Por Clara Pérez Colman
Fotografía: Oriana Estrada

Como lo habían decidido en el último abrazo, este sábado se realizó un festival en defensa de los trabajadores del ex CC Virrey Cevallos, y contra la política de cierre de los centros de la memoria. 

En las callecitas de Monserrat, Ciudad de Buenos Aires, el calor brotaba del pavimento y el silencio se hacía cada vez más profundo, típico de la hora de la siesta. Pero en esa quietud, la calle Virrey Cevallos al 600 estaba cortada y ocupada por un escenario, puestos de feria, paseantes, familias y artistas, todos presentes para apoyar a los trabajadores despedidos del ex Centro clandestino de esa misma cuadra. Había comenzado el festival contra su vaciamiento y lo que ardía no era el calor, sino la memoria.

Las rejas de las ventanas de los edificios fueron los soportes de las banderas que se acercaron a defender el Cevallos: centros de estudiantes del profesorado Joaquín B. González y la Facultad de Sociales UBA; asambleas barriales como la de Barracas y San Telmo; Jubiladxs Insurgentes, trabajadores del Hospital Bonaparte, hasta alguna que otra bandera de Palestina que se alzaba al grito de los 30 mil desaparecidos presentes -fiel al legado de Norita, donde todas las injusticias son una. 

Mientras tanto, las banderas LGBTIQ+ estaban a 20 cuadras de distancia, en el anfiteatro del Parque Lezama: tras el brutal discurso de Javier Milei en Davos contra la diversidad sexual, más de 5 mil autoconvocades se reunieron y definieron la Marcha Federal Antifascista para el próximo 1 de febrero. Un caldo de cultivo que no deja de hervir.

Para los invitados del festival Cevallos hay que recuperar debates que no entran en los caracteres contados de X (antes Twitter) o las descripciones acotadas de Instagram. Evelyn -militante de Nietes- contaba entre tererés cómo supo de la desaparición de su abuelo materno, Julio César Colaneri. Su familia contuvo la verdad hasta sus 16 años por el terror fundado en aquella madrugada del secuestro. Desde intentar encontrar su paradero hasta conocer qué escribía o qué música escuchaba, la curiosidad la llevó a reconstruir toda esa historia y a pelear por ella, cargando una foto de su abuelo en su pecho, todavía desaparecido, con la esperanza de que, algún día, alguien le diga: «Yo lo conocí».

Más adelante, frente al escenario, unos ojos vidriosos reflejaban las lucecitas de la noche al entonar La cigarra, de Maria Elena Walsh, a la par del guitarrista y de todo su público. El canto del festival parecía correr más allá de la cuadra, rebotando en los corazones de todo el barrio. Pero dentro de esa reverberancia, los poemitas susurrados parecían sonar más fuerte:

Que nada nos lastime,

que nada nos defina,

que nada nos sujete.

Que la libertad sea

nuestra propia sustancia.

Simone de Beauvoir