Dibujar la memoria, la verdad y la justicia

Dibujar la memoria, la verdad y la justicia

Eugenia Bekeris y María Paula Doberti son artistas visuales militantes. Cabría preguntarse qué artista no lo es, pero en su caso la labor artística al servicio de una causa ha sido tan sostenida y significativa que han creado una obra que se volvió un documento histórico vivo del ejercicio de hacer memoria. Desde hace diez años, ambas asisten a las audiencias públicas donde se juzgan los delitos de lesa humanidad, se sientan como oyentes y con sus manos, lápiz negro y un bloc de notas tamaño A4 dejan testimonio de los rostros y las palabras, diálogos, escenas y recuerdos que acontecen allí, a partir de las declaraciones de víctimas sobrevivientes, testigos y perpetradores del horror cometido durante la última dictadura militar argentina.

El fruto de esas horas y trazos militantes hoy puede palparse como un conjunto: 100 de esas piezas artísticas -en el sentido amplio del arte, en su dimensión política y creativa- fueron seleccionadas y forman parte de Dibujos Urgentes. Testimoniar en juicios de lesa humanidad, libro-archivo publicado por Mónadanomada ediciones que sus creadoras presentaron el miércoles 11 de marzo en el Centro Cultural de la Cooperación. El origen de sus prácticas, hace una década, fue la iniciativa que H.I.J.O.S. y la Universidad Nacional de las Artes (entonces IUNA) lanzaron con la idea de contrarrestar la decisión de la Corte Suprema de prohibir los registros fotográficos y fílmicos en los juicios, tras la desaparición de Jorge Julio López.

“No tiene nada que ver el dibujo de un retrato tradicional con uno de nuestros dibujos de las audiencias -dice Doberti, aún cuando el ojo lego percibe rostros y cuerpos en esas imágenes-. Lo que hacemos es dibujar durante toda la declaración del testimonio, sin metaforizar, sólo lo que vemos. Son dibujos textuales, porque solemos agregar fragmentos de las declaraciones. Es muy distinto, porque uno observa muchas horas a una persona, va corrigiendo el dibujo, tratando de encontrarle la expresión, y en ese detenimiento se convierte en algo diferente. Además, lo hacemos a través de una pantalla, a su vez mediatizada por el vidrio de la sala de la audiencia, y en el contexto de una declaración bastante dolorosa. Lo que hacemos es la visualización de un testimonio”.

Presentación del libro en el Centro Cultural de la Cooperación.

Este trabajo nació de la prohibición de fotografiar y filmar los juicios. ¿Qué diferencia creen que hay entre un dibujo y una fotografía o un video para registrar lo que se vive allí?

María Paula Doberti: El dibujo tiene algo que acerca más al espectador. No sé por qué motivo, pero algo lo hace más cercano. Hacerlo con la mano, sin la mediación que tiene una foto o un video, quizás. O el estar hechos de manera rápida, a lápiz negro, con el agujerito de bloc en el papel… Tal vez eso acerca a quien los mira, como algo que formó parte de su propia historia, porque todos dibujamos en algún momento de la vida.

¿De dónde nace esta idea de lo “urgente”?

MPD: Fuimos armando la idea de qué es un “dibujo urgente” mientras los íbamos dibujando.

Eugenia Bekeris: Lo urgente fue emergente de la práctica. Empezamos a notar la urgencia del dibujo en un ámbito judicial de quienes habían logrado sobrevivir. Era un ámbito delicado y allí la urgencia era una cualidad fundamental para atrapar y registrar estos juicios como hechos únicos.

¿Cómo empezaron a organizarse para hacer los dibujos?

EB: Nosotras no nos conocíamos. Al principio, cada una empezó a dibujar sola. Y sucedió que, estando en ese ámbito, en estos escenarios del horror, hacerlo en compañía de una colega era fundamental y necesario.

MPD: Juntas fuimos decidiendo qué hacer y qué no. Por empezar, resolvimos que los dibujos no se tocan. Si un dibujo queda por la mitad, porque una persona declaró poco y no lo terminamos, así queda. No los completamos porque los consideramos un testimonio. La relación con las palabras también la descubrimos en la práctica: al principio,  sólo dibujábamos por la necesidad de que esas palabras no se evaporaran, de no perder esos fragmentos de testimonios que atravesaban alma o daban escalofríos. Nos dimos cuenta de que, a veces, anotábamos lo mismo.

¿Fue difícil dibujar a los genocidas?

MPD: Sí, me costó. No sé si dibujarlos, me costó verlos. La primera vez que vimos a Videla, dije “guau, ese es Videla, ese viejecito anciano que casi no puede caminar”. Nos han preguntado si dibujamos igual a un genocida y a un sobreviviente, y la verdad es que sí: el dibujo es igual. Y eso lo hace más perverso: saber que es una persona como cualquiera. No tiene cara de genocida, tiene cara de persona común como la que te cruzás en la calle. Cuando se pone a hablar, se transforma en Videla. Ahí saca todo su demonio interno. Me pasó con Julio Poch, el aviador de los vuelos de la muerte. Realizó una declaración muy larga, como de cuatro horas. Al principio, estaba muy coacheado por sus abogados, usaba un vocabulario súper cuidado, y además estaba muy bien vestido, un tipo grande, pintón, te diría. Y en un momento, me dio miedo y se lo dije a Eugenia. ‘Este tipo me está dando miedo’, le dije. Y ella me dijo: ‘Te está seduciendo, por eso te da miedo’. Recuerdo también otra vez, ante un apropiador, en una sala muy pequeña. Yo estaba dibujándolo desde atrás, el rostro a tres cuartos, y se ve que él sintió mi mirada. Se dio vuelta y me miró fijamente a los ojos. Como si me dijera: “¿Qué estás haciendo?”. Me sostuvo la mirada y no pude seguir el dibujo, me atemorizó. Ese tipo, es capaz de hacer todo aquello por lo que hoy lo están juzgando, sólo mirándome me heló la sangre.

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Las escenas macabras y los dolores inconmensurables son parte de eso inaprensible que atraviesa sus dibujos, y que antes las atravesó a ellas. Son recuerdos que ahora les pertenecen y que su memoria invoca casi irracionalmente, a su puro antojo. Doberti trae la figura de Stella Calloni, testigo especialista en el juicio por el Plan Cóndor, cuando se le pregunta por el número de dibujos que acumularon en estos diez años. Y consultada por cuál fue la última audiencia que dibujaron, Bekeris detalla su último registro del dictador Jorge Rafael Videla, ese que guardó entre sus papeles hace siete años. Sus recuerdos, testimonios de virtual presencia ante aquel terror, también funcionan según la lógica de lo urgente: lo que conmueve, lo que dejó huella en su alma, es lo que sale a la superficie.

“Recuerdo muy bien la audiencia de Stella Calloni -la evoca Doberti-. Ella era una persona grande, pero cuando declaraba no tenía ni un ayuda-memoria. Tenía una memoria impresionante y hablaba sin parar, con mucha precisión. Me acuerdo que, durante el cuarto intermedio, me la crucé en el baño: era una anciana a la que ayudaban a caminar. Me impactó que fuera la misma persona. Y cuando se reanudó la audiencia, volvió a ser gigante y todopoderosa”.

Bekeris es la última persona que capturó una imagen pública del genocida que encabezó la junta militar que se alzó con el poder luego del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.  Aunque no había nadie en el sector asignado al público, estaban presentes miembros de la querella, el abogado del dictador y los jueces: sin embargo, en la memoria de Eugenia, el recuerdo es de él a solas frente a ella.

“Me acuerdo que entró al recinto vacío sostenido a cada lado por un hombre, arrastrándose -relata-. Se sentó a dar su alegato y parecía que no iba a poder hablar, tenía la boca pastosa. Tuvieron que acercarle un vaso de agua. Me provocó vértigo ver a ese anciano moribundo, con la nariz dilatada, los párpados caídos, los ojos vidriosos, balbuceando. Era un despojo. Le mandé un mensaje a María Paula: “Videla se va a morir”. Cuando por fin pudo hablar, repitió que no le daba a ese juicio ningún valor legal, que seguía acompañando a sus camaradas hasta el final. Junto al dibujo, tengo escrito lo que dijo: hablaba despacio, como si me lo estuviese dictando a mí. Yo dibujaba en mi cuaderno pequeño, con lápiz y goma, ese final: ese genocida tan temido y cruel estaba reducido frente a mí, sentadito ahí, muriendo. Como si fuera una venganza sutil, alejado de la escena de crueldad y condenado a cadena perpetua. A los tres días, murió”.

Su subjetividad, movilizada durante las audiencias, ¿cómo se conjuga al dibujar con la intención de registrar la escena?

MPD: Obviamente una siempre dibuja desde una. Es inevitable. Pero nosotras teníamos la claridad de saber que nuestro objetivo era darle visibilidad a los juicios: lo hacíamos y seguiremos haciendo desde esa tarea militante, no con el fin de exponerlos en una galería. Nos sentamos a dibujar desde otro lado, acompañando esos testimonios. Es distinto a estar en un taller componiendo más reflexivamente. Personalmente, en los dibujos de los juicios soy pura emoción. Es muy complicado dibujar ahí.

¿Por qué?

MPD: Porque los testimonios son muy crudos y duros. Me ha pasado no poder seguir dibujando porque tenía los ojos llenos de lágrimas y tener que parar y serenarme. O atemorizarme frente a un genocida. Son emocionalidades complejas a la hora de hacer un dibujo, que además vienen desde afuera. Cuando uno dibuja en taller, las emociones nacen desde el hacer. Acá, es lo que oís, que te puede dar un palazo o ganas de abrazar a alguien.

¿Es posible dibujar en esos momentos?

EB: Adquirimos práctica para abordar estos escenarios, encontrando estrategias para dibujar. Siempre uso una metáfora de lo que me pasaba a mí: iba de cacería a atrapar imágenes. Y eso genera una cierta distancia emocional. Era vertiginoso, urgente. Confrontadas al hecho con velocidad, teníamos que documentarlo con rapidez. Eran aterradores los testimonios de las víctimas testigos, pero no teníamos tiempo de aterrarnos. Aún cuando esos testimonios desoladores nos ponían a la vista una experiencia inabordable.

¿En qué sentido?

EB: Podríamos asociarlo al concepto que refiere a los sobrevivientes del Holocausto y a ese “otro lado” donde estuvieron, como otra dimensión de la realidad, a la que nosotros, que no estuvimos, no tendremos acceso nunca y de la que ellos no podrán salir. Es inabordable, inasible, difícil hasta de comprender. Te hace doler, te sorprende, te pone triste, pero nosotras no intentamos darle ningún tipo de emoción a nuestros dibujos. No agregamos fiereza ni tristeza, aunque en nuestro dibujos algo de eso trasciende.

Hay algo de lo sombrío en sus trabajos.

EB: Sí, hay algo que es inquietante. El día de la última aparición de Videla, me acuerdo que llegué a casa y dormí el resto de la tarde, como tres horas. Nos impactó en el cuerpo todo eso que vivimos.

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Los juicios por delitos de lesa humanidad que lleva adelante Argentina son un hecho único e inédito en todo el mundo: prácticamente no hay países que hayan saldado esos delitos con sus propios tribunales y con las leyes que se aplican a todos sus ciudadanos. En ese sentido, las autoras de Dibujos Urgentes lamentan la poca concurrencia de público que llega a las audiencias. “Los juicios no tienen ni la difusión ni la visibilidad que merecen, por eso nosotras subíamos siempre los dibujos a nuestras redes. A veces, la gente se enteraba de los juicios por nuestros dibujos. Durante mucho tiempo, ha sido un proceso judicial casi invisible”, se lamenta Bekeris.

Por el imprescindible ejercicio de la memoria, pero también para reivindicar unos procesos de justicia inéditos y originales en todo el mundo, es que su obra se agiganta en valor. “Creo que es muy importante este trabajo -agrega. Estos dibujos pequeños y en lápiz dan cuenta con sencillez de hechos muy importantes para las nuevas generaciones. Para quienes nacieron en post dictadura, el libro puede ser una estrategia poderosa de información. A veces la lectura no alcanza. Nosotras escuchamos e intuimos lo que les pasó a quienes declararon, más de eso no podemos hacer, pero los textos vuelven su palabra presente, la traen in situ, nada de lo que dijeron fue modificado. El testimonio intacto en dibujos es una posibilidad de acceder a otro fragmento de la verdad en esta lucha contra el olvido y el negacionismo”.

¿Por qué creen que se acerca poca gente a los juicios?

MPD: Un poco de todo. Al principio iba mucha gente, pero hay que sostener una práctica de tantos años… Siento que hay muy poca difusión y mucha gente no se entera. Los cuatro años del macrismo fueron tremendos en ese sentido, hubo un silenciamiento total. Además, creo que esta idea de preservar a los testigos y no poder fotografiarlos ni filmarlos, invisibilizó a los juicios, justamente cuando parece tan necesario que alguien acompañe en esos momentos.

Además de sus dibujos, su presencia debe haber sido importante en ese sentido. ¿Tuvieron devoluciones sobre eso?

MPD: Una vez, Eugenia le mandó uno de nuestros dibujos a una persona que había declarado y no los había podido ver, porque a veces, cuando salen del tribunal, les mostramos los dibujos o les pedimos sus mails para mandárselos. Esa vez, ella le preguntó a un sobreviviente si nuestros dibujos le parecían banales en el marco de todo lo que habían vivido. “Lo que nos importa es que ustedes estén ahí y que los dibujos sean como un testimonio”, le dijo. Imagino, por lo que nos cuentan, que no debe ser igual declarar frente a una sala llena que hacerlo cuando no hay nadie. A veces, cuando van personas que tienen una gran militancia, van muchos compañeros y se produce un diálogo con quien declara. Y otras veces, cuando está sola la persona declarando, es muy triste. Me pasó una vez que me quedé sola en la sala. Declaraba una mujer por la desaparición de su hermano. Llevó una foto de él, y no había nadie. Se fue muy angustiada, después de declarar, abrazada a la foto de su hermano. Está bien que se declara para que escuchen los jueces, pero también es necesario que haya alguien del otro lado, escuchando…

Estabas vos.

MPD: Sí, pero estaba yo sola. Y como ella estaba muy angustiada, no me dio para acercarme. Es que ella lloraba. Y yo también.

“Cuando llegué, escuchaba gritos, llantos, fusilamientos”

“Cuando llegué, escuchaba gritos, llantos, fusilamientos”

 

Gloria Bustamante perdió a su marido, José Alfredo Zelaya Mass, durante la última dictadura cívico militar. Lo desaparecieron por su militancia peronista el 6 de octubre de 1978. Unos días antes, mientras ella estaba de visita en la casa de una amiga, recibió un llamado. “Primero me sorprendió que me llamaran a la casa de una amiga a la que había llegado hacía quince minutos. Después sentí que me estaban vigilando”, relató. La llamada era de una cochería. Y agregó: “Me dijeron que yo había dejado mi número para contactarme, pero no era verdad. Pensé que me estaban persiguiendo”. 

Su marido le dijo que era mejor separarse por su seguridad, así no la asociaban a él, que tenía reuniones con sus compañeros de militancia. Luego de su desaparición, los amigos le aconsejaron a ella que se fuera del país y decidió radicarse un tiempo en Paraguay. A sus ochenta y tres años, Bustamante aún recuerda el día preciso del secuestro aunque no otros datos y fechas, producto del paso del tiempo y la edad. 

Yamila Tejerina de la Rosa tuvo una historia diferente, teñida por el mismo miedo e incertidumbre, pero además, ligado al desconocimiento sobre su propio origen. Sabe que es adoptada, pero su madre, Aurelia Tejerina, nunca le dijo la verdad y, en cambio, le dio varias versiones diferentes sobre quienes podrían ser sus padres biológicos. “Me escondía de todos, no me dejaba ver a amigos, vecinos ni a nadie”, reveló. Además le prohibió tocar unos papeles que tenía guardados. “Una vez los vi, cuando ella no estaba. Eran recibos de sueldo de un tal Jesús de la Rosa, su marido”, le contó a la abogada Valeria Moneta de la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires.

Jesús de la Rosa había sido desaparecido y era militante en el sindicato de la fábrica donde trabajaba. Aurelia Tejerina le había dicho, en una de sus muchas versiones, que él era su padre, pero ella nunca lo conoció. En busca de respuestas, y ya en un período democrático, Yamila Tejerina insistió a su madre para saber sobre su padre. Le preguntó si era cierto que era hija de su hermana, como se decía en el barrio. “Me dijo que la verdad era demasiado cruel y que nunca me la iba a decir”, recordó. La historia de la familia Tejerina de la Rosa estuvo signada por la persecución y las desapariciones. Primero el hermano de Jesús de la Rosa, luego él mismo; casos de los que Yamila Tejerina se enteró de grande, cuando comenzó a investigar. Más tarde, secuestraron al hermano de Aurelia Tejerina. “La última fue mi mamá. Lo hicieron para que hable y como lo hizo, la soltaron”, teorizó. Cree que la llevaron a Campo de Mayo, pero su madre nunca le contó qué pasó durante los días que estuvo desaparecida. Se llevó la verdad a la tumba.

Yamila Tejerina.

La última en dar testimonio fue Olga Murillo, secuestrada durante tres días en Campo de Mayo. Fue durante enero de 1978, dos años después de la desaparición de su marido. “Me agarraron en la calle, caminando con mi mamá. Me dijeron que iba a declarar y cuando me subí al auto, sentí que me ponían una capucha en la cabeza”, recordó. Cree que la llevaron a Campo de Mayo, donde estuvo con otros secuestrados a los que no pudo ver. Les ponían un número y los llamaban de a uno. “Cuando llegué, escuchaba gritos, llantos, fusilamientos”, explicó. La llevaron a un cuartito donde había fotocopias de fotos en una mesa y le pedían que reconocieran los rostros. “No conocía a ninguna de esas personas”, afirmó. 

Durante los tres días que duró su secuestro, sufrió diferentes vejaciones. La insultaron, la golpearon con bolsones de arena y casi la violan. Un militar con acento paraguayo, recuerda Murillo. Cuando le estaba por bajar el pantalón lo llamaron y se tuvo que ir. “El último día escuché una conversación entre ellos que se preguntaban qué hacer conmigo”, contó. La violencia física se detenía a veces, pero la psicológica era constante, sucedía todo el tiempo. Le decían que la iban a matar, que la iban a tirar al río, que de ahí no iba a salir. “El último día que estuve, me metieron en el piso de un auto y me encañonaron. A la mitad del camino pararon en una estación de servicio y uno me dijo: ‘Si llegás a gritar, te meto un tiro’”, recordó. La dejaron en una ruta entre las 10 y las 11 de la noche, encapuchada. Tenía que esperar que no se escucharan más el auto, pero ella se la sacó mucho tiempo después. 

Volver a la vida normal no fue fácil para ninguna de las tres mujeres. “No tuve contención, ni ningún lugar a dónde ir. Tenía que hacerme cargo de mis cuatro hijos que tenían miedo y querían estar conmigo todo el tiempo”, reflexionó Murillo. Yamila Tejerina de la Rosa aún sigue buscando saber quién es su padre. Gloria Bustamante ya no recuerda muchas de las situaciones y personas que estuvieron involucrados en los fatídicos días del secuestro de su marido y no quiere volver a hacerlo. A todas les faltó la contención y el acompañamiento que, luego de años, pudieron encontrar en los organismos de derechos humanos; pero que en un principio, tuvieron que resignificar solas. “Hice una obra de arte con mi vida porque no recibí contención de nadie”, finalizó Murillo.

Olga Murillo.

“Se decía que metían personas muertas en tambores cerrados con concreto y que después las llevaban a Campo de Mayo”

“Se decía que metían personas muertas en tambores cerrados con concreto y que después las llevaban a Campo de Mayo”

 

“Yo quedé muy mal, me revolvió la panza y hasta el día de hoy lo sueño”, declaró Héctor Hugo Michelena, ex soldado que estaba haciendo el servicio militar durante los primeros años del golpe de Estado. “Había mucho miedo entre los conscriptos y yo trataba de no meterme en nada porque se decía que mataban gente”, agregó refiriéndose a sus días en el Área 400.

Michelena tenía veintiún años cuando, en medio del servicio militar obligatorio y apenas días después del golpe, fue encomendado como custodia y chofer de los mandos jerárquicos en la intendencia del Área 400. Sus tareas cotidianas parecían sencillas. Llevar a sus jefes a reuniones, a las esposas a hacer las compras y a sus hijos al colegio. También a los cabaret, donde los esperaba en el auto. Sin embargo, en medio de encomiendas aparentemente inocentes, a veces tenía que trasladarlos a allanamientos. “Yo me quedaba a unas cuadras, siempre sin querer enterarme. Tenía miedo por lo que se escuchaba; que mataban gente. Terroristas, guerrilleros o zurdos como le decían”, relató.

En los tres meses y medio que estuvo comisionado al Área 400 en Campana, una sola vez vio la escena de terror de la dictadura militar. En la cocina del edificio de administración de la intendencia, cuando comía apartado de los cargos superiores que lo hacían en el comedor, escuchó gemidos y lamentos. Pedidos de agua. Se acercó con unos compañeros a un cuarto chico y oscuro donde generalmente guardaban papeles. Se asomaron y pudieron ver seis o siete personas, encapuchadas y arrodilladas una al lado de la otra, fue la revelación de esos miedos y la confirmación de los rumores. “El cocinero, un sargento ayudante, nos pidió que no dijéramos nada, que corría peligro nuestra vida”, recordó.

A pesar de no haber visto otros secuestros dentro del Área 400, sí escuchaba los comentarios que hacían los conscriptos y otros soldados como él sobre lo que hacían ahí. “Se decía que metían personas muertas en tambores cerrados con concreto y que después las llevaban a Campo de Mayo”, recordó y aunque no lo creía del todo en ese momento, sí era consciente del peligro por lo que optaba no involucrarse con nada. Otro rumor era el de “La Escuelita”, un chalet apartado en Campo de Mayo, pintado de blanco con tejas rojas, donde se decía que tenían gente detenida que “iba a un destino final”.

El momento más traumático, una de las muchas causas que lo definió a abandonar su trabajo, fue un operativo donde también estaba involucrada la policía. Había transportado a los jefes de la intendencia del Área 400 a un lugar, donde se encontraron con 45 cadáveres, personal del ejército y oficiales de la policía. “Uno de ellos tenía un cuchillo. Levantó el brazo de un cuerpo, lo apoyó contra el capó y lo cortó. Era para determinar la edad. Dijo que tenía diecisiete años. Se me revolvió toda la panza”, recordó agobiado.

En la primera audiencia de 2020, también testimonió María Francisca Moyano, mujer de Roberto Albarracín, desaparecido durante el año 1978. Albarracín era peronista. Hacía reuniones con compañeros, que Moyano cree que podrían haber sido de Montoneros, e iba a movilizaciones esperando el regreso de Perón. “Fuimos a verlo a Ezeiza y festejamos cuando asumió Cámpora”, recordó ella. 

Albarracín trabajó en varias empresas, pero sobre todo en la General Motors. En los años de su secuestro, se había puesto un taller con el padre, donde hacía las reuniones secretas con sus compañeros para escuchar los mensajes de Perón desde el exilio. Ella se aburría en las reuniones, eran un sacrificio que hacía por su esposo más que por convicción propia. No le gustaba tener que ir con él a las movilizaciones, pero lo seguía en sus ideales. “Más tarde entendí que eso era importante”, reflexionó. Hasta el día de hoy, no sabe con certeza si su marido era parte de Montoneros o no. Pero afirmó que “si todos los que luchaban por los derechos de los trabajadores fueron Montoneros, entonces mi marido lo era”.

Fue después de las fiestas de 1977 cuando ocurrió la mayor tragedia. Moyano volvía a la casa que compartió con Albarracín, y en la que ella aún vive en Villa Adelina, el 2 de enero de 1978. Su marido llegó en bicicleta, regresaba de ver a su mamá en Don Torcuato. “No te asustes”, le dijo. “La nena se lastimó y le cosieron un par de puntos, pero ya está bien. Se quedó en Torcuato”, le explicó. 

Moyano fue al otro día, el 3 de enero, a ver a su hija mayor, pero la dejó en la casa de los abuelos y partió con la nena más chica rumbo a Villa Adelina hacia la tarde. Cuando llegaron a la casa, volvieron a salir apuradas para comprar el pan, pero en el camino vieron la panadería cerrada. “Fueron solo cinco segundos desde que salimos de mi casa”, relata y agrega: “Y cuando volvíamos, en la esquina, un hombre me detiene y me pregunta a dónde voy. Le digo que a comprar. Él me dice que vuelva al otro día porque estaban haciendo un allanamiento. Era en mi casa”. No volvieron durante dos meses, y se quedaron en lo de su mamá. La preocupaba que se dieran cuenta que era ella la que vivía allí. Tampoco volvió a ver a su marido.

Cuando regresó al barrio, habló con los vecinos de al lado. Le contaron cómo fue el allanamiento que ella no alcanzó a ver. Había camiones del ejército y personas vestidas de civil, como el hombre que la detuvo en la calle. Preguntó por su marido y los vecinos recordaron haberlo visto pasar en bicicleta y esperar un colectivo pocas horas antes. Ella no lo había visto en todo el día porque había ido a Don Torcuato sola y no supo si él fue a trabajar o estaba en otro lado. Tampoco supo por qué esperaba un colectivo ni a dónde iba. 

La casa estaba revuelta, rota y con cosas desaparecidas. Un vecino le contó que, cuando vio entrar a los militares, les dijo que eso era violación de la propiedad privada. La respuesta fue “callate que te cago a tiros”. Moyano nunca vio libros ni folletos con propaganda de alguna organización guerrillera en su casa y además no entendía cómo lo habían encontrado ahí, porque ella era la única que tenía la dirección actualizada en el documento. “Tenía mucho miedo de que volvieran por mí. Lo tuve durante muchos años”, contó con la voz quebrada. “Mi vecina me acompañó a pedir un certificado de separada porque no podía decir que era esposa de un desaparecido y cuando entré a la comisaría tuve la sensación de que no iba a salir”, agregó recordando el temor que tuvo durante los años de dictadura. Antes de terminar su testimonio leyó un poema que le escribió un amigo de la infancia a Albarracín con lágrimas en los ojos y la tristeza atragantada. 

También dieron su testimonio: Capy Garrido por videoconferencia y Jazmín Lavintman. Las siguientes audiencias serán en el día y horario del 2019, los miércoles a las 9:30. 

“Toda mi familia está atravesada por esta historia”

“Toda mi familia está atravesada por esta historia”

Familiares de las víctimas del CCDyE de Campo de Mayo exhiben fotos de desaparecidos para exigir justicia.

Mabel Coutada está sentada frente al tribunal. Saluda a los magistrados y responde el requerimiento de la escena judicial: “Prometo decir la verdad para que haya justicia para los 30.000”, sentencia.

La sala de audiencias del TOF 1 de San Martín tiene colmada la primera fila: los  hijos de Mabel, sus parejas, el nieto de tres meses, sus amigas maestras de Zárate con las que se fue cruzando y compartiendo el camino de lucha, a quienes más adelante nombrará especialmente por el trabajo de reconstrucción que hicieron junto a sus alumnos. Todas y todos sostienen unas pancartas con fotos de “Myriam y Norma”, ambas hermanas de Mabel, desaparecidas por el terrorismo de Estado. La fotógrafa pide que las levanten y el click registra el acto más cabal de demanda por las y los desaparecidos. Son las imágenes de sus rostros y sus nombres escritos sobre el papel las que, interpelándonos, no permiten olvidarlos.

“¿Qué parentesco tiene con Myriam Coutada? -indaga el fiscal. ¿Puede relatarnos lo que reconstruyó sobre lo ocurrido con ella y su pareja, Eduardo Lagrutta?”, completa. Y Mabel responde: “Myriam es mi hermana. Fue secuestrada-desaparecida el 16 de octubre de 1976. Tenía 24 años y un embarazo de 7 meses. Era montonera. Militaba en la columna 17 de Octubre, también conocida como columna Norte-Norte. Su apodo era “La Correntina”, aunque para la familia era “Mirita”. Eduardo Lagrutta, apodado “Ramiro”, era su compañero. En el operativo que desplegó el Ejército, según pudimos reconstruir por los testimonios de vecinas y vecinos, balearon la casa con armas largas a tal punto que solo quedó una medianera llena de impactos de escopeta. La casa fue destruida, arrasada”.

Mabel Coutada, que tiene a sus hermanas Myriam y Norma desaparecidas, fue la principal testigo de la jornada.

Al fondo de la sala un grupo de jóvenes escucha con atención. Algunos toman apuntes. Son estudiantes secundarios que asisten por primera vez a un juicio, oral y público. Minutos antes, formando un círculo en la vereda, escuchaban a sus docentes contarles sobre la historia reciente, y los casos que se presentan en el tramo de ésta causa que se está juzgando, conocido como “Área 400”.

El relato de Mabel es detallado, pormenorizado. Su voz es pausada, paciente, a veces se le escapa la tonadita de su Corrientes natal. Como sucede en la mayoría de las familias diezmadas por el terrorismo de Estado, la reconstrucción del pasado se va tejiendo desde lo individual e íntimo del núcleo familiar -sus padres, su hermano Guido, su compañero Juan Carlos Houllé, sus tres hijos tiempo después-, hasta devenir en trama colectiva, que reúne las voces de vecinas y vecinos y sus recuerdos sobre lo que vieron y escucharon; y el trabajo de un grupo de maestras que en 2010 movilizó la memoria de la comunidad. “Estoy acá por Myriam pero también por mi vida, por la de mis hijos, porque toda mi familia está atravesada por esta historia”, explica cuando el fiscal le señala: “¿Está hablando en plural?”.

“Mi familia es de Santo Tomé, Corrientes. Mis padres fueron docentes. Mis hermanos y yo nos fuimos a vivir a Rosario para estudiar en la universidad. Fui la primera en 1968, luego Myriam en el 69 y más tarde Guido y Norma. Mi hermana Norma también está desaparecida, pero de ella no tenemos ningún dato. En aquellos años la universidad fue escenario del contexto político-cultural que atravesaba al país, a Latinoamérica y al mundo. Fue una época muy intensa, de mucha participación. Comenzamos a militar en el peronismo, dentro de la universidad. Cada una de nosotras, con su propio entorno, primero en el Peronismo de Base (PB), luego en la Juventud Trabajadora Peronista (JTP) y, pasados unos años, en una etapa de mayor compromiso, Myriam ingresó a la columna 17 de Octubre de Montoneros. Allí conoció a Eduardo Lagrutta, su pareja desde entonces”.

“En 1975 aparecen flotando en el río los cuerpos de Adriana y su compañero. Estaban marcados con alambre”. Mabel refiere este caso como uno de los primeros  asesinatos de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en Rosario. “Eran amigos de Myriam. Luego del golpe, en marzo del 76, ella y Eduardo dejan Rosario y se instalan en Buenos Aires, en un barrio fabril de la zona de Zárate llamado Villa Angus”.

Mabel recordó la última vez que la vio. Se encontraron el 3 de octubre del 76 en el cementerio de San Nicolás. Pasaron unas horas juntas, conversaron e intercambiaron regalos. “Ella estaba contenta con su panza de 7 meses y su jumper celeste”. De regreso a Rosario Mabel advirtió, que la bolsa que contenía los Long Play que su hermana le había regalado, decía Zárate. Supo entonces que estaban viviendo en aquella localidad.

“El 15 de octubre el Ejército realizó un operativo en la casa de Myriam y Eduardo. Con ellos vivían Olga Ventorino y sus dos hijos, Claudio de 9 años y Verónica de 6. Por los testimonios de vecinos pudimos reconstruir que tres noches antes se apagaban las luces de las calles, pero la noche del 15 el apagón fue total. Los militares rodearon la manzana, ocuparon las casas de los vecinos y golpearon la puerta gritando ¡Abrí Ramiro, sabemos que estás ahí! Tiraron con ametralladoras durante horas. Eduardo logró escapar, Myriam cayó herida y Olga fue abatida. Los vecinos vieron cómo revoleaban su cuerpo y lo subían a un camión. Los niños se salvaron porque su madre los había protegido debajo de la cama, tapados por colchones. Los militares entraron a la casa, rompieron todo, levantaron el parquet en busca de armas. Dejaron a los niños con una familia de vecinos diciendo que 24 horas más tarde volverían a buscarlos. Al otro día volvieron y se los llevaron a la comisaría de Zárate, donde estuvieron privados de su libertad bajo amenazas e interrogatorios. Luego de dos o tres jornadas allí, su abuela fue a buscarlos… Eduardo, que había escapado por un descampado, llegó a una casa donde logró refugiarse. Había pasado diez días en el descampado, ocultándose durante las horas de sol y avanzando en la noche. Allí llama por teléfono a mis padres y les avisa que habían matado a Myriam en el tiroteo, que él la había visto caer herida y que buscaran el cuerpo… Pero tiempo después, según el relato de una vecina, Paula Ramirez, supimos que dos soldados subieron a Myriam herida, aún con vida, a una camioneta del Ejército. Su cuerpo nunca apareció y tampoco nunca supimos sobre su hijo o hija. Finalmente, a Eduardo lo secuestran en San Nicolás el 11 de mayo de 1977 y aún permanece desaparecido”.

Mabel Coutada exhibe la foto de su hermana Myriam.

Antes de terminar su testimonio, Mabel dedicó unas palabras sobre su madre, de 94 años: “Está en mi casa a la espera de noticias sobre la audiencia”. Contó que sus padres vivieron la desaparición de sus dos hijas con mucha soledad, en un pueblo como Santo Tomé, donde no se hablaba sobre lo ocurrido en los años oscuros de la dictadura. “En 2010 mi mamá tuvo un episodio que la hizo sentir reconocida: recibió una réplica de la Pirámide de Mayo que desde Presidencia de la Nación enviaban a cada madre de las y los desaparecidos. A partir de ahí empezó a hablar en los colegios de Santo Tomé”. Recuperar la memoria de las y los desaparecidos. Contar sus historias de vida, sus sueños y proyectos. Compartir las cartas que Myriam escribió, en otro tiempo, en el que era feliz viendo crecer su panza, sorprendiéndose por los latidos de su bebé…

En el trazo de su escritura aun late la huella de un futuro de posibilidad.

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Juicio por Campo de Mayo: la victimización de los acusados

Los acusados apelaron a su edad y sus enfermedades, para tratar de conmover al Tribunal.

“Sólo me resta pedirle al Señor que preside esta asamblea desde lo alto, que ilumine con la luz de su verdad a sus señorías para que puedan aplicar la justicia verdadera con mayúscula”, exclamó Luís Del Valle Arce, imputado por 23 crímenes de lesa humanidad vinculados al centro de detención clandestino Campo de Mayo. El debate oral y público, celebrado en el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de San Martín, abrió con la declaración del acusado, leída como una proclama. Caminó con su bastón hasta el estrado y rechazó responder preguntas. Su defensa se sostuvo en la imposibilidad de haber cometido los delitos porque tenía licencia y vacacionaba en Santiago del Estero: “Difícilmente podría haber estado en Campo de Mayo al mismo tiempo», declaró.

La megacausa se inició con el caso Mercedez Benz que agrupa diferentes secuestros a obreros de la fábrica entre 1976 y 1978. La querella está compuesta por Pablo Llonto, abogado y periodista especializado en juicios de lesa humanidad y el Centro de Estudios Legales y Sociales. También querellan Carolina Villella, abogada de Abuelas de Plaza de Mayo, las secretarías de Derechos Humanos de Nación y Provincia, involucrados también con las causas denominadas Colegio Militar, Ferroviarios y Área 400.

Las estrategias discursivas estuvieron a la orden del día, pero la apelación a la emotividad latía debajo de cada palabra. “Hoy, con noventa años y a más de cuarenta de los supuestos hechos, con enfermedades crónicas y propias de la edad, soy privado de la libertad sin juicio previo”, sostuvo Arce, con la voz quebrada y una mano aferrada a su bastón. Carlos Villanova, acusado de 70 casos de secuestro, tortura y homicidio, se comunicó con el tribunal por videoconferencia desde Córdoba donde está en prisión domiciliaria. “Tengo dos caminos: o me defiendo y demuestro que todo esto es falso, y en eso se me puede ir la vida; o me apego a ella y resguardo la poca salud que tengo”, comentó.

En la próxima audiencia comenzarán las declaraciones testimoniales.

Ramón Vito Cabrera, imputado por tres hechos ocurridos en 1976, aceptó responder preguntas solamente de la defensa y fue su abogado, Juan Carlos Tripaldi, el que guió su declaración. “Tenía encargada la seguridad exterior e interior y el control interno del personal de la fábrica militar de Tolueno, Campana”, dijo y aseguró que no tenía tiempo para salir del predio e ir al Mercedes Benz. “Patrullábamos para que no ocurrieran incidentes o actos delictivos”, respondió cuando Tripaldi le pidió que aclarara cuáles eran las tareas que hacía en Tolueno, y agregó: “Nunca se detuvo a nadie en los doce días que estuve y gracias a Dios, no tuvimos problemas con el enemigo subversivo”.

La victimización, las enfermedades y la edad se entretejían con el discurso de la “guerra interna” que justificaba cualquier acción. “Una de las formas de realizar una operación ofensiva es aniquilar las fuerzas enemigas y privarlas de los recursos necesarios”, explicó Cabrera con sus libros de estrategia militar en la mano y mirando siempre a su abogado. “Éste aspecto era el que yo cumplía: les prohibía que accedieran a las instalaciones de la fábrica, donde estaba el combustible y los explosivos, porque podrían dañar a la ciudad y al país”, cerró.

En el público estaban familiares de víctimas desaparecidas, miembros de organizaciones como Abuelas de Plaza de Mayo y un colegio secundario de la zona que fue a presenciar la audiencia bajo el programa “la escuela va a los juicios”. Durante la larga espera hasta que iniciara el debate, los chicos conversaron con diferentes personas ligadas a la causa, llenos de preguntas e ilusiones. Algunos querían ser abogados, otros se interesaban por lo social. Cuchicheaban sentados frente al tribunal y se explicaban mutuamente el funcionamiento del sistema judicial. “Las palabras de los testigos y sobrevivientes construyen un relato que muchas veces nos guió a encontrar nietos e hijos expropiados o reconstruir historias”, les explicó Gabriel Abinet, tío de la nieta restituida Elena Gallinari Abinet. Ante el voto de silencio de los militares, la memoria, la verdad y la justicia se alzan con mayúsculas.