron actividades en territorios de arte e investigación aparte del cine, desde conversatorios hasta performances en caminatas.

El Festival contactó en primer lugar a Amparo Ambiental Chacarita, una agrupación de vecinos autoconvocados que buscan preservar la identidad de su barrio frente a la aplicación del nuevo Código Urbanístico de la Ciudad, que propuso incluir a PACC por las actividades culturales abiertas a la comunidad que realizan. “Nosotros organizamos mesas de memoria barrial, en las que las personas están invitadas a ir y relatar alguna historia de cualquier momento de su vida, en torno a lo barrial, lo común”, dijo Edgardo Rojas, arquitecto y escultor integrante de PACC que diseñó la estructura de La Orejoteca. “Acá convertimos la mesa en una instalación sonora de memoria barrial, tenemos 100 audios de relatos y sonidos que nos enviaron vecinos de distintos barrios durante un mes. No discriminamos poniendo filtros de audios lindos y de audios molestos, incluimos la vivencia de cada uno como ciudadanos. En nuestro barrio escuchamos pajaritos, la obra del lado, el ruido del tráfico, todo entra”. 

La Orejoteca albergaba combinaciones de sonidos tan variopintas como la vida urbana. Al entrar, del lado izquierdo vibraban las paredes con el relato de uno de los parlantes: una señora contaba entre risas una anécdota de su amiga Martita -con la que se reúne junto a otras amigas en la peluquería de su barrio-, que caminando por Avenida Las Heras le ofreció ayuda a un hombre que veía con bastón por Avenida Las Heras, cuando en realidad simplemente llevaba un tubo de luz. “Son estas cosas que vienen con la edad y de las que nos reímos mucho”, concluía. Enfrente, de un parlante idéntico brotaban ladridos lejanos, como si los caninos estuvieran efectivamente en la plaza, reclamando a los visitantes que salgan del iglú cableado. Alrededor de dos huecos por donde pasaban tubos pintados de verde, reverberaban balbuceos. “Si pegás la oreja desde afuera escuchás un poco lo que está pasando adentro y viceversa, la idea era establecer esa comunicación susurrada, por eso les decimos susurradores”, explicó Rojas.

Él, junto a Daniel Herrera, el cerebro detrás de la parte sonora, tenían aún las manos pintadas de tierra. Esa mañana trasladaron las piezas que elaboraron con la ayuda de voluntarios a lo largo de 10 días en el Espacio La Pileta, Villa Crespo, y armaron “la cuevita” – como le dicen algunos organizadores-. Cada tanto revisaban y retocaban detalles de su obra a la intemperie, que no tardó en llenarse de color. Por fuera, como otras zonas del parque, las flores de jacarandá la vestían de primavera ahí donde el barro unía las piezas con micrófonos de contacto, colocados para amplificar los sonidos a través de las vibraciones. Adentro, el cielo parecía más celeste gracias al tul que oficiaba de techo. 

Los ojos tenían mucho para ver dentro de “la cuevita”. La pintura de pizarra transformó las paredes de cartón en un lienzo que, como en los recreos escolares, los visitantes llenaron de dibujos, palabras y frases de tiza. Corazones, casas, árboles, monigotes, nombres de barrios que ilustraban los audios. Más cerca del piso, las manitos empolvadas de los nenes dejaban trazos multicolor. 

Además de los audios enviados por vecinos, una quincena de estudiantes de la Licenciatura en Artes Electrónicas de la UNTREF realizaron mapas sonoros de sus barrios a partir de testimonios y ruidos de ambientes. “Nos encontramos con un montón de historias que quizás en el día a día no te juntás a hablarlas”, dijo Milagros Dimasi, que buscó relatos de su familia en Bolívar. “En su momento eran muy importantes dos cines en la ciudad. El ferrocarril traía las películas en formato físico, y cuando alguna se quemaba o se cortaba mi mamá las pedía y jugaba en su casa proyectando con la linterna”.

Otras voces no llegaron a los parlantes. Todavía. Los que se acercaban al micrófono (“la bocateca”) contaron anécdotas que se sumarán al centenar inicial, que los organizadores prometieron publicar próximamente. 

Según Rojas, el proyecto recién comienza: “La idea es que esta biblioteca de audio siga creciendo y materializándose de distintas formas. Esta manera de compartir experiencias da a conocer el espectro de transformación en la Ciudad, uno puede saber cómo eran antes las cosas y qué se va perdiendo. Yo que soy venelozano conocí el barrio en el que vivo mucho más en detalle por estos encuentros con vecinos que no podría tener si me los cruzo en el supermercado”. 

 Los sonidos se van con el viento, la tiza se difumina al tacto, las instalaciones se desarman y el sol se oculta; pero las experiencias sensibles que dejan perduran en uno, en varios o en todos. En pequeñas letras de imprenta, alguien tatuó en esta cueva: “con ternura venceremos”.