Por Mariana Turiaci
Fotografía: Romina Morua

Hace un año y tres meses, la unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía Federal del Chaco inició una investigación sobre la Masacre de Napalpí, crimen donde murieron al menos 400 personas de las comunidades Qom y Mocoví, con el objetivo de llegar a juicio para que se la juzgue como crimen de lesa humanidad.

El hecho

En 1924, la Reducción Napalpí (a 120 kilómetros de la ciudad de Resistencia) albergaba a las comunidades Qom y Mocoví, quienes eran obligadas a trabajar en las plantaciones de algodón en condiciones de semiesclavitud. Les pagaban con alimentos vencidos y ropas usadas, además de los maltratos que sufrían todos los días. Como si esto fuese poco, el gobierno de entonces quiso instalar un impuesto del 15% de lo percibido, lo cual llevaría la situación de pobreza a una extrema hambruna. Ante esto, las comunidades decidieron partir hacia las provincias de Salta y Jujuy para trabajar en los ingenios azucareros. El entonces gobernador Fernando Centeno les prohibió abandonar el territorio y, ante la persistencia indígena, ordenó la represión.  El 19 de julio de 1924, alrededor de 130 policías llegaron a la Reducción Napalpí  y dispararon con rifles. Alrededor de 400 personas murieron, entre ellos mujeres, niños y ancianos. Los que habían sobrevivido a las balas, luego fueron degollados.

A la ferocidad del ataque se le sumó la conspiración de los diferentes poderes del Estado para encubrir el hecho a través de una versión oficial asentada en el expediente. Se dejó establecido que el suceso se había tratado de un enfrentamiento entre Tobas y Mocovíes con un saldo de cuatro muertos. Al mismo tiempo, los medios de la época se hicieron eco de la versión oficial, con la excepción de El Heraldo, único diario que llevó adelante una investigación y denunció la matanza. Hubo también un fiscal que planteó que en el expediente faltaba la versión de los sobrevivientes y solicitó formalmente la exhumación de los cadáveres para profundizar la investigación. Su compromiso le valió un traslado a la provincia de Entre Ríos, con lo cual fue separado de la causa. Desde entonces, la masacre de Napalpí permanece impune.

En diálogo con ANCCOM, Diego Vigay, actual fiscal de la causa, explica que el hecho se enmarca en un “contexto de genocidio de los pueblos originarios en todo el país” y que existió un “trasfondo económico, étnico, ideológico y cultural” que avaló la masacre. Sin embargo, el hecho no tuvo la trascendencia ni la cobertura mediática de otras matanzas. Para Vigay, esto se debe a los prejuicios que circulan socialmente en torno a las comunidades de los pueblos originarios: “Tiene que ver con una cuestión cultural, con una mirada blanca de lo que han sido los genocidios”.

La masacre de Napalpí se inserta en un contexto histórico donde ese tipo de acciones contra los pueblos originarios eran moneda corriente. No era una práctica aislada sino sistemática llevada a cabo en conjunto por el poder político y los terratenientes. Al respecto, Vigay explica que la Reducción Napalpí “había sido creada con el objetivo de concentrar a las comunidades de los pueblos originarios del Chaco para adueñarse de esas tierras” y que esto se relaciona con que “el territorio del Chaco pasó a ser proclive a la plantación de algodón”, lo cual “se vincula a nivel mundial con la necesidad de la vestimenta de buena parte de los obreros que se iban incorporando a las fábricas en la época de la revolución industrial”.

Napalpí (a 120 kilómetros de la ciudad de Resistencia) albergaba a las comunidades Qom y Mocoví, quienes eran obligadas a trabajar en las plantaciones de algodón en condiciones de semiesclavitud.

 

El silencio

Una de las consecuencias que dejó la matanza de Napalpí es un profundo silencio en la comunidad alrededor del hecho. Silencio que responde tanto a una necesidad de olvidar para poder seguir adelante como a una fuerte presión social. Juan Chico es miembro de la comunidad Qom y, llevado por la necesidad de entender aquel hecho atroz, inició una investigación y escribió el libro “Napalpí. La voz de la sangre”. Para él, las matanzas de Napalpí y de El Zapallar, ocurrida en 1933, “marcaron profundamente la identidad, la historia y la memoria de la vida” de la comunidad. Por eso, resulta difícil hablar. A esto se le suman los estereotipos y prejuicios que circulan socialmente acerca de los pueblos originarios: “En la sociedad hay instalada una mirada y un estigma sobre los pueblos indígenas que identifica al indígena con el vago, el haragán, el que no quiere trabajar”, explica Chico y continúa: “La gente piensa que los indios están buscando venganza y no pasa por ahí, no hay rencor, los viejos quieren contar lo que pasó con cierta esperanza de que se haga justicia”.

Una de las cosas que más le impactó a Chico al comenzar su investigación fue el silencio que había alrededor del tema. Los viejos “nos decían que había que tener cuidado con lo que se habla. Fue tan fuerte ese miedo que quedó instalado. Lo que me impactó era el temor de hablar de Napalpí. Estaba prohibido, era un tema tabú. La comunidad, para sobrevivir, no hablaba”. Sin embargo, Juan Chico pudo más que ese silencio y logró llevar a cabo su investigación. Cuenta que había muchas otras investigaciones pero que se caracterizaban por tener una “mirada foránea y lastimera sobre el indígena”. Por su parte, Chico quería reivindicar la lucha de los pueblos y remarcar la importancia de los testimonios de los viejos.

La investigación

Diego Vigay es el fiscal a cargo de la investigación y cuenta con el apoyo de los fiscales federales Carlos Amad, Federico Carniel y Patricio Sabadini. Vigay cuenta que han recabado mucho material durante el proceso de investigación: “Una serie de investigaciones y de publicaciones alrededor de Napalpí que se complementan unas a otras, documentos históricos, expediente judicial y administrativo, diarios de la época, sesión de la Cámara de Diputados donde hubo una interpelación al ministro de esa época y, a la vez, existe una serie de investigaciones científicas que tienen que ver con una prueba de contexto. Hay mucho trabajo de investigación hecho alrededor de Napalpí, lo cual a nosotros nos facilitó mucho la tarea”.

El único sobreviviente es Pedro Balquinta, quien tiene 107 años y ya ha prestado declaración ante la fiscalía. Además, han incorporado los testimonios de Melitona Enrique y Rosa Chará, “a través de la voz de sus hijos”. Debido a la cultura del relato oral, esos testimonios “eran la voz de su madre contando lo que había padecido en la masacre”, explica Vigay.

En este momento, Vigay y sus colaboradores han incorporado los testimonios y la documentación relevada en la investigación y sólo les falta alguna prueba más: “Una cuestión es la posibilidad de exhumar las fosas comunes, eso se puede realizar”. Después queda presentar la causa ante un juzgado federal “solicitando que se lleve adelante un juicio por la verdad”, enfatiza Vigay.

Un juicio simbólico

La matanza de Napalpí no tuvo el tratamiento judicial necesario pero ya no quedan culpables vivos. Por eso es que la fiscalía plantea llevar adelante un juicio por la verdad, que “es la herramienta válida para juzgar un crimen de lesa humanidad donde no tenemos imputados vivos”, sostiene Vigay y explica: “El juicio por la verdad es un juicio sui generis. La idea es que el juicio pueda ser oral y público y que se puedan traducir los testimonios, que puedan hablar los investigadores, que se pueda leer la documentación, que exista una sentencia de la justicia federal que pueda reconstruir los hechos y el contexto económico y cultural, que la comunidad pueda conocer la verdad de lo sucedido”. En definitiva,  “trasuntar en una reparación simbólica a los pueblos originarios”.

Sin embargo, no todos los miembros del Poder Judicial ven con buenos ojos la realización de este tipo de juicios, ya que argumentan que ha pasado mucho tiempo y que implica volver a abrir una herida. “Pero a la par uno encuentra funcionarios con sensibilidad, que entienden que estamos ante crímenes de lesa humanidad y que hay una obligación del Estado de juzgarlos”, cuenta Vigay. Además, plantea  que si existe un proceso de juzgamiento de los crímenes de la última dictadura, debería también haber uno de los crímenes contra los pueblos originarios. “Tenemos mucha expectativa en que funcionarios con una sensibilidad especial puedan llevar adelante este juicio por la verdad”, dice.

Para Juan Chico, esa posibilidad “es un anhelo” porque “tiene que ver con un cambio cultural”. Agrega que existe una gran resistencia a que se juzgue como crimen de lesa humanidad porque hay “sectores que todavía no ven a los indígenas como personas sujetas de derechos”. Para Chico se trata de “una justicia muy conservadora, que siempre estuvo al servicio de determinados intereses y que fue cómplice de lo que pasó en la dictadura”. Por lo tanto, el juicio por la verdad “va a marcar un antecedente para seguir pensando el futuro y que las nuevas generaciones realmente nos vean como personas con nuestra diversidad cultural”.  Para los miembros de la comunidad es esperanzador. “El tiempo histórico y político que vive el país hace que podamos hablar de estas cosas”, concluye Chico.

“La gente piensa que los indios están buscando venganza y no pasa por ahí, no hay rencor, los viejos quieren contar lo que pasó con cierta esperanza de que se haga justicia”, dice el fiscal Diego Vigay.

 

 

El cambio cultural

Para Juan Chico, “el exterminio de los pueblos indígenas fue una cuestión de Estado”. Así, “la única forma de reparar el daño también tiene que ser una política de Estado”. Esto va a llevar tiempo pero lo fundamental es el cambio cultural, es decir, “ver al indígena como sujeto de derechos, porque durante mucho tiempo fue objeto de estudio. A lo que apostamos es a un cambio cultural, que todos tengamos igualdad de oportunidades y de derechos”. En tanto, para Diego Vigay, las dos palabras que resumen la masacre de Napalpí son “sangre y dinero”.

Textuales

En el marco de la investigación, prestaron declaración los hijos de Rosa Chará y Melitona Enrique, sobrevivientes de la masacre. Como parte de la tradición oral que forma parte importante de la cultura de los pueblos originarios, la fiscalía entendió que ellos pueden dar testimonio en función de lo que han escuchado de sus padres.

Sabino Irigoyen, hijo de Melitona Enrique, contó: “Una mañana muy temprano era sábado, casi al salir el sol, vinieron los policías (…) y empezaron a tirar y a matar. Tiraban todos juntos. No le dieron tiempo a salir. Muchos murieron con la primera descarga. Tiraban sin ninguna contemplación. Había ancianos, niños, jóvenes, mujeres embarazadas. Los heridos trataban de correr. La policía avanzaba y seguía tirando, para aniquilar, para fundirle a todos los que estaban haciendo el reclamo…”

Mario Irigoyen, hermano de Sabino, narró: “Los que se escaparon se iban al monte. Mataron como 400 o 500 según lo que contaban mis padres. (…) Mi madre y sus padres estuvieron escondidos en el monte y no podían salir por los policías que los estaban siguiendo, no se podían acercar a la toldería. Le jugaron a mi pueblo, no les dejaron enterrar cristianamente a mis seres queridos, bajaban los pájaros que comen los cadáveres. Es algo muy triste esta historia por eso no quiero casi hablar. A los caciques les sacaron los testículos, las orejas, le hicieron trofeos. Todo esto me contaron mis padres…”

Carmen Delgado, hija de Rosa Chará, relató: “ Los hombres de la familia (…) fueron tomados como rehenes y le hicieron hacer los pozos para enterrar los cadáveres. En las fosas enterraban a niños, mujeres, hombres asesinados de las etnias toba, mocovíes y también algunos los criollos. (…). Asesinaron como a 450 aborígenes y algunos criollos pedían compasión pero que los mataban igual…”.