Por Valentina Gigena
Fotografía: Valentina Gomez

Vecinos de San Cristóbal y Parque Patricios se manifestaron para evitar el desalojo de la huerta barrial que funciona dentro del Parque Vuelta de Obligado, alimenta a comedores populares y recibe a escuelas de la zona para educar en el cuidado ambiental.

Vecinos autoconvocados se manifestaron en el semáforo de la Avenida Juan de Garay y Pichincha, con carteles que informaban el aviso de desalojo de la “Huerta Garay”, el martes 17 de septiembre a las 16, con un abrazo para resistir a la amenaza. Quienes llevan adelante la huerta fueron notificados del inminente desalojo tras la demolición de la canchita de fútbol vecina. El Gobierno de la Ciudad les dio dos días para desarmar el lugar, luego de negociaciones lograron que fueran cinco.

A unos cincuenta metros, Nélida Santamaría, gestora de la huerta situada en Garay 2206, se planta firme en la entrada. Por ese dintel ha cruzado durante treinta años: primero para aprender a sembrar la tierra, luego para enseñar a otros a cultivarla y cosechar sus frutos.

Nelly, con cara de anfitriona de un evento al que nunca hubiera querido asistir, ve pasar a la gente. Saluda. Quiere estar atenta a lo que sucede en todas partes. Afuera, entre los bocinazos, los vecinos juntan firmas para impedir el desalojo de la huerta. Adentro, un funcionario del Gobierno de la Ciudad pasea entre las plantas que ella cuida.

Nelly está dispuesta a conversar. Toma del brazo a la cronista como a un familiar. Enreda su codo como lo hacen las señoras grandes con sus amistades. Frente a las preguntas, titubea, aprieta el brazo más fuerte y pide ir más lento. Se encuentra un poco nerviosa, dice que está ahí, mostrando la huerta, pero su mente piensa en lo que está pasando allá.

Tras unos minutos de calma, Nelly empieza a esbozar unas palabras: que ellos a todo esto lo hicieron siempre de corazón. Que nunca recibieron subvención del Estado. Que jamás tuvieron problemas con un gobierno. Que ahora tienen que andar presentando papeles y papeles cuando ellos no joden a nadie.

Relata los orígenes de la huerta y se remonta a treinta años. Surgió sobre un terreno que antes ocupaba la Policía Federal. Cuando se fueron, dejaron montículos de basura. Con la ayuda de los vecinos, se limpió y transformó el terreno, donde poco a poco brotó una huerta humilde, sostenida por tarimas. En esos tiempos eran muchas manos para colaborar y organizarse. Con ventas de chorizos lograron recaudar fondos para alambrar el predio, «para que los choclos no quedaran desparramados por cualquier lado», ríe Nelly.

Los frutos de la huerta tienen destinos tales como comedores comunitarios, y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Además, aportan a la educación ambiental de vecinos y reciben la visita educativa de decenas de colegios. Niños de diferentes edades disfrutan un tipo de experiencia verde, de esas que escasean en la ciudad.

“Los chicos se van chochísimos”, dice Nelly. “Caminan entre las hileras de plantas, huelen las hojitas de romero, tomillo, menta. Después se sientan a tomar la merienda, en una mesa larga que tenemos. Yo les pongo bandejas con tierra, plantitas y vasos que funcionan como macetas. Entonces ellos arman todo y se llevan a sus casas una pequeña maceta, sembrada con sus propias manos».

 

Casi todos los colegios de la zona visitaron la huerta. Hizo falta organizar fechas y horarios para que no se acumularan muchos turnos. Han llegado a asistir grupos de setenta niños, según cuenta Héctor, otro de los vecinos que colaboran en la huerta. Pertenece al grupo de los viernes. Entre las tareas está el riego, combatir a las hormigas “te descuidás un poco y te quedaste sin verduras”, dice. Destaca el liderazgo de Nelly, su entrega absoluta por el proyecto. «Hay que saber conducir lugares así», afirma.

Él es uno de los que conversó con el funcionario del Gobierno de la Ciudad. Ante la pregunta sobre ese encuentro, responde que están en plena negociación y en plan de resistencia. Que la idea de un espacio así debería ser ampliada, para que le llegue a más personas, no destruida. «Un lugar verde, en el medio de la ciudad, que no jode a nadie y que los chicos y los vecinos disfrutan. Casi no existen cosas así», concluye.