Lejos del debate sobre la digitalización del trabajo, toda una comunidad analógica se gana la vida día a día, lejos de las plataformas: en las calles.

Clarea la mañana en la estación Liniers. El sol alumbra encima de los rieles, sin calentar, y el vapor del aliento asoma entre los abrigos. Cada tantos minutos, cuando llegan o parten los trenes, un torrente de pasos sube por la pasarela metálica que cruza las vías. Un joven se planta en medio, extiende los brazos y muestra dos bolsas de plástico de las que emana un halo de calor: —¡Lleve, aproveche el chipá caliente, lleve aproveche!”
—Yo estoy acá porque no es territorio de la policía —dice N., de 20 años, en diálogo amable, aunque prefiere no revelar su identidad— Trenes Argentinos es un espacio privado, y ellos no pasan para acá. Entonces, cada vez que me corren de la calle, me escapo acá y me quedo tranquilo.
N. cuenta que los turnos para vender en el tren están divididos y comercializados, pero se niega a señalar a quienes le venden ese derecho. A él le asignaron el horario que va de las 4 de la mañana a la 1 de la tarde:
—Yo soy un empleado más, o sea yo trabajo para alguien. Al no pagar alquiler de un local ni pagar impuestos, la ganancia es bastante. Pero yo no cobro como ellos; cobro como empleado”.
Después del almuerzo trabaja de Rappi y estudia Programación. Se recibió de maestro mayor de obras y está ahorrando plata para “seguir estudiando en la UBA”.

Del otro lado del cruce, mirando hacia la iglesia de San Cayetano, Isaac Espinoza (80), albañil jubilado, se sienta en el cordón de la vereda. Frente a él se extiende una manta con ristras de ajo, un cajón de limones y bolsitas de ají rojo, curry, orégano, cúrcuma…
—Hace poco vino un muchacho conocido aquí, por esta zona. Me pidió la hora, yo saqué el celular y ahí me lo manoteó y se fue. ¿Cómo lo iba a correr, si yo tengo problemas? Puedo caminar con ayuda de un bastón, pero correrlo no puedo. Además, si me voy me van a robar el carrito y la mercadería. Entonces lo que hice fue comprar un machete —dice y muestra una hoja envuelta en plástico.
Isaac dejó la construcción tras sufrir un accidente en la pierna. Cobra una pensión de 160 mil pesos que se le va en alquiler. —Más o menos ando bien con los préstamos del ANSES. Ahora voy a ver si pido otro del banco para aumentar las cositas para vender: trapos de piso… Como la gente anda viajando, no tiene tiempo de ir a buscar trapos a otro lado. Entonces aprovecharía eso para poder decir: ‘Bueno, el domingo como’. Porque yo voy a los comedores de las iglesias: en La Matanza, tres días aquí en San Cayetano, los sábados voy a Martínez al desayuno, ahí nomás almuerzo, me dan ropa, y así vivo…
Al pasar las horas, mientras la tarde se nubla, los pasos se encaminan al otro lado del tren. En José León Suárez y Falcón, ocho policías de la Ciudad escoltan a los agentes de Espacio Público. Los vendedores esconden la mercadería en bolsas de tela y de consorcio: entra un billete, sale una porción de budín y un café humeante. Y entre medio de todas las piernas y la fachada grisácea del Plaza Shopping, se escucha un rasgueo de guitarra.
—A mí no me molestan los de Espacio Público porque los músicos no vendemos nada” —dice Emiliano Maldonado, de 48 años, con la guitarra cruzada en el pecho, apenas apoyado en su silla de ruedas. Tiene los dedos torcidos con una protuberancia sobre el puño, pero parece que vuelan cuando pellizca las cuerdas, recorre el mástil y hace salir, como sin esfuerzo, la melodía. —Yo lo único que vendo es alegría, amor… —dice y desgrana su historia:
—Me fui de gira con una banda de rock en 2001. Hicimos toda Sudamérica durante 15 años: Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Chile… Estábamos en hoteles, con todos los lujos, y ahora la vida me trajo acá. Como toda banda de rock, tuvimos algunos problemas: mucho consumo, drogas, alcohol, y algunos problemas de salud. Yo, de hecho, tengo problemas producto de ese exceso—. Entonces decidí cortar con la noche, con todo ese mundo, y pasar más al día, a lo familiero, a la calle, como para dejar de estar en contacto con esa parte que a veces excede un poco.
Emiliano volvió a Argentina en 2015 y dio clases particulares hasta 2022. Su oficio cambió con la situación económica: —Muchos papás me han llamado para interrumpir, entiendo que por la crisis pensaban no seguir, dedicarse al alimento y a la educación básica. Ahora se recupera de una caída que le valió cuatro tornillos en la pierna. Mantiene, sin embargo, la sonrisa: —La música lo que tiene es que uno está independiente de todo el sistema —explica. —Yo por ahí gano en cuatro horas lo que una persona en diez o doce.

Bajando por José León Suárez, pasado el cruce con Falcón, dos hileras de locales con vitrina a la calle, jugueterías, rotiserías y verdulerías, muestran manojos de acelga, bolsones de porotos rojos y negros, carcasas de celulares y pollos girando al espiedo, en un coro de tonadas peruana y boliviana. Los volanteros promocionan a videntes indígenas que ofrecen maldiciones y amarres de amor; y de un grupo de gente sale un sonido chillón, estridente, que es imposible de ignorar: —¡Venga amiguito! ¡Venga por su regalo, su espadita!. Es otra música. Música infantil que retumba en los altoparlantes instalados al frente de una juguetería. Y una mujer disfrazada de Minnie junto a un payaso que vocifera en el micrófono: —¡Acérquese también el papito para que no tenga miedo! Un niño lo mira y tirita.
—Para hacer esto hay que tener mucha actitud, alma. Yo creo que se nace —dice el Payasito Sonatita, de 40 años, conversando en la vereda, al costado de la juguetería. Dice que formó una compañía de entretenimiento en Guernica, que trabaja a pedido. Desde el cordón de la vereda, atrae a la gente por los altoparlantes y les ofrece globos con forma de espada, de perrito, se toman las fotos con Minnie y promocionan productos de la tienda que lo contrató: —En Buenos Aires llevamos prácticamente diez años trabajando. Con todas las comunidades: la peruana, boliviana, argentina, paraguaya. Hacemos no solamente shows infantiles sino también para grandes: quince años, animación. Nos va bien”.
La caída de la noche funciona como un tablero de control: hay partes de la ciudad que se apagan, otras se encienden. Lejos de Liniers, en pleno centro de Buenos Aires, las veredas de las grandes peatonales ya se empiezan a llenar, y los trabajadores recién empiezan a instalarse.

La ciudad que nunca duerme
La noche de la Avenida Corrientes está llena de luz artificial: alumbran los faroles, los carteles de neón en las vitrinas y los cientos de pequeñas bombillas de los teatros. Acá los folletos no son de amarres de amor, sino de las obras en cartelera; la gente no le tiene miedo a la cámara, sino que cobra por la foto; los vendedores no ofrecen café ni chipá, sino artesanías en madera, metal, cuero, lana…
—Yo tengo como cinco años acá —dice Gladys Valencia, de 50 años, con media bufanda entre las manos: —También trabajé en la Pellegrini y en Santa Fe, siempre vendiendo tejidos y también estos moñitos. Todo lo de acá es a crochet. Yo tejo desde el colegio. Allá en Perú me enseñaron a agarrar el crochet, en Lima.
Gladys empezó a vender sus trabajos por redes sociales en la pandemia, pero la falta de pedidos la llevó a probar el pavimento. Ahí fue que aumentaron sus ventas, se hizo de clientes frecuentes. Pero la calle, como regala sonrisas, también tiene problemas —aquí y en Liniers—: —Algo malo, que ya tuve la experiencia allá en la Pellegrini que, así como ve mi pañito, me quitaron todas mis cosas los del Espacio Público. Así sea artesanal, sea lo que sea, me lo sacaron. Es fuerte porque tienes que tejer, hacer; esto de acá no es comprado, todo esto de acá es lo que yo hago, coso y lo armo, y me dolió cuando me lo quitaron. Ahora, gracias a Dios, permiten vender todo lo que es artesanal. Lo que sea reventa, te lo sacan. Esto será desde hace dos meses. Porque he dejado de trabajar por medio año, por ese motivo. Había empezado a vender por Internet. Pero no es igual que los clientes no lo puedan ver, porque acá la gente puede mirar, puede tocar, probarse si le queda, si no le queda…
Los horarios en la Avenida Corrientes son los del teatro y del turismo. Gladys trabaja los viernes, sábados y domingos apenas cae la noche, al igual que los demás artesanos, volanteras y artistas callejeros.

—Cuando hay gente estoy yo; si no hay gente, no estoy —dice Gastón Giráldez, alias Buda Tom, de 49 años, recostado sobre el pavimento junto a un enorme dibujo de Calvin & Hobbes que acaba de terminar. Llega a las seis de la tarde, cuando se prenden las luces, y se va entre las once de la noche y las dos de la madrugada, si el tiempo acompaña.
—La calle tiene muchas contras: el clima, el desprecio. A veces alguna persona me pisa la mano, o me dan plata de mala manera. Y el problema no es que me den un peso o que me den un millón: es la actitud con la que me dan—explica. —Yo tengo un bastón, soy obeso, me cuesta mucho estar en el suelo, cosas que tendrían que tener en cuenta; a nadie le interesa, pero están a la vista, ni siquiera tengo que mentir. Porque realmente me cuesta levantarme; dibujo en el piso porque no me puedo levantar y agachar todo el tiempo —sigue Buda, mientras repasa el contorno de la figura con tiza blanca y difumina los bordes con el dedo.
—Acá está pegando fuerte el tema económico —dice y sentencia: —Y eso repercute mucho en la propina y en el humor también. Yo soy el último eslabón de la economía del país: si a mí me llega poco es porque la otra persona también tiene poco. Es una cadena de dramas, digamos. Pero yo le pongo optimismo, vengo con toda la onda. Sé que también hay que darle color a la ciudad; así como las luces y todo lo demás, mi aporte es ese: darle el color, mantener la alegría.
Vivimos en tiempos donde la calle está tensa y sus trabajadores cansados y hasta paranoicos. Pero la vida se trata de buscar soluciones, y mientras unos esconden la mercadería y juegan al límite de la confiscación policial, otros encuentran su mural en el piso y arman un escenario en la vereda.
—No somos los malos —dijo N. en la estación Liniers. —Por laburar en la calle, usualmente nos ven como gente delictiva, pero en realidad nada que ver. El sol ya brillaba encumbrado y se prendían los puchos en la fila del bondi. N. miró a los dos lados y caminó hacia esa fila: —¡Lleve, aproveche el chipá caliente…!
En cada esquina, en cada manta extendida, late una economía que no figura en los balances oficiales pero sostiene la vida. Las redes de vendedores, músicos, payasos, cartoneros, artesanos —y también les vendedores de Hecho en Buenos Aires, que salen cada día con las revistas bajo el brazo— forman un sistema paralelo que mantiene en movimiento a barrios enteros: alimentan, visten, entretienen, reciclan, comunican, sostienen. La informalidad no es el margen: es la trama que permite que la ciudad no se detenga. Invisibilizados en los discursos sobre innovación y futuro del trabajo, estos oficios callejeros son también la prueba de que la creatividad y la subsistencia encuentran siempre un modo de resistir. La ciudad se enciende con ellos; sin ellos, sería puro cemento.
