Por Mateo Nemec
Fotografía: Azul Andrade y Pamela Pezo

El historiador e investigador Ezequiel Adamovsky analiza el gobierno, sus continuidades con el macrismo, su relación con la clase alta y las posibilidades de un verdadero cambio social.

Historiador, activista e investigador del CONICET, Ezequiel Adamovsky escribrió numerosos libros. En el último, Del antiperonismo al individualismo autoritario, reflexiona sobre las nuevas modalidades de la política argentina y sus efectos sobre la estabilidad del sistema democratico. En esta entrevista, aporta su visión respecto a este viraje institucional, sintonías con proyectos del pasado y las posibles salidas de cara al futuro.

 

¿Esta nueva ola de neoliberalismo es parte del ideario liberal clásico?

Hay continuidades, pero también hay cosas diferentes. Si la nueva ola arranca con Macri, que en su momento intentó balancear su proyecto social con el económico, lo que busca imponer Milei hoy encuentra grandes sintonías. No por nada Macri le dio su apoyo, incluso perjudicando el proyecto de su propio partido. Desde mediano a largo plazo hay muchas similitudes: Macri buscó balancear lo económico con lo que consideraba los imperativos de la política. Ganó con una mayoría ajustada y se planteaba un avance gradual. Las conclusiones del fracaso de este proyecto antes del fenómeno Milei son evidentes: Macri mismo decía que la próxima vez tenían que venir con todo, a fondo con el mismo proyecto. Esta conclusión, general a la derecha, tiene en Milei una ocasión inigualable para avanzar porque encuentra en él una persona lo suficientemente poco interesada en conservar un aparato político. Además, es una persona narrada como un outsider, un loco “bueno” que la gente votó porque las cosas no funcionaron. Por eso se aferran con tanta convicción a este momento, porque saben que si esto fracasa, después van a tener que esperar para volver a intentar algo parecido. La sintonía no se da tanto a nivel económico, sino político: en el último tramo del macrismo se veía el giro bolsonarista de forma más clara, este autoritarismo en la forma de llevar el proyecto político para impactar sobre el esquema económico a largo plazo.

 

Vos hablás de una nueva institucionalidad, ¿en qué se hace más evidente? ¿En dónde asoman los intereses que subyacen?

Este gobierno es bastante transparente desde todo punto de vista. Si uno analiza las manifestaciones de apoyo constantes de las entidades empresariales, magnates locales y sectores de peso, están encantados. Incluso cuenta con el apoyo de magnates internacionales, como Elon Musk, y organismos como el FMI, que apoyan inmediatamente sus medidas y proyectos. El RIGI es, también, otra instancia sumamente transparente: es otorgarle una cantidad de facilidades, derechos y privilegios a empresarios en niveles inéditos. Luego, a nivel impositivo, bajar los impuestos a los sectores adinerados y aumentar los del sector medio es un movimiento transparente en cuanto a los intereses de clase que representan. Eso revela el hecho paradójico: es sorprendente que un presidente que tiene un soporte tan endeble en los otros dos poderes, que no tiene un número significativo de legisladores, ni gobernadores afines, ni ha digitado nada en la Corte Suprema, alguien que recién llegó pueda avanzar como si nada. Que encuentre todos los apoyos necesarios de las instituciones, incluso quebrando la letra de la ley, es porque se lo permiten y lo reciben gustosos. Ahí creo que está la verdad última de las instituciones políticas que tenemos y su relación con los intereses de clase. De no ser así, es inexplicable que la Corte Suprema permita la aplicación de una medida tan obviamente inconstitucional como el mega DNU sin siquiera aceptar su tratamiento. El caso es indicativo del lugar que tiene la Corte como garante de esos intereses de clase. La mayoría multipartidaria inedita que apoya a Milei, la minoría peronista y el resto de fuerzas políticas, por más que a veces tienen deidades republicanas, deja pasar poderes extraordinarios a una persona que dice explícitamente que viene a destruir el Estado. Eso solo se explica por la conexión de estos organismos con los intereses de clase. Por eso es una oportunidad inigualable.

 

Vos señalás que, con el desembarco del neoliberalismo en los noventa, la sociedad tuvo una reacción que se cristalizó en políticas progresistas. ¿Te parece que esta nueva ola es una reacción a estos planteos? 

Hay un condimento local que es evidente en el proceso, la crisis económica, que genera frustraciones al interior del país, y que se vio acompañada por el agotamiento de una propuesta política como lo fue la del kirchnerismo, que apeló con fuerza a una narrativa política de expansión de derechos, de un Estado presente, garante del bienestar y positivo. Al agotarse, todo el discurso se vuelve menos creíble y la frustración se vuelve despecho en contra de esa narrativa y las figuras que la representaron. Pero a la vez, esta explicación me parece insuficiente, porque al ampliar la lente, estos fenómenos de derecha radicalizada que hoy vemos en Argentina vienen sucediendo en países que no comparten la crisis económica, que no vienen de un fracaso político. Uno puede estar más o menos de acuerdo, pero Bolsonaro después de Lula en Brasil, la llegada de Trump en EEUU luego de Obama, no parten de gobiernos que empeoraron la situación y, sin embargo, hay reacciones similares. Es evidente que hay una frustración respecto a la democracia que trasciende el escenario argentino, que no está ligado al fracaso de una experiencia política puntual. Hay que pensarlo en relación a un cambio en las subjetividades políticas, no tanto en los cambios materiales. El escenario que tenemos es de creciente presión del capitalismo hacia adentro. Como ya ocupó todo lo que puede ocupar, deja de expandirse hacia fuera y se vuelve a su interior, intensificando la presión sobre la persona para obtener su excedente, lo que implica un empeoramiento en las condiciones de vida. La frustración que esto genera se vuelca en contra de un sistema político que, evidentemente, ya no nos representa. Después está la dificultad de percibir una opción superadora clara, porque en todo el mundo, no solo en Argentina, hace décadas oscilamos entre gobiernos que aprietan el acelerador con la mercantilización de la vida y gobiernos que intentan poner curitas o algún paliativo, pero no implican una propuesta que opere mejor. Nos quedamos entre el choque y la ambulancia. En la medida que no existe una alternativa política superadora capaz de convocar a las voluntades generales, el único escenario viable para un proyecto de vida mejor para las personas es el individualismo. El otro entonces aparece como un obstáculo o amenaza y la política es aquello que se percibe avanzando sobre la vida personal, frustrando los proyectos de vida. También hay otra variable que es importante considerar, que es el escenario pospandemia. Con el avance del Estado sobre el ámbito privado, se le dio un poco más de credibilidad a los discursos de la derecha radicalizada. Son cambios subjetivos que van desde antes de la pandemia, pero que se intensifican.

En la medida en la que no se plantee un proyecto político dispuesto a discutir las reglas del juego, no a jugar mejor, sino a cambiar el juego, es muy complicado un horizonte de reenamoramiento con la política, lo colectivo. En ausencia de eso la gente se aferra a lo único que tiene: un proyecto individual, factible y confiable.

Ezequiel Adamovsky

¿Milei supo capitalizar el odio como instrumento político?

La expansión del horizonte de validación del derecho por lo colectivo, me parece, va en contra de este movimiento, que yo refiero como un proyecto totalitario, que busca imponer el mercado como principio organizador y validador único  de la sociedad. Que no haya ningún otro espacio por fuera del mercado, darle valor a la práctica, al trabajo, a lo que sea, es un indicio de que este gobierno, como otros, apunta en contra de la organización de los sectores minoritarios, ya sea el sector de derechos humanos, de pueblos originarios, de mujeres, de minorías sexuales… Cualquier figura de la organización colectiva es atacada con una agresividad tremenda, no necesariamente por un deseo de que no existan estos sujetos como tales, sino por la presión de reconducir esa energía hacia el mercado. A estos sectores se les relega a un plano secundario. “Aguantá, trabajá más. ¿Te pagan menos por ser mujer? Prepárate mejor, validate a través del mercado y vas a ir mejorando”. El gobierno, creo, capitaliza del odio en medio de una batalla cultural que, a mi parecer, solo se va a intensificar en la medida que el proyecto económico fracase, que ya está dando sus signos de extremarse. Para compensar la frustración de sus propios seguidores, van a ofrecer más cabezas y nuevos enemigos. Así, se abren momentos de violencia social horizontal y para abajo. Por ponerlo en términos freudianos, me parece que cualquier política tiene una dimensión erótica y tanática. La de Milei tiene más visible el aspecto tanático. Se diferencia del macrismo, que no tenía tan claro un nosotros, en apelar a un cuerpo social individual que busca un país pujante, con personas hacendosas y triunfales en sus propios proyectos, que no se piensan de forma grupal. Uno de los fracasos de los movimientos progresistas es un cierto temor, no discursivamente sino en la acción, a activar esta dimensión tanática. Si uno piensa en el kirchnerismo enfrentado a las corporaciones, se planteaba un enemigo a combatir, pero no propulsó una pateada de tablero, que es el atractivo de esta derecha radicalizada. Hoy Milei invita a patear un tablero que todo el mundo entiende que no funciona. Estamos jugando un juego democratico que es una ficción, porque nos invita a imaginar que nuestro voto define como vivimos y la verdad es que jugamos por una victoria imposible, o que si se da es momentánea y reversible. Cualquier política de cambio de largo plazo se puede revertir con una elección perdida. En la medida en la que no se plantee un proyecto político dispuesto a discutir las reglas del juego, no a jugar mejor, sino a cambiar el juego, es muy complicado un horizonte de reenamoramiento con la política, lo colectivo. En ausencia de eso la gente se aferra a lo único que tiene: un proyecto individual, factible y confiable.

 

¿Esto se debe a la crisis de representatividad o está ligado al propio  funcionamiento de las instituciones? 

Las decisiones se toman dependiendo de la experiencia pasada y el horizonte de posibilidades. Si el horizonte es pequeño, lo que sucede hoy, determinados sectores votantes o dirigentes, que en otro contexto podrían ser más progresistas o alternativos, apuestan a lo que hay. La trampa democrática es estructural: la soberanía está encorsetada en espacios nacionales y la economía está manejada en el espacio transnacional.

Hasta el mejor intencionado de los gobiernos con la más amplia de las mayorías no puede luchar contra determinados resortes económicos. Está fuera de su campo de decisión. Los organismos internacionales, que residen en los países más poderosos, toman la decisión corporativa y esto excede la acumulación política.

Debería considerarse un lente trasnacional para cambiar estas reglas del juego. Lo que sucede es similar en todos los países: hace décadas los ricos pagan sistemáticamente menos impuestos, entonces las pocas políticas horizontales las sostiene cada vez más el asalariado. Esto obliga a los Estados a competir entre sí para atraer inversiones para reforzar su ingreso. El RIGI es un ejemplo, dejando que hagan lo que quieran. Decir que “por treinta años nos comprometemos a no tomar decisiones económicas”, es dejar de ejercer la soberanía para conseguir inversiones. Tampoco es que la contracara sea un escenario utópico socialista donde hay abundancia y dinero para todos. Pasaba en el capitalismo perfectamente capitalista: la gente se jubilaba, había educación y salud pública. El campo de acción de la política tiene en el centro esta transferencia de poder del espacio nacional al transnacional.

 

¿Cómo hacer para llevar estos reclamos nacionales y sentarte en la mesa de los grandes? 

Para poder salir del capitalismo, dice la tradición marxista, es necesaria una construcción política transnacional. Es lo que intentó el movimiento socialista, logrando bastantes avances, pero ahora retrocedió. Hay mucho que se puede hacer, pequeños cambios en las reglas del juego. En Argentina tuvimos alguna luego del 2001, que abrió el horizonte político. Nadie en el 2000 hablaba de pagar pensiones, ni de declarar el default de la deuda y dejar de pagarla. ¿Por qué fue posible? Porque la sociedad se volvió ingobernable, porque los bancos porteños funcionaron tabicados, porque se atacaba al sector privado además de al político. Ese temor expande un poco el terreno de lo posible y trajo pequeños cambios en las reglas: la Asignacion Universal por Hijo como pequeña renegociación de poder entre empleadores y empleados. Falta la fuerza de aprovechar las mayorías consolidadas para cambiar las reglas del juego, aunque sean mínimas.

El peronismo no apunta a un sistema anti-capitalista, eso nunca estuvo en el horizonte de lo posible, pero si podría usar las reglas del juego. Por ejemplo, hoy es evidente que el sistema del Poder Judicial está corrupto de pies a cabeza, no ejerce las funciones por las que está diseñado, es un comité político para intereses privados. Ahí también falta patear el tablero.

¿Cómo interpelar a una población que piensa más en torno al fracaso del proyecto pasado que en las injusticias del presente?

Para articular este cambio subjetivo, que es el mismo que hizo posible la expansión de derechos, tienen que desarrollarse campañas incansables por parte de los sectores comunes, como el movimiento obrero socialista y su autoeducación. Si uno va a los archivos, la comparación al presente es penosa, pero la cantidad de folleteria que se publicó en todo el mundo para enseñar sobre nuestros derechos: las relaciones laborales, el libre albedrío, la importancia de la ciencia, la educación. Hoy ya no se ve ese impulso.

Me parece importante, también, pensar en las condiciones de audibilidad de los discursos. No es que las personas no estén suficientemente informadas, sino que no quieren escuchar. Cualquier crítica del presente que no esté acompañada de una propuesta, un horizonte a futuro diferente y factible, se vuelve muy difícil.  Lo que no tenemos actualmente es una visión de futuro que haga audible la crítica del presente. Ese es el cuello de botella: para que haya un nuevo horizonte de posibilidades no utópico tenemos que superar esta deficiencia de visión a futuro.

 

¿Por qué siempre se termina persiguiendo a los reclamos que perjudican al sector privado?

No hay nada nuevo en que el Estado reprima movimientos sociales reivindicativos, que aplique el rigor de la ley y los trate como terroristas. Ese era el mundo en 1920: el Estado era brutal con las manifestaciones en pos de derechos y garantías elementales. Eran tratados como terroristas, fusilados, perseguidos acá y en todo el mundo. El Estado retoma esta actitud defensiva de inicios del capitalismo, pero lo que sí es nuevo es que haya una porción mayoritaria de la sociedad que lo valide. Hay algo, entre muchas comillas, democrático en esta visión totalitaria del mercado que se impone. En ausencia de una democracia sustantiva en lo político, se forma una dimensión “igualitaria” en el mercado. Este promete que si cada uno se esfuerza tiene la misma chance que los demás, una dimensión fantasiosa, pero igualitaria, a la que apela la derecha. Subordinar a todos al mecanismo del mercado, con la promesa de un horizonte de igualdad, no mediante la participación, los votos, los partidos y las manifestaciones, sino mediante la mano invisible del mercado es una promesa falsa, pero creíble. Lo que le da más terreno al Estado para retomar estas prácticas represivas es, justamente, el avance de los movimientos de derechos civiles, que impactaron en las reglas sobre represión estatal. Aunque solo son un fino barniz, las normas y protecciones pueden caer en cualquier momento. En la medida en que no haya una sociedad que las apuntale a diario la regresión es inevitable.