Un grupo de ambientalistas de Chubut denunció apremios ilegales cuando fueron detenidos luego de una manifestación. Ahora los condenaron a pagar 10 millones de pesos, acusados de falsa denuncia, en un proceso lleno de irregularidades.

Cuatro militantes ambientalistas que denunciaron torturas tras la represión del 5 de diciembre de 2019 en Chubut podrían ser obligados a pagar más de 10 millones de pesos en concepto de costas judiciales. Una causa atravesada por irregularidades, silencios institucionales y la avanzada extractivista en la Patagonia.
El 5 de diciembre de 2019, la Cámara de Diputados del gobierno saliente de Mariano Arcioni –quien finalizaba el mandato del gobernador Mario Das Neves tras su fallecimiento– se disponía a aprobar en su última sesión la creación del Ministerio de Minería. Afuera de la Legislatura, cientos de militantes ambientalistas reclamaban por considerarlo un atropello.
Aquella jornada se saldaría con las detenciones de seis manifestantes, referentes en la lucha contra el avance extractivista en la provincia. Cuatro de ellos denunciaron torturas por parte del aparato policial de Rawson. Sin embargo, y a pesar de la cantidad de pruebas que aportaron los damnificados y otras tantas que fueron descartadas tras procesos judiciales irregulares, finalmente los policías denunciados por torturas resultaron absueltos.
Luego de más de seis años, el Poder Judicial de la provincia ahora pretende que estas cuatro personas paguen una suma de más de 10 millones de pesos en costas judiciales. Se trata de Noelia Silva, peluquera y comunicadora social; Juan Salvador, artesano; Roberta Gogorza y Jairo Epulef, ambos docentes. ANCCOM dialogó con algunos de los protagonistas.
“Lo que se quería aprobar en diciembre de 2019 era un proyecto que vulneraba la Ley 5001, la cual nos protege de la actividad minera”, comentó Noelia Silva.
A raíz de eso, se convocó a una concentración en las puertas de la Legislatura desde las 11 de la mañana. El debate legislativo se extendió hasta cerca de las 11 de la noche. “No nos permitieron ingresar; estaba todo cerrado con candados”, recordó Silva, y agregó: “En un momento, logramos entrar al recinto, y suspendieron la sesión por unos cinco minutos mientras cantábamos”.
Cuando se reanudó la actividad parlamentaria, y pese a que los cánticos continuaban, se aprobó la creación del ministerio. Luego se dio por finalizada la sesión y los diputados comenzaron a retirarse en sus camionetas a través del subsuelo del edificio.
“Cuando salieron, se armó la revuelta”, comentó a ANCCOM Roberta Gogorza. “Salían las camionetas en contramano, atropellando a la gente y a la policía. Era una situación de griterío, confusión y violencia”, agregó.
A partir de la medianoche empezó un violento despliegue de autoridades policiales. Y, en un marco en el que volaban las postas de goma hacia el cielo, comenzó la represión.
“De pronto, el jefe del operativo –el entonces subcomisario Juan García– se le colgó del cuello a uno de nuestros compañeros. Logramos liberarlo, pero inmediatamente después agarraron a otro compañero, Jairo. Lo tuvieron rodeado por más de 20 policías y lo estuvieron ahorcando”, narró Silva.
Minutos más tarde fue detenido Juan Salvador, quien un día después de los hechos, declaró en la oficina judicial: «Me dijeron que me iban a matar y que iba a ser el segundo Maldonado».
“A Juan lo agarraron tres veces mientras él intentaba zafarse; lo arrastraron de las rastas y lo patearon en el piso”, comentó Silva, y agregó: “Cuando una compañera vio esto y se acercó, la detuvieron a ella también. Así empezamos a caer, y terminamos siendo seis personas detenidas”.
A Noelia Silva la arrestaron mientras intentaba ayudar a su hermano, que también fue detenido. “Me golpearon entre siete u ocho policías a patadas para que lo soltara. Finalmente, una oficial me empezó a ahorcar. Cuando sentí que ya no podía más, solté a mi hermano y me redujeron”, comentó.
Las inmediaciones de la Legislatura de Chubut se habían convertido en un escenario de violencia policial desatada. “Nunca viví algo así: soy docente, no estoy acostumbrada a situaciones violentas”, relató Gogorza. “Veía cómo los compañeros trataban de separar, cómo se armaban las rondas policiales, cómo golpeaban a mujeres mayores”, agregó.
En medio del tumulto, se refugió en lo que creyó más útil: registrar lo que sucedía. “Yo me dediqué a filmar, hasta que se volvió imposible. Vi cómo tiraban del pelo a una compañera, cómo su cabeza golpeaba contra el piso”.
La represión no distinguía edades ni géneros. A una mujer mayor le quebraron un dedo. “No quiso denunciar por miedo”, explicó Gogorza. En su caso, la situación escaló rápidamente. “En un momento estaba en el piso, rodeada de policías. Me esposaron solo una mano”, recordó. Observó cómo sus compañeros intentaban acercarse para ayudarla, pero temiendo por su integridad, tomó una decisión desesperada. “Le dije a la policía que me llevaran al patrullero, con tal de salir de ahí”.
Terror puertas adentro
Pero la violencia no terminó con la detención ni con los golpes recibidos dentro del patrullero. Al llegar a la comisaría, el hostigamiento policial se profundizó: empujones, insultos, amenazas y nuevas agresiones físicas marcaron las horas que siguieron.
Gogorza recordó haber visto a sus compañeros Epulef y Salvador ya contra la pared. “Todo el tiempo nos golpeaban, nos obligaban a abrir las piernas, nos encapuchaban”, dijo. Mientras tanto, los patrulleros seguían llegando con más detenidos y detenidas.
Silva contó que los golpes continuaron también en el patio del lugar. “Nos trasladaron a la comisaría, donde volvieron a golpearnos en el patio: a mí y a los dos varones, Jairo y Salvador. A mí me golpearon mujeres”, denunció. Y agregó: “Nos encapucharon, bajo la orden de que ‘no teníamos que ver’, mientras escuchábamos cómo golpeaban a los chicos en una oficina al otro lado de la pared”.
Los gritos que se escuchaban desde el interior eran inconfundibles. “Empezaron a meter a los chicos adentro. Nosotras escuchábamos los gritos desde afuera”, relató Gogorza. La escena se intensificó cuando, en medio de ese caos, ella fue separada del grupo. “A mí me llevaron a un patio oscuro. Sentí que me iban a violar”.
La presencia de otra compañera fue lo que probablemente evitó un daño mayor. “Noelia gritó ‘¡qué hacen!’, y en ese instante me devolvieron con las chicas. Eso me salvó”.
Silva también recordó ese momento: “Nos pusieron una guardia masculina a las tres mujeres. A una compañera se la estaban llevando hacia un costado del patio, pero cuando yo grité ‘¿qué hacés?’, pensaron que los estaba viendo y la devolvieron”.
El maltrato continuó durante horas. “Estuvimos así hasta las 4 de la mañana, sin poder tomar agua ni ir al baño”, señaló Silva. Recién cuando fueron liberados, pudieron ver a su abogado. La excusa para la detención fue “resistencia a la autoridad”, según los documentos que las obligaron a firmar. A las mujeres las dejaron en libertad con el argumento de que “no había lugar”, pero a los varones se los llevaron a otra comisaría.
“Estamos denunciando torturas porque, además de los vejámenes, a los chicos los llevaron personas encapuchadas en un vehículo, los cambiaron a otro a las pocas cuadras y los metieron por un camino de tierra, todo mientras los obligaban a mantener la cabeza entre las piernas bajo insultos y golpes”, afirmó Silva.
El clima cambió recién cuando algunos manifestantes llegaron desde la Legislatura hasta la comisaría. “Se empezaron a trepar. Automáticamente, los golpes cesaron, y salieron policías con otro perfil, parecían administrativos”, contó Gogorza.
El proceso judicial
Todo el proceso que continuó a aquella jornada estuvo plagado de irregularidades. El fiscal que armó la causa omitió presentar como prueba un video clave de las cámaras de la Legislatura que demostraba la brutalidad de la detención, alegando que esa prueba no existía.
“Cuando nos presentamos en la oficina judicial, nos informaron sorpresivamente que nos iban a imputar a nosotros también”, declaró Silva. “Nos acusaron de haber lesionado a más de 16 policías y de haberle quebrado la mandíbula al subcomisario García, quien en realidad nos había golpeado brutalmente en la comisaría”, agregó.
Tras ser revisados por un médico forense, que constató las lesiones, presentaron la denuncia por vejaciones y detención ilegal en la Fiscalía de Rawson. “Sin embargo, la causa que ellos nos iniciaron por lesiones, daño y resistencia a la autoridad avanzó rápidamente, mientras que la nuestra no arrancaba”, comentó Silva.
El juicio por aquella denuncia finalmente comenzó en 2023. “El primer día, la abogada de la policía pidió que nuestro propio abogado fuera su testigo, y la jueza Karina Breckle se lo concedió, dejándonos sin defensa a media hora de empezar”, narró Silva. El juicio se reanudó dos días después con un defensor público.
Durante el proceso, ocurrieron graves irregularidades. El médico forense que había certificado las lesiones jamás se presentó a declarar. Además, había elaborado dos informes contradictorios: el primero certificaba las lesiones y el segundo, hecho para la investigación interna de la fiscalía, decía lo contrario.
Las fotos de las lesiones, tomadas por el forense, fueron presentadas en el juicio blanqueadas y con menor claridad. Además, Silva contó: “La persona de la Comisión Contra la Impunidad que yo misma pedí que ingresara para fotografiar mis heridas, negó en el juicio habernos tomado las fotos”.
“Claramente perdimos”, contó Silva. La jueza sentenció que tenían una animadversión ideológica contra la institución policial y que “somos victimarios acusando falsamente a los policías”. Silva declaró que la jueza “justificó nuestras lesiones indicando que pertenecemos a ‘un grupo social que es muy revoltoso’, y que eso ameritó la violencia en las detenciones”.
El miedo como castigo
Tras la represión y el encierro, llegó el hostigamiento silencioso, pero persistente. Gogorza relató que durante meses fue perseguida en la calle, observada desde patrulleros y acosada incluso en redes sociales. “Rawson es chico; sabés quién es quién. Uno de los policías denunciados me mandó solicitud de Instagram. Me hostigaban en la calle, llegando a mi casa”. Las secuelas emocionales no tardaron en aparecer: “Sufrí ataques de pánico, ansiedad, traumas. Dejé de militar. Sentí culpa por haber concientizado, por haber formado parte del proceso que sacó a la gente a la calle”.
El temor la paralizó, pero también la llenó de preguntas. Pensaba en sus hijos, en sus alumnos, en cada persona que había contribuido a informar. “Sentía que los había puesto en riesgo. Me alejé de todo. Ni siquiera podía leer las causas. Iba a las audiencias solo porque tenía que ir”.
Con el tiempo, sin embargo, algo cambió. “En un momento sentí que no podía seguir callando; que había que hacer algo por quienes confiaron en mí; que no podía permitir que esto siguiera ocurriendo; que si al menos tres de diez policías pensaban que podría haber juicio, algo cambiaría”. La persecución judicial no hizo más que reforzar ese impulso: “Nos están cobrando esta causa más cara que a figuras del poder. Están dando un mensaje: que si te animás a ir contra la policía, vas a pagar. Física, psicológica y económicamente, y todo con el aval del Poder Judicial”.
La fuerza para hablar en público no llegó de un día para el otro. “Cuando hice mi primera entrevista, temblaba. Tenía miedo de equivocarme, de no entender lo legal, de exponerme”. Pero también comprendió que el silencio tiene un precio. “Entendí que el silencio también es cómplice. No me voy a inmolar, no soy la salvadora de nadie. Pero mis compañeros me sostuvieron, y yo quiero devolverles eso”.
Gogorza se animó a hablar para dar una señal: “Creo que es necesario que se sepa. Para mostrar que no estamos solos. Para romper el mensaje de miedo que quieren imponer. Hay medios de otros lugares que nos están mirando. No me voy a callar”.
“Aceptar la vulnerabilidad también es parte de esto. Hoy estoy firme para acompañar y sostenernos como grupo humano. Y porque mis compañeros no tienen que cargar solos con todo esto”, concluyó.