Por Ailen Argañin
Fotografía: Pamela Pezo Malpica

Chicos y jóvenes que lograron salir con vida del recital de Callejeros y familiares de las víctimas recuerdan aquella noche y cuentan las huellas indelebles que les dejó la tragedia.

El 30 de diciembre de 2004 el incendio del boliche de rock República Cromañón dejó 194 víctimas. En los años posteriores sumó más muertes de familiares y sobrevivientes. Las múltiples aristas sobre los hechos, derivaron en el agrupamiento en organizaciones que, aunque con diversas posturas, se unen en un único pedido de justicia y reparación. El jueves 12 en la Legislatura de Buenos Aires se aprobó la modificación de Ley N°4786 (Reparación Integral para Víctimas Sobrevivientes y Familiares de Víctimas Fatales de Cromañón). Con esto las agrupaciones lograron cambiar artículos centrales por los que venían luchando, aunque la ley sigue siendo para sobrevivientes y familiares reducida y deficiente, o “perfectible”, según las autoridades.

Algunas de las agrupaciones conformadas entorno a la causa Cromañón son: Coordinadora Cromañón, El Camino es Cultural, Movimiento Cromañón, No Nos Cuenten Cromañón, Familias por la Vida, Ni Olvido Ni Perdón, Organización 30 de Diciembre, Plaza de la Memoria Los Pibes de Cromañon, Que No Se Repita y Sin Derechos No Hay Justicia.

Aída Isabel Rodas tiene 68 años. Es parte de la ONG Familias por la Vida conformada por sobrevivientes y familiares de víctimas fatales de la masacre. Señala que en Cromañón, y ahora en la ONG, “no solo había pibes” sino también padres y madres que habían acompañado a sus hijos al boliche de Once aquel 30 de diciembre. La organización trabaja frente a Plaza Miserere, a una cuadra del “Pasaje de los Pibes de Cromañón” construido donde funcionó el boliche. En la oficina reciben al 0800-999-2769 denuncias sobre irregularidades en locales donde se organizan recitales que son derivadas a la Agencia Gubernamental de Control. Oriunda de Jujuy, Aída es madre de cinco hijos. El cuarto, Abel Rodolfo González, a los 25 años murió en Cromañón. A ella le toca ir a la oficina en el turno de la tarde: “Esta es mi segunda casa. Acá estoy con Abel. Luego cierro esta puerta y abro la de mi otra casa, donde están mis otros hijos y nietos. Sé que Abel ya no está y ellos sí”.

Aída Isabel Rodas tiene 68 años y es parte de la ONG Familias por la Vida.

El 30 de diciembre de 2004 la familia González esperaba a Abel para festejar el cumpleaños del hermano mayor, Carlos. “Luego de ese día nos dijo que ya no quería volver a festejar. Y hace 20 años no festeja”. Por aquel entonces vivían en Lanús y tanto ella como su marido, Carlos Delfín González, tenían turnos nocturnos de trabajo. Aquel 30 de diciembre, como tenía franco, había aprovechado para acostarse a dormir temprano. “Cerca de las tres de la mañana llegaron dos amigos de Abel a casa. Abel trabajaba de delivery en Devoto, y para esa hora generalmente me pasaba a buscar para llevarme al trabajo. Pero yo tenía franco ese día. Y él no había vuelto todavía”. Los amigos lo buscaban para contarle que Osvaldo “Valdi” Zapata había fallecido en Cromañón. “Ahí me di cuenta. Sentí desesperación. Les dije que si a casa no había vuelto, entonces estaban juntos” cuenta Aída.

Osvaldo Zapata conocido por el diminutivo “Valdi” era amigo de Abel González desde que cursaron juntos la escuela secundaria. Juntos habían formado una banda: Abel en la guitarra y Valdi en la batería. Aquella noche Valdi pasó a buscar a Abel por la casa y fueron juntos a escuchar a Callejeros. También estuvo con ellos Jonathan Daniel Lasota, que tocaba la armónica en su banda. “Era un pibe de 15 años al que la mamá nunca dejó salir solo. Esa era la primera noche”, recordó Aída. Cuenta que María Cristina, la madre de Valdi, “sintió mucha culpa, porque Valdi lo pasó a buscar y ahora Abel no está. Nunca me pudo pedir perdón a pesar de que siempre le expliqué que ellos eran amigos, que desde el día que se conocieron nunca se separaron. Eran como hermanos. Llegaron como amigos y se fueron con los amigos”. María Cristina falleció al año de la masacre. Aída señala que son muchos los padres fallecidos luego de perder a sus hijos: “Son víctimas también, aunque mueran de distintas enfermedades. Quedaron muchas casas vacías”.

Mientras recorre la oficina, Aída relata su historia y la de quienes ya no lo pueden hacer. Identifica las caras de Abel, Valdi y Jonathan en una bandera enorme de Argentina donde están estampadas las caras de las 194 personas fallecidas en Cromañón. Allí mismo funciona un pequeño museo y a veces se dictan talleres de concientización y prevención. Explica cada foto, cada cuadro y cada símbolo: un conjunto de llaves desparramadas que representan el candado que bloqueaba la puerta de emergencia; zapatillas colgando de puertas, caños y paredes; fotos de Abel y Valdi con su banda; una guitarra de madera con una foto de Abel, regalo de los vecinos de Lanús. Carteles y banderas que reclaman justicia, no olvidan ni perdonan a la corrupción estatal que mató a sus hijos.

El jueves 12 en la Legislatura de Buenos Aires se aprobó la modificación de Ley N°4786.

Luego de una pausa para componer la voz y del recorrido por la oficina, Aída vuelve a sentarse y continúa con el relato del 30 de diciembre. “Cuando mi marido llegó a casa a las 6 de la mañana, le dimos la noticia. Recién ahí fuimos con nuestro hijo mayor, Carlos, que es policía, a recorrer los hospitales, porque no me había dejado ir sola más temprano. Llegamos primero al hospital Ramos Mejía. Estaba todo muy desorganizado y la gente desesperada. Logré que me dieran una lista pero cuando salí a la vereda las familias me la sacaron. De ahí fuimos a la morgue judicial, y les tuve que pedir que sacaran fotos a los chicos y las colgaran para que podamos identificarlos”. Esas fueron las primeras fotos que aparecieron de la masacre y donde pudo identificar a Abel. “A pesar de que no habían dejado entrar a mi hijo policía, yo me metí. Las madres somos más astutas”.

A Aída le gusta el rock y fue a ver a los Rolling Stones. Sin embargo, a Callejeros no los puede escuchar: “Si paso por algún lado que lo están tocando o subo en un colectivo se me saltan solas las lágrimas, se me corta hasta el habla. Yo creo que todas las mamás sentimos lo mismo”. Aunque señala que Cromañón fue uno solo y que las organizaciones no deberían estar separadas, Familias por la Vida es una de las que encuentra en Callejeros culpa y responsabilidad, e incluso apoyaron que no volvieran a los escenarios. Se refiere como “salvajes” a aquellos que arrojaron bengalas. Acusa, además, a Omar Chabán –administrador de Cromañón- por, entre otras cosas, colocar media sombra en el techo. De su hijo recuerda que “a cualquier lado que iba llevaba la guitarra. Él se iba a los parques a tocar para los niños, o los abuelos del barrio. Era muy solidario, a veces venía y me pedía mercadería para llevarle a una abuela que tenía menos que nosotros”. También que esos mismos niños fueron a la casa el día del velorio. “Tenía nenes de 9 o 10 años debajo de su cajón, que no querían irse. Nos acompañaron hasta el cementerio en colectivos que el intendente Manuel Quindimil puso para llevarlos”.

Brenda Re escuchó por primera vez la banda Callejeros junto a su hermano, Mauro, a partir de un demo que les prestaron. Toda su familia es “del palo de rock”, que es también el género favorito de sus amigas. “Mi plan ideal para la noche era encontrarme con amigos, ir a ver una banda, tomar algo y volver al barrio”. Se acercó a la cultura del rocanrol por “el contenido artístico y político de las bandas”. Puntualiza que en aquellos años “estaba en mi momento de politización, de enojarme con lo que pasaba en el país y esas letras me representaban”. En 2004 tenía 19 años y, como una noche más, el grupo de cinco amigos tomó el colectivo en Mataderos para ir a escuchar un poco de rock. “Como si el destino no nos quisiera dejar llegar, nos olvidamos las entradas y por el calor no teníamos ganas de entrar. A pesar de haber llegado temprano para escuchar Ojos Locos, terminamos entrando sobre la hora. Había mucha gente afuera del boliche, varios sin entradas, que no era algo sorprendente, sino habitual”.

 

De todos modos, lograron llegar a unos pocos metros del escenario. Para Julio era su primer recital, “ese fue su debut y despedida del ambiente”. El subió a Brenda sobre los hombros y “por estar más alta pude darme cuenta enseguida como se iluminaba algo detrás mío. En el momento en que me bajó se cortó la luz, empezó el aprisionamiento y no logré tocar en ningún momento el piso. La gente de ese sector tuvo el acto reflejo de hacer el mismo recorrido que al entrar y retroceder hacia la puerta de entrada. Nos arrastraron hacia allí. Al llegar a la puerta se descomprimió la masa de personas y caí al suelo. Solo atiné a hacerme una bolita contra una columna, no quería luchar contra la gente que me pasaba por arriba y tenía más fuerza que yo. En algún momento dos personas, que no sé quiénes serían y nunca lo voy a saber, me agarraron uno de cada brazo, me sacaron y tiraron en la calle”.

Fue de las primeras personas en salir del incendio y en la vereda no se entendía lo que sucedía. “Había un intento de los policías por contener, reprimir lo que pasaba, creían que la gente se estaba peleando. Cuando empezaron a llegar los bomberos y el SAME comenzaron a difundir un mensaje de tranquilidad, de que apagarían el foco de incendio y enseguida íbamos a voler a entrar al recital. Luego de eso tengo la imágen muy lúcida de un pibe que gritaba: ´¿Qué mierda dicen? Acá hay gente muerta´”. Aún sin entender qué pasaba, inconciente de lo que vivía, comenzó a buscar a sus amigos. “Volví a entrar a Cromañón 3 o 4 veces para buscarlos”. El grupo había fijado un punto de encuentro, al cual fue varias veces hasta que lograron reencontrarse: solo faltaba una de las chicas, que hasta la actualidad mantiene reserva sobre lo vivido.

“A mi casa volví sin zapatillas y con una remera que no era la mía. Solo quería bañarme, estaba completamente negra”, recuerda Brenda. En una época donde el celular no era de uso común, fue difícil poder avisar a sus familias que estaban bien. Lograron llamar a una amiga y ella repartió la noticia por la casa de cada familia. Logramos llegar hasta Mataderos por un taxi que “nos vio así como estábamos y esperando el colectivo, que nunca iba a llegar porque no había transporte, estaban todos colapsados con los heridos”. Mientras la familia recorría los hospitales buscando a la amiga que faltaba, el grupo de amigos hacía “base viendo las noticias, porque en la televisión pasaban los nombres de las personas que estaban internadas en cada hospital y de los fallecidos”. Así se enteraron que estaba en el hospital Ramos Mejía. “Puedo decir que fuimos todos y salimos todos. En la mayoría de los grupos de amigos no pasó lo mismo”. En los días siguientes vivió “en automático, no caía en lo que había vivído. Pasé una semana sin dormir, ya no podía comer o tragar y recién fui a una revisión médica el 5 o 6 de enero. Era malestar psicológico que se mantiene hasta hoy: el estrés postraumático que revive”. Brenda Re participa de la organizacion “Movimiento Cromañón”. De los amigos con los que fue a Cromañón el 30 de diciembre, dos de ellos están movilizados y agrupados en organizaciones mientras que los otros dos prefieren reservarse para sí lo vivido.

En 2004 Sofía González tenía 16 años. Vivía en Villa Mercedes, San Luis. Este fin de año se encontraba en Capital Federal para celebrar las fiestas en familia. Se hospedaban en lo de su tía que vivía a solo cuatro cuadras de República Cromañón. “A Cromañón no había ido nunca, pero la semana anterior había conocido Cemento”. Sin embargo, la noche del 30 de diciembre, en que la banda presentaba su disco Rocanroles sin destino en el boliche de Once, fue con uno de los pocos conocidos en la ciudad, Pablo, y un amigo de éste, Ariel. “A Callejeros los seguía hacía tiempo y ya los había visto en varias provincias”. De lo vivido describe imágenes o escenas. “Recuerdo que quise ir al baño y me costó mucho llegar, eso me hizo notar que había mucha gente, aunque no era algo extraño, estábamos acostumbrados a que los lugares estuvieran así. Después tengo el recuerdo muy vívido de no ver nada, de oscuridad completa, de ponerme la mano frente a la cara y no verla”. Aquella noche había tenido una pelea con su mamá: “No quería que fuera. Me parecía muy loco porque me dejaban ir bastante a recitales. Era poco habitual que me dijera que ‘no’”. A pesar de eso, Sofía fue. Después de eso, reconoce que para ella hoy es palabra santa lo que anticipe su madre.

En la actualidad se sigue encontrando “en el universo Cromañón con gente que conocí cuando tenía 15 o 16 años”. En una de las paredes del que fue el boliche y ahora es el santuario Cromañón, una frase pintada dice: “Te vas sin zapatillas, pero no te vas solo”. Sin embargo, luego de lo vivido el 30 de diciembre, Sofía se alejó por un tiempo. “Estuve mucho tiempo en shock y tardé en volver a este universo. Hay muchas cosas de mi post Cromañón que no me acuerdo. Era muy chica. Perdí un año de colegio. No podía dormir con la luz apagada. No salía mucho a la calle”. El relato se compone de escenas, con baches de por medio. Los muchos años de terapia aún no le evitan convivir con secuelas “que voy a llevar toda la vida. Pero aprendí a reconstruir ese dolor inmenso, o el no entender muy bien qué te pasa, en otra cosa. Ya no lo veo todo el tiempo desde el pesar”. Relata que su “antes de Cromañón era un antes muy niño” y por ende vivía con mucha más inocencia. Sin embargo “hace tres o cuatro años llegó un momento en mi propia historia como sobreviviente en el que sentí que necesitaba hacer algo con lo vivido”. Se unió a una de las organizaciones conformada por sobrevivientes, amigos y familiares de víctimas de Cromañón, “Coordinadora Cromañón” y desde ese momento “Cromañón es mi constitución adulta y mi vida pero porque elegí militar. Estoy atravesada por Cromañón desde los lugares más felices y los más oscuros. Porque es mi historia y la abracé, me hice cargo y armé una forma de vida con eso”.

 

Aquella noche Sofía no se desmayó. Logró salir caminando por sus propios medios, lo que le hace pensar que fue de las primeras en salir aunque no tenga noción del tiempo que tardó en llegar a la calle. No pasó por ningún hospital y fue caminando hasta la casa de su tía en un estado de shock que le duraría varios años.

Sofía sigue yendo a recitales de rock. Volvió a ver a Callejeros en Capital Federal “por mi propia historia quería darle un cierre y lo pasé bien”. Sobre la cultura del rock, la de 2004 y la de ahora, encuentra diferencias en el público, pero no en el afán económico de las productoras. “Somos la generación hija del 2001: estábamos muy dispersos porque nadie, desde la política, lograba agrupar nuestras demandas. Había una sensación de desesperanza y de no futuro, lo que nos llevaba a buscar respuestas en otros lugares: el rock and roll” que daba letra a las demandas que eran importantes para la juventud. Justicia en la causa Cromañón es “que no hubiera sucedido nunca” y aunque la bengala en los recitales de rock ya no se prende “porque te recuerda que se murieron 194 pibes, no importa si estás en un lugar cerrado o abierto, sino como ejercicio simbólico nos dice que al menos un camino tenemos recorrido”. Sin embargo, la mala organización de recitales, los cacheos apurados y las avalanchas de multitudes en los ingresos le provoca una gran “sensación de injusticia. A 20 años siguen priorizando la cantidad de dinero por encima del bienestar de las personas. Al sacar una entrada estamos contratando un servicio y alguien tiene que velar por nuestros derechos. Si no es la productora privada, tiene que ser el Estado. Y si no es el Estado, vamos a ser nosotros, desde las organizaciones, no vamos a parar de dar lugar y palabra a nuestros reclamos, demandando que se cumplan los cuidados necesarios”.

A 20 años de la masacre de República Cromañón, sigue pidiendo Justicia.