Este martes se cumplen 40 años de un fenómeno meteorológico nunca visto en la zona. Las ráfagas de 300 kilómetros por hora arrasaron con todo y un viento de solidaridad reconstruyó lo destruido. El recuerdo de los vecinos.
En aquella tarde del 25 de noviembre de 1985, la ciudad de Dolores dormía la siesta bajo un peso húmedo e inusual. No había un alma en la calle: hacía mucho calor, pero no era un calor cualquiera; el ambiente era denso, muy particular. “No se respiraba”, recuerda Andrés Kaiser, vecino dolorense, que aún asocia ese aire espeso con las antiguas inundaciones que hacían de la ciudad “una palangana”. Desde las ventanas, los vecinos observaban un cielo inmóvil, sin viento, que comenzaba a oscurecerse de manera extraña.
Marcela Bazterrica, comunicadora y periodista, en ese entonces tenía 5 años y recuerda que el silencio era absoluto, como si todo el pueblo contuviera la respiración. En ese instante de calma tensa, los ojos se alzaron hacia el horizonte: lo que se veía venir no era una tormenta más de noviembre. El cielo se tiñó como una noche prematura y, con la oscuridad, llegó un rugido que nadie había escuchado antes.
No era un sonido familiar. Era un ruido ensordecedor que, en un instante, pasó de rumor a estruendo. “Parecía que los autos se manejaban solos”, recuerda Sebastián Alonso, nuestro taxista y guía en la ciudad, que a sus cinco años miraba desde el ventanal cómo el viento arrastraba los vehículos por la calle. En minutos, el corazón de Dolores fue sacudido por una fuerza desconocida. Los testigos, atónitos, veían cómo el aire se llenaba de objetos que parecían inofensivos. “Pensé que eran sachets de leche, hasta que entendí que eran chapas”, dice Marcela. El tornado, uno de los más fuertes que azotaron Argentina, cruzó la ciudad en diagonal con vientos de más de 300 km/h, arrasó 40 manzanas, se cobró la vida del vecino Alpidio Vizcaíno en la maderera Diepa y dejó a Dolores sin luz, servicios ni comunicación. La siesta de aquel lunes había cambiado para siempre a la ciudad.
Cuando cesó el viento, que apenas duró siete minutos, la ciudad quedó sumida en un silencio que muchos recuerdan como más violento que el propio vendaval. “En una vereda no quedó nada, y en la de enfrente no se movió ni una hoja”, cuenta Andrés, todavía asombrado por lo azaroso del fenómeno. Ya no era solo miedo, era la certeza de la ruina. El fenómeno dejó tras de sí una destrucción total: casas derrumbadas, autos destruidos, árboles arrancados de raíz y espacios públicos severamente dañados, tales como el Cementerio, la calle Olavarría, el Hogar del Anciano, la Plaza Moreno, y el Frigorífico Casassa.
El tornado dejó sin nada a quienes golpeó. Andrés, que aquella tarde estaba en su casa, recordaría el panorama de los días siguientes con absoluta lucidez: “Hubo gente que ni ropa le quedó. El tornado se llevó todo por donde pasó.” A este despojo total de pertenencias y los daños físicos se sumó la oscuridad absoluta. Con el tendido eléctrico devastado en numerosos sectores, la noche no trajo descanso, sino aislamiento y penumbra. Los vecinos salieron con linternas a buscar familiares y a remover escombros con las manos. La municipalidad, desbordada, organizó cuadrillas improvisadas para asistir a los heridos y despejar las calles principales. En los barrios más afectados, las familias dormían al aire libre, junto a lo poco que habían podido rescatar.
La mayoría de las personas no podían comunicarse entre sí, ni dentro ni fuera del pueblo. Las líneas telefónicas estaban cortadas, y las radios locales, silenciadas. Miriam Manias, que entonces trabajaba como maestra jardinera en Mar del Plata, recuerda la desesperación. Sus padres vivían justo enfrente de la maderera: “No sabía si estaban vivos o muertos.” En ese contexto, los radioaficionados se convirtieron en el único enlace con el exterior. Entre ellos, Jorge Erbetta, presidente del Círculo de Radioaficionados de Dolores, logró contactar con estaciones de la región y transmitir los primeros reportes. Durante más de un día, las únicas noticias de Dolores viajaron por esas frecuencias, mientras el pueblo intentaba volver a organizarse.
El amanecer del 26 trajo la dimensión completa del desastre. Dolores apareció cubierta de polvo, chapas y escombros. Los vecinos salieron a buscar a sus familiares y a reconocer lo que quedaba de sus hogares, mientras bomberos, defensa civil y personal municipal trabajaban sin descanso. La supervivencia se volvió una tarea colectiva: rescatar, asistir, limpiar, volver a empezar. El desafío que ahora enfrentaba la ciudad no era sólo meteorológico, sino también humano, institucional y de memoria.
Miriam Manias con un ejemplar de la revista Gente del 28 de noviembre de 1985.
El fenómeno meteorológico
La ciencia, con el paso de los años, logró poner en palabras aquello que para los vecinos de Dolores había sido pura confusión y espanto. El meteorólogo José Javier Merlos explica: “Aquel tornado fue el resultado de una combinación poco frecuente de factores. Ese noviembre se mezclaron masas de aire muy cálidas y húmedas con un fuerte contraste de temperatura en las capas altas de la atmósfera. Esa diferencia genera ascensos y descensos bruscos de aire y, cuando el aire descendente toca el suelo, se forma el embudo”.
Los vecinos de Dolores relacionan las fuertes inundaciones previas con la formación del tornado. Sin embargo, Merlos descarta que hayan provocado el fenómeno, aunque reconoce que influyeron en el escenario: “El suelo estaba saturado de agua, pero eso no genera un tornado; si acaso, puede atenuar el calor. Lo que pasó fue que la atmósfera tenía tanta energía que nada la detuvo”. Aquella energía se tradujo en ráfagas de más de 300 kilómetros por hora que atravesaron la ciudad en diagonal, siguiendo un patrón típico de estos fenómenos. “Los tornados no avanzan en línea recta -explica-, sino que hacen un recorrido en zigzag dentro de una franja, por eso hay calles devastadas y otras intactas”.
La intensidad del viento permitió clasificarlo entre los tornados más destructivos, con ráfagas de entre 250 y 320 kilómetros por hora, capaces de arrancar árboles, volar techos y retorcer estructuras metálicas. “Fue un evento extremo para la provincia de Buenos Aires, pero no aislado -advierte Merlos-, la llanura pampeana tiene las condiciones para que estos episodios se repitan. Lo que cambió es que hoy contamos con más tecnología y registros: antes, si un tornado no pasaba por una ciudad, simplemente nadie lo veía”. Sin embargo, esa mayor difusión no supuso un avance en los registros meteorológicos: la pérdida de las estaciones ferroviarias en los años noventa redujo la red de observación y la precisión en el seguimiento de estos fenómenos.
Un pueblo solidario
Tras la catástrofe, el Estado provincial dispuso una serie de decretos de emergencia para asistir a los sectores más afectados. Las medidas incluyeron prórrogas impositivas, créditos y beneficios fiscales para productores rurales, con el objetivo de recomponer la actividad económica. Sin embargo, la reconstrucción urbana y habitacional recayó principalmente sobre la municipalidad y los propios vecinos.
De la tarea inmediata de levantar la ciudad fue protagonista su gente, que encontró en la unión la forma de empezar de nuevo. Antes de que llegaran las ayudas oficiales, los propios vecinos se organizaron para asistir a quienes lo habían perdido todo. “Los que todavía tenían casa daban abrigo, los clubes y las iglesias recibían donaciones, y los bomberos trabajaban día y noche”, recuerda Marcela. Desde distintos puntos de la provincia llegaron camiones con alimentos, ropa y materiales; medios nacionales impulsaron colectas, y las instituciones locales se transformaron en centros de acopio y refugio.
En medio del desastre, el pueblo se sostuvo en su propia red. “Fue el pueblo el que estuvo ahí”, dice Andrés, que ayudó a su abuelo a reconstruir el techo con chapas donadas. Ese impulso comunitario -hecho de gestos simples, manos prestadas y una solidaridad inmediata- permitió que Dolores comenzara a levantarse incluso antes de que se hicieran efectivos los decretos y las ayudas oficiales. Fue, en definitiva, la respuesta de una sociedad pequeña pero unida, que encontró en la cooperación su forma más profunda de resistencia.
Cuarenta años después el recuerdo del tornado sigue vivo. Verónica Meo Laos, investigadora radicada en Dolores, propone un proyecto de memoria. Su idea es reunir los testimonios en un registro colectivo de historia pública. “De un tiempo a esta parte, Dolores es una fiesta. Hay un interés por apropiarse del espacio público, de celebrar. ¿Y por qué no? De recordar también”. Y agrega que la recuperación de la ciudad “tiene mucho que ver con cómo se gestiona la catástrofe”.
En Dolores esa gestión tuvo que ver con la solidaridad de sus habitantes. Hasta hoy, los vecinos se siguen reconociendo en esa actitud. Como afirma Marcela: “Ante cualquier cosa que ocurra estamos todos dispuestos para ayudar. Eso es una marca de los dolorenses”.
En esta historia no importa solo lo que ocurrió aquel día, sino cómo el pueblo se reorganizó para salir adelante. Contar lo que pasó fue también reconocer eso que todavía sostiene a Dolores: la solidaridad que convirtió la tragedia en una forma de unión.
Equipo de producción: Candela Mantuano, Cintia Ramírez, Marlene Bachmann y Valentina Muñiz.