Por Camilo Muñoz
Fotografía: Orana Estrada

Con más de 45 librerías, charlas, lecturas, danza, performances y música en vivo, la Biblioteca Nacional fue sede la IV Edición de la Fiesta del Libro Usado, un encuentro espacio cultural y también de resistencia comunitaria.

Bajo el sol de octubre, la Plaza del Lector de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno albergó a la IV Edición de la Fiesta del Libro Usado. Cubículos feriales dispuestos alrededor de la plaza, mesas con ejemplares marcados, letreros con precios, intersticios por donde circulaba la curiosidad: desde el mediodía se configuraba un universo especial. Cada librero ocupaba su espacio con orden, sin mantas improvisadas ni libros tirados al azar.

Entre las mesas corría el rumor del intercambio: “¿lo tenés en tal edición?”, “¿cuánto lo das?”, “¿lo cambiás por este otro?”. El roce de las hojas, de los lomos y de los dedos componía la música propia de la feria.

La fiesta comenzó con música en vivo de Marco Amar y continuó con “El cuerpo de la lengua. Poesía en movimiento”, una performance de Natalia Litvinova y Mariana Montepagano que fusionó danza y lectura. Cerca de las 15, el centro de la plaza reunió a Santiago Caruso y Karina Pedace en la charla “Aceleración artificial y delegación cognitiva”. Con un único micrófono que pasaba de mano en mano, hablaron de la velocidad tecnológica y de cómo delegamos funciones de pensamiento en máquinas.

A eso de las 16, la charla cambió de registro: Betina González tomó la palabra en la ronda. No elevó un discurso monumental, sino que moduló reflexiones que parecían surgir desde el cuerpo colectivo del encuentro. Habló de lo que significa crear hoy, al borde del mercado y la precariedad, y ubicó al libro usado como una línea de fuga frente a la mercantilización sin término.

González recordó que si aceptamos al libro simplemente como mercancía, dejamos de pensar en él como espacio de resistencia. Cuestionó la acumulación permanente que convierte todo en objeto de consumo, y propuso en cambio al libro usado como libro habitado: con huellas, con marcas, cargado de memoria. Fue un llamado a recuperar la densidad de lo leído más allá del valor monetario.

No hubo grandes efectos retóricos: sus palabras se filtraron en el aire del círculo, atravesaron el silencio y las miradas. En ese gesto reveló que la Feria no es sólo feria: es lugar de producción simbólica, resistencia estética, sitio donde el libro continúa residiendo cuando ya pasó por muchas manos.

Hacia el final, la música volvió para cerrar la tarde: Axel Krygier tomó el aire musical del encuentro, conectando (sin escenario estridente) con quienes quedaban en el círculo o caminaban entre los cubículos. La música fue horizonte de cierre y eco compartido.