Por Luisina Sobrón Maderna
Fotografía: Valentina Gómez Zambrano

Los domingos, la capilla Caacupé, del Barrio Mugica, recibe a los jóvenes de la organización Manos en Acción, que acompañan a las niñas y niños de la zona a pasar una jornada más acorde a sus derechos, en un momento en que más del 60 por ciento de los chicos se encuentra debajo de la línea de pobreza.

“Llegaron tarde, llegaron tarde”, gritaban con sonrisas y ojos brillosos en sus rostros ilusionados cuatro niñas de unos nueve años agarradas de las manos haciendo una cadena cuando los vieron llegar. Abrazos, besos y la llamada de atención sobre algunas ausencias. Es domingo, son las 10 de la mañana y después de una caminata de dos kilómetros adentro del Barrio Mugica llegan los chicos de Manos en Acción (Maenac) a la capilla Caacupé. Van al encuentro con niños y niñas que viven entre enjambres de hierro oficiando de escaleras, botellas de plástico vacías que se convierten en pelotas de fútbol, personas enrolladas en mantas durmiendo que se vuelven parte del paisaje y una banda sonora que logra pasear a quien escucha por toda Latinoamérica. 

Con una cruz pintada de blanco con brillo plateado salido en partes, “santos de jean y zapatillas” -como decía Juan Pablo II- se juntan desde las 8:45 en la Torre de los Ingleses, en Retiro, para intentar cambiar el color de la mañana de los niños que comparten la jornada. La plaza Fuerza Aérea Argentina es un sitio de la Ciudad de Buenos Aires donde la desigualdad no pide permiso:ahí emergen el Sheraton y el Barrio. En bolsas de tela de supermercado llevan una caja decorada con círculos de colores de papel afiche, lápices de distintos colores, tamaños, marcas, algodón, pegamento, tijeras, fibras. También hay tuppers con torta casera: de chocolate, dulce de leche y granas coloridas. La Pastoral Universitaria de Buenos Aires alberga desde la fe a estudiantes, muchos del interior del país, y de ella dependen distintos grupos de acción solidaria: uno de ellos es Maenac. 

El reloj marca las 09:40 cuando, con pecheras de color naranja y verde fluo, jóvenes de entre 20 y 26 años cruzan la arcada ubicada en la intersección de la Avenida Ramos Mejía y la calle Sara Beatriz Fernández, “Bienvenidos al Barrio Mugica”, dice el mural ubicado a la derecha, que también contiene un mapa ilustrativo del lugar. Con mochilas en la espalda y los celulares guardados, sin desconcentrarse unos de otros y con toda la atención puesta en lo que están haciendo. Unos pasos después, vienen de frente, formando un bloque hermético, cuasi marchando, un grupo de oficiales uniformados con cascos negros brillosos, borcegos acordonados, chalecos antibalas, pantalones cargo y caras inanimadas. Eran la misma cantidad o algunos más que los integrantes de Maenac. 

Mientras bordean el predio que corresponde a la terminal de ómnibus, con una reja de por medio, un chofer de colectivo chista a un vecino del barrio. Metros más adelante, en un bar varios beben cerveza. El aroma es una mezcla entre comino, asado, humo y basura. Antes de pasar por debajo de la autopista, una enorme araña de cables logra rozar algunas cabezas y grandes charcos de agua turbia en las calles orientan el ritmo y la linealidad del caminar. Mientras tanto, a los costados de las angostas calles: la feria del domingo. Esa mañana, la presencia del Estado, que da prioridad al equilibrio fiscal a costa de todo, se reduce a policías y carteles de la campaña electoral 2023 de Jorge Macri y Clara Muzzio.

Mientras se pudren alimentos en los galpones por desidia del Ministerio de Capital Humano, Josefina, una de las coordinadoras de Maenac, empezó a organizar el desayuno junto a un par de compañeros. El resto, la mayoría, emprendió el recorrido de llamar (o despertar) a los niños que suelen acercarse a los encuentros que organizan. Se dividen entre los pasillos, tocan las palmas, gritan sus nombres, esperan un rato, si salen, continúan el recorrido con ellos, si no, siguen. Los perros ladran y se pelean, mientras Yisus toca unos acordes en la guitarra. 

Son casi treinta chicos: la mesa está servida. Bandejas con tortas, galletitas, cereales, magdalenas y budines. Vasos de plástico color pastel están distribuidos esperando, desde la última visita, llenarse de leche chocolatada. En Argentina hoy más del 60% de los niños son pobres, y lidiar con la cobertura de las necesidades básicas se torna, en muchas familias, imposible. “De a uno”, “profe yo quiero”. Impacientes, eufóricos, inquietos, exaltados, algunos introspectivos, otros por momentos tensos y otros que sonríen sin parar. Cuatro que no superan los cuatro años se aíslan para balancearse en una cadena, con la cabeza gacha y la vista perdida. Tal como “todos para uno, uno para todos” unen sus manos sobre la mesa luego de que, junto a Tony, hicieron un canto para bendecir la comida. Canciones de campamento en ronda en el pequeño playón entre la capilla y un volquete lleno de cajas de cartón, invadido de palomas, con perros que muerden madera y se rascan las pulgas, un hombre revolviendo lo que había y otro reposando al sol con el torso descubierto y bermudas de jean fueron testigos con la próxima actividad: hacer ovejas en cartones y recrear el pelaje tupido de animal exteriorizó furia y frustración en algunos niños. Otros se ayudaban entre ellos, y algunos quisieron volver a empezar. Aunque el tiempo se detenga por instantes, sabían que era el mediodía y que la jornada estaba llegando a su fin. Una foto de todos los voluntarios de Maenac y los niños con las palmas extendidas inmortalizó el momento, otro domingo más juntos, predicando el amor por el prójimo, el buen trato y el respeto. 

“Profe hoy es el cumple de mi hermanito” avisó e insistió Tomi, a quien las fechas no le resultan poco importantes. Todos cantaron el feliz cumpleaños a Santino y disfrutaron de un pedazo de torta con su mamá, hermanos y vecinos. Personas del barrio empezaron a acercarse a la capilla Caacupé para presenciar la misa, y los jóvenes de Maenac emprendieron el camino de regreso a los niños. Un altar a San la Muerte, una casa con más de cien muñecas, peluches y juguetes sucios colgados de un panel y de las rejas de la autopista, con esqueletos de autos y materiales de construcción; una cancha y detrás de ella Noah, de unos cinco años, distingue y alerta. “Seño, algo está pasando allá que está la policía” mientras señalaba un patrullero, con más de siete oficiales abajo. Como las veredas son casi invisibles, los vecinos caminan por las calles. Llegando a la esquina, dobla un automóvil policial a alta velocidad casi derrapando, “cuidado cuidado córranse” gritó uno de los jóvenes de Maenac. 

 “Abrazo de oso” fue la premisa para despedir a Elif, una beba de menos de dos años que apenas camina y fue protegida toda la mañana por su hermana mayor, que la desabrigo cuando calentaba el sol, la alzó para jugar a la mancha con los más grandes y nunca desatendió sus pasos. Los padres miraban con ojos llenos de ternura desde la puerta. “La basura se saca de 19 a 21hs”, Buenos Aires Ciudad firmaba al pie del enorme cartel que hace base en medio de casas hacinadas, pintadas de distintos colores, con garabatos de hierro para acceder, algunas a medio hacer. El ruido de la autopista no cesa, las motos que andan por el barrio esquivan bultos no siempre inertes, y los jóvenes de Maenac se despiden, como siempre en grupo y alertas, hasta el próximo encuentro.