El cine como fantasma que habla del presente, la importancia de la ficción y del documental para contar la historia de una comunidad, la necesidad de un cine nacional como parte de la construcción de nuestra identidad, son algunos de los aspectos que destacan en la prolífica obra de la ensayista y cineasta Florencia Eva González.
“El cine siempre forma, en términos de cómo relacionarse, pensar, mirar al otro, entablar una conversación. Uno tamiza hasta sus sentimientos en ese espejo que te devuelve el cine, es muy pregnante y potente”, afirma la investigadora, realizadora y docente Florencia Eva González.
Licenciada en Comunicación, Magister en Estéticas Latinoamericanas Contemporáneas, escritora, docente de la UBA y del Espacio Cultural de la Biblioteca del Congreso –donde dicta cursos de historia del cine argentino y programa ciclos y festivales–, González cruza en sus reflexiones el cine, el arte y la filosofía.
Autora de Desajustes. Sobre arte y política en Argentina, Cine y Muro de Berlín, y Encovichadxs. Reflexiones sobre la crisis viral, González recibe a ANCCOM en su espacio de trabajo, se sienta y apoya en la mesa blanca su libro Fantasmal: inventario crítico del cine argentino de 1897 a la actualidad, una obra que no tuvo la oportunidad de presentar formalmente porque la pandemia suspendió el mundo y su estreno. En una hora y media tiene que bajar al auditorio del espacio Cultural de la Biblioteca del Congreso para dar inicio a una proyección.
González planta la bandera de no pasar tanto cine yanqui, primero porque prefiere la variedad y segundo porque prefiere un cine donde uno pueda ver algo de sí. Hay algo de la forma en catalogar a nuestro cine que no le gusta: “Cuando se dividen los géneros aparece: suspenso, ciencia ficción y cine argentino. Y no está bien, es ridículo, porque el cine argentino tiene todos esos elementos y es vastísimo”.
¿Por qué Fantasmal?
Tiene que ver con un método de análisis que tomé del historiador de arte Didi Huberman, que toma la tradición de la filosofía del arte francesa y a los alemanes Aby Warburg y Walter Benjamin. Huberman abre la historia del arte hacia otras disciplinas y toca el cine como una teoría de la imagen, y lo que hace es ver cómo se puede rastrear la historia a partir de una imagen y habla de la imagen en movimiento, es decir del cine. Por un lado, está la idea de que la historia es traer un pasado al presente y que ese pasado habla del presente. Por otro, hay muchos pasados para traer, la historia no es una sola, tiene paredes que se atraviesan. El fantasma atraviesa esas paredes, está contándonos sobre el tiempo, porque no vive ni muere, está ahí y en algún momento surge. Ahora bien, el cine es un lugar fantasmal porque suspende la conciencia y existe a la vez. La otra idea que Didi Huberman toma de Warburg es que en nuestra vida vamos sumando imágenes en algún lugar que no las recordamos todo el tiempo, pero están como un fantasma. Hay algo de las formas del pasado que se van repitiendo en el presente y en el futuro, algo de las imágenes que vuelven, de lo reprimido que vuelve. Y es muy aplicable al cine, sobre todo por una teoría de la imagen.
¿Serían como imágenes residuales?
Hay un residuo que queda, estamos habitados por millones de imágenes todo el tiempo, sobre todo virtuales, y en algún momento sabemos que eso lo vimos. A veces miro un fotograma o haciendo zapping de una película te das cuenta que la viste, uno tiene un reservorio fantasmal en su cabeza. Y en el cine se hace eso, tiene un nivel inconsciente donde se repite sin saber bien de dónde lo sacaste para repetirlo. Entonces, “fantasmal” me parecía que, aún en su respiración psicoanalítica, iba bien para hablar del cine y de la historia de la imagen y del cine argentino, que también sucede empíricamente, porque cuando te acordás de esa imagen, recordás una película, los actores, el momento en que la fuiste a ver, con quién, dónde. Hay un marco que se va armando y que forma parte de tu vida, y dialoga con tu historia y que te va formando. El cine nos devuelve muchas de esas construcciones, y eso también es fantasmal, porque no se aloja en un lugar fijo.
¿Cómo fue el proyecto?
Fue un proyecto ambicioso. Nació leyendo La Imagen-movimiento, y La Imagen- tiempo de Deleuze, él hace una teoría en la que habla de del cine europeo para dar ejemplos, sobre todo el francés que es el cine que él conoce. Entonces traté de trasladar alguna de esas categorías a nuestro cine, como una forma de volver a hablarnos también y de valorizar el cine argentino, y después encontré a Didi Huberman, que me pareció más pertinente. La intención era hablar del cine argentino tamizado por una teoría, y para dar clases ponía los ejemplos europeos, los que daba él, y está bien, pero dije “hay que rastrear en lo nuestro”. Luego, sobre una hipótesis general, que sí puede cruzar cualquier cosa para mí es Foucault en el sentido en el que cada obra habla de su tiempo, y dije: “¿Cómo trazar una historia del cine, atravesada por lo político, por lo simbólico, por lo social?”. Así nació.
¿Cuánto tardaste en hacerlo?
De escritura dos o tres años, ya tenía cosas pensadas, pero además ir viendo las películas, y algunas –eso también tiene que ver con nuestra historia–, no están para ver en ningún lado, y entonces me tuve que acordar, y otras las volví a ver, pero no es fácil ver cine argentino.
¿Por qué?
Porque no está accesible, hay muchas joyas que no se pueden ver, y no es fácil ver si no tienen una calidad aceptable. Hay canales como Volver que tiene un gran acervo del cine argentino, y se ven bien cuando las ves en televisión, pero para hacer una proyección más importante, no es suficiente. Por ejemplo, Torre Nilsson está en YouTube, pero no se escucha, y es un eslabón fundamental. Otro ejemplo es Rodolfo Kuhn, uno de los mejores directores de los 60, que hizo Los jóvenes viejos y Los inconstantes, que no se ve nada. Además de todo lo que se ha perdido y quemado. Fueron algo nuestro y no están.
¿Por qué decís que el cine es un arte de Estado?
Es una frase de Lenin que se puede comprobar en todos los cines del mundo: sin apoyo del Estado no hubiera existido Hollywood. Pero en un principio es el Estado el que promueve, porque es la imagen de una Nación para el mundo, es un embajador de alto rango para todo un sistema económico y un muestrario de idiosincrasia increíble. Desde los actores, los lugares, la subjetividad que se va creando. Está mostrando una imagen del país y ese país tiene que ver con un Estado, o sea que motoriza un montón de instituciones, entonces es lógico que sea el Estado el que promueva ese cine, y fue así en todas las industrias del mundo en general. No hay un producto tan complejo como el cine que incluya tantas disciplinas, personas, saberes y tecnología que conlleva articular un montón de actividades. Sin el Estado no hubiese existido el cine, más allá de que alguien me puede decir que las primeras experiencias cinematográficas son privadas, pero para convertirlo en la maquinaria que se convirtió, hubo un Estado presente, y en Argentina con más razón.
¿Cómo es eso?
Porque las productoras no logran desarrollarse, salvo algunas, a tal punto que puedan hacer películas competitivas en el mundo, si no es el Estado el que está apuntalando ahí. También el caso de los documentales. El documental argentino es fundamental en su historia, tiene varios momentos, uno en los 60 y también en el 2001, donde el documental, urgente, político, que tenía que ver con todo lo que estaba pasando acá, venían de todos lados a filmar y esos documentales dieron vuelta al mundo. El documental es muy importante y no tiene un público asegurado como puede tener una película de Ricardo Darín, necesitás apuntalarlo y capaz que no va mucha gente a verlo, pero es necesario que exista, no puede guiarse solamente para que sea visto por un montón de personas, hay voces que tienen que ser escuchadas, y el documental es un ejemplo de eso, muchas veces por lo que cuenta, otras veces por cómo está contado, es un lugar de experimentación fantástico.
En tu libro sostenés que en los comienzos del cine argentino la ficción contribuyó al relato nacionalista y el documental encarnó el discurso positivista, ¿cómo funciona eso?
Los comienzos del cine argentino son más que promisorios, ni bien están los primeros cortos ya la Argentina tiene una cámara en esta tierra y comienza a ser un lugar muy dinámico, muy ávido de hacer imágenes y eso después promueve hacer películas de ficción y documental. Si bien algunas son experiencias individuales, hay un clima de época que tiene que ver con una clase dominante; esas experiencias cinematográficas están reflejando una posición de la clase dominante, la oligarquía argentina terrateniente, que tiene una posición muy clara que es verse culturalmente en Francia y económicamente en Inglaterra. Entonces, la ficción desarrolla un cierto nacionalismo que también tiene que construir, porque tiene que construir lazos de pertenencia dentro de las ficciones, como por ejemplo la película Revolución de Mayo, o El Fusilamiento de Dorrego, es decir los hechos fundacionales de la Argentina los cuentan como ficción para acentuar una historia en común, que tengan que ver con una nación. En cambio, los documentales son fuertemente positivistas, se muestra a la clase dominante como quiere ser vista: elegante, paseando por el Rosedal con sus próceres, como Bartolomé Mitre, con sus galeras bien vestidos, y hacen que no saludan a cámara, o el Desfile del Centenario como una aristocracia formada, ilustrada, afrancesada.
¿Y en qué fuimos precursores?
El cine argentino es precursor en la industria de la imagen erótica pornográfica. Hay investigaciones que apunto en el libro, que indican que la primera película erótica llamada El Sartorio, que viene del sátiro, es un corto pornográfico que tiene todos los elementos que va a tener el cine erótico o pornográfico durante 30 o 40 años. Otra investigación que me sorprendió fue cuando había tenido que hacer un documental sobre inmigrantes que habían dejado una huella, y surgió la figura del italiano Quirino Cristiani, que hizo una película animada muda y la primera película animada sonora antes que Walt Disney. Paradójicamente las dos películas tratan sobre Hipólito Yrigoyen, en una es bueno, El Apóstol, y en la otra es malo y corrupto, Peludópolis, que es un nombre extraordinario.
¿Qué quedó de eso?
Nada. Todo se quemó. El que rescató algo fue el nieto, que hizo reconstrucciones de los muñecos que se usaban, porque su forma de animación eran muñecos articulados con arandelas. De Cristiani quedó El Mono Relojero.
¿Fue un quiebre la Guerra de Malvinas para el cine?
Sí, claro. En los documentales y en la ficción. En el 84 se filmaron dos ficciones importantes. Está Los chicos de la guerra, a meses de haberse terminado la guerra que es una gran película. Tristísima, pero una gran película. Está filmada en Pergamino, en la provincia de Buenos Aires con el frío de nuestra llanura para hacer de Malvinas. La otra es la de Jorge Denti, Malvinas: historia de traiciones, que se filma en Londres. Esas dos películas hacen un quiebre porque hablan de nuestra historia reciente en un momento casi presente. Sobre todo, Los chicos de la guerra, porque son tres historias como si fuesen tres clases sociales y los tres vuelven destruidos. Fue un tema tabú las Malvinas, no se podía hablar y el cine habló de lo que estaba pasando. Todavía no había llegado la democracia, hubo un interregno entre que terminó la guerra hasta que asume Alfonsín, en que se empezaron a filmar historias de vuelta del exilio, como Los días de junio, donde Norman Briski, que fue un exiliado, hace de un exiliado que vuelve en ese tramo.
¿Tenemos que encontrar nuevas formas de hablarnos?
Estamos en un momento en el que no sabemos dónde estamos parados, entonces el cine por qué estaría en un lugar. Si tuvieras que contar una historia, ahora contaríamos que falta la plata, no sé cómo le daríamos vuelo, ya habrá ese momento. Pareciera que es ficción todas las cosas que se escuchan, las conferencias de prensa y demás. Y el vértigo lo sienten, estoy segura, aun los que comparten lo que está pasando. Es muy difícil crear en esa situación, pasar por arriba de una situación de tanta incertidumbre, hija de la incertidumbre mayor que fue la pandemia.
¿Por qué hay que celebrar al cine argentino?
Tiene una voz propia, la tienen algunos directores que trazan un estilo propio, como Favio, Solanas, Frenkel y muchos más, pero después atraviesa todos los géneros, con buenas y mejores, como todo cine, pero son formas novedosas de vernos de nuevo, entonces el cine tiene que estar ahí presente. La cinematografía es un arte dinámico, vivaz, es muy interpelante, con lo cual tu subjetividad se va entrelazando con lo que te propone la pantalla grande. Es indudable que hay una forma de decir, una forma de pensar que el cine interpreta claramente y luego vemos a nuestros actores con nuestros gestos, nuestras historias, nuestros lugares, nuestra vergüenza, lo no dicho. El cine ha trabajado mucho lo que no se podía decir y tiene que seguir existiendo para seguir pinchando en esos lugares que tienen que ver con una interpelación directa a nuestro ser, pero no por argentino, sino porque es lo que conocemos como latinoamericanos, como una forma de sentir este lugar en el mundo. Es como decir, existimos, ¡viva nosotros! Así que, por eso, ¡viva el cine argentino!