Mar 16, 2016 | destacadas
Hay una feria en la Ciudad de Buenos Aires donde la relación compra y venta es más justa para las partes involucradas y donde se construye un feedback más enriquecedor que el del frío hábito de proveerse en el supermercado, con sus productos industrializados a precios remarcados. Se halla un tanto escondida en la inmensa urbanidad. Por eso hay que buscarla guarecida en un enorme pulmón verde. La Feria del Productor al Consumidor cobra vida el segundo fin de semana de cada mes en el predio que comparten las facultades de Agronomía y de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires (UBA). El acceso es gratuito, de 10 a 19, por Avenida San Martín 4453 o por Avenida de los Constituyentes 3454.
La iniciativa se lanzó en octubre de 2013, fruto de la articulación de profesores y estudiantes de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria (CALISA) con los productores que se animaron a vender, sin intermediarios, su mercadería. “La feria se rige bajo las bases de una economía social y solidaria, una producción artesanal y responsable con el medio ambiente, la soberanía alimentaria y la alimentación saludable”, comenta Pablo Callegaris, uno de los organizadores.

El segundo fin de semana de cada mes en el predio que comparten las facultades de Agronomía y de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires (UBA), se puede visitar la feria.
Los feriantes deciden todo en una asamblea mensual y, a su vez, se dividen en distintas comisiones para garantizar el mejor funcionamiento del espacio.
Todos los caminos del inmenso terreno fueron bautizados con el nombre de las plantas que los bordean. En el llamado Las Casuarinas se extienden, de lado a lado, a través de unos 150 metros, los puestos de unos cien expositores. A mitad de esta calle, protegida por una larga cortina forestal, se ubica la Carpa Cultural, en cuyo interior se emite el programa de radio abierta “Feriate Conmigo”. La transmisión anuncia charlas informativas para los adultos y actividades culturales para que jueguen los chicos mientras aprenden sobre derechos humanos.
Detrás de esta tienda roja, están distribuidas a izquierda y a derecha del mástil del Pabellón Central mesas y bancos de madera. Sentados allí están los comensales que hace un momento retiraron de los puestos gastronómicos hamburguesas, tartas, empanadas, panes rellenos, cerveza casera, jugos, licuados de fruta fresca y tés saborizados. “Se come rico, saludable y barato”, comenta Florencia, quien es habitué del mercado, y añade: “Sentís que estás siendo parte de un colectivo de consumo y que además terminás favoreciéndote con productos que no se consiguen en cualquier lado”.

En esta feria, «se construye un feedback más enriquecedor que el del frío hábito de proveerse en el supermercado, con sus productos industrializados a precios remarcados».
También hay familias y grupos de amigos que se acomodan en el amplio césped del establecimiento. Toman mate, juegan a la pelota, pasean a sus perros o practican capoeira. Para ellos, durante ese día, el mundo se condensa allí; parecen ajenos a la bocina que anuncia el arribo del tren del Ferrocarril Urquiza a la estación Arata, cuyas vías delimitan la extensión de la feria.
Callegaris explica la razón de los precios justos que pueden encontrarse en este mercado social: “Al acortar la cadena de comercialización hay una repercusión menor en el precio final. Son precios acordes con los costos de producción. Le permiten al visitante llevarse un producto a precio justo y al productor le garantiza condiciones de vida aceptables, que van de acuerdo a su esfuerzo y su trabajo”, explica el miembro de CALISA.
Yésica Diomedi es egresada de Agronomía, hace artesanías de cerámica e integra la Cooperativa Morón SurCo Huerta Agroecológica. Para ella este “es un espacio de revalorización de los vínculos y de reencuentro con la universidad que tantos buenos recuerdos me ha dejado”. También constituye la posibilidad de desarrollar proyectos de trabajo a partir del vínculo que pudo establecer con otros productores. “Y así se ramifican los sueños en ideas, un esfuerzo que más tarde dará trabajo”, sintetiza Yésica.

“Al acortar la cadena de comercialización hay una repercusión menor en el precio final. Son precios acordes con los costos de producción», explica uno de los organizadores.
En la mayoría de estos puestos el visitante se lleva algo más valioso que mercadería a buen precio. El stand del Taller Reverdecer vende productos que han sido elaborados por internos de la Unidad Penal número 47 de San Martín. María Marta Bunge explica que se trata de acercar al público y a los estudiantes el esfuerzo de grupos que permanecen indiferentes para la mayor parte del conjunto social. “Ofrecemos productos elaborados a partir del trabajo de jardinería, costura y cerámica, y somos sinceros no ofrecemos productos de gran calidad, pero esto sirve para visibilizar la realidad de los presos: ellos no son violencia”, puntualiza la secretaria de CALISA.
En el Kiosko Saludable VeniUBA, Lucía improvisa unos acordes con su ukelele. Su amiga Mariel Sposato, mientras, dialoga con ANCCOM: “Llevamos a la práctica una concientización sobre el tipo de alimentos que ingerimos. Mostrar que es posible una alternativa alimenticia por fuera de la industria y del envasado”. El kiosco nació del trabajo en conjunto de estudiantes de Nutrición y de los docentes de CALISA. “Buscamos preparaciones sencillas y accesibles que puedan ser realizadas en cualquier hogar. También tenemos el proyecto de un recetario”, comenta Mariel. Consideran este espacio, además, un medio para poder terminarsus estudios. “Nos sirve como experiencia laboral y nos da ganancia porque lo que vendemos es para cada uno de nosotros”, concluye.
Detrás de Carina Centurión se observa el enorme cartel esmeralda de la organización El Puente Verde, la cual desde el 2000 trabaja con personas con problemas psíquicos, económicos y sociales, y que encuentran dificultades para insertarse al mercado laboral. “Apostamos por una agroeconomía social y solidaria que suponga un cambio de paradigma y una alternativa frente al agronegocio expulsivo y destructivo. Para esto necesitamos políticas públicas que acompañen”, comenta Carina, integrante también de la comisión de Prensa y Difusión de la feria.

«En la mayoría de estos puestos el visitante se lleva algo más valioso que mercadería a buen precio».
María Elena Salas vino desde Chile en su juventud, hoy es miembro de esta cooperativa y asegura que el tipo de público que asiste a este mercado está asociado con los ideales de la organización y “suele ser afín a los proyectos sociales”.
Los libros también están presentes a través de las cooperativa Muchas Nueces, dedicada a la literatura infantil con temática social y solidaria, y la Editorial Tierra del Sur, con un catálogo de autores con orientación anarquista, izquierdista, y en favor de los derechos de género.
Claudia Nigro ejerce la docencia en Medicina Veterinaria y participó como invitada en CALISA. En esta oportunidad, acudió a la feria como visitante y destaca la importancia del contacto fluido, cara a cara, entre los ciudadanos que se dan cita para evaluar la posibilidad de consumir alimentos sanos, seguros y soberanos.
“Estos productos provienen de una matriz productiva diferente a la de los alimentos industrializados y que se hace a costa del planeta”, explica. Claudia proviene del sur de Santa Fe y considera que los porteños deberían apreciar la existencia de una feria como la de Agronomía. “En Casilda, mi ciudad, este tipo de ferias no existe porque las tierras están siendo utilizadas para la agroexplotación intensiva. Es por eso que espero que la aprovechen”, remarca.
El sol ha caído con su luz, las sombras de los feriantes se desvanecen al tiempo que sus coloridos puestos se desarman en caballetes, hierros y tornillos.
Hasta el próximo mes, los visitantes saciaron su necesidad de más alternativas comerciales solidarias, a precios justos y en beneficio del planeta.

La iniciativa se lanzó en octubre de 2013, fruto de la articulación de profesores y estudiantes de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria (CALISA) con los productores que se animaron a vender, sin intermediarios, su mercadería.
Ene 19, 2016 | inicio
“El glifosato mata. Pero su accionar es lento y silencioso”. Así lo afirmo Arturo Serrano, médico rural de Santo Domingo, provincia de Santa Fe, quién se desempeña hace veinticuatro años como director del Servicio de Atención Médica a la Comunidad y es miembro de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados. “Si bien el cáncer es multifactorial, su aumento en poblaciones rurales fue directamente proporcional a la instalación de los cultivos de soja”, explica Serrano.
El cultivo de soja es el principal rubro productivo que posibilita el ingreso de dólares al país. En base a esto, el médico rural argumenta el porqué de la negación sistemática y el encubrimiento por parte de autoridades municipales, provinciales y nacionales de la situación actual. “La no divulgación de las cifras de muertos y enfermos por contaminación con glifosato es una cuestión puramente política, acá nadie quiere cambiar el modelo, porque eso repercute en sus billeteras”.
La Red de Médicos de Pueblos Fumigados es una agrupación conformada por profesionales de la salud independientes y provenientes de provincias como Chaco, Jujuy, Misiones, Santa Fe y Córdoba. Desde el año 2001 sus integrantes denuncian en sus territorios los efectos de la utilización del glifosato en cultivos cercanos a poblaciones rurales, que son fumigadas de forma aérea y terrestre sin ningún tipo de control. En estas localidades los casos de abortos espontáneos, malformaciones genéticas, cáncer y enfermedades crónicas, aumentaron exponencialmente. Frente a este panorama, en el año 2010, la organización convocó a un Encuentro Nacional en la Facultad de Ciencias Medicas de la Universidad de Córdoba. Allí se reunieron unos 300 profesionales de la salud y científicos del CONICET que analizaron y discutieron la problemática. Como resultado de la reunión se elaboró una carta dirigida a la entonces Presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner y a la Mesa de Enlace de entidades agrarias. En el comunicado se solicitaba la prohibición de fumigaciones aéreas en todo el país, junto con la restricción de la desinsectación terrestre en zonas aledañas a centros urbanos. El documento fue acompañado con datos sobre la salud de las poblaciones afectadas. Según menciona Serrano, dicha carta no tuvo respuesta hasta el momento.

“Si bien el cáncer es multifactorial, su aumento en poblaciones rurales fue directamente proporcional a la instalación de los cultivos de soja”, explica Serrano.
La Red también presentó en mayo de este año una solicitud a la Secretaria de Agricultura del Gobierno de la Provincia de Córdoba, en la que se solicitó “iniciar de manera inmediata y urgente las gestiones pertinentes ante el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA) a los fines de obtener la exclusión del glifosato (principio activo y formulado) de la nomina de productos autorizados”.
Desde la organización informan que, según sus datos, en localidades como San Salvador de Jujuy, hay diecinueve casos de personas enfermas de cáncer, en una distancia de cuatro cuadras. Este valor se encuentra tres veces por encima de la media nacional. En la Argentina existen hoy en día, unas 13.400.000 de personas afectas directa o indirectamente por los agrotóxicos.
“Nos están envenenando. El glifosato es un invento maquiavélico, te mata de a poco. Sus consecuencias se ven a largo plazo, es acumulativo, por este motivo no sale en los análisis de sangre”, explica Serrano.
Un poco de historia
En 1995, mediante un decreto firmado por el ingeniero Felipe Solá –por entonces Secretario de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos del gobierno de Carlos Menem-, fue aprobada la introducción de la soja transgénica de la empresa Monsanto en la Argentina. Esta decisión se basó únicamente en un expediente administrativo presentado por la firma cuestionada. El trabajo, escrito en inglés, explicaba entonces los beneficios de esta semilla, resistente al herbicida glifosato y prometía resultados rentables y mejoras en la producción.
Desde entonces, los grandes cultivos de soja, maíz y trigo en el país provienen de semillas transgénicas. Un alimento transgénico es aquel cuyo ADN fue modificado genéticamente en laboratorios, donde le fueron introducidos genes provenientes de otras especies animales, con el fin de generar semillas más resistentes y productivas, por lo tanto más rentables. Resisten, sobretodo, al glifosato, el químico utilizado junto con otros pesticidas, para fumigar las plantaciones.
El problema es el modelo
En la Argentina se utilizan doce litros de glifosato por hectárea, mientras que en Estados Unidos, donde aplica el mismo modelo de producción, se usan dos litros y medio. En el mencionado país, ya circulan publicaciones que muestran una correlación directa entre el incremento del uso del glifosato y la aparición, al mismo ritmo, de diferentes enfermedades crónicas, como el cáncer.
Alicia Massarini, bióloga del CONICET y Doctora en Ciencias Biológicas de la Universidad de Buenos Aires, denuncia hace años el abuso por parte de los agropecuarios locales en la utilización del tóxico y la nocividad del modelo agropecuario vigente. “En la Argentina el abuso en la utilización del glifosato ha sido terrible, porque acá el único móvil es la ganancia. Este es un problema geopolítico, en donde a los países de nuestra región les toca, en el mercado internacional, el papel de proveedor de commodities. No es solo la semilla, sino una forma de producir a nivel industrial. Este paquete tecnológico simplifica la producción, eliminando casi toda la mano de obra a partir de la siembra directa. Pero su rentabilidad es proporcional al altísimo costo humano y ambiental”.
En el 2002, la cosecha de soja transgénica en el país comprendía unas dos millones de hectáreas, en la actualidad abarca más de 24 millones. Este aumento en la producción de soja, trajo aparejado la disminución de otros cultivos, sobre todo aquellos que producen alimentos consumidos por el mercado interno. Lo que genera una baja en la calidad y un alta en los precios. El avance sobre la ganadería, los tambos y los frutales ha ido incrementándose año tras año.
Carlos Carballo, ingeniero agrónomo y titular de la cátedra libre de Soberanía Alimentaría de la Universidad de Buenos Aires, explica que el modelo de producción agropecuario actual, influenciado por el alta del valor de la soja en el mercado internacional, ha ido creciendo sin respetar ningún límite. “El corrimiento de la frontera agropecuaria ha sido abrumador, lo que se evidencia en la altísima tasa de deforestación que tiene la Argentina, cuyo valor cuadruplica la tasa media del mundo. Se siguen destruyendo ecosistemas que son pulmones del planeta”. Carballo aclara que esta violencia por la ocupación de territorios, muchas veces se produce por de pooles internacionales de siembra anónimos. “Cuando esas tierras dejan de ser rentables, simplemente las abandonan y buscan nuevas. El problema es que la tierra se agota, se muere. Ese es el pasivo ambiental que estamos heredando de este modelo”.
En 2014, 370 millones de litros de glifosato fueron fumigados sobre el 60% del territorio argentino. Estas cifras, que son públicas, fueron aportadas por la cámara que aglutina a los empresarios que venden agroquímicos en el país, que son las mismas empresas que venden las semillas: Monsanto, Nidera y Basf.

“Nos están envenenando. El glifosato es un invento maquiavélico, te mata de a poco. Sus consecuencias se ven a largo plazo, es acumulativo, por este motivo no sale en los análisis de sangre”
Daños irreversibles
El glifosato fue presentado en un principio como un herbicida biodegradable, inocuo e inofensivo para el medio ambiente. El mismo Ministro de Ciencia y Tecnología, Lino Barañao, dijo en una declaración “que el glifosato no era más que agua con sal”.
En la actualidad, investigaciones científicas dan cuenta de la toxicidad del herbicida. Análisis realizados por el CONICET, demostraron que el glifosato se encuentra presente en la tierra, en el aire y en el agua por años, y que a diferencia de lo expuesto por parte de sus defensores, el tóxico no es biodegradable, sino acumulativo. Esto genera que ríos y napas de agua potable se encuentren envenenados.
El Doctor Damián Marino, demostró que el contacto cotidiano con el glifosato destruye el ADN. Generando mutaciones en las células, que devienen en enfermedades crónicas como el cáncer, parkinson y el alzheimer, entre otras. Básicamente rompe las membranas celulares, lo que genera que los daños sean irreversibles.
“El problema es que las víctimas son invisibles. Y en muchos casos, no se ven a sí mismas como tales, porque nadie las legitima. Ellos van al hospital y les dicen que la alergia que tienen es producto del polen del plátano, y no que es una reacción química porque fue fumigado”, aduce Massarini. También explica que sistemáticamente en los centros de atención médica se niega la relación que existe entre los agrotóxicos y las enfermedades. “Esto se produce por una combinación de cosas, complicidad y desconocimiento. Hay médicos que saben y tienen miedo de asociar los síntomas. Hay otros que son ignorantes y no tienen información suficiente. Y hay otros, que son los más peligrosos, que se esfuerzan por ocultar el tema de forma activa, son tipos comprados, cooptados por las empresas y laboratorios.”
Massarini denuncia, que en muchos hospitales no se realizan los análisis de agrotóxicos a niños enfermos de poblaciones fumigadas, ya sea porque los médicos no los consideran pertinentes o porque son costosos y las víctimas no puede costearlos.

“El problema es que las víctimas son invisibles. Y en muchos casos, no se ven a sí mismas como tales, porque nadie las legitima. Ellos van al hospital y les dicen que la alergia que tienen es producto del polen del plátano, y no que es una reacción química porque fue fumigado”, aduce Massarini.
El resto del mundo
En la actualidad, el glifosato no está prohibido por la Organización Mundial de la Salud (OMS). En los últimos años fue cambiando, varias veces, su categorización en cuanto a su toxicidad. Cuando comenzó a utilizarse en la Argentina, el herbicida estaba calificado como de “alta toxicidad”. Luego producto del lobby de las empresas de agroquímicos y de los científicos asociados a esas empresas, que inciden en estos mecanismos internacionales de categorización, la calificación del glifosato bajo a una categoría: “muy levemente tóxico”. Se mantuvo así durante años, a pesar de que paulatinamente fueron presentados más de quinientos trabajos científicos que demostraban que tiene una alta toxicidad.
Este año, la Organización Mundial de la Salud, reunió una comisión de expertos especialistas en cáncer y agrotóxicos. que revisaron la literatura disponible y concluyeron que había que recategorizar el glifosato, y pasarlo nuevamente a una categoría de “alta toxicidad”, que es la segunda categoría en la escala de gravedad.
Estos científicos afirmaron que las evidencias publicadas, demostraban que el glifosato es cancerígeno en animales y que, por lo tanto, es “posiblemente cancerígeno en humanos”. No lo afirmaban, porque según ellos no existen experimentos realizados con personas.
En función de dicha resolución, algunos países revisaron su marco regulatorio, y en algunos casos, prohibieron el uso del glifosato, como en México, donde el maíz se encuentra protegido por ley. En otros, como en Colombia, cambiaron la regulación en cuanto a la cantidad permitida en la utilización. En Argentina, no paso absolutamente nada.