Por Lucas Martínez
Fotografía: Milagros Gonzalez, Tina Brisky

Una cooperativa de vecinos del barrio de Constitución, llamada El Molino, transformó una antigua fábrica en una vivienda colectiva habitada por 56 familias. Las obras que ellos mismos llevan adelante, ampliarán techo para otros 46 hogares. Las tentaciones de la privatización.

Vecinos del barrio porteño de Constitución transformaron una antigua fábrica en una vivienda colectiva en la que ya viven 56 familias. El proyecto comenzó hace más de veinte años con la fundación de la Cooperativa El Molino, allá por el año 2002. Hoy, suma y resta de inevitables avances y retrocesos, avanza con la cuarta y última etapa de construcción, que dará techo propio a 46 familias más.

Cualquier estereotipo que vincule a la idea de brica tomadacon precariedad, ilegalidad, o abandono, se olvida rápidamente al arribar a la calle Solís al 1900. Allí donde se encontraba el decimonónico molino harinero, hoy se alza un complejo de espaciosos y modernos departamentos, bien cuidados y llenos de vida. Pintura de colores, columnas altas, un espacio común al centro y tras las rejas; sí, las rejas, las que dicen a partir de dónde y hasta dónde el espacio es privado y cooperativo. Sin peros. Quien quiera pensar que la vida es blanco o negro que se quede fuera de los límites de El Molino. Para el que se anime a habitar las paradojas, las puertas están abiertas.

Pelear este pedacito en la Ciudad de Buenos Aires, donde el problema de la vivienda es central, es un logro”, sostiene Víctor Betancourt, actual presidente de la cooperativa. El hombre, de avanzada edad, canoso y de anteojos rectangulares, asegura -con algo de brillo en sus ojos- que en El Molino existe una gran familia donde todos se conocen con todos. También dice estar al tanto de todas las “debilidades y fortalezas del que tenés al lado, con la ironía de estar elevando la voz para hacerse escuchar por encima del ladrido de sus perros, que están del otro lado de la puerta de su departamento. Y sigue: “Poner un pie en el Molino significaba ilusionarse o imaginarse. Hoy es un sueño, completa Betancourt.

Codo a codo y a pulmón

Mauricio Vargas es otro de los vecinos cooperativistas. Transparente y franco, todavía no logra comprender cómo un edificio que inicialmente estaba lleno de “caca, palomas y semillasse transformó en ese bonito lugar llamado hogar. Fueron sus manos grandes y rugosas las que, junto a las de otros compañeros, dieron luz a este proyecto. “Se necesita una organización férrea, fuerte y militante para poder hacerlo posible, sentencia en la terraza del último piso del antiguo molino, desde donde se alcanza a ver La Bombonera y la rivera de La Boca.

 Todo se remonta al 2002. La crisis de la convertibilidad pegaba duro y una de sus caras más brutales era la de los desalojos, muy habituales en la Ciudad de Buenos Aires de ese entonces. Dos organizaciones populares del Movimiento de Ocupantes e Inquilinos (MOI) decidieron unir fuerzas para ocupar un terreno del barrio de Constitución. Eran personas que estaban cansadas de vivir hacinadas en habitaciones de hoteles o de no tener un lugar donde dormir.

“Había hambre, no tenías otra posibilidad de vivienda. O lo conseguías, o lo conseguías, no te quedaba otra”, asegura Vargas y pone todo su cuerpo al servicio de la pronunciación de la palabra “hambre, una de las indiscutidas protagonistas de la Argentina del cambio de milenio.

En ese mismo año, Eduardo Jozami, funcionario porteño de Aníbal Ibarra, le entregó el terreno a la organización. Al poco tiempo, amparada en la Ley 341, sancionada en el año 2000, la Ciudad de Buenos Aires le otorgó un crédito blando a la organización social para que pudiera acondicionar ese viejo molino harinero de la calle Solís y lo convierta en un complejo de viviendas que llevaría luego el mismo nombre de los antiguos enemigos del Quijote de la Mancha.

De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades

Los principios básicos del MOI son cuatro y pueden ser fácilmente recordados por Carolina Díaz, militante de la organización y vecina de El Molino: autogestión, ayuda mutua, propiedad colectiva y derecho a la ciudad. Las dice de corrido; no duda ni un segundo, porque sabe que esas consignas son tan fuertes como las columnas que sostienen su casa.

La autogestión significa que los propios vecinos gestionan inteligentemente y de forma autónoma los recursos del Estado, quien según Víctor construye “caro y mal. La propiedad es colectiva porque es de todos y a la vez de nadie -al menos por el momento- ya que hay algunos debates al respecto. Es decir, no hay escrituras individuales, la organización como conjunto se hace cargo de la propiedad.

El derecho a la ciudad entiende que la misma debe ser habitada y disfrutada por todos. La ayuda mutua es la pata indispensable para que la organización sea genuinamente colectiva: cada familia debe aportar 3.000 horas de trabajo para poder convertirse en socia del proyecto. Esto tiene mitad de postura política -porque se entiende que el sujeto se transforma solo a través de la experiencia- y mitad de pragmatismo, porque los créditos de la Ley 341 sólo financian la mitad de la obra y esto obliga a tener que abaratar costos. “La ciudad que queremos es sin expulsores ni expulsados por razones económicas”, señala Díaz a modo de síntesis perfecta de todos los aforismos anteriores.

Están los que, como Mauricio, reconocen haber estado de acuerdo con que todo fuera comunitario en un principio, pero luego de que el tiempo pasó, comenzó a preguntarse qué le iba a dejar a sus hijos cuando ya no esté.

Déficit habitacional

 El valor de una experiencia como la de El Molino es que haya sido posible en una ciudad que tiene déficit habitacional. Decenas de informes de los últimos años pintan los trazos más gruesos de la problemática: primero se derrumba el sueño de la casa propia, luego incluso peligra el del alquiler, un sucedáneo que empieza a adornarse y tornarse pomposo, quién diría, ante la escasez de unidades disponibles, y de dinero que alcance, en los tiempos que corren.

Según un informe de la Mesa de Estudio de la Vivienda Vacía del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, la crisis habitacional afecta en CABA a un 11,5% de los hogares. Reinan las condiciones de hacinamiento o bien de una necesidad de refacciones estructurales urgentes. Este porcentaje es equivalente al de la cantidad de viviendas vacías que registra la ciudad.

s datos que pintan el panorama de la gran urbe: una de cada tres personas se encuentra alquilando, 300 mil porteños residen en barrios populares y unos 7500 porteños se encuentran en situación de calle, según estimaciones de la organización civil ACIJ

El dilema  

Al igual que en los jardines que imaginó Borges, las organizaciones pueden seguir senderos que se bifurcan. Hoy el tipo de propiedad de las viviendas de El Molino despierta posiciones encontradas entre los cooperativistas.

Están los que, como Mauricio, reconocen haber estado de acuerdo con que todo fuera comunitario en un principio, pero luego de que el tiempo pasó, comenzó a preguntarse qué le iba a dejar a sus hijos cuando ya no esté. Por eso ahora está interesado en tener la escritura a su nombre, pero anticipa que esto no se debe a “una cuestión egoísta o de desprecio hacía lo colectivo, sino a la simple voluntad de querer darle una mano a sus hijos.

También están los que, como Carolina, se mantienen fieles a uno de los principios de la organización en la que milita: la propiedad colectiva. Para la vecina, en un contexto de crisis habitacional, lo comunitario se vuelve una herramienta de defensa de los trabajadores porque “te permite plantarte con mayor firmeza en una discusión con el Estado”.

El tiempo dirá cuál va a ser la postura mayoritaria entre los vecinos y qué consecuencias les traerá. Pero incluso a pesar de las inconsistencias e incertidumbres, El Molino avanza y sigue construyendo.