El deporte de los dioses

El sumo es un deporte que está en lista de espera para ser considerado disciplina olímpica.

La leyenda sintoísta cuenta que todo comenzó cuando Takemikazuchi y Takeminakata se batieron en un épico duelo sobre el Mar del Japón. El heroico triunfo de Takemikazuchi, Dios del Trueno, permitió al pueblo nipón ocupar su actual archipiélago. Dos mil quinientos años después, durante una mañana de domingo en el barrio de Núñez, los experimentados Sebastián y Gonzalo están en cuclillas y se miden de manera desafiante. La luz diáfana que ingresa por los amplios ventanales hacia el tatami del primer piso del Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (CeNARD) le da un tono onírico al combate. Sus cuerpos colisionan y el impacto se siente. Sebastián parece más imponente que su rival, pero Gonzalo lo toma por sorpresa con una inteligente estrategia y lo voltea. La fugaz pelea concluye ante la mirada de Gabriel Wakita, presidente de la Asociación de Sumo Argentino (ASA).

“Es el primer arte marcial”, cuenta Wakita. El documento más antiguo sobre el origen del sumo fue escrito hace 1.300 años, el Nihon Shoki, y relata un combate datado en el año 23 antes de Cristo, en tiempos del emperador Suinin. El deporte consiste en dos luchadores que se enfrentan cuerpo a cuerpo dentro de un dohyō, que es una arena en forma de círculo. El objetivo es enviar al oponente fuera del dohyō o conseguir que cualquiera de sus partes, excepto las plantas de los pies, toque el suelo. La vestimenta tradicional de los sumotoris es un cinturón llamado mawashi, el cual sujetan durante los combates y deben portar en todo momento, a riesgo de quedar descalificados si lo pierden.

La disciplina está impregnada de símbolos. Los luchadores esparcen sal sobre el dohyō para purificar la tierra antes de la contienda. Luego se saludan inclinando la cabeza y realizan el shiko –levantar la pierna y dejarla caer violentamente– para espantar a los espíritus. Se ubican frente a frente en cuclillas y efectúan un movimiento de manos que es un ritual para demostrar al público y al contrincante que no se portan armas ocultas. Finalmente se levantan en posición de combate con las manos hacia abajo y, en el momento en que ambos tocan el suelo, al grito de hakyoi arranca la pelea.

Cada combate dura entre cinco segundos y un minuto.

“Es un deporte que fue hecho para entretener a los dioses y a los emperadores. Son luchas cortas, fáciles, se sabe quién gana y quién pierde sin ser un especialista”, explica Wakita. Al ser tan breves –entre cinco segundos y un minuto es el promedio–, se ponen en juego habilidades que exceden a la técnica. Gonzalo Bitz Figueroa, bicampeón sudamericano, afirma que a él le interesa lo psicológico: “Por ahí tenés muchas luchas seguidas y te toca perder en la primera, pero no te podés quedar pensando en eso porque si no, después, lo arrastrás a las siguientes. Es un deporte muy explosivo y mental”.

Los luchadores insisten en que no implica violencia. No está permitido golpear en los ojos, tirar del pelo, dar puñetazos ni hacer estrangulaciones, so pena de ser automáticamente eliminados. Sebastián Paunero practica sumo desde 2007: “Cuando empecé me saqué muchos prejuicios. Para mí las artes marciales eran solo golpes, pero son mucho más: desequilibrios, lances, no hay golpes directos. Es un deporte donde se cuida al adversario y hay mucha camaradería”, subraya.

En Japón, por su importancia cultural, religiosa e histórica, se lo declaró deporte nacional, es profesional y sus luchadores gozan de altos niveles de popularidad. En Argentina, en cambio, está signado por el amateurismo: todos los miembros del seleccionado tienen otros oficios y representar al país no es remunerado.

Mientras que en la Argentina hay mujeres que practican Sumo, en Japón solo pueden hacerlo los hombres.

“El sumo está dentro la lista de espera de los Juegos Olímpicos y eso es una línea para abajo”, remarca Moira Santillán, integrante del Equipo Argentino de Sumo y estudiante de Kinesiología en la Universidad de Buenos Aires (UBA). “Además, el escaso presupuesto pone obstáculos a los sumotoris a la hora de conseguir prácticas de calidad. “Un porcentaje lo obtenemos de la Subsecretaría de Deportes –detalla Moira– y el resto es a pulmón: rifas, cenas, muestras”. Una de las principales trabas es la ausencia de un dohyō de tierra (como el tradicional japonés) y la falta de espacios para tomar clases. Sebastián Paunero, por caso, viaja tres horas todos los domingos desde La Plata hasta el CeNARD ya que no tiene lugares más cercanos donde entrenarse.

Otra dificultad es la falta de sponsors. Muchos tienen la posibilidad de participar en campeonatos en otros países pero no pueden costearse los gastos. Actualmente, el principal objetivo de las y los luchadores argentinos es el mundial que se desarrollará en octubre en Hawaii. “Al ser un deporte muy amateur todo cuesta el doble pero no perdemos las esperanzas. El nivel será alto, pero si uno tiene un buen día quizás se pueda aspirar a alguna medalla. La clave será llegar bien mentalizado y explotar esos días al máximo”, asegura el contador Gonzalo Bitz Figueroa, quien representará a la Argentina.

En el sumo profesional las mujeres tienen prohibida la participación. El argumento de los japoneses es que contaminan el dohyō con “su presencia impura”. Sin embargo, en la versión amateur ellas son competidoras habituales. En Argentina, Moira Santillán, Lidia Arias, Nadia Ruiz, Iara  Sarmiento y Ninjin Puntsag disputaron el último Campeonato Sudamericano, unas como debutantes y otras con una trayectoria de años, y obtuvieron excelentes resultados. Santillán se coronó por tercera vez en su categoría.

El equipo argentino de sumo apenas cuenta con medio centenar de integrantes.

Lidia Arias obtuvo el año pasado el premio Jorge Newbery de sumo como reconocimiento a su experiencia y compromiso con el deporte. “Fue una linda sorpresa y algo que me enorgullece mucho ya que empecé a hacer sumo en 2016 –cuenta–. Esto abrió un camino muy grande para mí y para demostrar que se puede. No es una disciplina fácil, hay que ser muy constante porque somos pocos (el Equipo Argentino de Sumo tiene menos de cincuenta integrantes). Pero siempre lo hago con ganas y motivación”.

El arribo del deporte al país se remonta a la década del 30. Inmigrantes nipones, radicados principalmente en la zona de Burzaco, se reunían para mantener vivas su gastronomía, sus danzas y sus tradiciones, una de ellas el sumo. En la posguerra, período en donde hubo una fuerte llegada de japoneses a Paraguay y Brasil, el deporte se consolidó. En Argentina se institucionalizó recién en 1985 con la fundación de la Asociación de Sumo de la mano de Hideki Soma y Yoriyuki Yamamoto, herederos de los pioneros de los años 30.

La mayoría de los practicantes proviene de otras artes marciales como el judo y el aikido, pero sienten que el sumo les brinda algo más. Moira dice que le sirvió para “ir siempre para adelante”. Sebastián Paunero confiesa que lo llevó a reconciliarse con el deporte y aceptar su cuerpo: “Me ayudó a valorarme. Peso 140 kilos y la gente pesada, como yo, de chicos sufrimos mucha discriminación. Lo normal es que te digan que para el deporte no servís. Pero cuando conocí el sumo eso cambió totalmente y aprendí a quererme tal cual soy”.

El titular de la ASA, Wakita, afirma: “Ahora somos reconocidos como deporte y tenemos responsabilidad jurídica. Todavía no somos de alto rendimiento, tratamos de acercarnos a eso”. Hace hincapié en la importancia de que aparezcan nuevos rostros en el conjunto nacional: “Siempre intentamos que se sume más gente, pero existe el prejuicio de verlo como el deporte de los obesos”.

Hoy el principal desafío es el mundial de Hawaii. Inspirados en la fortaleza de Takemikazuchi, el equipo albiceleste confía en sortear los obstáculos para viajar a las islas y una vez allí, por qué no, alcanzar algún podio.

Las prácticas de sumo se realizan miércoles a las 18 y sábados a las 17 en el Polideportivo de Parque Chacabuco y sábados a las 17 y domingos a las 10 en el CeNARD.