


El cuerpo como documento de identidad
“¿Qué tienen tatuado?”, se preguntó Martina Matusevich una y otra vez al capturar las imágenes que componen A Flor de Piel, un ensayo fotográfico que investiga la forma en la que los estudiantes y egresados del Centro Educativo Isauro Arancibia hacen de los tatuajes su identidad. “No tenían dibujos. Tenían tatuados nombres, los nombres de sus recuerdos. En general, hablan de personas, de gente que los quiso, que los quiere, que ellos quisieron. Son tatuajes de amor, autorreferenciales. Y ahí estaba parte de su identidad, manifiesta de maneras alternativas al DNI, las preferencias, etnias y demás”, observa Matusevich, que además es docente de la escuela desde hace diez años y coordinadora de La Realidad sin Chamuyo, la revista que publican los estudiantes.
A flor de piel es algo más que una recopilación de retratos. Es un ensayo sobre el cuerpo de los excluidos, las formas de marcarlo a tinta con sus historias personales y la manera en que las ausencias, la crudeza de la calle, y el desprecio social se inscriben como identidades en la piel. “No tienen documentos, no tienen partida de nacimiento, pero sus amores, sus nombres, están tatuados”, reflexiona la docente Lila Wolman. El libro fue presentado el jueves en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, y la muestra de algunas de las imágenes que lo componen puede visitarse en ese espacio de Corrientes 1543 hasta el 31 de agosto.
“La idea de A flor de piel surgió hace tres años, como una propuesta creativa. Siempre estamos buscando maneras de visibilizar, difundir y contar el proyecto Isauro Arancibia. Darle cara, nombre e identidad a los pibes, darles herramientas para plantarlos en la sociedad y que ellos mismos se sientan dignos de participar. Porque es una población bastante maltratada, que se lo termina creyendo. Entonces, la idea fue crear un libro que mostrara sus retratos, sus tatuajes, sus historias. Era una manera de que dejen de ser los anónimos, las poblaciones en situación de calle. Que sean ellos, y sus nombres”, cuenta Matusevich. Y agrega: “Se probaron retratos en contextos urbanos. Luego intentamos con el estilo publicitario. Fuimos jugando, nada muy armado porque ellos vienen a la escuela un mes sí y otro no, dejan de venir seis meses… No había cita, ni había día. Había un ‘nos vemos y encaramos’. Estábamos armados para hacerlo, cada vez que yo venía a la escuela traía la cámara. Los pibes no tienen dirección, no tienen DNI. Muchos no tienen familia. Pero sus tatuajes son su álbum de recuerdos, ahí están los nombres de sus seres queridos. Y eso se descubrió en el trabajo, lo descubrimos haciéndolo”.

«La idea fue crear un libro que mostrara sus retratos, sus tatuajes, sus historias. Era una manera de que dejen de ser los anónimos,» explicó Martina Matusevich, fotógrafa del Isauro Arancibia y del libro.
A Flor de Piel imprimió una tirada de mil ejemplares que será distribuida en escuelas, bibliotecas populares, y centros culturales. Un porcentaje también estará destinado a la venta. “El que quiere acceder al libro, por lo pronto, puede hacerlo en Paseo Colon 1318 –sede del Isauro Arancibia– o puede escribir al Facebook de La Realidad sin Chamuyo. No tenemos armada ninguna estructura de venta, es muy personalizado. Somos nosotros. Es un espacio abierto, horizontal e inclusivo, y el que quiere acercarse, participar y proponer será bien recibido”, destaca Matusevich.
Ellos
“Formar parte de este libro es como me dijo un compañero: ‘El Isauro somos todos, y el libro es del Isauro’. O sea que está bueno que aparezcamos todos juntos: operadores, docentes, y también los estudiantes, que son los que nos hacen crecer día a día. Me gustó la idea de participar de algo junto a quienes me enseñaron a crecer, porque yo fui un alumno de ellos y ahora soy compañero de trabajo”, dice Dante Gómez, egresado de la casa. El Isauro Arancibia es un centro educativo para chicos y chicas en situación de calle, que no solo les permite terminar la primaria y formarse profesionalmente con los cursos que brinda en el contraturno –costura, panadería, serigrafía, peluquería, circo y arte, entre otros–, sino que les ofrece la comprensión y el amor que el frío, el hambre y la hostilidad social les arrebataron. “Me acerqué por mi pareja, porque ella iba antes a la sede que tenían en el edificio que les había prestado la UOCRA. Yo ya había terminado el primario, pero decidí hacer un repaso. Hice la evaluación, empecé tercer ciclo y en el mismo año egresé. El año siguiente me dijeron si yo tenía ganas de darles una mano a los operadores que estaban. Y ahora ya son cuatro años que estoy trabajando con ellos, y me gusta mucho porque de esta forma estoy dando lo que a mí me dieron ellos”, explica emocionado el ex estudiante. En su pecho y en su brazo izquierdo tiene tatuados los nombres de sus hijos, Solange y Tiziano: “Lo que más me importa es tenerlos conmigo, sabiendo que cuando sean grandes ellos van a estar con su pareja, en su casa, y no van a estar al lado mío”, imagina.
Horacio Ortiz, que actualmente también trabaja en el Centro Educativo haciendo fileteado porteño, pudo terminar la primaria en el Isauro. “Me acerqué por unos conocidos que estaban en situación de calle como yo. Estaba con mi nena, que tenía un problema de salud en la columna, y tuve la posibilidad de que ella se escolarice”, cuenta. Además de finalizar sus estudios, asistió a algunos talleres de oficios y fue acompañante del profesor de fileteado porteño José Espinoza durante tres años. “Aprendí mucho. Pero como este año está el Gobierno de Macri, que nos sacó la beca que nos daba el Estado, no se pudo bancar más a mi profesor. En la escuela me propusieron si estaba dispuesto a emprender un microemprendimiento…Y bueno, como estaba mi otro compañero, que es el mecánico de bicicletas, y no estoy solo, me prendí”, explica.
“Quiero transmitir a los demás qué significa el tatuaje, porque para mí representa muchas cosas”, aclara sobre su participación en el libro. Y mostrando sus tatuajes, continúa: “Acá en la mano tengo un corazón con una M, fue mi primer tatuaje. Falleció mi mamá, y entonces me hice la M como diciendo: ‘Mamá, te llevo en el corazón’. Después me hice mis iniciales, porque mi hermano me dijo: ‘Loco, si algún día a vos se te ocurre no estar en la provincia –porque yo vengo de Formosa– y te pasa algo, tenemos que reconocerte’. Acá pasan muchas cosas, y qué se yo… como hay mucho gatillo fácil, me puse mis iniciales para que mi familia me pueda reconocer a través de los tatuajes”.
Carlos Duarte vive desde los trece años en la calle, y cree que poder estudiar en el Isauro le da las herramientas a las que nunca pudo acceder: “Me hice los tatuajes en un Instituto, hace como un año y ocho meses. Me gustó. Capaz que a mi familia no le gustó, pero a mí sí, porque yo estaba encerrado las 24 horas en un colegio cerrado. Yo no conocía una escuela, nunca estudié y al Isauro me acerqué porque conocí a una chica en la calle que iba. En una escuela como esta hacés mucha tarea. Podés terminar el colegio y tener una carrera. Para mí lo importante es terminar la carrera de trapecista. Soy un payaso, me gusta”, se ríe.
Sin descuidar los contenidos básicos de la escuela primaria, lo que propone el Centro Educativo es reorganizar el programa de enseñanza de manera tal que tenga en cuenta las problemáticas que más sufren estos adolescentes: la vivienda, la salud y la familia. Los docentes consideran que no solo debe educarse para el trabajo, sino para la libertad.
En una de las fotografías publicadas en el libro, sentado sobre un banco de escuela y con mochila al hombro, Juan Carlos Fernández posa mostrando el escudo de San Lorenzo tatuado en su pierna: “Estábamos comiendo algo con un grupo de compañeros en el hotel en el que vivíamos, me sentí conforme, contento, en un lugar cálido, y me lo hice”, comenta. Pero luego de mencionar su identificación con el club de fútbol, se apura a hablar sobre lo que no aparece fotografiado: “Tengo otro en la parte de atrás que dice ‘Adriana’, que es el nombre de mi mamá. No la tengo desde muy chico, y pasaron muchos días de la madre, muchos cumpleaños, muchas navidades, y nunca le hice un regalo. Ni tampoco pude recibir uno de ella. Y creo que el mejor regalo es poder tatuarme su nombre con mucho orgullo, porque me parió, me tuvo en su vientre, y lo único malo es que la vida no me dejó disfrutarla. Pero lo bueno es que por lo menos con este tatuaje la tengo presente”, confiesa.
Con un cariño especial por el Isauro, que le permitió terminar sus estudios y reencontrarse con su familia, Fernández explicó por qué decidió formar parte de A flor de Piel: “Me sumé porque soy compañero de la escuela, y además me pareció algo lindo que yo pueda aparecer en algún lado. Creo que es un orgullo para mi familia sumarme a este proyecto. En la calle mi cara tiene precio. Para la escuela, no. Ellos me dieron una mano muy grande, porque me consiguieron un hotel para que pueda dormir, me abrieron las puertas y me hicieron vivir algo que pensé que había perdido, que es compartir una mesa en familia”, dice.
Fernández se mudó este año a la vivienda que el Isauro Arancibia consiguió para que los estudiantes y egresados más necesitados puedan estar transitoriamente mientras se piensan a sí mismos y planean su proyecto autónomo. Emocionado, Juan Carlos agrega: “Además, ellos me hicieron reunir otra vez con mis familiares, que los estoy yendo a visitar seguido, pero no tanto porque cuesta soltar un poquito lo tierno de uno. Hay mucha bronca e impotencia en la calle, y la reflejo en mi familia. Me siento mal por eso. La calle me estaba amoldando de una forma que no está buena para ninguna persona”.
Sergio Cairoli, docente de primer ciclo, también quiso formar parte del libro. “Me lo propusieron y me pareció linda la idea de compartir un proyecto con los chicos. Mi tatuaje es una frase de una canción de La Covacha, que se llama Desterrado del cielo, y representa a los pibes que no tienen la oportunidad que otros sí tuvimos y pudimos aprovechar, como tener una familia que te banque para poder hacer lo soñás. Eso es lo lindo de un tatuaje a veces, que te recuerda historias que te hacen ser lo que sos, te dan esa identidad de la que habla el libro”, reflexiona.
La situación del Isauro
La institución, que surgió en 1998 con apenas diez alumnos, no siempre funcionó en el actual edificio. Luego de una lucha de largos años y varias mudanzas, en 2011 consiguió establecerse en Paseo Colón 1318. La Legislatura porteña aprobó ese mismo año, a partir de la venta de terrenos en Catalinas, un presupuesto de 14 millones de pesos para reconstruir el espacio. Sin embargo, recién en 2016 se llevaron a cabo las primeras obras porque, en el medio, quisieron demoler el edificio para que pase el Metrobus.
Con la obra finamente concluida, el Isauro Arancibia se encuentra nuevamente amenazado de demolición por la traza del Metrobus, prevista para 2017. Luego de meses de exigir información al respecto, finalmente recibieron una respuesta del Gobierno de la Ciudad. “Mandamos un mail diciendo que nos parecía horrible que no nos informaran y después de tanto tiempo nos citaron a una reunión. Quieren tirar la parte de adelante del edificio y trasladarla a Brasil y Paseo Colón, donde hoy está la Escuela Taller del Casco Histórico que enseña oficios”, explica Lila Wolman, docente del centro educativo. “Es terrible lo que está pasando, nos quieren dividir. Te avasallan, uno siente que no puede ni responder. Los pibes están muy mal, están consumiendo como nunca. Estamos atravesando problemas que no tuvimos en estos 18 años. Los meten en cana por cualquier cosa, los matan a palos. Está dificilísimo y estamos muy preocupados. Hay que resistir, y este libro es una manera de hacerlo”, agrega Wolman.
Actualizado 17/08/2016

Fotos para llevar
Hay apenas un centímetro de diferencia entre el tamaño estándar de una foto impresa y los libros de la Colección Pequeño Formato que presentó, por tercer año consecutivo, la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA). Los nuevos ejemplares de 11 x 15 cm que salieron a luz el último sábado en el Palais de Glace son La vaca atada, de Santiago Hafford; Retratos, de Eduardo Grossman; y Kosteki y Santillán-Masacre de Avellaneda, con fotos de Mariano Espinosa, Pepe Mateos, Martín Lucesole, Sergio Kowalewski, y prólogo de Claudio Mardones. “El tamaño fue resultado de la posibilidad”, contó Diego Sandstede, coordinador del proyecto. Cada año, ARGRA edita un Anuario correspondiente a la Muestra de Fotoperiodismo que recoge las imágenes más representativas del período anterior. “Del pliego de tapa del Anuario sobraba papel con el que podíamos imprimir las tapas de los libritos, y así empezamos”, detalló Sandstede. El anhelo de publicar los trabajos fotográficos de los reporteros encontró, así, la oportunidad de concretarse.
La serie comenzó a gestarse en 2012 como una necesidad de dar a conocer la labor de recuperación del archivo fotográfico de la revista Veintiuno, que alguien rescató de la basura. “Cada vez que contábamos sobre ese proyecto, cada vez que salía una nota, algo se movía, se sumaban voluntarios o conectábamos con algún actor que ayudaba a que fluyera el trabajo. Así fue que pensamos en hacer un librito”, recordó Sandstede. Y explicó que la intención es presentar cada año tres líneas de trabajo como parte de la Colección Pequeño Formato. La primera consiste en dedicar un libro al ganador del concurso de los socios de ARGRA y difundir, de este modo, sus producciones. El segundo objetivo es homenajear a un referente del fotoperiodismo y poner en valor su trayectoria. Y, por último, destacar la importancia de los archivos fotográficos a partir del rescate del patrimonio que guarda la Fototeca de ARGRA, integrado principalmente por material de las muestras de fotoperiodismo argentino que organiza la asociación desde 1981. En la Fototeca, además, se pueden consultar registros de los acontecimientos más importantes ocurridos en nuestro país en los últimos 50 años.
“Es una colección que uno desea que no se termine nunca, que haya cientos de estos libritos que puedan llevarse en el colectivo, hojearlos, comprarlos por poco dinero. Los libros de arte suelen ser extremadamente caros y son unos mamotretos imposibles de manipular”, reflexionó Eduardo Grossman a propósito de su libro.
Premio: La vaca atada, de Santiago Hafford
Santiago Hafford es reportero gráfico desde sus veinte años, es decir, desde hace veintidós años. Cuando tenía ocho, todavía vivía en Comodoro Rivadavia y coleccionaba caricaturas e historietas de los diarios mientras Argentina sufría la Guerra de Malvinas. “Las fotografías de soldados embarrados con la mirada perdida me quedaron grabadas –cuenta en el prólogo–. Esas imágenes de la vida política mezcladas con esas otras de la realidad caricaturizada son el prisma desde donde miro el paisaje social siempre cambiante de nuestro país”.
Con sus fotos, que se valen del humor y la ironía para poner en primer plano las contradicciones cotidianas de “la argentinidad” y de la historia reciente, Hafford ganó el Premio Pequeño Formato, el concurso que busca difundir la labor de los socios de ARGRA. “Es un recorte de un trabajo más amplio en distintos países de Latinoamérica. En este caso, La vaca atada son sólo fotos hechas acá en Argentina, en el conurbano y en el interior del país”, resumió. Y destacó la decisión de la Asociación de ofrecer estos libros a un precio económico para que puedan circular fácilmente: “Si a uno le gusta, agarra la billetera y se lo lleva, a diferencia de otros libros de fotografía que cuestan mucha plata”.
Homenaje: Retratos, de Eduardo Grossman
“Este pequeño libro es hermoso”, dijo Eduardo Grossman mientras señalaba el ejemplar que lleva su nombre y sus fotos: una selección de su serie de retratos, que se suceden en blanco y negro y sin ningún tipo de orden. Sólo están, aparecen, se mezclan. Y desafían los límites del formato chico en que fueron impresos. Las manos de Borges en 1974. Las manos de Pappo en 1993. El tiempo ha pasado, es ingenuo advertirlo. Pero a los retratos de Grossman los envuelve un halo de atemporalidad. Arturo Illia llena un vaso con agua. Atahualpa Yupanqui abraza su guitarra. Los ojos de Goyeneche sonríen rodeados de fotos y muñecas. Gasalla juega con los rayos de sol que entran por la persiana. Federico Moura, con lentes oscuros, admira al día que se le escapa del otro lado del vidrio. “No es más que una ilusión pero en la fotografía es tan fuerte que creemos que capturamos el tiempo y efectivamente cuando vemos una foto creemos que no es una foto, que no son sales de plata o tinta sobre un papel, sino que es un hecho concreto que sucedió”, observó Grossman.
El libro editado por ARGRA es el primero de este fotógrafo, quien, durante sus más de cuarenta años de trayectoria, trabajó para la Editorial Perfil, para los diarios Noticias y Clarín, y para las revistas El Periodista, Humor Registrado y Ñ, entre otros medios gráficos. En el 2009 se retiró del fotoperiodismo para dedicarse a exponer y fotografiar series por el puro placer de conectar el corazón y el obturador: “No hay una mera decisión racional en el momento de sacar una foto. Es nuestro dedo conectado con nuestro ojo, conectado con un aparato y conectado con nuestro corazón”, definió.

Claudio Mardones, Santiago Hafford, Eduardo Grossman, Diego Sandstede y Pepe Mateos en la presentación de la colección en el Palais de Glace.
Archivo: Kosteki y Santillán-Masacre de Avellaneda
Pasar las páginas de Kosteki y Santillán es angustiante, es tener en las manos un documento de la brutalidad. La última foto muestra el gorro de lana y la sangre arrastrada. Darío y Maxi ya no respiran. Los policías festejan una hazaña: a Darío le dispararon por la espalda mientras intentaba ayudar a Maxi, que agonizaba en el hall de la Estación de Avellaneda. Los cartuchos son rojos, las balas son de plomo. Sin embargo, si volvemos a las primeras páginas, Darío y Maxi están marchando, igual que la multitud de piqueteros que aquel 26 de junio de 2002 cortaron los principales accesos a la Ciudad de Buenos Aires para reclamar el pago de planes sociales; aumentos en los subsidios de desempleo; insumos para centros barriales; el desprocesamiento de los luchadores sociales y el fin de la represión.
“Este librito es muy doloroso porque encierra concretamente los momentos más amargos de lo que se llamó la Masacre de Avellaneda”, señaló Claudio Mardones, el periodista que aporta un detallado contexto político y social en el prólogo del libro. La producción reúne cronológicamente las imágenes tomadas por los fotógrafos Mariano Espinosa, José Pepe Mateos, Martín Lucesole y Sergio Kowalewski durante la represión policial en Puente Pueyrredón. Este registro –junto al trabajo de fotógrafos de medios alternativos y camarógrafos de televisión– evidenció la planificación del operativo represivo, precipitó el llamado a elecciones que pondría fin a la presidencia interina de Eduardo Duhalde, y fue clave para reconstruir ante la justicia los hechos que culminaron en los asesinatos con balas policiales de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, ambos militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón.
En 2003, la Universidad Nacional de La Plata otorgó a Pepe Mateos el premio “Rodolfo Walsh” a la Labor Periodística por su cobertura de la Masacre de Avellaneda para el diario Clarín. “Sabemos lo que pasó cronológicamente, los hechos, todo, pero lo que nos pasó internamente a veces cuesta un poco más entenderlo –analizó Mateos–. Lo he pensado muchas veces durante mucho tiempo. Quedamos envueltos dentro de una especie de espiral violento: sucedía lo que estábamos viendo y, a la vez, lo que estábamos pensando sobre lo que estábamos viendo. Y, paralelamente, no podíamos creer que estuviera sucediendo. No podía creer que Maximiliano estuviera muerto tirado en el piso de la estación. No podía creer que ese cuerpo que llevaban sangrando, el de Darío, era una persona que estuviera muriendo. Es algo muy extraño porque si uno piensa en la gravedad de lo que está sucediendo baja la cámara y toma otro tipo de reacción”.
Mariano Espinosa, por su parte, recibió el premio TEA por la secuencia tomada para la agencia INFOSIC. Seis meses antes, Espinosa había registrado también los acontecimientos de diciembre de 2001. “Después de diciembre y lo de Avellaneda, a la noche llegué a casa y me puse a llorar”, contó.
Mardones señaló que el rescate de este archivo permite valorar la tarea de los fotoperiodistas que pusieron el cuerpo para seguir de cerca la violencia institucional. Pero alertó sobre un proceso de “amnesia colectiva” que, a catorce años de los hechos, pone en peligro la memoria y el reclamo de justicia: “El esfuerzo que tenemos que hacer es rebelarnos ante la amnesia colectiva y poder comprender claramente que a partir de las fotos que ARGRA rescata en estos libros nos encontramos con un cachetazo muy duro, un documento muy doloroso. Pero ese dolor tiene que ser no solamente para hacer memoria sino también para reclamar justicia y para impedir que en la narrativa de estos tiempos nuestros compañeros sigan ausentes”.
***
La Colección Pequeño Formato se completa con 19 y 20. Diez años. Fotoperiodismo en la calle; Archivo 21. Recuperación y puesta en valor; Fotografías, de Pablo Zuccheri; El diario, de Daniel Ramón Baca; Fotografías, de Carlos Bosch; y Archivos Incompletos. Todos los libros editados por ARGRA se pueden comprar online en www.argra.org.ar y en librerías especializadas. Además, están disponibles para consulta pública en la Biblioteca Nacional; en las bibliotecas de la Universidad Nacional de Quilmes y de la Universidad Nacional de La Plata; y en las bibliotecas del CDF en Montevideo, del Centro de la Imagen en México DF y del ICP en Nueva York.
Actualizada 10/08/2016

Anuario fotografía
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El fotoperiodista voyeur
El Espacio de Arte ubicado en el primer piso del edificio de la Fundación Osde, en pleno centro de Buenos Aires, es apropiadamente enorme para alojar las más de 120 fotografías, divididas en trece partes, que integran la muestra Antología posible, de Eduardo Grossman. La antología empieza por el final, con un número trece rojo y un texto -“Y enfurece el color, rabioso de sí mismo”- que acompañan las primeras fotografías. Los objetos y personas retratados son diversos: paisajes urbanos, un caballo de calesita, murales, un autorretrato, posters de Evita pegados a un poste. Tienen en común que fueron tomadas recientemente con una cámara digital y exploran colores vibrantes y llenos de contraste. “Al color lo empecé a hacer en serio, para mí, con la foto digital”, afirma Grossman. Estas imágenes hablan de la actualidad de su obra. El primer paso en la muestra es un estallido de color.

Roberto Goyeneche, Buenos Aires, 1984. “Con los personajes famosos siempre es un entrenamiento. Igual la cámara es una buena defensa. Fue una entrevista en la casa. Esta es una foto que estreno. En una muestra de retratos, que hice en 1991 en San Martín, había otra de la misma secuencia, una foto que con el tiempo fue dejando de gustarme. A veces pasa que uno se enamora de una imagen y después se cansa. No hago ningún tipo de análisis psicológico del personaje. No es esa la búsqueda. La búsqueda es siempre fotográfica. Lo que yo busco es una situación de fondo y de luz que para mí conformen una situación fotográfica aceptable”.
La obra de Grossman es mucho más extensa y comprende más tipos de fotografía que los que están colgados en las paredes. Trabajó en publicidad, en moda, hizo books para actores, fotos para estudios de arquitectura, fotocapturas de cine. “Mi producción en estudio, fotos muy producidas, o series temáticas con un guión, todo eso no está –aclara-. Acá está más bien el fotógrafo voyeur o periodista”. Ese es el que él prefiere.
En 2009 dejó de trabajar como fotoperiodista. “Me cansé de trabajar –dice-. Para mí el periodismo en sí mismo nunca fue vocacional. Los últimos dieciocho años de mi vida los pasé como trabajador en Clarín. Aparte de las fotos que me pudieran gustar, para mí era solamente un trabajo. Mi vocación es la fotografía”.

Autorretrato torcido, Miramar, 2014. “Este es un autorretrato del aburrimiento, de una noche desvelada”.
El proceso de elegir las fotos para la antología fue largo. “Empezó cuando dejé de trabajar, hace seis años –relata Grossman- me equipé con un buen laboratorio digital y comencé a rastrillar el archivo, a ordenarlo, mirarlo, descubrir cosas que no había visto nunca, a escanearlas, retocarlas”.
A la hora de armar la muestra, Grossman decidió usar solo copias digitales de sus fotos, impresas a chorro de tinta, la mayoría en papel de algodón. “Por un lado tiene pérdida y por otro tiene ganancia –explica-. La ganancia es que muchos de los negativos estaban dañados, por estar mal archivados o mal procesados, tenían manchas u hongos; con el retoque de photoshop todo eso se puede corregir. Creo que le saqué más el jugo a los negativos con la copia digital que con la analógica”. Nunca fue reacio a adoptar lo digital, y empezar a usar cámaras y laboratorios de esa tecnología se dio naturalmente para él. “Como siempre trabajé en medios, la digitalización dentro del proceso industrial gráfico simplificó muchísimo la labor –señala-. No nos costó adaptarnos: los fotógrafos nos sumergimos con alma y vida en esto”. Tampoco siente nostalgia por las épocas analógicas. “Hoy saco sólo en digital –cuenta-. De vez en cuando saco la cámara de formato medio, la 6×6, que me gusta mucho. El año pasado, en un viaje, hice tres rollos con mi cámara 35, los mandé a revelar con el modo de revelado que usaba cuando hacía analógico y no me encontré, parecían fotos viejas o repetidas”.

Protesta anarquista contra la visita del Papa, 1987. “La policía aprovechó que eran pocos pibes y los cagó a palos, pero no nos reprimió para nada a nosotros, cosa que muchas veces era habitual. Fue como para que se viera lo que iba a pasar si a alguien se le ocurría hacer quilombo cuando viniera el Papa”.
Dos cosas son notables sobre la muestra: una es el Grossman voyeur, que busca capturar una situación fotográfica atractiva o adecuada, pero siempre sin forzar la foto. Y la otra es la falta de intención de poner más de 40 años de obra en orden temporal. Al fondo del espacio de la muestra hay una línea de tiempo sobre Grossman contada en primera persona, una línea que ordena hitos en una carrera fotográfica pero no a las fotos de la muestra.
“Esta es una antología porque es una selección hecha con un criterio de actualidad: ninguna de estas fotos está porque sea una foto que saqué hace mucho”, dice Grossman. Le interesa remarcar que la muestra no tiene un carácter retrospectivo. Una retrospectiva puede parecer terminante, final. Esta antología, en cambio, es simplemente una selección de las mejores fotos, abierta, interpretable.

Escultura con manguera, Buenos Aires, 1987. “El humor y la fotografía se llevan bien: cuando saqué esta foto me reía. Es humorística dentro de lo que yo considero que es una toma con elementos fotográficamente fuertes”.
En cuanto a la segunda parte del nombre de la muestra, explica: “Posible es porque a mí me resultaba imposible y hubo alguien que la miró de afuera y la seleccionó”. Se refiere a Marcos Zimmermann, que rechazó el título de curador por considerar que no había nada de que curar a la vital obra de Grossman. “Respeto su decisión de no ser llamado curador –dice-. La palabra participa de la sofisticación de un mundo que no es el de Marcos ni el mío”. Se muestra muy agradecido con el trabajo de Zimmermann: “Hubo muy pocas discusiones, acepté de entrada su criterio –asegura-. Quedé muy contento”.
Cada capítulo va acompañado de un texto, que corresponde a uno de los trece versos del poema que Chela Grossman, la mujer del fotógrafo, escribió especialmente para la muestra. No es la primera vez que hacen una colaboración artística: “Ella me acompaña con sus poesías desde la primera muestra –afirma Grossman-. A mí me encantan sus textos porque le dan a la lectura de la exposición una dimensión poética, que yo creo tienen todas mis fotos, si bien no en todas es evidente”. El fotógrafo tiene una relación muy personal con la muestra. Interpretado por la mano seleccionadora de Zimmermann y acompañado por las palabras de su mujer, se siente a gusto en su antología.

Secuencia montada, 2011. “Cuando empecé a sacar con cámara digital no quise tener más cámaras profesionales. Sacaba con una camarita que tenía archivos chicos, de seis o siete megapíxeles. Por una especie de situación inexplicable, lo único que hacía cuando caminaba era ver manchas. Y le sacaba fotos a las manchas, pero en pedacitos. Para lograr una fotografía con el tamaño que yo me imaginaba para las manchas, tenía que juntar varios archivos. Le puse un nombre a la técnica que usé, que no sé si existe, pero para mí estas fotos son Secuencias montadas”.
“Los trece números en los que se divide la muestra podrían no haber estado: aparecieron cuando empezamos a ordenar la selección y quedaron trece títulos, que en la sala dividimos en cinco grandes espacios”, comenta Grossman. Pero en la exhibición no hay una secuencia determinada: en la puerta, un cartel avisa que los números no son un itinerario, y que se puede seguirlos o ignorarlos. “Es como la novela de Cortázar, 62, Modelo para armar, o Rayuela, también puede ser: pueden leerla por donde se les cante”, concluye.
Antología Posible. Fotos de Eduardo Grossman se puede ver hasta el 24 de octubre en El Espacio de Arte Fundación Osde, Suipacha 658, 1° piso.