Una cronista de ANCCOM acompañó a los voluntarios de la Fundación Sí en su recorrida por Palermo para darle comida y, sobre todo, compañía a las personas en situación de calle. Aquí sus voces.
Son las ocho de la noche y, como todos los días del año, los voluntarios de Fundación Sí salen a caminar las calles de Buenos Aires con un termo de agua caliente en la mano y la intención simple y radical de acompañar. En invierno se ofrece abrigo; en verano, algo fresco. Pero lo que se reparte –sobre todo- es tiempo, escucha y atención. Se revisan las listas, se distribuyen las cuadras, se anotan los pedidos. Cada grupo conoce su recorrido; en este caso, el de la zona 14, en Palermo.
El punto de encuentro siempre es el mismo: la esquina de Charcas y Julián Álvarez. Las cuadras están semivacías: algunos bares todavía abiertos, taxis que frenan un momento y siguen, las máquinas barredoras que avanzan lento, verduleros que guardan los cajones y algún vecino que pasea al perro mientras los voluntarios buscan rostros conocidos. Dicen que hacer recorridas es una manera de visibilizar a quienes el resto invisibiliza. Darles nombre, saber cuál es su historia, poder compartir con ellos un rato, una charla, un té, una sopa.
Desde hace más de una década, la Fundación Sí organiza este entramado de apoyo que se sostiene todas las noches, incluso en Navidad y Año Nuevo.La apuesta es por el vínculo. Las Recorridas Nocturnas se realizan en CABA, en partidos del Gran Buenos Aires como Tigre, Pilar, Luján, La Plata, Mar del Plata, Rosario, Córdoba, Tucumán, Salta, Jujuy, Resistencia, Posadas, Mendoza y San Luis. El propósito es acompañar a las personas que se encuentran en situación de calle y estar presente en los procesos personales de cada una a través de la constancia y con la idea firme de permanecer, porque conocerse lleva tiempo.
Para hacerlo, trabaja en un abordaje integral de cada historia, con la intervención de distintas áreas conformadas por voluntarios especializados: Adicciones, Animales, Asesoramiento jurídico, Documentación, Inclusión Escolar, Inclusión laboral, Jubilaciones, Psicología, Salud, Trabajo Social y Visitas.
Juanca espera en la esquina, tiene 63 años y es sumamente trabajador, estructurado, testarudo, amable y agradecido. Desde hace más de una década vive ahí, entre el ruido de los colectivos y la generosidad de los vecinos. Es muy querido, en el barrio lo conocen y lo saludan, participan de sus cumpleaños y de algunas fiestas importantes. Le gusta discutir, sobre todo de política, fútbol o precios. Habla del clima, de la inflación, del tránsito. Para dormir, acomoda su carro adelante. Mantiene sus rutinas y tiene todos los papeles al día, pero aun así le advierten que tenga cuidado porque la policía anda levantando gente.
En un contexto donde la situación de calle no deja de crecer, esta presencia toma otro peso. En mayo de este año, el relevamiento oficial del Instituto Estadístico Porteño registró 4.522 personas sin acceso a una vivienda. De ellas, 1.574 dormían directamente en la vía pública, la cifra más alta desde que se realiza el estudio. Las organizaciones de la sociedad civil que se especializan en el tema, dicen que esa cifra se queda muy corta y cuestionan la metodología utilizada para obtenerla. La crisis económica empuja, el mapa de la calle cambia rápido, cada semana aparecen historias nuevas.
A unas cuadras está Dani. Lo reconocen desde lejos, aunque se afeitó y está distinto. Charla con todos y habla inglés, recuerda los nombres de voluntarios de otras zonas y pregunta por ellos. Dice que los espera. Tiene anécdotas para todo y una energía que contagia. Habla de Mar del Plata, de un casamiento y pregunta si alguien podría cortarle el pelo. Esta noche lo acompaña Pablo. Entre risas, los dos miran videos en el celular para aprender palabras en guaraní. Aparecen historias de sus padres y hermanos.
Contó que le habían hecho dos notas en la radio y que siempre le preguntaban lo mismo: “¿Qué se siente tener 60 años y vivir en la calle?”. Es el primero en ofrecer asiento y el último en despedirse. Esta noche lo acompaña Pablo. Entre risas, los dos miran videos en el celular para aprender palabras en guaraní. Aparecen historias de sus padres y hermanos.
Voluntarios del proyecto Recorridas Nocturnas. Foto: Gentileza Fundación Sí.
Javi, en cambio, es más reservado. Vive en Plaza Medrano. Pasó por varios hogares, y sólo rescata uno: el del Cura Brochero. “Estaba limpio, te ayudaban de verdad”, dice. Ahora intenta tramitar su DNI, otra vez. Habla poco, pero cuando lo hace, elige bien las palabras.
Al lado está Fabiana. Hace tiempo que el grupo la conoce. Antes andaba con Mauro, con quien solían parar en un salón de fiestas. Esa noche se la nota más conversadora que de costumbre. “¿No tenés un pantalón y unas zapatillas 37? ¿Habrá algún lugar donde pueda bañarme? Estoy necesitando eso. Si saben de algo, avísenme.”. El grupo le pasa la información del Dispositivo de Primer Acercamiento estatal (DIPA), que son espacios donde pueden asearse, comer algo y tener asistencia profesional.
Le preguntan también por sus hijos. Fabiana levanta la mirada apenas, como si no quisiera detenerse en el tema: “Estoy peleada… no sé.”
Durante el segundo trimestre de ese año, casi uno de cada cinco habitantes, unas 650 mil personas, atraviesa condiciones de pobreza, y alrededor del 4% de los hogares directamente no logra cubrir lo básico para comer. La indigencia alcanza al 6% de la población.
Entre los voluntarios circula una certeza que se repite en las recorridas: lo que los hace seguir saliendo es saber que, por más pequeño que parezca, lo que hacen tiene un impacto real en alguien. A veces, un simple “¿cómo estás?” puede ser lo único que una persona escucha en todo el día. Y motiva ver que esperan la visita, que recuerdan sus nombres.
También está Rosa, una mujer dulce y educada que llegó hace poco. Habla pausado. “Soy de Misiones, trabajé siempre como empleada cama adentro. Pero ahora estoy en un tratamiento psiquiátrico y los médicos me recomendaron no volver a trabajar hasta recibir el alta. Llegué acá, a la plaza, hace poco. Este grupo… la verdad que es lindo, me gusta quedarme, nos acompañamos.”
Matías aparece algunas noches. A veces trabaja en la parrilla de la vuelta, pinta casas o pasea los perros de los vecinos, que lo aprecian y confían en él. Cuando no está, deja sus cosas en la verdulería o con el portero de al lado. Últimamente no siempre quiere conversar: “Estoy tranquilo, chicos, gracias, no quiero nada”, dice sin levantar demasiado la vista del teléfono, donde suele quedarse enganchado con un jueguito.
En el bulevar de Charcas, Rubén escucha la radio, siempre la misma emisora. Es de Córdoba y le gusta el cuarteto. Esa noche se había quedado sin pilas, así que el grupo caminó hasta un quiosco y volvió con un paquete nuevo. Le duelen los pies, le sugieren que camine un poco durante el día. No habla mucho y baja la voz. Cuando le preguntan por la escuela, responde en voz baja: “No… la primaria terminé nomás. El secundario no, salía mucha plata.” El grupo vuelve a preguntarle: “¿Cómo mucha plata, Rubén? ¿No fuiste a un colegio público?” Y él repite, con cansancio: “Sí… pero era mucha plata, mucha plata.” Después cambia de tema y vuelve a contar que le hubiera gustado estudiar “negocios”. De a poco va dejando entrever partes de su historia. La intimidad se construye con la constancia de las noches. Esta idea de que la confianza lleva tiempo se repite entre los voluntarios, saben que muchas personas están acostumbradas a que las traten mal.
No hay promesas de salida ni discursos salvadores. Lo que se ofrece es estar. Una charla que interrumpa el anonimato. Se pregunta si alguien vio al que solía dormir sobre la vereda de enfrente. Se comenta que otro está alquilando una pieza.
Durante la pandemia, las recorridas se suspendieron por un tiempo. Estrella, voluntaria de la Fundación, recuerda que, en esos meses, solo una persona podía salir a repartir viandas. Entre quienes acompañaban, estaba “el Chapa”, que había logrado comprarse una casa rodante con un subsidio, aunque “estaba toda destartalada”.
Ante esa situación, los voluntarios organizaron una jornada para arreglársela. Se acercaron con un muralista que diseñó un dibujo lleno de colores y pasaron horas bajo el sol, todos con barbijos, en una calle sin salida. Estrella tiene presente el momento en el que terminaron y el Chapa se emocionó. “Dijo que, por primera vez, iba a poder acostarse a dormir y mirar el techo de su propia casa”.
Es un recorrido de nombres propios: la esquina de Juanca, la plaza de Javi, el bulevar donde se sienta Rubén. Cada noche, el grupo vuelve a esos mismos puntos. Hay quienes desconfían, quienes no quieren hablar y quienes están de paso. Pero siempre hay alguien que espera. Por eso, las salidas no se suspenden.
Dentro del grupo insisten en que detrás de estas historias no hay decisiones aisladas sino pérdidas, enfermedades, violencia y falta de oportunidades, algo que Martín, voluntario de la Fundación, suele remarcar cuando escucha decir que “alguien está en la calle por elección”.
El termo ya pesa menos. También se conocen nombres nuevos o alguien reaparece después de meses. Cada noche, los voluntarios registran lo que vieron, lo que escucharon, lo que hay que llevar. Dicen que, al principio, cuesta saber cómo hablar, qué decir, cómo acercarse.
“Acompañar —resume Estrella— es estar en las buenas y en las malas. Escuchar, respetar los silencios, dar un abrazo, reírse o llorar juntos. Aprendés, te emocionás, te transformás. Es amistad.”