Por Camila Esne
Fotografía: Gentileza Familias

Cincuenta y nueve de las 124 víctimas confirmadas del fentanilo adulterado eran de esa provincia, muchas de ellas de Rosario, donde sus familias y las del resto del país se reunieron para reclamar verdad y justicia. Mientras la causa avanza, van quedando expuestas las complicidades y ocultamientos de los centros médicos.

La investigación de la tragedia del fentanilo adulterado sigue su curso en el Juzgado Federal N° 3 de La Plata, a cargo de Ernesto Kreplak, pero también vive con fuerza en las historias de los familiares de las víctimas. Con la confirmación judicial del número de casos en Santa Fe y el impulso de sus diputados se anunció que el 3 de noviembre se conformará una comisión investigadora en la provincia.

En Rosario, nadie supo cuándo empezó la tragedia. No hubo un estallido ni una sirena a tiempo. Solo un murmullo, en las guardias, en los pasillos, entre las enfermeras que se miraban sin saber qué decir. Los pacientes morían, uno tras otro, sin explicación. Los partes médicos hablaban de “fallas multiorgánicas”, “neumonías resistentes”, “cuadros sépticos”. Palabras sin rostro, que no decían nada y sembraban dudas. Las familias de Mónica Bracalente, Luis Cortopassi y Roberto Cuaglia se movían por los pasillos de los hospitales. Cada una vivía su propio infierno, pero todas oían la misma música de fondo: los pitidos del monitor, la respiración artificial, el silencio de los médicos que bajaban la mirada cuando pedían explicaciones.

El 17 de febrero, Mónica Vilma Bracalente, de 68 años, llegó al Hospital Italiano de Rosario porque tenía el dedo del pie inflamado. Mónica era una paciente diabética. Ella y su familia vivían en Arroyo Seco, a media hora de Rosario. Su hija, Claribel Pigini, cuenta que llegaron por recomendación de un médico de Villa Constitución, debido al equipo de diálisis con el que cuenta la institución. El especialista señaló que, en pacientes como ella, este tipo de situaciones no eran inusuales.

A las 22.30, después de tres horas en la guardia, pudieron comenzar con los análisis. El resultado de la muestra de sangre dio mal y Mónica pasó a internación. Ningún familiar se pudo quedar esa noche y por la mañana recibieron la noticia de que la habían mandado a terapia intensiva. Nadie entendía por qué todo pasaba tan rápido.

Al segundo día de terapia intensiva la operaron y le realizaron el raspado de la infección del dedo. “Mi mamá del pie ya estaba bien”, recuerda Claribel.

Pero al tercer día de internación empezó a desmejorar por falta de aire. Y al cuarto día la pusieron en un coma inducido con respirador. La familia recibía placas de pulmones y partes médicos que generaban cada vez más preguntas. Se había complicado todo por algo tan chico.

—En ese momento no se hablaba del fentanilo. Estábamos en la nada misma. Ni ellos sabían.

Se hacía mención de una bacteria que no tenía nombre ni forma de combatirla. Ni una palabra sobre el fentanilo. Después supo que el quirófano donde operaron a su madre usaba ampolla del lote 31202, el mismo que después el Instituto Malbrán confirmó como contaminado con Klebsiella pneumoniae y Ralstonia mannitolilytica. Pero en ese momento nada tenía explicación y el 3 de marzo Mónica falleció.

— Yo veía que mi mamá estaba hinchada, llena de cables y con el respirador.

En los pasillos del hospital retrata Claribel que todos los casos de terapia intensiva presentaban complicaciones abruptas, desmejoramientos que nadie entendía y nadie podía explicar. La ausencia de respuestas empezó a hacer ruido. Las dudas se acumulaban en las camillas y en cada silencio médico.

Un día, Claribel vio en la televisión el comunicado de la ANMAT y los testimonios de los familiares de las víctimas, entre ellas la historia de Renato Nicolini, un chico de 18 años que había muerto en Buenos Aires. En ese momento entendió que su mamá no había muerto por una inflamación del dedo, ni era un caso aislado. En el informe aparecía Sol Franchesse, la mamá de Renato, y mencionaban el fentanilo.

Después, Claribel se contactó con Sol y con la ayuda de Adriana Franchesse —tía de Renato y abogada de varias de las familias víctimas en la causa— empezaron a desarmar el laberinto. Juntas, fueron encontrando las piezas que faltaban y, de a poco, la verdad empezó a aparecer. Fueron a pedir la historia clínica. A la hermana de Claribel la atendió una secretaria, pero solo le dio una hoja con dos líneas escritas a mano, nada más. Insistieron. Querían el historial completo.

Quince días después, y tras pagar quince mil pesos, les entregaron un manojo de papeles sueltos. Análisis borrosos, tachaduras, espacios en blanco donde deberían estar los informes. Un rompecabezas sin piezas.

La historia clínica, por ley, es el documento que reúne cada práctica, cada diagnóstico, cada decisión médica sobre un paciente. Debe entregarse —sin excusas— dentro de las 48 horas desde que se solicita. Firmada y autenticada por la autoridad del hospital. También lo dice la ley: no pueden cobrarte por acceder al historial de un familiar fallecido. El derecho no debería tener precio.

—Desde el hospital no tuvimos respuesta de nada, ni un comunicado. Nosotros empezamos a investigar sin saber nada de leyes ni de medicina y hacernos expertos de la mano del grupo de mujeres que se formó en Rosario. Estábamos todos en la misma.

El 31 de marzo de 2025, Luis Cortopassi llegó al Sanatorio Parque acompañado por su esposa, Claudia, por un dolor en el abdomen. Luis tenía 57 años e ingresó en sillas de ruedas al Centro de Emergencias Regional a las seis de la mañana. “Lo de emergencia lo pondría en duda”, cuestiona Claudia.

Entre estudios y esperas, estuvieron dos horas en la guardia, bajo la luz fría, para que le den una camilla. Él se encontraba en una descompostura que le costaba mantener los ojos abiertos. Cuando al fin lo subieron al quirófano por una hernia, ya habían pasado casi doce horas. Salió en un estado delicado con perforación de intestino y paso directo a terapia entubado.

—Viendo los estudios posteriores al desenlace, la infección era muy importante— explicaba Claudia.

Estuvo siete días internado en la terapia del Sanatorio Parque, perteneciente al Grupo Oroño. Un detalle que resalta su esposa como algo que no se quiere nombrar en Rosario.

Durante los primeros días, Luis parecía mejorar. Los médicos notificaron que la sepsis estaba bajando como las dosis de suplementos que necesitaba el cuerpo y la sedación. Su esposa pudo entrar a verlo, se tomaron de la mano, se miraron, él le contestaba con la cabeza y con los ojos. Solo quedaban pocos pasos y cerrar la herida.

—Ya se había encaminado por el esfuerzo del propio paciente y de todo el cuerpo médico. Pero entró a la segunda cirugía y ahí comenzó todo.

Hasta que el cuarto día tuvo fiebre. Luis estaba lleno de cables, de bolsas, ganchos y aparatos por todos lados. Los días siguientes consistieron en recaídas. Fiebre. Ritmo cardíaco acelerado. Le cambiaban de antibióticos, de sondas. Revisaban qué bacteria podría ser la causante. Pero no tenía nombre. Sólo las hipótesis y sospechas inundaron el cuarto.

—A los médicos los veía desorientados.

Hasta que al sexto día le diagnosticaron una neumonía y Claudia recuerda que las manos de su marido estaban hinchadas. Al séptimo día falleció, según los médicos por una falla multiorgánica. Un infarto.

A los pocos días, Claudia volvió a reunirse con los médicos buscando explicaciones. La razón, entre muchas excusas, dieron a entender era el estado débil de su esposo. Pero nada concreto. Había superado la sepsis. No entendía. Las sospechas surgían en los pasillos de terapia. Pacientes que desmejoraron abruptamente. Se escuchaban muchos casos que se repetían en cadena. Pero a nadie le sorprendió.

En su intento de que alguien escuchara su caso, Claudia empezó a mandar mensajes a medios y radios de Rosario. Nadie respondía. Semanas después, vio en las noticias el caso de Carla, hija de una de las víctimas del fentanilo adulterado. En la pantalla apareció el nombre del laboratorio: HLB Pharma Group. Hablaban de ampollas de fentanilo contaminado con bacterias. Y había un número de teléfono.

Ese número fue el hilo inicial. A partir de ahí comenzó a tejerse una red que la llevaría hasta Adriana Franchese, tía de Renato y abogada de muchas de las familias afectadas. Adriana tenía una lista con los casos de fentanilo contaminado. En esa lista estaba el nombre de Luis. Esa información había sido enviada por el Sanatorio Parque, pero solo después de que el juez Ernesto Kreplak lo exigiera reiteradas veces.

Era el mismo sanatorio que nunca había tenido respuesta para Claudia. Ella había pedido la historia clínica y le entregaron 361 fojas. Más tarde, junto a los abogados, supo que en realidad había más de mil. Algunas páginas están repetidas. Otras pertenecían a pacientes que eran su familiar.

— Me ocultaron pruebas, solo me dieron un cuarto del historial clínico.

De la mano de Carla Maino, comenzaron a sumarse otros familiares. “Todos nos íbamos enterando prácticamente en la calle”, cuenta Claudia. Nadie les explicaba nada. Nadie en Rosario parecía querer que la verdad saliera a la luz. Entonces, lo que empezó como desconcierto se convirtió en necesidad: buscar respuestas, no estar solos.

El acompañamiento entre familias, estar en un grupo, tener asesoramiento legal y un juez comprometido al frente de la causa les dio, por primera vez, un poco de paz. 

—A Luis lo atendieron bien, pero con el resto fueron inhumanos. Ellos tenían la lista, sabían lo que pasaba y no tuvieron el corazón de llamarnos para decirnos la verdad.

Santa Fe fue una de las jurisdicciones más afectadas por la distribución del medicamento adulterado: recibió 39.705 ampollas del fatídico lote 31202 de fentanilo.

Según consta en la resolución judicial del Juzgado Federal N° 3 de La Plata, a la que pudo acceder ANCCOM, la provincia de Santa Fe fue una de las más afectadas por la distribución del medicamento adulterado: recibió 39.705 ampollas del lote 31202 de fentanilo HLB. Este lote se produjo en Laboratorios Ramallo S.A., empresa perteneciente al HLB Pharma Group. Entre los centros de salud públicos y privados que lo recibieron y administraron se encuentran el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (Rosario), el Hospital Italiano Rosario (sedes Centro y Sur), el Sanatorio Parque (Rosario) y el Hospital Municipal Dr. José María Cullen (Santa Fe capital). La distribución en la provincia estuvo a cargo de droguerías como Nueva Era, Alfarma SRL y Federal Pharma.

La investigación judicial —Causa N° 17371/2025— identificó a 59 pacientes fallecidos en Santa Fe con posible vinculación al brote. El Cuerpo Médico Forense determinó que la infección por estas bacterias multirresistentes fue un factor decisivo o agravante en los fallecimientos. La gravedad del caso llevó a que la Municipalidad de Rosario y varias entidades propietarias de sanatorios se constituyeran como querellantes. Además, parte de los imputados —como Wilson Daniel Pons, Adriana Iúdica y Víctor Pablo Boccaccio— ocupaban cargos clave en Laboratorios Ramallo y tenían domicilio en Rosario o en otras ciudades de la provincia.

Pero todo eso —los documentos, las cifras, los nombres en lista— no alcanza para contar lo que sucedió adentro de cada familia. Valeria Cuaglia pasó casi un mes en el Hospital Italiano Centro de Rosario acompañando a su padre, Roberto, internado después de un procedimiento en el Sanatorio Delta. Lo habían dejado pálido, con anemia, y la indicación era una transfusión. Esa noche lo despidió riendo, como siempre lo había visto, sin imaginar que, al día siguiente, ya no lo volvería a ver despierto.

El ingreso a terapia fue confuso y lento. Valeria recuerda esperar horas en un piso vacío, sin noticias, hasta que finalmente le informaron que su padre había sufrido una crisis respiratoria, que lo habían entubado y trasladado a cuidados intensivos. Desde ese momento, todo se precipitó: neumonía bilateral, infección generalizada, falla multiorgánica. Cada parte médico traía nuevas malas noticias. Las transfusiones no alcanzaban, los antibióticos se cambiaban sin respuesta, y la bacteria resistente que lo atacaba no tenía nombre ni tratamiento claro. Durante esos días, Valeria tocaba sus brazos hinchados y sentía el olor extraño que emanaba de su cuerpo; recordaba a su padre vivo y hablador, y lo veía reducido a un conjunto de cables y bolsas conectadas a la máquina que respiraba por él.

El 20 de mayo murió por un paro cardiorrespiratorio. Solo entonces comenzó a unir las piezas: el aviso del laboratorio el 8 de mayo, la alerta de ANMAT el 13. Su padre había recibido fentanilo de los lotes contaminados, y nadie del hospital se lo había dicho. Nadie le advirtió que lo estaban medicando con un producto peligroso. “Lo estaban matando mientras yo creía que lo cuidaban”, recuerda.

A partir de ahí, Valeria empezó a buscar otras familias, a contactar a quienes habían vivido historias similares. Fue así como llegó a Carla y Vanessa, que habían empezado a visibilizar los casos en los medios, y a Adriana Franchesse, abogada y familiar de otra víctima, con quienes pudo compartir información, angustias y dudas que nadie más entendía. Para ella, el grupo se convirtió en refugio y guía, un lugar donde cada pregunta, cada temor, era comprendido.

Valeria no habla de política, aunque sabe que su caso podría ser usado con fines partidarios. Su reclamo es otro: justicia para su padre y para todos los afectados, que se cumpla la ley de trazabilidad, que ningún medicamento vuelva a circular sin control y que los responsables paguen hasta el último. No es solo su lucha, dice, es la de todas las familias que perdieron a padres, hijos, abuelos, nietos, amigos. Una lucha por contención, por respuestas, porque nadie más tenga que atravesar lo que ella vivió. Porque lo que pasó no puede repetirse, y nadie debería enfrentarlo solo.

Las familias, primero, fueron nombres sueltos en un grupo de WhatsApp. Móviles vibrando de madrugada, mensajes con informes médicos, preguntas sin respuesta. De esa conversación rota nació la idea de hacer algo afuera, de poner el cuerpo donde el dolor existe. El 16 de octubre, frente al Monumento a la Bandera, se reunieron. Llevaban fotos, flores, carpetas con el nombre de sus muertos. “Una se siente más acompañada”, dijeron. Porque antes de eso, estaban solas: en los pasillos de los hospitales donde nadie explicaba nada, en las oficinas donde sólo se hablaba en términos legales. Lo que había era bronca. Impotencia. Enojo. La sensación de que algo se había quebrado para siempre. ¿Cómo se llega a esto? ¿Cómo se escapa tanto de las manos?

Hoy son 124 casos confirmados, pero todos saben que hay más. Que siguen apareciendo historias. Que todavía se está investigando. Por eso no se detienen. Lo que empezó como un grupo disperso ahora tiene forma de reclamo. En los últimos días, los legisladores anunciaron que una comisión del Congreso sesionará en Rosario para escuchar a las familias y avanzar en la investigación sobre el fentanilo adulterado. No es justicia, todavía. Pero es una puerta abierta. Una promesa de que alguien —por fin— va a escuchar.