Por Sol Cialdella
Fotografía: Camila Alonso, Florencia Ferioli

Laura tiene 25 años, vive en Floresta y está en el último año de la licenciatura en Fonoaudiología, en la Facultad de Medicina de la UBA. “En abril del año pasado confirmé que estaba embarazada. Me cuidaba con pastillas anticonceptivas pero ese mes no las pude conseguir y la persona con la que estaba era muy reacia a usar preservativo. Me costaba incluso decirle que no, a la hora de tener relaciones sexuales”, se anima a contar. Esta joven profesional, que trabaja atendiendo niños, recuerda que hubo un encuentro en particular que resultó riesgoso y tomó la pastilla del día después a las pocas horas, pero no tuvo éxito. Si bien Laura opina que, abortar o no, debe ser una decisión estrictamente de la mujer, cuando lo confirmó recibió el acompañamiento de la persona con la que salía, de su mamá y de amigas. “Desde el principio estaba muy segura, porque yo tengo un gran deseo de ser madre, pero quiero ser madre de forma responsable, más adelante. Yo no tengo las condiciones económicas para afrontar un hijo y sentí que quería priorizar mi carrera y mis proyectos, porque también canto y toco la guitarra”, explica.

Tener un hijo, con la frustración de una madre que ve truncadas sus aspiraciones, era algo que no cuadraba con su deseo de maternidad. Laura no tenía mucha información sobre qué hacer, pero su tía había abortado tiempo atrás con una médica, por planificación familiar, y recurrió, junto a su mamá, a la misma persona. Después, cuenta, prefirió correr a su familia del tema porque sintió que era un proceso exclusivo de ella y su pareja: “Le llevé la ecografía a esta médica, y solo por la consulta nos cobró $500. Enseguida recomendó el legrado, que costaba arriba de $20.000. Juntar ese dinero implicaba un esfuerzo muy importante para toda la familia”. Laura quería ver otras opciones y muchas personas le comentaban que ese raspaje era muy invasivo, pero la médica afirmaba que se trataba del método más efectivo y la asustaba con que, en cambio, el Misoprostol era peligroso. “Mi mamá estaba muy de acuerdo con esa médica, por su superioridad como profesional. A mí me resultaba sospechoso que planteara un solo método posible y no me diera la opción de elegir”. Finalmente, a través de una amiga, Laura se contactó con la Red de Socorristas: “Me atendió Rosa, el nombre simbólico que toma cualquiera de las chicas que contesta por whatsApp. Me invitaron a un local partidario y ahí pude charlar con dos militantes que eran divinas”. De esa forma, empezaba a obtener información y opciones: “Me detallaron sobre todos los métodos, el legrado no lo recomendaban para nada, en cambio sí se inclinaban por la opción de aborto con pastillas de Misoprostol, que es muy seguro y una puede hacerlo sin recurrir a un médico. También me hablaron del método AMEU (aspiración manual endouterina), que fue el que elegí hacerme”. El AMEU es el método que se utiliza en países de Latinoamérica donde el aborto es legal, como Cuba por ejemplo, y puede realizarse hasta la semana doce de embarazo sin complicación. “Lo elegí porque siempre terminaba prefiriendo estar en manos de alguien que yo sintiera que supiera, necesitaba la figura de un médico”. Las militantes le pasaron el contacto y tuvo una primera entrevista en un consultorio en la Ciudad de Buenos Aires. Vieron su ecografía y le informaron otra vez sobre las opciones: Misoprostol y AMEU –la elegida-, que costaba $2.000.

Para Laura fue muy valioso que le dijeran que si no podía pagarlo, se lo realizaban igual. “Me contuvieron un montón y derribé fantasmas sobre la carga de culpa, me trataron super bien. El día que aborté me pusieron la música que yo quería escuchar, me invitaron un café antes”. Sin embargo, no todo salió como le habían dicho: “Me dijeron que duraba cinco minutos, pero la realidad es que dura mucho más, me aseguraron que no dolía, pero la realidad es que duele un montón, mientras te lo hacen y después también. Sólo me dieron un calmante, no tuve anestesia”. Era tal el dolor, que no pudieron terminarle la intervención y hubo que completar el aborto con dos pastillas de Misoprostol por vía oral. “Pero -afirma Laura- al día siguiente ya me sentía bien”. En un principio, el dolor fue interpretado por ella como un momento karmático, necesario para lavar la culpa, pero hoy siente que fue una experiencia más en su vida y que realizó lo correcto: “Lo que hice fue también en favor de la vida”, plantea. Poder desdramatizarlo fue clave: “Yo tuve suerte, el trato de estos médicos fue muy bueno y después hablamos sobre métodos de anticoncepción, pero en ningún momento me juzgaron”. La clandestinidad no le fue gratuita de todas formas: no pudo pedir un día libre en el trabajo para reponerse, ni contarle a nadie que estaba embarazada, más allá de su círculo íntimo, todos elementos que intervinieron moralmente en su subjetividad. “Me gustaría que todos los métodos de aborto fueran legales y accesibles y que cada mujer pueda elegir el que más cómodo le resulta”, opina.

A partir de esta experiencia, Laura comenzó a reflexionar en su propia formación profesional, recibida desde la Facultad de Medicina, a la que denomina “totalmente anti aborto”. “En deontología se lo plantea como antiético porque sólo se considera el derecho a la vida del feto. Hablar de esto plantea mucha incomodidad, el ambiente en Medicina es muy conservador”, observa. Para Laura las ciencias médicas imponen una mirada bastante deshumanizante, que no toma en cuenta a la persona en su integridad biopsicosocial, sino como un ser segmentado: “Es un modelo paternalista y patologizante, que no plantea al profesional como un orientador, sino que impone poder sobre el otro, justamente porque no considera al sujeto, paciente, como aquel capaz de decidir sobre su propia salud”, explica.

Violencias, clandestinidad y culpa

Antonella tiene 32 años, vive en Villa Urquiza y es docente de nivel primario. Su primer aborto fue en 2004 y el segundo un año después. “La primera vez, la decisión fue rápida. Había estado de novia muy poco tiempo, nos peleamos y el test me dio positivo. No tenía ganas de ser madre en ese momento y menos con esa persona, así que lo decidí fácilmente. Me afectaba ese discurso culpabilizante de que es una vida y la idea de sentir que interrumpía el rumbo que estaba tomando mi cuerpo”, explica. Sin embargo, su mamá la apoyó y le contó que ella misma había abortado varias veces y que su abuela también. La madre tenía el dato de que el Misoprostol, comercializado con el nombre de Oxaprost, servía como método abortivo. Pero en la farmacia, en vez de venderle la caja completa, sólo le vendieron dos pastillas y en ese momento no encontró la información de que eran necesarios doce comprimidos. Tras fallar, recurrió a su ginecóloga, quien le dio el teléfono de un médico que hacía abortos. “Me explicó que iba a ser mediante el método de aspiración y que me costaba $3.000. Yo estaba terminando de estudiar para maestra y sólo daba clases particulares, así que lo pagó mitad mi mamá y mitad el pibe con el que salía”, detalla. Durante la intervención en un departamento clandestino, Antonella estuvo todo el tiempo dormida debido al anestésico que recibió. A sus 20 años no sabía del riesgo de usar preservativo sólo sobre el final del acto sexual. “No tenía conciencia sobre el líquido preseminal, nunca había recibido mucha información sobre anticoncepción, ni en el colegio ni en mi familia”.

La segunda vez de Antonella fue bastante más traumática: “Sentía que la vida quería que yo fuera madre, pero a la vez no era mi deseo”. Durante los dos embarazos vivió maltrato durante los chequeos: “La primera vez en el laboratorio, antes de darme el papel, me preguntaron qué quería escuchar y ante mi silencio me contestaron que me quedara tranquila, que no estaba embarazada. Pero la realidad era que todos los valores en sangre indicaban que sí y tuve que re-chequearlo con un contacto que era bioquímico. La segunda vez, durante la ecografía, el tipo que me la hacía usaba la frase: ‘Bueno mami’, todo el tiempo, mientras se burlaba de mi cara de susto”. Y otra vez, en una farmacia estafaron a su mamá, vendiéndole sólo cuatro pastillas de Misoprostol, que no le ocasionaron el aborto. También su pareja resultó violenta: “El tipo con el que salía me maltrató por haberlas ingerido sin consultarle, siendo su ‘hijo’ lo que llevaba dentro. Propuso vernos al día siguiente, pero no apareció nunca. Lo vi una vez más, discutimos y me cagó a trompadas mientras me gritaba que me jodiera por puta”. Una amiga le consiguió un contacto. “Me dijo que trabajaba en el Hospital Fernández y que trajera la ecografía. El problema de la clandestinidad es que una sólo puede confiar en lo que te dicen, vas y ponés tu cuerpo en un lugar que es trucho”, concluye. Ambos momentos los vivió como una pesadilla: “Quería que todo terminara ya, me veía envuelta en una situación que quería resolver, empezaba a sentir registros distintos en mi cuerpo que se oponían a lo que sentía”. Hoy Antonella reflexiona que si el aborto fuera legal y estuviera correctamente asociado con la salud y el deseo físico y psíquico, la experiencia sería totalmente otra. Con los años lo pudo significar de otra manera: “Entró el feminismo en mi vida, el conocer cada vez más personas que abortaban y el poder socializarlo. Por la clandestinidad y el estigma, la situación genera culpa, miedo y vergüenza, pero hablarlo desactiva todo eso”.

“Si hubiera podido hacerlo en un lugar seguro…”

“Ni bien me enteré que estaba embarazada, supe que no lo quería tener. Por el momento de mi vida, por la relación en la que estaba. Yo no me veía criando un pibe a esa edad, no estaba dentro de mis planes”, explica Miranda, quien abortó en 1992 cuando tenía 17 años y estaba en quinto año del colegio. Afortunadamente, esta percepción era compartida con el chico con el que salía y ambos estuvieron de acuerdo en la decisión de abortar. Hoy, a sus 41 años, esta profesora de inglés recuerda que cuando confirmó el embarazo con un análisis de sangre y una ecografía esperaba encontrar asistencia de su médico ginecólogo: “Pero cuando veíamos que no aparecía ninguna soga, nadie que nos guiara, recurrimos a la madre de mi novio, quien era cardióloga y entre sus tantos contactos en el área médica, conocía a alguien que hacía abortos. Yo no quería que mis padres supieran, así que fue esta mujer la que me acompañó con el pre-quirúrgico, pagó los 800 pesos-dólares (era la época del uno a uno) y nos llevó el día que lo hicimos”. Sin una entrevista previa o conversación con quien iba a realizárselo, llegó directamente para abortar a un “departamentucho”, en el límite entre Beccar y Victoria, donde hacían abortos mediante la técnica LIU (legrado uterino instrumental). Su disponibilidad para apropiarse de lo que pasaba era mínima: “Yo estaba en manos de esta mujer, sin saber qué método iban a usar, ni cómo iba a ser. Ahora me empiezo a dar cuenta, mientras lo cuento, que debo haber estado medio atontada, porque quería resolverlo, pero me sentía perdida”, expresa. En su imaginario adolescente, Miranda creía que iba a encontrar en la sala de espera a todas chicas de su edad. Sin embargo, la sorprendió ver muchas mujeres de todas las edades y situaciones. Había algunas que se notaba por su cuerpo que ya habían sido madres, las había de más de veinte, pero también de más de treinta. Al llegar su turno, el médico que la recibió le dio anestesia total y como excepción, por ser colegas, la madre de su novio de entonces pudo permanecer dentro. Despertar fue un momento especialmente traumático: “Yo estaba en un lugar oscuro, me desperté gritando, pidiendo que viniera el chico con el que salía. Fue una situación tensa, la asistente me pedía que me calmara porque iba a asustar a las otras mujeres que esperaban y supongo que además temían que pudiera haber alguna denuncia”. Después de su aborto, Miranda atravesó una depresión y el alejamiento de sus compañeras del secundario: “Perdí mi amistad con muchas chicas, porque no entendían qué era lo que me pasaba y yo estaba en otro plano emocional y en una revolución interna que era también física. Posteriormente atravesó un momento, que ella define como “una culpa judeo-cristiana” y le costó tiempo elaborar la experiencia. A sus 24 años, su cuerpo comenzó a manifestar una endometriosis, que posteriormente desencadenó en una falla ovárica temprana. “¿Habré desperdiciado la única oportunidad que tuve de ser madre biológica?”, fue el pensamiento que tuvo cuando supo que ya no podía tener hijos. Entre algunas preguntas que rondaron en su cabeza sobre su condición de salud posterior, aparecen acciones como empujar un auto y otros esfuerzos físicos desmedidos que hizo a propósito para perder el embarazo, cuando aún no disponía del dato para abortar con un médico. La clandestinidad fue su mayor peso: “Tranquilamente me puedo imaginar una experiencia totalmente diferente si hubiera podido hacerlo abiertamente y en un lugar seguro”. Algunas cosas siente que no han cambiado para nada desde su adolescencia, hasta su actualidad: “La educación sexual en mi época era una mierda y es igual ahora, la empresa que se encarga de dar la charla de educación sexual es Johnson &Johnson y es más que nada para publicitar sus productos. Hoy tenemos una Ley de Educación Sexual Integral, pero en la práctica no termina siendo muy abordada desde ninguna asignatura. A más de 20 años de haber abortado y de atravesar muchas sensaciones en relación con su salud reproductiva y con la clandestinidad, Miranda siente que hizo una evolución personal, que con el tiempo le permitió reivindicar la certeza: “Entendí que el valor de lo que yo había decidido estaba ahí, en no haber dudado nunca, en saber que yo no quería tener un hijo en ese momento. “La culpa, la angustia y las dudas vienen de afuera”, señala.

Tres casos diferentes, que permiten observar algunas coincidencias: la indefensión de la mujer ante la desinformación, la clandestinidad, el negocio y la culpa, pero también la reflexión a posteriori, luego de atravesar el dolor y poder contar sus experiencias.

Actualizada 09/11/2016