Por Martina Jiménez
Fotografía: Daniela Yechua

El arquitecto y paisajista francés Carlos Thays amaba las flores. En 1909 se cumplían en Argentina cien años de la Revolución de Mayo, y el gobierno quiso conmemorar la fecha con la creación de un parque. Entonces le ofrecieron a Thays diseñar un espacio verde en el centro geográfico de la ciudad. Carlos aceptó y se sentó en su escritorio, que daba a un ventanal. Dibujó formas en un papel, y cerró los ojos para ver cómo sería el paisaje. Imaginó un parque enorme, con arboleda, con flores, con caminos. En un papel cuadrado esbozó la ciudad, y en el medio de la ciudad hizo un círculo que llenó de verde. Sin saber que con ese gesto, estaría creando el centro geográfico de la capital.

Thays se enamoró de Buenos Aires, plantó 150 mil árboles en la ciudad, y creó más de ochenta parques en toda Argentina. Dejó una huella en el diseño de la urbe porteña, y se hizo tan conocido que lo llamaron  “el jardinero de Buenos Aires”. Ese apodo le sobrevive.

Por todo esto, en el medio de la ciudad de Buenos Aires hay un lugar que conmemora los cien años del mítico Mayo, y fue diseñado por ese francés que amaba las flores. Es un parque redondo con lago en el medio. El “jardinero francés” ya no está, pero quedaron los árboles, las flores, los caminos. Y el famoso lago, que es atracción general.

Es enero de 2015. Un hombre desparrama mayonesa con una trincheta sobre una feta de jamón cocido.

Una chica y su madre se acercan a un artesano y le entregan un mechón de pelo -de la chica- para que él teja una rasta.

Una joven con acento inglés pregunta dónde queda la calle Corrientes.

Una pareja se besa con pasión -las manos van y vienen- en un puesto de juguetes. La intimidad de la escena espanta clientes.

Una artesana que vende mapas pintados en tela, le pregunta -enojada- a su pequeña hija: “¿Vendiste América del Sur?” La nena la mira pasmada, y entrega ese gesto como toda respuesta.

Un hombre y dos mujeres intercambian opiniones sobre cortarle o no la cola al perro del hombre. Él dice –se defiende- que “eso ya pasó de moda”. Después mira para abajo, duda.

Un hombre que vende vestidos, toma uno y hace un bollito para demostrar que no se arrugan. Pasa todo el día haciendo bollitos. Y no, no se arrugan.

Un octogenario vende libros a precios de hace décadas: Capote 40 pesos, García Márquez 30, Galeano 20.

Un hombre armó su puesto plagado de avisos de ofertas, perchas que sobresalen, carteles que dicen “remato todo, nos vamos”. Y así está hace cuatro años: vendiendo que se va.

Todo esto sucede en el mismo lugar, a la misma hora. Parque Centenario, Villa Crespo, a las 16 horas de un sábado de calor.

Desde su creación, el parque Centenario pasó por distintas etapas. Es un lugar más donde los hombres y las gestas quedaron anquilosados, marcados como surcos en la tierra. Pero específicamente en el medio de ese parque pasó de todo. Thays había diseñado el parque en el medio de la urbe, como un corazón que bombea.

En 1953, el gobierno de Perón decidió construir un anfiteatro en la mitad exacta del parque: para fomentar la cultura, para que toque la orquesta, para que baile el ballet. Se lo bautizó con amor: “Anfiteatro Eva Perón”. Sin embargo, después de un tiempo, fue destruido en uno de los avances de la revolución libertadora. El anillo central volvió a ser virgen, espacio de nada. Pasaron casi veinte años y donde había estado el anfiteatro, la última dictadura militar decidió construir un lago. Durante la democracia, el lago se secó y así estuvo un largo rato. El anfiteatro, por su cuenta, fue reubicado cerca del lago y en 2009 volvió a sonar la música con tango y jazz. Actualmente, el parque está renovado, y en el lago hay una isla con vegetación, peces y patos. Las aguas están en calma.

Un día de septiembre de 2012, ante la mirada atónita de los transeúntes, los camiones estacionaron frente al parque y unos hombres bajaron con palas, bolsas, y barrotes. Los artesanos y puesteros miraron sorprendidos, no sabían a qué atribuir el movimiento. Cuando se enteraron, ya era tarde: el gobierno porteño había decidido enrejar el Centenario. Esta medida formaba parte de un programa de reformas de espacios verdes, llevado a cabo en más de setenta plazas y parques de la ciudad por el Gobierno local.

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El tema es polémico, la decisión del Gobierno no esperaba ser autorizada por los vecinos para implementarse, pero tomó a todos por sorpresa. Los del PRO fallaron en la manera de comunicarles la noticia a los feriantes, artesanos, y vecinos que sintieron las rejas como un atropello. Esos días y noches de 2012 fueron duros, y algunos vecinos se juntaron en el parque a reclamar, y sobre todo para expresar lo que sentían. Lo que ellos querían gritar era un gran no: a las rejas, a que cambien el parque tan querido.

Una de esas noches, la policía reprimió a los que reclamaban, y eso fue un golpe para los manifestantes.  Entonces, hubo más voces en contra que hicieron lo imposible para evitar que las rejas se colocaran (acamparon, hicieron convocatorias, solicitadas, juntaron firmas, carteles, banderas). Detrás de ese no a las rejas había dos cuestiones: el miedo de los puesteros a perder el lugar de trabajo, y el malestar de los vecinos que sentían que no iban a poder disfrutar del lugar por las noches.

Durante un mes los artesanos dejaron de trabajar para que se terminara la obra. El parque se enrejó con un vallado regular y una puerta con candado que se cierra todos los días a una hora estipulada. Hay seguridad y agentes de la ciudad custodiando la zona.

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Con respecto a los puestos de trabajo, se conservaron: los artesanos siguen en su lugar, y los de reventa fueron reubicados y organizados. Varios puesteros concuerdan que desde la colocación de las rejas y el cuidado intensivo del parque, la situación mejoró y hay más visitantes.

Los sábados, domingos y feriados, en el Centenario se arman dos ferias: la de artesanías, y la de reventa de objetos usados. Esos nombres –artesanías y reventa- son los que ordenan el espacio. Las dos ferias están ahí: juntas pero separadas. No se confunden, no se rozan. Los artesanos defienden su identidad de “cosas hechas a mano”, y si uno pregunta por la otra feria, la sienten muy ajena, muy distinta. Y con los de reventa pasa algo similar. Sin embargo, artesanos y revendedores, tienen algunas historias en común, además del espacio que comparten.

En los días estipulados, los puestos van apareciendo como flores que crecen. Primero llegan los armadores, que son quienes colocan los fierros del esqueleto metálico: el armazón de la feria. Ese esqueleto es como un gusano oxidado que hace una curva y rodea al parque por un costado. Después de un rato, llegan cientos de hombres y mujeres a preparar sus puestos.Con telas de colores, con mantas, con muñecos colgantes, cubren el esqueleto oxidado y lo adornan. Le dan cuerpo a la estructura.

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Los artesanos llegaron por primera vez al parque en los años ochenta, en la misma época en que volvía la democracia. Hoy tienen más de 30 años allí, y sus puestos son míticos, ubicados en uno de los ingresos principales del parque sobre avenida Díaz Vélez. Venden pulseras y collares de plata, anillos con piedras de colores, muñecos hechos con botellas, aros, escarpines, cuadros, inciensos, velas.

La organizadora de la feria de artesanos es una mujer fuerte llamada Silvia. Cuando habla, mira a los ojos y es franca. Se acuerda la fecha exacta en que llegó por primera vez a la feria: el 7 de julio de 1984. Pasaron 31 años, y después de tanto tiempo, Silvia no duda en decir: “lo mejor que me pasó fue ser artesana”. Cuenta que en los años ’80, era “la novedad de las ferias y en esos tiempos éramos 330 puestos, una de las ferias más grandes y lindas, y todos vendíamos muy bien”.

La feria de reventa, por su lado, nació hace más de quince años. Se creó cerca del año 2000, en parque Rivadavia, y fue el tronco al que muchos se agarraron para no hundirse en la crisis. Mientras algunos reclamaban con cacerolas, hubo otros que salieron a la calle con zapatos, carteras, muñecos, tortas: querían venderlos. Otros ofrecieron lo que sabían hacer: afilar cuchillos, cocinar empanadas, dibujar retratos, arreglar carteras. Había personas que llegaban con bolsas cargadas de objetos y un solo objetivo: venderlo todo. Pusieron las cosas sobre mantas, alguno se trajo una mesa, y esperaron. Entonces llegaron otros con bolsas vacías y un solo objetivo: comprar barato.

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Luis está en la feria de artesanos, pero llegó con la camada del 2000, con unas carbonillas en la mano, un banquito y unos dibujos para mostrar lo que sabe hacer: retratos en el momento. Caras, gestos, y sonrisas en líneas grumosas de carbonilla. Es un dibujante que ofrece sus retratos por 80 pesos. Vive a tres cuadras del parque, ganó su lugar  por concurso y está hace 15 años. Dice que pasaron muchas épocas, que hubo momentos donde hacía ocho retratos por día, y no paraba de dibujar, pero que hoy hace dos o tres con suerte.

En un momento estuvo mal de la vista: “Veía todo gruma, tenía gelatina en los ojos. Y así fui a visitar a mi hija y a mi nieta a Australia”. Él, que se pasa la vida dibujando caras, captando los detalles de un rostro, cuando tuvo que ver a su nieta, llegó a un país extraño con gruma en los ojos. Pero dice que a ellas las pudo ver, porque las tuvo cerca.

Matías es un artesano que hace pulseras, anillos, dijes y colgantes en plata y alpaca. Tiene el puesto hace siete años y vive de la venta de sus productos. Hace rastas con soltura, como si tejiera escarpines, y explica con paciencia cómo hay que dejar la punta del pelo para que la rasta se pueda colocar. Siempre tiene una sonrisa amable.

De ese primer grupo espontáneo que nació en parque Rivadavia, muchos migraron hacia el Centenario. Los primeros que llegaron se ubicaron en el corazón del parque, cerca de las canchas, y con el paso del tiempo se reubicaron en las calles circundantes, más cerca de peatones y curiosos. En la actualidad, los puestos de reventa están ubicados en uno de los costados del parque, hasta el hospital Naval. La variedad de objetos que se ofrecen incluye corazones de goma espuma, cuchillos antiguos, plantas decorativas, juguetes usados, camperas de nieve, monedas de colección y discos originales.

Diego tiene un puesto de reventa de juguetes nuevos, y colecciona años de vender en ferias porteñas. Estuvo en parque Rivadavia vendiendo vinilos, con el grupo fundador.  Cuenta que allí “las cosas se desmadraron y me vine al Centenario a vender objetos variados en la primera feria improvisada, donde se vendía lo que fuera”. Después de un tiempo se organizó la feria y se establecieron ciertos requisitos para tener un puesto. Diego es disc jockey y hace muchos años se mantenía vendiendo vinilos, pero si uno le pregunta ¿lo tuyo es la música?, responde que no.

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Don Franco vende pulseras, anillos y colgantes de plata y oro. Habla con un acento italiano inconfundible y trabaja con otro señor. Cuando alguien le compra algo, Don Franco le da su palabra: promete que si se llega a arruinar, él devuelve el dinero, o lo cambia por otra cosa. Pero está seguro de lo que ofrece: cuando alguien le compra, lo despide diciendo “te vas a hacer fanático, te lo aseguro: vas a volver”.

Y quizás eso es lo que se respira entre los puestos, un aire que dice vas a volver, que se repite en silencio mientras se venden helados, monedas, zapatos, películas. El parque tiene algo que imanta, quizás la variedad de puestos, o la amabilidad de algunos, o los precios, o todo eso junto. Es como si Thays lo hubiera planificado para que así sea: que uno vaya al parque y sienta que hay algo indefinible que le dice: andá tranquilo, ya vas a volver.