Por la crisis económica y el cierre de ferias, el centro comercial del barrio de Flores se transformó en el más concurrido de Buenos Aires. Una recorrida por las cuadras donde vendedores, comerciantes y clientes conviven entre telas, ofertas y la necesidad de subsistir.

Las luces de las balizas se encendían y apagaban mientras los choferes maniobraban para estacionar. Eran micros grandes, de doble piso y color blanco con verde, diseñados para detenerse en grandes terminales o en avenidas anchas, como Nazca. Sin embargo, esta última ya estaba colmada de vehículos, lo que dificultaba el tránsito de autos y colectivos. El plan B era la calle Venancio Flores. Dieron una vuelta casi interminable y llegaron a esa angosta calle, situada entre una vereda repleta de gente y negocios, y el límite con las vías del Ferrocarril Sarmiento.
Estacionar requirió mucha aceleración, marcha atrás, advertencias a peatones distraídos y destreza de los conductores. Cumplida la misión, los pasajeros comenzaron a descender. Eran grupos numerosos, en su mayoría familias, pero no se trataba de turistas. En lugar de equipaje, llevaban grandes bolsas vacías. A diferencia de lo que ocurre en el enorme predio de La Salada –recientemente en el ojo de los medios–, esta vez solo tenían que caminar unos metros para llegar a los comercios mayoristas y abastecerse de la indumentaria que luego revenderían. Con ansias y sin rumbo claro, encararon hacia los locales, colándose entre los compradores ocasionales.
La llegada masiva de vendedores provenientes del conurbano se disparó tras la detención de Jorge Omar Castillo, el “Rey de La Salada”, acusado de asociación ilícita, lavado de dinero, contrabando y evasión fiscal. Su caída provocó el cierre temporal de la feria más importante del país. Ocho mil puestos no pudieron abrirse y, por lo tanto, muchos comerciantes no lograron abastecerse de ropa para revender en sus negocios de todo el país. Hace unas semanas, bajo la fiscalización de ARCA, un interventor judicial, vigilancia de la Policía Federal y fuerzas bonaerenses, se dispuso la reapertura del predio.

Uno de los que antes iba allí y ahora camina por la calle Avellaneda es Carlos, de 54 años, que tiene un local de ropa infantil en Ezeiza. Vestido con un conjunto deportivo y una gorra, espera tranquilamente a algunos compañeros mientras carga tres bolsos, en los que se vislumbran medias y camisetitas de fútbol. “Siempre fui a La Salada porque hay miles de cosas en todos lados”, señala. La clausura temporal de la feria puso en jaque el funcionamiento de su negocio: “Tuve que decidir si aguantar a que se termine todo el conflicto o buscar otra solución, y elegí venir acá incluso a ciegas, porque no sabía bien qué precios estaban manejando”. También sostiene que le resultó mucho más difícil conseguir lo que quería, al haber menos oferta y estar repleto de personas. “La verdad, tuve suerte de venir más o menos temprano. Esto (señalando a la ropa de niños) se vende al toque. Pude pasar por varios locales y hacer compras grandes”, destaca, y se refiere al cambio de precios: “Está un 15 por ciento más alto, ponele. Pero prefiero pagar esa diferencia a terminar teniendo el local vacío por semanas”.
Esta diferencia de precios es confirmada por uno de los comerciantes de la zona, Fernando, de 41 años: “Siempre se supo de esta variación, pero recién ahora que pasó algo excepcional hay más quejas. En todo caso, deberían vender más caro ellos también”. Sobre cómo son los “saladeros” que empezaron a poblar los negocios, señaló que “suelen ser más rápidos y decididos que los clientes habituales. Vienen de a muchos y te copan el local. Lo que sí, aunque sea una familia con nenes, todos te cargan un bolso con algo. Si entran cuatro o cinco, ya sabés que se van a llevar un montón de ropa”, sostuvo, y agregó: “Nos tuvimos que acostumbrar a que el sábado también nos vengan a comprar al por mayor, cuando generalmente solo exhibimos para los minoristas. Al principio se molestaban por la demora, porque se quieren volver al micro rápido”.
El vendedor continuó con su preocupación por quedarse sin stock. Sin embargo, su local, ubicado dentro de una de las galerías de Nazca, no parecía precisamente desabastecido. La entrada era un pasillo delimitado por paquetes con medias (la docena a 10.000 pesos); luego, en los costados, estaban los percheros con remeras estampadas (dos por 20.000 pesos) y buzos (dos por 30.000). Fernando permanecía sentado en una banqueta, detrás de un pequeño mostrador. A su espalda también había remeras, esta vez con su frente visible. Por si fuera poco, mirando hacia arriba, en una parte baja del techo, había más ganchos con buzos: un encierro con barrotes de tela.

El foco de la contaminación textil no era solo el negocio de Fernando, sino que abarcaba buena parte de estos pasillos interiores y de las calles de la zona. Los indicadores de precios, escritos sobre carteles rojos y amarillos o simples hojas de papel blanco, sobresalían en cada una de las prendas. Camperas a 35.000 pesos (dos por 60.000), chalecos a 20.000… incluso en el mismo papel puede entrar más información, como un “¡Oferta!” en mayúsculas, bien grande, o el caso de unos gorros de invierno que se vendían a 5.000 pesos al por menor, 4.000 al por mayor y 3.500 a partir de diez unidades. Todas estas etiquetas cumplían el objetivo de direccionar a los compradores hacia los puntos de venta, aunque algunos lo intentaban de manera más drástica. En un local sobre la calle Helguera, la vidriera que exhibía el producto estaba tapada por completo con diez carteles de “¡Oferta! Jeans a 6.000 pesos”, destacándose la caligrafía de quien los escribió, al contener cada uno mayúsculas, minúsculas, cursiva e incluso palabras en inglés.
Los clientes justificaban en parte esta necesidad de llenar cada espacio del local con más ropa y ofertas. Los sábados son los días en que se vende al por menor, y cuando no hay clima sofocante o congelante, las calles se llenan de gente. La circulación suele ser trabada y genera situaciones complicadas con los vehículos que desean avanzar, ya que, a diferencia de otros polos comerciales, estas calles no son peatonales ni siquiera en momentos de desborde. Dentro de esta abultada clientela había personas de todas las edades y en distintos grupos: familias, enfocadas sobre todo en la ropa de los más chicos; grupos de amigos; y algunos solitarios que hicieron del paseo por Flores un hábito.
Valentina, de 26 años, relacionó la situación del país con su decisión de encontrar prendas en los negocios del barrio. “Desde hace un tiempo vengo desde Villa Pueyrredón para comprar acá. Si bien no considero que tenga un bajo salario, sí creo que la ropa de marca en Argentina es extremadamente cara”, afirmó, y relató: “Al principio iba a ferias más de barrio, pero están cerrando, entonces vi que acá se puede conseguir buenas alternativas a precios que sí se justifican”. Las ferias fueron objeto de persecución por parte del Gobierno de la Ciudad, que se encargó de buscar su desalojo y cierre, supuestamente a raíz de denuncias de vecinos. Los puesteros y manteros de Parque Centenario y Parque Los Andes, por ejemplo, fueron algunos de los que sufrieron estos férreos controles. Según la Cámara Argentina de Comercios y Servicios, en mayo la venta ilegal callejera en CABA bajó un 14,1% en relación con el mes anterior. Además, se observó un descenso del 89,4% en comparación con mayo de 2024.

Con un polo gigante como La Salada y las ferias fuera de combate, Avellaneda quedó como uno de los puntos de venta más importantes si no se cuentan las grandes marcas. Pero estas, por sus precios, tienden a ceder espacios. En el corazón del centro comercial, en esas galerías con negocios que se confunden entre sí por lo pegados que están, las remeras se exhibían apiladas a precios rotulados con marcador que oscilaban entre los diez mil y veinte mil pesos. Saliendo un poco de las calles de Flores, en el corazón de un shopping center, en locales que se distinguen por sus colores y logos como Zara, Levi’s, Kosiuko, Rapsodia o Tucci, la misma prenda, mostrada en elegantes percheros y con un costo ya tipeado, podía superar los sesenta mil y trepar hasta los noventa mil pesos. La distancia entre ambos no solo es de algunos kilómetros, sino que está marcada por el prestigio que tienen las etiquetas de esas simples camisetas blancas. No obstante, cuando la situación económica aprieta, la ostentación de marca queda de lado: la venta en shoppings cayó un 12% en 2024.
La recorrida de ANCCOM continuó, saliendo de los locales y dejando atrás sus pilas de mercancía. Se observaban locales en obra —aproximadamente uno por cuadra—, balcones de vecinos, algunos tomando mate y mirando el flujo de gente que circula por su vereda. Y también se oía. Se escuchaba la música de los negocios, que variaba en género y volumen, el ruido de las ya mencionadas obras y, en medio de ese bullicio interminable, la voz de los vendedores ambulantes. Posicionados al lado del cordón de las calles más transitadas, casi pasaban desapercibidos hasta que se veían los objetos que querían vender, generalmente orientados a los más chicos. Una de ellas era Hilda, que ronda los 50 años. “Así como lo ves, son mis herramientas”, afirmó, señalándose los brazos. En cada uno de ellos tenía tres muñecos de peluche: superhéroes, jugadores de la Selección Argentina y, aprovechando una moda reciente, personajes del “brain rot” italiano. En la cintura llevaba un cinturón con más muñecos, y los ofrecía a las familias que pasaban mientras, con su voz, enumeraba la extraña secuencia: “El Hombre Araña, Messi, tralalero tralalá”. La vendedora aseguró que ese era el sitio ideal para comercializar: “Tenés los negocios, Nazca, la barrera, Rivadavia… de todos lados te vienen”. Con entusiasmo hablaba con los chicos y a algunos les consiguió vender un muñeco. En un momento, uno de ellos se acercó con sus padres, todos con enormes bolsas para llevar indumentaria. El niño rogó por unos instantes y finalmente logró que le dieran un mini Messi.
